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Para Diéguez el día acababa con una sensación de pesadumbre, a pesar del impulso que había supuesto la aparición del cuaderno de don Fulgencio y las revelaciones del sacristán. Desde hacía días la investigación estaba estancada y le había afectado mucho la noticia del descubrimiento de una bandera revolucionaria en casa de doña Mariana de Pineda. Lo entristeció el júbilo de sus compañeros.

Al llegar a la solitaria calleja donde estaba su buhardilla vio a Martina en la puerta. La melena le caía sobre los hombros y un ajustado corpiño resaltaba la opulencia de sus pechos. Parecía aguardarlo.

—Me parece que no vienes muy contento, ¿me equivoco?

—¿Tan mal se me ve?

—Peor —respondió con sinceridad.

—La verdad es que ha sido un día duro.

—Quizá yo tenga el antídoto —le dijo con media sonrisa. Diéguez la interpretó de forma errónea.

—Lo siento, pero hoy no estoy para muchos trotes.

Ella sacó una carta del bolsillo de su falda y la agitó en el aire.

—La trajeron esta mañana. Viene de Madrid. ¿La esperabas?

Era de don Matías. Rompió el lacre y leyó con avidez.

Muy estimado compañero y amigo:

Espero y deseo que disfrute de plena salud. Yo me encuentro bien, aunque con los achaques que empiezan a ser propios de mi edad.

No sé si me adelantaré o esta carta estará en sus manos antes de que yo llegue a Granada, adonde me desplazo con carácter inmediato. Le explicaré con detenimiento la causa de este inesperado viaje cuando nos veamos. Sólo le diré que la superioridad me ha concedido una licencia extraordinaria por tres meses. Cuando esté en Granada, le comunicaré mi presencia. Pretendo alojarme otra vez en la posada de las Imágenes, me pareció decente y acomodada a mis necesidades.

Esperando estrechar su mano en breve, le saluda con afecto cordial,

MATÍAS MARCULETA

—¿Buenas noticias?

—Don Matías Marculeta me anuncia su venida.

Diéguez le había hablado de él en alguna ocasión.

—¿Viene a Granada porque ha reaparecido el verdugo de la Inquisición?

—No dice el motivo ni alude a la última que le he escrito.

—Ese asunto está cada vez más liado. Deberías hablar con mi tía, ella conocía mucho a la Portuguesa y quizá te aclare cosas que deberías saber.

Diéguez se olvidó de pasar por la posada de las Imágenes, por si don Matías hubiera llegado. Martina había picado su curiosidad, su tía estaba en lo que ellas llamaban la cocinilla, al fondo del patio. Allí preparaba sus pócimas y menjunjes. Era un lugar más espacioso de lo que el nombre inducía a pensar, casi un almacén.

La puerta estaba cerrada, Diéguez no recordaba haberla visto abierta nunca.

Martina abrió sin llamar.

Su tía trasteaba un pequeño alambique que destilaba un líquido verdoso.

—¿Ocurre algo? —preguntó sin apartar la vista del alambique.

—Tía, está aquí Diéguez.

—¿Qué Diéguez…? —Alzó la vista y lo identificó—. ¡Qué cabeza, Dios qué cabeza! Un momento, sólo un momento.

Diéguez se distrajo mirando la balanza que había sobre la mesa con un montoncillo de granos negros en un platillo equilibrado con diminutas pesas, los tarros de cerámica etiquetados, los manojos de plantas que colgaban de las vigas del techo donde podía verse beleño, adormidera, belladona, manzanilla, quinina, tila, romero florecido, laurel… y una raíz de forma extraña que Diéguez identificó como mandrágora. Había tenido ocasión de conocerla investigando un turbio asunto: un crimen ritual.

La tía Casilda se desentendió del serpentín protestando:

—¡Ese granuja del cerrajero me va a oír! ¡El muy cerdo cobró unos buenos reales por aderezar el serpentín y lo ha dejado peor que estaba! ¡Mira, apenas si gotea!

