Diéguez se levantó con el canto de los gallos, tuvo necesidad de encender el candil para disipar la oscuridad. Tomó la pluma y amplió la carta para don Matías explicándole algunas cosas de lo que Zacarías Lupiáñez le había contado. Al concluir, la claridad del alba entraba por las rendijas del postigo. Estaba vistiéndose cuando apareció Martina con un tazón de leche. Se besaron.
—Necesito que lleves esta carta a la estafeta de correos.
—¿Sólo necesitas eso? —Sus palabras fueron una carantoña.
Diéguez soltó el tazón y la besó de nuevo.
—¿Qué quería el que vino anoche? Mi tía dice que es el sacristán de Santa Escolástica.
—Contarme algo sobre la muerta que apareció el otro día. Era su madre.
—¿Qué te ha contado? —preguntó Martina con curiosidad.
Diéguez comentaba poco sobre su trabajo, tampoco a Martina, de quien sabía que podía fiarse. En esta ocasión no midió sus palabras.
—Que su pobre madre se ganaba la vida con los mismos tejemanejes que tu tía.
Martina se puso pálida. Si la habían asesinado por… ¡Podía haber sido su tía!
—¿Cómo se llamaba? —preguntó con voz temblorosa.
—Tomasa, Tomasa Pereira.
—¡La Portuguesa! —Martina se llevó la mano a la boca.
Sólo entonces Diéguez se dio cuenta del efecto de sus palabras.
—¿La conocías?
—¡Claro! ¡Es Tomasa la Portuguesa! —Martina se santiguó—. ¡Santo Dios bendito, cuando mi tía se entere…!
—No tiene por qué saberlo, si tú no se lo dices.
—Antes o después se enterará.
Diéguez terminó la leche, le entregó el dinero para echar la carta y salió a la calle. Hacía demasiado frío para estar a mediados de marzo. Oyó las campanas de la Trinidad llamando a misa y cruzó el Arco de las Cucharas. En Bibarrambla, hortelanos y regatones tenían ya instalados sus puestos, y en la Alcaicería las tiendas, mercerías y bazares abrían sus puertas. Subió por el Zacatín, rodeó la iglesia de San Gil y cruzó por delante de la Chancillería. Zacarías Lupiáñez lo esperaba junto al Pilar de las Mujeres. Se saludaron y se encaminaron a la que había sido casa de su madre.
Era una vivienda más grande de lo que Diéguez había imaginado, convertida en corral de vecinos podía rentar un buen puñado de reales. Apenas traspasó el umbral, se les pegó la vecina, que avisó a Zacarías y no dejó de parlotear. El patio era porticado y en la primera planta una galería circundaba las dependencias. Todo estaba ordenado, salvo la alcoba donde se cometió el asesinato. En la pared había pintada una cruz de san Andrés, como había dicho el sacristán, y en el suelo, un cuenco con pintura y la brocha. También estaban el mantón y la pañoleta. Diéguez se detenía en cada detalle y Zacarías se mostraba cada vez más incómodo. Hasta que le dijo que habían de marcharse.
—Es que don Bernardo me ha hecho un encargo y es muy puntilloso —se excusó.
Diéguez abandonó la casa con una sensación extraña.
Manuela, la criada de doña Mariana de Pineda, llamó a la puerta de las bordadoras. Rufina, con un cuenco de gachas en la mano, se sorprendió al verla.
—¿Ocurre algo?
—He venido a recoger la bandera.
—Pero… pero ¡qué estás diciendo! ¡Si todavía no han pasado ni dos semanas!
—Mi ama ha decidido dejarlo para otro momento.
—¿No lo vamos a terminar?
Manuela se encogió de hombros.
—¿Quién es, Rufina? —preguntó su hermana desde la cocina.
—¡La criada de doña Mariana de Pineda! ¡Viene a por la bandera!
Justa apareció en el portal con otra escudilla de gachas en las manos.
—¡Pero si todavía…!
—Por lo visto hay cambio de planes —la cortó Rufina.
—¿Y quién nos paga el trabajo que ya hemos hecho?
—Mi ama os dio un anticipo y me ha dicho que os pagará todo el trabajo.
—Por ahí podías haber empezado —zanjó la bordadora.
—Pues dadme la tela, que llevo mucha prisa.
