44

En casa de Mariana de Pineda se habían producido pocas novedades. El juez que instruía la causa había tomado declaración a las cuatro mujeres que estaban bajo arresto, con la prohibición de salir a la calle. También había autorizado que, a eso de media mañana, una de las criadas pudiera ir al mercado para comprar lo necesario con que aderezar la comida. Manuela era la encargada, bajo la atenta mirada del agente que la acompañaba. También había consentido el juez que Mariana escribiera a la familia con la que estaba su hijo para que se hiciera cargo de José María por unos días y había autorizado a que unos albañiles, que tenían hecho el encargo desde hacía dos semanas, trabajaran en el patio en un nuevo empedrado con cantos finos. La presencia de los empedradores había dado cierta animación a la casa.

Poco después del desayuno, la aparición de Pedrosa hizo que en el patio cesaran las conversaciones. El subdelegado de policía echó una ojeada y los empedradores, charlatanes y cantarines, se afanaron silenciosos en su tarea. Se limitaron a darle las gracias cuando alabó su trabajo.

—¿Dónde está doña Mariana? —preguntó a sus hombres.

Uno de ellos fue a avisarla. Mariana apareció en el portal y, tras un breve saludo, impuesto por una elemental norma de cortesía, le dijo con cierta intención:

—Supongo que no tiene competencia para inspeccionar obras.

Pedrosa pasó por alto la pulla.

—Me gustaría tener una conversación con usted. ¿Es posible?

—Desde luego —respondió ella con frialdad—. Tenga la bondad de seguirme.

Lo condujo hasta la salita y lo invitó a tomar asiento. Pedrosa se desprendió de la capa, la dobló cuidadosamente, la puso en una silla junto a su chistera y se sentó.

—¿Qué tiene que decirme?

Mariana trataba de mostrar serenidad, pero su presencia se le hacía insoportable. Sus gestos le parecían falsos y su mirada fija, como si no necesitara pestañear, le recordaba a los reptiles. Deseaba acabar pronto y que se fuera lo antes posible. Pedrosa carraspeó, como si necesitase aclararse la garganta, y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no ofrecerle agua. Su último deseo era que se sintiese cómodo en su hogar.

—Verá, doña Mariana, esa bandera subversiva que encargó bordar es la prueba evidente de que en Granada se está tramando algo que atenta contra la legalidad y de que usted tiene conocimiento de los entresijos de esa trama. No se le escapará que su posición es muy delicada y podría conducirla… Su actitud será determinante en el trato que reciba en una situación para usted poco halagüeña. En fin, quiero que sepa que, si colaborase, estaría dispuesto a mostrarme generoso.

—Deduzco de sus palabras que me está ofreciendo un trato. ¿Qué me propone exactamente?

—Veo que empezamos a entendernos.

Sólo pensar en un entendimiento con Pedrosa le producía escalofríos. Ella no podía entenderse con quien tenía manchadas las manos de sangre inocente.

—No se precipite, antes deberá aclararme su propuesta.

—Podría facilitarnos información para llegar al fondo de lo que se trama. No le pido una respuesta inmediata, medite mi propuesta. A cambio, olvidaría este feo asunto de la bandera.

Pedrosa no pudo sostener la mirada de Mariana.

—¿Me propone que si conociera a las personas que, según usted, traman no sé qué en Granada, le dijera quiénes son?

—Creo que me ha entendido perfectamente.

—¿Me está pidiendo que, en el supuesto que imagina, me convierta en una delatora?

—No tiene necesidad de emplear esa palabra. Delatora suena… tan mal.

—Si ésa es la razón por la que está en mi casa, puede abandonarla.

Mariana se puso de pie y lo miró con desprecio. Pedrosa también se puso de pie.

—Es usted demasiado altiva, doña Mariana. Conforme pasen los días se le bajarán los humos. —Se puso la capa y se caló la chistera hasta las cejas. Estaba en la puerta cuando se volvió para decirle—: Nunca falla.

Al verlo perderse por el portal se acordó de las palabras que le había gritado la gitana en la Plaza Nueva: «¡Cuídate! ¡Cuídate mucho! ¡La muerte está al acecho!».