Se limpió las manos con un trapo. Tenía un aspecto envidiable. Su edad era un arcano sobre el que se hacían cábalas entre la vecindad. Ella no soltaba prenda.

—¿Qué quiere? ¿Algún problema con la buhardilla?

—No, no… —Diéguez casi se excusó.

—Tía, creo que deberías contarle lo que me dijiste sobre Tomasa Pereira.

—Más bien sobre el zascandil de su hijo. ¿Conoce la historia de la Portuguesa?

—Algún detalle, pero poca cosa.

—Se la contaré, pero no quiero líos…, ya sabe a qué me refiero. ¡Los alguaciles, los corchetes y la justicia, cuanto más lejos, mejor!

Diéguez asintió.

—Según me ha dicho Martina, Tomasa es la muerta que encontraron el otro día.

—Así es.

—Era una buena mujer. Siempre me ayudó, sin pedir nada a cambio. Sabía de estos asuntos más que nadie, aunque algunas se nieguen a reconocerlo. Fue muy desgraciada en su matrimonio.

—Tengo entendido que quedó pronto viuda.

—Fue lo mejor que pudo ocurrirle. Su marido se gastaba en vino y putas lo que ella ganaba fregando. Unas calenturas se lo llevaron al infierno y liberaron a Tomasa. Por entonces buscó acomodo en Santa Escolástica para el único hijo que le quedaba. El párroco se encariñó con él y le enseñó a leer y escribir, pero Zacarías era una prenda… Desde pequeño le tuvo afición al vino, hasta se bebía el de la misa.

—Eso forma parte de las travesuras de los acólitos —matizó Diéguez.

—En Zacarías era más que una travesura, era el comienzo de una carrera que siguió con los cabos de vela que vendía al cerero y terminó aligerando los cepillos de la parroquia. El párroco llamó a Tomasa y delante de ella le leyó la cartilla a Zacarías, que ya había cumplido los catorce años. Las lágrimas de la madre, un propósito de enmienda y la entrega de una suma evitaron que lo echaran. Por aquellas fechas Tomasa ya se había pegado a María Granados, una virtuosa en el conocimiento de las plantas y una maestra en el remiendo de virgos. Era capaz de convertir en doncella a cualquier puta del Campillo. Aprendió con ella todos los secretos del oficio y a ganar dinero. Zacarías no volvió a tocar los cepillos, se pagaba los vicios con el dinero que le sacaba a su madre. Las diferencias entre ellos fueron cada vez mayores, hasta que llegó la ruptura.

—Según me dijo, se dio a la bebida al romper con su madre.

—¡Qué jeta tiene! Era un borracho y rompieron porque ella no le daba todo el dinero que quería.

—Rechazaba que su madre fuera una alcahueta.

—¡Eso es una calumnia! ¡La Portuguesa jamás ejerció de alcahueta! ¡Remendó virgos y solucionó embarazos! ¡Es un mentiroso! Ahora se mostrará compungido por su muerte, pero no le haga mucho caso. Lo que su madre hiciera le importaba un pimiento, él sólo quería su dinero. Si el verdugo de la Inquisición no hubiera acabado con ella, se la habría llevado la enfermedad. La muerte la rondaba desde hacía meses. ¡Ese hipócrita fue incapaz de llevarle un poco de consuelo! ¡No le haga caso, miente más que habla!

—La casa donde vivía Tomasa Pereira, ¿era de su propiedad?

—La heredó de María Granados. Ahora irá a parar a manos de ese malnacido. La casa y todo lo que de valor haya en ella. ¡Si yo fuera usted, no me fiaría de Zacarías!

Diéguez le dio las gracias y salió confuso de la cocinilla. Martina le hizo un guiño. Si don Matías había llegado a Granada, no lo vería hasta el día siguiente.