Don Federico Landáburu caminaba deprisa. Su imagen resultaba inconfundible: alto, algo encorvado por el peso de los años y, salvo las semanas más cálidas del verano, con una capa negra sobre los hombros y la cabeza cubierta con un anticuado bicornio. Siempre portaba un pequeño maletín que era como una prolongación de su mano. Golpeó con fuerza el aldabón más veces de las necesarias y, sin apenas dar tiempo a que le abrieran, volvió a insistir en la llamada. Estaba muy alterado.
—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Jesús, qué prisas!
La sirvienta abrió la puerta y al ver al médico lo saludó respetuosa.
—Buenos días, don Federico. ¿Se siente mal?
El doctor respondió con poco más que un gruñido.
—¿Está tu ama?
—Charlando con doña Úrsula.
—Dile que estoy aquí y que es urgente.
Lo condujo a la salita donde poco después apareció Mariana.
—¡Lo veo muy pálido! ¿Ocurre algo?
—¡Lo de Manzanares ha sido un completo fracaso!
Lo dijo como si anunciara una catástrofe. Mariana necesitó unos segundos para reaccionar.
—¿Cómo lo sabe?
—Hace unos minutos ha llegado a casa de don Cipriano un emisario de Málaga.
—Pero… pero ¿la operación no estaba prevista para un poco más adelante?
—Eso era lo previsto, pero ha ocurrido algo en la serranía de Ronda y lo ha echado todo a perder. También hay noticias de Cádiz, aunque todavía no están confirmadas —añadió apesadumbrado.
—¿Qué dicen?
—Apuntan a que varias de las unidades comprometidas no son seguras, incluso ha habido delaciones.
—¿Afectan para algo a Granada?
—¡No, doña Mariana, no!
—Entonces el peligro es… el de siempre.
—No se lo tome con tanta tranquilidad. Hay órdenes de efectuar registros en los domicilios de los sospechosos de simpatizar con el orden constitucional.
—Si Pedrosa tuviera algo a lo que agarrarse, ya me habría puesto entre barrotes.
—¿Y la bandera? ¿Qué me dice de la bandera que se comprometió a hacer?
Mariana no había pensado en ello.
—La están confeccionando unas bordadoras del Albaicín. Son gente de confianza.
—No se fíe, doña Mariana. Los tiempos no están para confianzas. Me marcho, sólo he venido para prevenirla. Voy a casa de don Martín y luego veré a don Cecilio. Es la ventaja de esto —dijo alzando el maletín—. Es como un salvoconducto.
Después de que don Federico se marchara, a Mariana le asaltó la duda. Podía dejar que las bordadoras remataran la bandera y tenerla preparada cuando se presentase una nueva oportunidad, o enviar a por ella y ocultarla hasta que pasaran los nuevos acontecimientos. En la duda dejó pendiente la decisión.
En una casa de la calle del Candil, cerca del Monte de Piedad de Santa Rita de Casia, se bordaba y charlaba al mismo tiempo. Las dos bordadoras tenían instalado su bastidor en una habitación que daba al patio. Además de taller de bordado, servía de comedor y de sala de estar.
—¿Qué hora será? —preguntó Rufina a su hermana.
Antes de que Justa respondiera sonó la campanilla de la puerta.
—Ya está aquí tu don Luis. —Clavó su aguja en un alfiletero y, quitándose el delantal lleno de cabos de seda, alzó un dedo admonitorio—: ¡Una hora, ni un minuto más!
Rufina hizo un mohín. Era la misma cantinela de todos los días.
Quien llamaba era don Luis de Valdelomar, coadjutor de la cercana iglesia de San Juan de los Reyes; un cuarentón entrado en carnes, pero de buena planta, vástago de una familia de mucho abolengo, venida a menos. Algunas lenguas de la vecindad murmuraban que había algo entre el cura y la bordadora. Daba pábulo a los comentarios el que su hermana, con alguna excusa, se ausentaba al aparecer don Luis. También circulaban rumores de que sus preferencias políticas estaban por los liberales, lo que le había procurado algún rapapolvo del visitador eclesiástico, que consideraba más censurables sus inclinaciones políticas que sus galanteos.
—Buenas tardes tenga usted. —Justa se hizo cargo de la teja y el manteo—. Ha llegado que ni pintado.
—¡Bendita casualidad, hija!
—Un mandado en Plaza Nueva, padre. Tardaré una hora, poco más o menos.
—Más bien más que menos, hija. Más bien más que menos.
—¡Rufina, aquí está don Luis! ¡Sírvele el chocolate… y no olvides los mojicones!
Colgó el manteo y la teja y salió echándose el mantón sobre los hombros.
La escena, repetida con frecuencia, se había convertido en un pasillo de comedia.
El ceremonial se cumplió puntualmente. Justa regresó algo después de lo anunciado. A don Luis, sentado en el sillón, mojando un bizcocho en su jícara de chocolate, se le veía rebosante de satisfacción y con algunos botones de su sotana desabrochados. A Rufina se la veía feliz, otra vez sobre el bastidor, dándole a la aguja.
