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Don Luis de Valdelomar, con las manos a la espalda, ligeramente encorvado hacia delante y un cigarro en la boca, salvaba la distancia de una pared a otra en pocas zancadas. Su padre lo miraba en silencio. Se detuvo a dos pasos de su progenitor, se quitó el cigarro de la boca y con un brillo de tristeza en sus ojos le recriminó:

—¡No sé cómo ha podido usted hacerme una cosa así!

—¡Porque soy un patriota! ¡Un buen español! —replicó el anciano desde su sillón.

—No sólo puso en peligro a esas pobres mujeres, sino que me ha ridiculizado.

Don Joaquín lo miró con desprecio.

—A pesar de tus cuarenta años, sigues siendo un iluso.

—¿Un iluso, dice usted?

—Sí, un iluso, si piensas que las cosas pueden cambiar. ¡Jamás consentiremos que masones y liberales se hagan con las riendas de nuestra patria!

—Eso mismo decía usted de Francia y mire lo que ha pasado.

Don Joaquín hizo un gesto de desprecio.

—¡Bah! No irás a compararnos con los gabachos. ¡En tiempos del emperador Carlos hasta se aliaron con los turcos! ¡Son gentuza!

—No opinaba igual cuando los Cien Mil Hijos de San Luis devolvieron al rey sus poderes absolutos.

—¡Eso no tiene que ver con lo que estamos hablando! —protestó al no tener otro argumento—. ¡Sólo cumplieron con su deber! ¡Estaban obligados por la Santa Alianza!

Una sonrisilla se dibujó en la boca de don Luis.

—¿Por qué nuestro rey no les devuelve el favor? ¿Por qué no interviene para acabar con la Constitución que hoy los gobierna de la mano de Luis Felipe de Orleans?

—¡Un Orleans! —exclamó don Joaquín como si le hubieran mentado al diablo—. ¡Un bellaco cuya depravación le viene de casta! ¡Su padre se vanagloriaba de que lo llamaran Felipe Igualdad y votó a favor de que guillotinaran a su primo, el rey Luis XVI! —añadió displicente—. ¡Para nada le sirvió, la justicia divina lo mandó a él a la guillotina!

—Tengo entendido que fueron los jacobinos.

—¿Los jacobinos…? ¡Qué sabrás tú! ¡Si eras un mocoso cuando ocurrió aquello! ¡Parecía que se habían abierto las puertas del averno y Satanás campaba a sus anchas! Los jacobinos, unas malas bestias, fueron un instrumento de la providencia divina para hacer justicia.

—No se vaya por las ramas, padre. Jamás pude pensar que unos policías, sin respetar mis hábitos, aguardaran a que terminase la misa para conducirme ante Pedrosa. ¡Me llevaron como a un malhechor! ¡Qué bochorno!

—¡Lo bochornoso es que un Valdelomar no defienda la sacrosanta tradición, que deberías exaltar desde el púlpito! ¡Como hacen tantos compañeros tuyos!

—Con su delación puso en peligro a unas pobres bordadoras —replicó pesaroso.

—¡Observo que respiras por una herida poco decorosa!

Don Luis se detuvo en seco.

—¿Qué quiere decir?

Ahora la sonrisilla se insinuaba en los labios del anciano.

—¿Crees que no estoy al tanto de tus devaneos?

—¡Padre!

—¡Esa Rufina te tiene agarrado por el peor de los sitios! ¡Por la bragueta!

—Eso son asuntos míos —protestó don Luis, rojo como la grana.

—Como tales los tengo y admito que la carne es débil.

Sabedor de que su padre era un ferviente admirador de Pedrosa, buscó cambiar el rumbo de la conversación. Jamás habían hablado de sus amoríos con Rufina.

—No me fío de la palabra de ese Pedrosa. ¡Es un mal bicho! —proclamó don Luis.

—¡Es un fiel cumplidor de sus obligaciones! ¡Un ejemplo de servidor público!

—En Granada tiene pocos amigos —insistió el sacerdote.

—¡Otro mérito más! ¡No valen blandenguerías con los delincuentes!

—¿Incluso cuando se les persigue injustamente?

Don Joaquín miró a su hijo a los ojos.

—¿Qué entiendes por injusticia? ¿Actuar contra alborotadores y sediciosos?

