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Un montón de huesos mordisqueados llenaban la escudilla. Don Matías Marculeta había saciado el hambre acumulada durante el viaje. Hasta que no dio cuenta de la última costilla, Diéguez no volvió a hablar de los asesinatos, entonces le terminó de explicar el contenido de la carta que le había escrito. Ahora don Matías sostenía un habano en su mano y degustaba un pocillo de café muy denso. En Madrid lo llamaban turco y estaba de moda, lo servían en tazas muy pequeñas, apenas un par de sorbos, muy dulce y tan espeso que casi podía cortarse. Don Matías, según dijo, se había aficionado en un café de la Puerta del Sol. Dio un sorbito y después una chupada a su cigarro para expulsar el humo lentamente.

—Amigo Diéguez, después de lo que me ha contado, tengo la extraña impresión de que alguien quiere jugar con nosotros. Fíjese, en cuestión de días aparece ese cuaderno que con sus misteriosas anotaciones nos pone sobre la pista de las primeras muertes, pero nos descoloca con el quinto cadáver. Luego le desvelan el nombre del asesino de doña Cecilia Coello de Portugal. ¿No parece mucha casualidad?

—A veces las cosas ocurren casualmente.

—No se fíe de las casualidades. En fin, veamos, las anotaciones del cuaderno apuntan a dos posibilidades. Una, que don Fulgencio Camero es el asesino y tenía un cómplice, y otra, la que usted sostiene, que él es el cómplice del asesino. Si es así, resulta extraño que haya permanecido tanto tiempo inactivo.

—Ya conoce mi opinión al respecto.

Don Matías dejó escapar el humo entre sus labios y acabó con el dedal de café.

—Admitamos, sólo como una hipótesis que yo no comparto, que algún crimen lo haya cometido un asesino distinto.

—En el caso de doña Cecilia, la información que poseo apunta a que fue asesinada por su esposo —lo interrumpió Diéguez.

—Permítame decirle que no está tan claro. Antes de venir a Granada, en Madrid me facilitaron cierta información. Las cosas han podido suceder de forma diferente a como se las han contado. —Don Matías apuró el café—. Es usted un buen policía. Tiene lo principal, olfato. Pero le queda mucho por aprender. No dé por buenas todas las informaciones, aunque encajen como un guante hecho a medida. No se fíe, amigo mío, a veces en los asesinatos hay intereses ocultos.

Diéguez, incómodo, tragó saliva.

—¿Qué intereses pueden esconderse detrás de esa muerte?

—Según usted, don Pablo de Armenta asesinó a su mujer y el hermano de ésta, don Ambrosio, fue quien impulsó las pesquisas para descubrir al asesino. Esa versión se sostiene porque doña Cecilia era una adúltera. —Diéguez asintió—. Sin embargo, hace dos años, lo que yo recogí de alguna conversación fue que los Armenta habían movido los hilos necesarios para impulsar la investigación. Algo que no casaba muy bien con su cerrazón a facilitar las pesquisas, ¿lo recuerda?

—Lo he tenido siempre presente. Su creencia de que los Armenta habían movido los hilos para que se investigara, no se sostenía. Debió de oír mal. Por el contrario, si don Ambrosio Coello de Portugal fue quien influyó en Madrid para descubrir al asesino de su hermana, eso explicaría la cerrazón de los Armenta.

—No vaya tan deprisa. Hoy puedo garantizarle que quien hizo todo lo que estaba en su mano para que se aclarase el crimen fueron los Armenta.

Diéguez lo miró desconcertado. Se acordó de la tía Casilda cuando, refiriéndose al sacristán, le dijo: «¡No le haga caso, miente más que habla!». A pesar de ello, afirmó con vehemencia:

—¡Todo encaja si admitimos que don Pablo de Armenta asesinó a su mujer u ordenó matarla!

En los labios de don Matías apareció una sonrisa indulgente.