—Tendrás que esperarte, hay que sacar el tafetán del bastidor con mucho cuidado, podríamos estropearlo. Además, habrá que acabar de desayunar, ¿quieres gachas?
—Gracias, pero tengo mucha prisa.
—Pues eso requiere su tiempo.
—No puedo entretenerme. ¡Si supierais lo que tengo que hacer! Haremos una cosa. Llevadla vosotras, pero tiene que ser hoy mismo. Así mi ama os pagará cuando se la entreguéis.
—Ésa no es una mala idea. ¿No quieres tomarte unas gachas? —insistió Rufina.
—Gracias, pero no puedo. ¿Esta tarde a las cuatro es buena hora?
—Allí estaremos, como un clavo.
No habían terminado su desayuno cuando otra vez aporrearon la puerta.
—¡Qué se le habrá olvidado! —protestó Rufina—. ¡Ya va! ¡Ya va!
Iba a decir algo, pero enmudeció al ver a los dos individuos. Uno de ellos la empujó.
—¿Qué hemos hecho? —preguntó, sin atreverse a protestar por el empellón.
—¡Deja de hacer preguntas! ¿Dónde está tu hermana?
Justa apareció por el portal, había acudido al escuchar las voces.
—¿Qué quieren ustedes?
—¡Que vengáis con nosotros!
—¿Por qué?
—¡Porque lo mando yo! ¿Te parece buena razón?
—¿Adónde nos llevan?
—¡Ya lo verás!
Los esbirros de Pedrosa apenas les dieron tiempo a colocarse los mantones y echar la llave para asegurar la puerta. Algunos vecinos vieron cómo se las llevaban calle abajo hacia la Carrera del Darro. Conducidas como si fueran unas malhechoras, llegaron a la Chancillería. Las llevaron directamente a la antesala del despacho de subdelegado de policía donde la espera se les hizo eterna. Pedrosa sabía jugar con los tiempos, consciente de que la incertidumbre provocaba en la gente congoja y que su temor crecía con el paso de los minutos. Cada vez que Justa o Rufina intentaron preguntar se encontraron con una regañina, y la tercera vez que Rufina abrió la boca uno de los agentes le gritó:
—¡Dónde te crees que estás! ¡Esto no es el mercado para ponerse de cháchara!
Cuando se abrió la puerta del despacho y apareció Pedrosa, todos se pusieron tensos y se quedaron perplejos ante la amabilidad con que se dirigió a las bordadoras.
—¿Quién de las dos es Rufina? —preguntó solícito.
La muchacha respondió con un hilo de voz.
—Entonces, tú eres Justa —afirmó mirando a la hermana, cuyos ojos enrojecidos revelaban su estado de ánimo.
Las invitó a entrar en su despacho ante el asombro de sus hombres, que permanecieron en la antesala haciendo cábalas hasta que, al cabo de veinte minutos, Pedrosa apareció en la puerta con un cigarro entre los dientes. Se quedaron atónitos al oír cómo ordenaba al ujier que avisase al pagador para que trajera cuatrocientos reales.
—¡Vosotros! ¿Qué hacéis aquí como pasmarotes? —gritó a sus hombres—. ¿No hay en Granada alguna cosa que requiera vuestra atención?
—Esperamos sus órdenes, don Ramón —se atrevió a decir uno de ellos.
—¡Mis órdenes son que os marchéis inmediatamente de aquí!
Sus hombres, sin rechistar, abandonaron la antesala, adonde pocos minutos después llegó Diéguez. Tenía que informar a Pedrosa de sus avances, después de lo que le había dicho el sacristán. Al menos lo dejaría tranquilo unos días.
—Don Ramón tiene visita —le dijo el ujier dándose importancia.
—Esperaré. Hoy no tengo prisa.
—Es posible que don Ramón no pueda recibirlo.
La respuesta de Diéguez fue sentarse en una silla. Esperó hasta que Justa y Rufina salieron del despacho. La congoja había desaparecido de sus semblantes y se las veía animosas. Cuando llegaron a la empinada cuesta donde estaba su casa, bastó que una vecina las viera asomar por la calle para que medio vecindario acudiera a satisfacer su curiosidad sobre lo ocurrido. Rufina explicó que el subdelegado de policía deseaba regalar a una dama de alto copete un trabajo de primor y las había escogido para bordarlo. En alguna mirada brilló un ramalazo de envidia, pero sobre todo hubo decepción. Esperaban algo con más morbo que un encargo. Mientras las bordadoras desilusionaban a sus vecinas, el ujier indicó a Diéguez que pasase.
