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Diéguez estaba pendiente de las diligencias que venían de la corte, pero don Matías Marculeta no aparecía. Habían transcurrido cuatro días desde que recibió la carta anunciándole su llegada. La mañana del quinto día deambulaba por Puerta Real aguardando la llegada de la diligencia que debía entrar a media mañana, pero no lo hizo hasta las dos. Lo vio descender del carruaje con el redingote polvoriento. Se acercó a saludarlo y el viejo policía lo abrazó con la fuerza de un viejo amigo. Le explicó que un imprevisto de última hora había retrasado su salida de Madrid y que un accidente cerca de Santa Cruz de Mudela —la rotura de una rueda— le hizo perder un día más.

—¡Lo que tengo es un hambre mortal! ¡A los venteros debían meterlos a todos en la cárcel! ¡Te dan bazofia a precio de oro!

Una vez hubo dejado el equipaje en la posada, Diéguez propuso ir a un mesón cercano, detrás de la alhóndiga Zaida donde eran poco escrupulosos con la Cuaresma. Servían toda la carne y el vino que pudiera pagarse. Aguardaron con unas jarrillas de vino y un plato rebosante de aceitunas a que les sirvieran el queso en aceite y las costillas adobadas que habían pedido.

—Decía en su carta que le habían dado tres meses de licencia.

—¡Así es, amigo Diéguez! ¡Dos años después de que don Tadeo Calomarde me ordenara regresar a Madrid, me manda volver a Granada! ¡Se imagina usted mi sorpresa!

—¿Le ha dado alguna razón?

—La razón tiene un nombre, doña Cecilia Coello de Portugal. Quiere que revuelva Roma con Santiago para descubrir al asesino y que la investigación no sea oficial. Aunque puedo pedir colaboración a Pedrosa, he decidido no visitarlo.

Diéguez lo miró extrañado.

—Si me lo permite, le diré que ésa es una mala decisión. Se ha registrado en la fonda y Pedrosa tardará muy poco en estar informado de su presencia en Granada. Si no lo visita, lo tomará como un desaire.

Don Matías dejó escapar un suspiro.

—En tal caso, iré después del almuerzo y le mostraré un escrito donde se le indica que debe prestarme colaboración si se lo pido. ¿Me acompañará?

—¿Lo considera oportuno?

Don Matías meditó la respuesta y aprovechó para comerse una aceituna.

—Creo que será lo más conveniente. Al fin y al cabo, estuvimos trabajando juntos.

—Le advierto que mis relaciones con Pedrosa no son buenas.

Don Matías mordisqueó otra aceituna.

—Me parece que Pedrosa tiene buenas relaciones con muy poca gente. Es demasiado rígido y su dureza en la aplicación de la ley…

Diéguez dio un trago a su vino.

—¿Qué se cuenta por Madrid?

—El ambiente está enrarecido. Hay mucha tensión…

La llegada del mesonero con un cuenco lleno de trozos de queso y dos escudillas impuso un breve silencio. Don Matías aguardó a que se retirase para proseguir.

—… El parto de la reina y la publicación de la Pragmática Sanción han agitado las aguas. Los realistas más acérrimos daban por descontado que el infante don Carlos sucedería a Fernando VII, cuya salud está muy quebrantada por culpa de sus excesos.

—¿Se refiere a las penalidades que padeció siendo prisionero de Napoleón? —ironizó Diéguez.

Don Matías, que iba a coger un trozo de queso, se quedó mirándolo. Aquella ironía, considerando que don Matías era persona de confianza de Calomarde…

—Está de broma, ¿no?

Diéguez pensó que se había excedido.

—Simplemente… era un comentario.

Don Matías se aseguró de que nadie más escucharía sus palabras.

—Lo supongo informado de que el exilio de Valençay fue dorado. Vivió a cuerpo de rey mientras aquí nos las teníamos tiesas con los gabachos. ¿Sabe que enviaba cartas a Bonaparte felicitándole por sus victorias sobre quienes luchaban para que recuperase el trono?

—Lo sabe mucha gente. Ha sido una ironía.

Don Matías asintió y cogió el trozo de queso. Estaba hambriento.