—Amigo Diéguez, es usted muy joven. Permítame que prosiga, tiempo tendremos de tomar en consideración eso que afirma con tanta seguridad. Como le decía, los Armenta promovieron la investigación. Sin embargo, a las pocas semanas se paralizó. ¿No le extrañó que me ordenaran volver a Madrid y echaran tierra al asunto?

—La verdad es que sí, pero con lo que después he sabido… —sus palabras habían perdido consistencia.

—Quien paralizó la investigación fue don Ambrosio Coello de Portugal.

Fue una afirmación rotunda y Diéguez recordó lo que le había dicho Zacarías.

—Quien me facilitó la información especuló con que don Ambrosio hubiera deseado que se paralizase la investigación.

—¿Le dio alguna razón? —preguntó don Matías arrugando la frente.

—Era una conjetura, una hipótesis según la cual don Pablo de Armenta podría haber hecho llegar a don Ambrosio pruebas irrefutables del adulterio de su hermana y éste, para no ver manchado el honor de su familia, decidiera acabar con la investigación.

—Es una posibilidad —admitió don Matías, a quien ahora envolvía una nube de humo—; sin embargo, eso entraría en contradicción con un dato que no admite discusión, como es que don Tadeo Calomarde me haya encargado que vuelva a hacerme cargo de la investigación porque don Pablo de Armenta así se lo ha pedido. No me pregunte por qué lo ha hecho ni por qué ha tardado dos años en pedirlo, no tengo la menor idea. Pero, como antes le he dicho, con los años he aprendido que nada o casi nada es fruto de la casualidad. —Dio otra calada a su puro y prosiguió—: Por lo que yo sé, otros miembros de la familia Armenta se mostraron, desde el principio, poco entusiasmados con la investigación. Sobre todo el hermano de don Pablo, don Luis de Armenta. En su día le comenté que es persona de mucho ascendiente en la corte y miembro del Consejo de las Órdenes Militares en representación de la Orden de Santiago. Pero no lo dude, quien paralizó la investigación fue don Ambrosio Coello de Portugal.

—¿Por qué algunos Armenta no querían que se indagase sobre la muerte de un miembro de su familia? —A Diéguez se le escapaban las razones últimas de aquel juego en las alturas.

—Lo sospecho, pero no estoy seguro. Si lo confirmo, se lo diré. Y, a propósito de familia, una cosa son los Armenta y otra los Coello de Portugal. No lo olvide.

Diéguez estaba desorientado. Había pasado de creer que tenía las claves para resolver aquellos crímenes a estar sumido en un mar de confusiones.

—¿Qué ha cambiado para que ahora los Armenta las impulsen de nuevo?

—No lo sé. Posiblemente, la muerte de don Luis de Armenta hace pocos días ha debido de influir. Era el más opuesto a que se hicieran averiguaciones.

—¡Estamos a dos luces!

—No se desanime, poseemos un dato sumamente interesante.

Don Matías buscó en el bolsillo de su redingote una carta y se la dio a Diéguez.

—Léala, por favor.

Cuando se la devolvió estaba perplejo, también era patente su malestar con don Matías por destilar la información como si se tratara de una esencia valiosa.

—Según esta carta, doña Cecilia Coello de Portugal era una adúltera y por tanto… —balbuceó con un hilo de voz.

—… por tanto, una posible víctima del verdugo de la Inquisición —remachó don Matías.

—También… también que su marido la asesinara. ¡Es como para volverse loco!

—Insisto en que no se desanime. Nuestro trabajo es así. Esta carta —comentó mientras la guardaba— es una prueba casi definitiva. Mi presencia en Granada se justifica porque es necesario atar todos los cabos.

Los dos carruajes llevaban más de una hora ante la fachada de doña Mariana de Pineda. Los cocheros, al ver que los policías de la puerta adoptaban una actitud más marcial, dejaron la cháchara que se traían con los vecinos allí congregados. Se recolocaron los tabardos, se pusieron los sombreros y se colocaron al lado de las portezuelas respectivas. Pedrosa, acompañado por el juez Ceruelo, que había tomado una nueva declaración a las mujeres allí recluidas, se acercaba al zaguán. En la calle se hizo el silencio al ver aparecer, fuertemente escoltadas, a las dos criadas llorando desconsoladamente. Las introdujeron a empellones en el carruaje más modesto y uno de los esbirros indicó al cochero:

—¡Vámonos, a la cárcel!