—¿Qué tripa se le ha roto? —fueron las palabras con que lo recibió Pedrosa.
—Hay novedades en relación con el último asesinato —respondió muy serio.
—¿Qué ha averiguado? —Pedrosa se retiró el puro de la boca—. Pero no se entretenga en detalles. Tengo mucho que hacer.
Diéguez, que ya había decidido ser breve, resumió en pocas palabras lo que el sacristán le había contado y omitió lo referente al cuadernillo que Burel le había entregado y todo lo relacionado con la muerte de doña Cecilia Coello de Portugal.
—Total, sólo ha averiguado su identidad y las posibles razones para acabar con su vida. Pero sigue sin tener idea sobre quién anda detrás de los crímenes.
Ante la displicencia de su jefe, guardó silencio. Pedrosa lo despidió con protestas sobre su ineficiencia.
Pocos minutos después de las cuatro de la tarde, unos golpes en la puerta rompieron el silencio en el número 6 de la calle del Águila. Manuela acudió a abrir pensando que se trataba de las bordadoras, pero se encontró con una desconocida.
—¿Vive aquí doña Mariana de Pineda?
—Ésta es su casa, ¿qué quiere?
—Entregarle esto. —La mujer le dio un hatillo—. Es de parte de Justa y de Rufina.
—¿Les ha ocurrido algo? —preguntó escamada.
—Nada que yo sepa. Soy vecina suya y me han pedido que les haga este favor.
—Pase y aguarde un momento.
A Manuela le extrañaba que ninguna de las hermanas hubiera venido. Habían quedado en que se les pagaría el trabajo, pese a no haberlo terminado.
—Señora, aquí está la bandera. La ha traído una vecina.
—¿No me habías dicho que vendrían a cobrar su trabajo?
—En eso quedamos esta mañana cuando fui a recogerla, pero…
—Pregúntale sobre el pago. Si no, dale… —buscó unas monedas—… dale esto.
Manuela dejó el hatillo sobre la mesa y regresó al portal.
—¿Te han dado algún recado para mi señora?
—Ninguno. Sólo que entregara ese hatillo.
—Está bien. Toma, esto es para ti.
La mujer dio las gracias y se marchó.
Mariana le daba vueltas al extraño comportamiento de las bordadoras cuando nuevos golpes sonaron en la puerta. Antes de que Manuela abriera, oyó cómo gritaban:
—¡Abran! ¡Abran a la Justicia! ¡Abran la puerta!
Se le encogió el estómago y volvió sobre sus pasos para avisar a su señora.
—¡Doña Mariana, doña Mariana! ¡La Justicia! ¡Quien llama es la Justicia!
Mariana de Pineda miró el hatillo y comprendió lo ocurrido.
—¡Madre, tome esto y súbalo arriba! ¡Ocúltelo!
—¿Dónde? —preguntó doña Úrsula.
—Donde pueda. ¡Dese prisa!
Con los nervios las letras se cayeron, desparramándose por el suelo. Los golpes en la puerta y los gritos se repetían una y otra vez.
—¡Abran! ¡Abran a la Justicia!
Mientras doña Úrsula subía la escalera a toda prisa, la criada trataba de ganar tiempo respondiendo desde el portal.
—¡Ya va! ¡Ya va!
Al abrir se encontró con cinco policías que acompañaban a un sujeto mal encarado y con aire circunspecto. Era un escribano.
—¿Por qué has tardado tanto en abrir? —le gritó el que parecía ser el jefe.
Manuela, disimulando su miedo, trató de ganar unos segundos más.
—¿Tanto tiempo? ¿No cree que es usted el que tiene mucha prisa? ¿Qué desean?
—¿Es el domicilio de doña Mariana de Pineda?
—Ésta es su casa.
—Tenemos órdenes de efectuar un registro. Se sospecha que…
—¿Qué desean esos señores, Manuela? —La voz de doña Mariana sonó enérgica.
—¡Ay, señora! ¡Un registro! ¡Quieren ponerlo todo patas arriba!
—¿Hay razón para ello? —preguntó Mariana avanzando por el portal.
—¡Órdenes de la superioridad! —El policía señaló al escribano y añadió—: Nos acompaña don Mariano Puga, escribano de cámara, para levantar testimonio de todo.