—¡Créame, he pasado hambre canina! La comida de las ventas es bazofia. —Dio un sorbo a su vino—. Nunca me ha contado por qué ingresó en la policía. ¿Qué lo animó a hacerlo?

—Influyó el que mi padre trabajara de portero en la Chancillería, eso me facilitó entrar como corchete en 1819. Me mantuve en el puesto durante los gobiernos liberales y cuando se creó el cuerpo en 1824, me ofrecieron la posibilidad de incorporarme y aquí sigo. ¿Y usted?

—Hay alguna coincidencia, aunque yo no estaba destinado a esto. Mi familia tenía un acreditado comercio de tejidos en la calle Preciados. Mi destino era ser comerciante, pero lo ocurrido en 1808 cambió mi vida. Acababa de cumplir veintiséis años cuando lo del dos de mayo. Mi padre y yo nos echamos a la calle a matar gabachos; algunos cayeron, pero mi padre pagó con su vida. Huí y nos fue incautada la tienda. Estuve en la partida del Bolsero hasta que mandamos a los franceses al otro lado de los Pirineos. Terminada la guerra, un alcalde mayor me ofreció una plaza de alguacil y así empecé. Poco a poco, descubrí que me gustaba mi trabajo. Hacer pesquisas era lo mío. Me di buena maña y me apunté algunos tantos, actuando siempre al margen de los avatares de la política. Nunca me interesó. Luché en la guerra, como tantos, porque no soportaba la humillación que suponía la presencia de los gabachos en España. No me gustó que los Cien Mil Hijos de San Luis cruzaran de nuevo los Pirineos y llegaran hasta Cádiz, pero me conformé y, como usted, aquí estoy…

—¡Aquí están las costillitas! —El mesonero dejó sobre la mesa una bandeja rebosante de costillas especiadas—. ¡Están para chuparse los dedos!

—Rellene las jarrillas —le indicó Diéguez.

—… en Granada por indicación de Calomarde —prosiguió don Matías—, dispuesto a investigar al margen de los cauces oficiales.

—Lamento no poder colaborar con usted.

—Nada le impide hacerlo fuera de sus horas de servicio, aunque… —Don Matías rebuscó en sus bolsillos y sacó una carta—. Ésta es una autorización para desplazarme por todo el reino y se añade que podré solicitar la colaboración de las autoridades para una misión en servicio de Su Majestad. Ignoro la razón por la que Calomarde quiere ahora que se esclarezca el asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal. En todo caso, desea que lo haga… ¿Cómo le diría…?

—¿De tapadillo?

—¡Eso es, de tapadillo! Pero podría solicitar a Pedrosa su colaboración.

—Con el nuevo asesinato me ha encomendado otra vez la investigación, se lo contaba en mi última carta. Supongo que la ha recibido. —Don Matías negó con la cabeza—. Habrá llegado después de que usted partiera. En los últimos días se han producido novedades importantes. Se las explicaba todas en esa carta.

—¿Qué novedades son ésas?

Diéguez le explicó la aparición de un nuevo cadáver y su identidad, la existencia del cuaderno de don Fulgencio Camero y dejó para el final lo referente a la muerte de doña Cecilia Coello de Portugal, aunque se reservó parte de la información. Cuando dijo que el asesino de doña Cecilia era don Pablo de Armenta, don Matías lo miró fijamente.

—¿Está seguro de lo que acaba de decir?

—Las piezas encajan. Eso explica su silencio.

Don Matías dio un trago a su jarrilla.

—Amigo mío, una acusación como ésa necesita fundamentos muy sólidos. Es algo muy grave. Le diré, además, que mi opinión no coincide con la suya.

—¿Sigue pensando en el verdugo de la Inquisición?

En ese momento llegó el mesonero con las jarrillas de vino.

—Disculpen el retraso, pero he tenido que resolver un asuntillo.

Miró la bandeja de costillas, que estaba llena.

—¡No las han probado! ¿No les apetecen?

—¡Estoy hambriento! —Con la conversación don Matías se había olvidado de comer.

—Pues no lo parece —protestó el mesonero, que retiró la fuente—. Se han enfriado y estarán tiesas. Voy a darles un calentón. Se las traigo en un santiamén.