Pedrosa y el juez subieron al otro vehículo, acompañados por un escribano de corte, en medio de murmullos. El cochero, antes de cerrar la portezuela, preguntó:

—¿Adónde, señor?

—¡A la Chancillería!

El juez había dispuesto que Mariana se quedara en su domicilio sometida a fuerte vigilancia. Una escuadra de los escopeteros de Andalucía, al mando de un cabo y cuatro agentes de Pedrosa, que se relevarían por parejas, se encargaría de custodiar a ella y a doña Úrsula. La decisión se había tomado después de que los médicos informaran de que un traslado podía provocar un grave accidente en la salud de las dos mujeres. Pedrosa consideraba que los doctores trataban de favorecer a aquellas arpías. Cuando llegaron a la Chancillería, el juez se encerró en su despacho para no perder un minuto en la instrucción del sumario, y Pedrosa, hecho un basilisco, ordenó al escribano:

—¡Venga conmigo al despacho! ¡Vamos a remitir un escrito a la corte!

En la antesala se encontró con don Matías y Diéguez. Sorprendido, forzó una sonrisa.

—¡Don Matías! ¿Qué hace usted por Granada?

—Visita privada, don Ramón. Vengo a presentarle mis respetos.

El subdelegado dirigió a Diéguez una mirada poco amistosa y, haciendo de tripas corazón, indicó al escribano que aguardase y los invitó a pasar. Pedrosa no los invitó a sentarse. Pensaba ser breve.

—¡Me alegra saber que está en Granada por placer!

—No se trata de un viaje de placer —puntualizó don Matías—. Mi visita, como le he dicho, es privada, pero se me ha encomendado una tarea.

Sacó una carta del bolsillo y observó cómo Pedrosa la cogía con recelo.

—Tenga la amabilidad de leerla y después me la devuelve.

—Veo que está firmada por don Tadeo Calomarde.

—Así es.

—Excuso decirle que si necesita algo no tiene más que pedirlo, aunque según veo… —Miró a Diéguez de forma elocuente.

—Diéguez me acompaña por gentileza, pero su ayuda me sería muy provechosa.

A Pedrosa le habría gustado negársela. Pero con el contenido de la carta que aún sostenía en sus manos… No se privó de exagerar el trastorno que suponía para el servicio.

—Desde luego puede contar con él, pese a los extraordinarios acontecimientos que se viven estos días en Granada.

—No sé…, acabo de llegar. ¿A qué se refiere?

—Hemos desbaratado un movimiento de los revolucionarios. Los masones y los liberales no desisten de sus abominables planes. Hace unos días descubrimos una bandera con clara simbología masónica. Esa canalla pretendía alborotar a la plebe contra las legítimas autoridades. Está implicada doña Mariana de Pineda, una pieza de cuidado. Diéguez, ¿no se lo ha comentado a don Matías?

—No, señor. No hemos hablado de ese asunto. Tengo entendido que la bandera no estaba confeccionada.

Pedrosa lo miró sin disimular su malestar.

—¿He detectado cierta delectación en sus palabras o sólo me lo ha parecido?

—He comentado lo que se dice por Granada, ¿es cierto que estaban bordándola?

—No estaba terminada —concedió Pedrosa de mala gana.

—También he oído decir que doña Mariana de Pineda había ordenado detener el trabajo de las bordadoras.

La ira brilló en los ojos de Pedrosa.

—¡Los hechos son irrefutables! ¡En su casa se encontró la bandera! ¡En su casa estaban los letreros para componer un lema revolucionario e incitar a la rebelión! ¡Por si eso no fuera suficiente, hoy mismo ha tratado de fugarse de su casa donde está recluida! Precisamente vengo de acompañar al juez en las diligencias a que ha dado lugar su intento de fuga. ¡Los hechos acreditan su culpabilidad!