—Las órdenes de la superioridad no son una razón —protestó Mariana con firmeza.
—Consigne lo que acaba de decir la señora.
El escribano se agenció un sitio y el jefe impartió instrucciones:
—¡Daos prisa! ¡Unas letras recortadas en papel y un paño morado con forma de bandera!
Se dispersaron por las dependencias de la planta baja y al poco uno de los policías apareció con Carmen, la otra sirvienta, a la que casi arrastraba por un brazo. La pobre lloraba como una Magdalena.
—¡Suéltela! —gritó Mariana—. ¡Nada ha hecho para que la trate de esa manera!
Una indicación del jefe bastó para que la soltara y Carmen buscó refugio al lado de su ama, que se mostraba firme aunque era consciente de su delicada situación. Todo dependía de la habilidad de doña Úrsula para ocultar el hatillo. Pensó que era mala suerte que Burel hubiera acompañado a su hijo José María, que estaba a punto de cumplir los once años, a la finca de unos conocidos al otro lado del Genil para montar a caballo y que luego se marchara a la calle de Elvira. Él podía haber huido por los tejados llevándose lo que los esbirros de Pedrosa buscaban.
Un ruido en la planta de arriba alertó a los policías.
—¿Quién anda por arriba?
—Es mi madre, está mayor y habrá tropezado.
—¡Rápido! ¡Tú y tú, subid!
El tiempo transcurría con una lentitud desesperante y el silencio era agobiante. Podía palparse la tensión. Repentinamente, todo se alteró.
—¡Subid, subid! ¡Mirad lo que he descubierto! —gritó un policía desde la antesala.
Tras un cruce de miradas, el jefe indicó a Mariana:
—Señora, haga el favor de acompañarnos arriba.
Encima de una mesa había unas letras, eran la G, D, J, E, A, J, D, A, L, I, T, V e Y. Sueltas carecían de significado, pero la policía sabía que, ordenadas, tendrían sentido.
—¿Dónde estaban? —preguntó el jefe.
—La vieja trataba de ocultarlas —respondió el policía señalando a doña Úrsula, que estaba temblando.
—¿Dónde está la bandera?
Doña Úrsula no respondió, pero desde una habitación llegó la voz de otro policía.
—¡La bandera! ¡He encontrado la bandera! ¡Estaba escondida en una hornilla!
Apareció con aire triunfal y la pieza sujeta por sus extremos. Tenía como dos varas de ancho y doble de largo. Sobre el paño morado resaltaba un triángulo de color verde y podían verse unas letras bordadas en seda encarnada. Había una B y una E, también una R sin terminar. En otro lado una A, una L y, a medio rematar, una D. Se escuchó movimiento en la planta baja y un murmullo de voces que subía por la escalera; era Pedrosa. Saludó a doña Úrsula, que no dejaba de temblar, y dedicó a Mariana una sonrisa de satisfacción. Miró las letras esparcidas sobre la mesa y se acercó al agente que sostenía la bandera. Palpó el tejido con las yemas de los dedos, como si apreciara su calidad. Altivo, dejó que transcurrieran los segundos, gozando de su triunfo.
—Supongo, señora mía —miró a Mariana—, que tendrá una explicación para esto. Si no es así, me temo que se encuentra en una situación… delicada. Muy, muy delicada.
En ese momento llegó Burel que regresaba del campo con José María. Le bastó una ojeada para hacerse cargo de la situación. Pedrosa y él cruzaron una mirada hostil.
El pequeño se percató de que algo extraño ocurría y corrió a refugiarse en las faldas de su madre.
—Mamá, ¿quiénes son estos hombres? —Su voz dejaba entrever la angustia que lo embargaba.
—Una visita que se ha presentado sin avisar. No te preocupes. Manuela, llévate al niño a casa de los Fidiana y que se quede allí —ordenó a la criada.
La joven cogió a José María de la mano y se lo llevó. Pedrosa ordenó a uno de sus hombres que acompañara a la criada y regresara con ella sin entretenerse. Después exclamó sin disimular su satisfacción:
—¡Hombre, ya tenemos completo el cuadro de esta farsa! —Pedrosa cogió las letras y encarándose con Mariana las agitó ante su rostro—. ¡Estoy esperando una explicación!
Mariana no se amilanó. No lo haría jamás delante de Pedrosa.