—Considerar delito las opiniones cuando no son gratas al poder. También es injusticia traicionar la confianza, como ha hecho usted.

—¿Traidor yo? ¡Cómo te atreves!

—Sí, usted, a quien le ha faltado tiempo para delatar a unas pobres bordadoras. Su actuación, lamento mucho tener que decírselo, porque es mi padre, está muy lejos de quien blasona continuamente de hidalguía y presume de caballerosidad.

Don Joaquín trataba de contener su cólera, pero el arqueo de sus cejas señalaba lo contrario.

—¡Es la tercera vez que me acusas de delatar a esas bordadoras! ¡A quien he denunciado es a la autora del delito! ¡Esa doña Mariana de Pineda que anda metida en cosas de hombres, en lugar de estar en sus menesteres! Esas mujeres que tanto te preocupan son un simple instrumento y has de saber que no he faltado a tu confianza. Sabes que la patria está para mí por encima de cualquier consideración…

—¡Estamos hablando de personas, padre! —gritó don Luis con gran enfado.

—¡La patria está por encima de las personas! ¡Nuestras santas tradiciones! ¿Crees que puede consentirse que cuestionen los poderes del rey?

—¿Por qué no? —lo desafió su hijo.

—¡Porque son de origen divino! —Don Joaquín dio un puñetazo en la mesa.

—Meter a Dios por medio siempre ha resultado muy conveniente para alguna gente. —Don Luis bajó la voz pero no tanto como para que su padre no lo oyera.

—¿Qué has dicho?

El tono era una advertencia. Podía verse ante un tribunal eclesiástico.

—Nada, un comentario sin importancia. Cosas mías.

Cabizbajo, mientras recogía su manteo y se calaba la teja, recordó cómo en el despacho de Pedrosa se valió de mil subterfugios para no revelar información alguna sobre la confección de una bandera. Hasta que ocurrió algo que jamás olvidaría.

«—Don Luis, es público mi respeto por el estamento al que pertenece. La alianza entre el trono y el altar ha dado a España excelentes frutos a lo largo de nuestra historia y espero que los siga dando, pero lamento decirle que me contraría su tozudez.

»—También yo lamento la suya al insistir sobre el bordado de esa bandera.

»La cólera brilló en los ojos de Pedrosa. Le irritaba la impertinencia de aquel cura sin parroquia propia, a quien se tenía por adicto al sistema constitucional.

»—Se lo pregunto por última vez. —Pedrosa expulsó un chorro de humo por su boca—: ¿Dónde están bordando esa bandera que incita a la revolución?

»—No sé de qué me habla.

»Con paso decidido, se acercó a una puertecilla y la abrió de un tirón.

»—Tenga la bondad de salir, por favor.

»—¡Padre! ¿Qué hace usted aquí?

»—Cumplir con mis obligaciones. ¡Yo soy un buen español!

»—¿Seguirá ahora con esa cantinela? Podíamos habernos ahorrado todo esto, pero usted lo ha querido. ¿Va a decirme dónde están bordando esa bandera?

»Había sido un incauto.

»—El número de bordadoras en Granada es elevado —señaló Pedrosa—, pero dé por seguro que mis hombres darán con quienes confeccionan esa bandera. Serán personas a quienes usted conozca. También ellas pagarán por sus actos.

»—¡Se limitan a cumplir un encargo! —clamó don Luis.

»—Pagarán si usted sigue negándose a colaborar con la Justicia.

»Don Luis sabía que los sabuesos de Pedrosa no tendrían problemas para dar con Rufina y su hermana y sabía lo que podían hacerles para que confesaran. A él no podía torturarlo por su condición de clérigo y por ser de familia hidalga, pero a su Rufina le harían toda clase de perrerías.

»—¿Me está proponiendo un acuerdo? —A don Luis le temblaba la voz.

»—¡Ajá! Veo que empieza a comprender. Indíquenos dónde se borda esa bandera y mis hombres actuarán con toda discreción. Le prometo que si las bordadoras colaboran, serán debidamente recompensadas. Pongamos, trescientos reales… No, cuatrocientos.

»Miró a su padre y se rindió.

»Antes de cerrar la puerta del despacho escuchó a su padre decir:

»—¡No sé a quién habrá salido este mastuerzo!».