Tras la marcha de Pedrosa el ambiente se relajó algo, aunque distaba mucho de ser distendido. La situación era complicada. La casa era una prisión donde cuatro mujeres angustiadas esperaban la decisión del juez, don Gregorio Ceruelo. El hecho de que Pedrosa tratara de convertirla en una delatora a cambio de un hipotético perdón le hizo albergar ciertas esperanzas. Podía significar que Pedrosa no las tenía todas consigo para conseguir una dura condena. Por otro lado, esperaba poco de un juez que la mantenía detenida en su casa, después de tomarle declaración en tres ocasiones sin permitirle contar con un abogado. Su mayor esperanza era que no la había enviado a la cárcel, pero sabía que estaban al acecho y que, a partir de ahora, Pedrosa iba a presionarla sin descanso. Decidió que había llegado la hora de poner en práctica una idea a la que no había dejado de dar vueltas desde que quedó arrestada en su propia casa. Había estado pendiente de los vigilantes y comprobado que se habían impuesto ciertas rutinas. Cuando Manuela salía para hacer las compras, sólo quedaba un agente y, a veces, se distraía charlando con los empedradores. Mariana decidió que era un buen día para intentar fugarse. Apenas Manuela se hubo marchado, subió a la planta de arriba y observó desde la galería que el vigilante estaba distraído mirando el trabajo de los empedradores. Bajó al patio y dijo al maestro, que colocaba una plantilla para disponer los cantos que marcarían el trabajo a los oficiales:

—No coloque las piedras más grandes, afean el empedrado y desfiguran el dibujo.

—Pierda cuidado, señora, son cantos del Genil, de tamaño pequeño. Si sale alguno un poco más grande, se quita de en medio.

—¿Cuántos días necesitarán?

El maestro se incorporó y midió el patio con la vista.

—Una semana, aunque aquel descuadre nos dará trabajo. Eso siempre que el tiempo nos deje trabajar. —Alzó la vista, las nubes cubrían el cielo y amenazaban lluvia.

—El próximo domingo es Domingo de Ramos. Me gustaría que para ese día todo estuviera recogido.

—Hoy es lunes, tenemos toda la semana por delante. Se hará lo posible, señora.

Mariana subió a la galería alta y comprobó que el agente seguía de cháchara. Se encerró en su alcoba, se desvistió a toda prisa y se puso un sayo negro de su madre, unas tupidas medias del mismo color y se calzó unas alpargatas. Luego se recogió el pelo y se cubrió la cabeza con un manto. Introdujo en una faltriquera un buen puñado de monedas que sacó de la arqueta donde guardaba el dinero y salió a la galería sin hacer ruido. Ganó la terracita que daba al patio de la casa de al lado, se agarró al bajante y comenzó a descender con cuidado. Se detuvo al escuchar un crujido, el canalón amenazaba con desprenderse. Con el corazón encogido, reemprendió la bajada, tenía a su favor el ruido que hacían los empedradores. Asiéndose a uno de los clavos que sujetaban el bajante a la pared, deslizó su cuerpo hasta que sus brazos no dieron más de sí. Tanteó con los pies, pero el suelo se encontraba a más de dos varas y ya no tenía más apoyos. Había que saltar. Hasta ella llegaba la charla de los empedradores, lo que era una mala señal, pues el agente de Pedrosa también podía oírla a ella. Se encontraba en una difícil situación y cada vez le dolían más los dedos. No tenía más opción que dejarse caer, porque no podía deshacer el camino. Negros pensamientos nublaban su mente cuando sus manos se soltaron, enganchándosele el manto que se rasgaba al tiempo que aterrizaba en el patio con un golpe seco. Se quedó inmóvil unos segundos. Ahora no escuchaba a los empedradores. Estaba dolorida, pero se palpó el cuerpo y comprobó que no tenía nada roto. Buscó el portón de la calle. En la casa no habían notado su presencia.

—¿Habéis oído eso? —preguntó el agente, amoscado.

—Es como si se hubiera caído un saco —comentó un empedrador.

El agente palideció. Sin perder un instante, subió la escalera. Impaciente, dio unos suaves toques en la puerta de la alcoba de Mariana; llamó una segunda vez con más energía y, al no obtener respuesta, la abrió. Al encontrarla vacía corrió escalera abajo como un poseso. En la calle del Águila no se veía un alma, dobló la esquina y por la calle de la Verónica sólo se veía una vieja enlutada caminar hacia Recogidas. Angustiado, pensaba que la detenida no había tenido tiempo de alejarse. Alcanzó a la anciana y le preguntó:

—¿Ha visto a una mujer? Viste un traje de terciopelo azul.

—No. —La anciana no dejó de caminar y se recogió el manto sobre el mentón.

—Era joven y llevaba mucha prisa —insistió él, cada vez más preocupado.

La anciana no respondió y aceleró el paso. El agente sospechó algo.

—¡Alto! ¡Un momento!

La anciana continuó su marcha y el esbirro de Pedrosa sacó el vergajo y la amenazó. Sólo entonces se detuvo, mantenía apretado el manto bajo la barbilla. Sus ojos eran de un azul limpio, bellísimos para ser los de una anciana. Su aventura apenas había durado diez minutos. Al entrar en la casa los empedradores la miraron asombrados. Mientras subía la escalera y oía sus golpes ajustando los cantos del nuevo suelo del patio, pensaba en que a las acusaciones que pesaban sobre ella se añadía ahora la de prófuga.