—¡Pregúntele a sus hombres por la farsa que están representando! ¡Usted mismo lo ha dicho! ¡Son ellos quienes han irrumpido en mi casa con el propósito de incriminarme!
La altivez desapareció del rostro de Pedrosa.
—¡Esta vez no le servirán sus tretas! ¡Para eso he ordenado traer un escribano!
Mariana se agarraba a un clavo ardiendo. La habían traicionado y Pedrosa, que aguardaba la ocasión propicia, había encontrado la forma de incriminarla y quería dejarlo todo bien amarrado. La lucha iba a ser desigual, pero no se rendiría fácilmente.
—Supongo, señor escribano, que habrá anotado que el subdelegado de policía ha utilizado la palabra «farsa» para referirse a esta intromisión en mi hogar.
—Por lo que observo, no está dispuesta a colaborar —le recriminó Pedrosa.
—¿A la representación de esta farsa? —ironizó Mariana.
Pedrosa ordenó extender el tafetán sobre la mesa y con mucha parsimonia, aparentando dudas, pero recreándose y disfrutando del momento, fue componiendo, con las letras bordadas y las de papel, las palabras «LIBERTAD», «IGUALDAD» y «LEY». Se quedó mirándolas, como si sopesara su importancia.
—Así que Libertad, Igualdad y Ley. ¿Sabe usted que esas palabras incitan a la sedición?
—¡Eso es una insidia!
—¿Llama insidia a las leyes que nos rigen?
—Llamo insidia a la intención que se esconde tras sus acusaciones.
Pedrosa decidió poner punto final a aquel pulso. Tendría sobradas ocasiones de doblegar y humillar a aquella mujer. Ordenó a dos de sus hombres:
—Tú y tú os encargaréis de la custodia de esta casa. Las personas que viven en ella quedan arrestadas bajo la acusación de proveer medios para incitar al tumulto y al alboroto, así como de su ocultación.
Al salir a la calle, Pedrosa observó que se había reunido una numerosa concurrencia y cómo su presencia apagó las conversaciones.
En el interior de la casa los policías ordenaron a todos bajar, pero Mariana acompañó a su madre, que no dejaba de temblar, a su alcoba y la ayudó a meterse en la cama. Cuando bajó, fue a la cocina, donde se había refugiado la servidumbre. Se alegró de que su hijo no estuviera en la casa al contemplar el tétrico cuadro que ofrecían. Carmen, que sólo llevaba un mes a su servicio, lloraba desconsoladamente. Manuela ofrecía un aire sombrío, se sentía culpable de haber recomendado a las bordadoras, y Burel, inclinado hacia delante, apretaba su cabeza entre las manos. Al oír llegar a su ama alzó la cabeza y le preguntó por lo ocurrido.
—Fui una incauta confiando en esas bordadoras. Parecían gente de fiar.
—Señora, yo… yo… —balbuceó Manuela.
—No te culpes, también a mí me engañaron con su cara de mosquitas muertas.
—Hay algo que no me cuadra, señora —comentó Burel—. Según me contó, esas bordadoras eran tan analfabetas que hubo de señalarles un orden para bordar las letras, ¿me equivoco? —Mariana asintió—. Por lo tanto, no sabían de qué se trataba. Ellas estaban bordando una bandera para regalarla a un oficial de Capitanía, algo que hacen muchas señoras.
—Pudieron sospechar —terció Manuela—. Doña Mariana es persona muy señalada por sus opiniones. Si esta mañana yo no hubiera estado tan torpe…
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Burel.
—El ama me envió a recoger la bandera y las letras, pero tenía prisa. Ellas estaban desayunando y me dijeron que, si no quería que se estropease el paño, sacarlo del bastidor necesitaba su tiempo. Quedamos en que lo traerían esta tarde, pero se lo han encargado a una vecina y se han quitado de en medio. Si me lo hubiera traído… —Manuela suspiró.
—No te atormentes —la consoló Mariana—. Hiciste lo que te pareció más conveniente y…
Desde el portal les llegaron retazos de una conversación. Al instante, tres agentes de Pedrosa entraron en la cocina y se dirigieron al criado:
—¿Eres Antonio José Burel?
—Sí.
—¡Acompáñanos!
—¿Adónde?
—¿Adónde crees tú?
Burel se encogió de hombros.
—¡A la cárcel! ¡Masón!