—¿Todo bien, don Luis?
—A pedir de boca, Justa. Los bollos de Rufina son una maravilla. —Desvió la mirada hacia el bastidor—. ¿Qué estáis bordando? Parece una bandera.
Rufina se concentró en el bordado y Justa se hizo la distraída. El clérigo insistió.
—El color es extraño. Ese morado me recuerda al emblema de los comuneros. ¿Sabéis quiénes eran ésos?
—¿Quiénes eran? —respondió Justa, dispuesta a desviar la conversación.
—Una sociedad de liberales, gente muy radical. Tomaron el nombre de un movimiento de rebelión que hubo, hace siglos, contra el rey. Pero ese… ese triángulo verde es propio de masones. ¿No estaréis bordando la bandera de una logia?
Justa y Rufina no respondieron y don Luis apuró su chocolate. Se levantó y echó un vistazo a las letras que su Rufina bordaba en seda encarnada.
—¿Qué es esto? —preguntó sorprendido.
—Una bandera para un oficial de Capitanía —susurró Rufina con un hilo de voz.
—¡Venga ya! ¿Para Capitanía con la palabra «libertad» que estáis componiendo? ¿Quién os ha hecho el encargo?
Las hermanas se miraron. Les habían advertido que fueran muy discretas.
—Es un encargo de doña Mariana de Pineda —respondió Rufina—, quiere sorprender a quien va a hacer el obsequio.
—¡Es una bandera para los liberales! —exclamó frotándose las manos—. ¡Esto se pone bueno!
—¡A nosotras tanto nos da! ¡Es trabajo y punto! ¡Lo importante es que nos guarde el secreto!
Don Luis alzó las manos en un gesto de aquiescencia.
Después de cenar, tomando un cordial con su padre, don Luis no pudo evitar decirle:
—Creo que debería moderar algunos de sus comentarios en público.
Su padre arrugó la frente y alzó las cajas. Era un anuncio de tormenta.
—¿A qué clase de comentarios te refieres?
—A los que hace en defensa del absolutismo. Tiene usted fama de apostólico.
Don Joaquín de Valdelomar, quien a sus cerca de ochenta años mantenía una vitalidad envidiable, no disimuló su irritación.
—¡No pretenderás darme lecciones!
—Sólo es una sugerencia. Debería usted ser más comedido en sus expresiones.
—¡Mil veces no! Hay que hacer frente a esa caterva de herejes que no tienen Dios y no aman a su patria ni a su rey. ¡Ahora, cuando hasta don Fernando recula, hay que mostrarse más fuertes que nunca!
—Padre, la tortilla puede darse la vuelta.
—¡Jamás, mientras tengamos a don Carlos! ¡Salvaremos a la patria de masones, liberales y revolucionarios! ¡Su empeño de acabar con la patria encontrará el dique de nuestros pechos! ¡Vivan el rey y los obispos! ¡Viva la religión y la Santa Inquisición!
Don Joaquín se bebió de un trago su cordial.
—Modere sus expresiones, no le pido que abandone sus ideas —insistió don Luis con gesto apacible—. Tengo la impresión de que se prepara algo gordo.
—¿Qué quieres decir? —Don Joaquín, con mano temblorosa, rellenó su copa.
—Creo que se prepara un levantamiento.
—¿Aquí? ¿En Granada?
—Sí, aquí, en Granada.
—¡Eso son tonterías! Las últimas noticias hablan de que al postinero de Manzanares lo han barrido en la serranía de Ronda. Si aquí hubiera algo, don Ramón estaría al corriente. ¡Ahí tienes un modelo a seguir! ¡Todo un ejemplo de patriota!
—¿No lo dirá usted por la gente que lleva al patíbulo?
—Por eso, precisamente. ¡Lo que el país necesita es orden y mano dura! ¡En España no hay sitio para esa gentuza! —Don Joaquín estaba cada vez más excitado.
—Esa gentuza, como usted dice, son tan españoles como usted.
—¿Como yo, dices? ¡Ésos no pueden llamarse españoles! ¡Hay que echarlos, como hicimos con los gabachos del infame Napoleón!
—Ellos lucharon también y algunos como el que más.
—¡Bah! ¡Bobadas!
—Le aseguro que algo se está moviendo —insistió don Luis.
—¡Tonterías! ¡A pesar de tus años, tienes la cabeza llena de pájaros! En Granada no se mueve un pelo sin que don Ramón lo sepa. ¡Es nuestro vigía!
—¡En Granada se está bordando una bandera! —Don Luis no pudo contenerse—. ¡Una bandera que llama a la libertad, a la igualdad y a la ley!
—¡Eso es un trapo!
—Será lo que usted quiera, pero le aseguro que se prepara algo. Se avecinan nuevos tiempos. La Pragmática que el rey publicó el año pasado, abriendo las puertas del trono a su hija Isabel, es un claro indicio.
—¡Eso de que el trono será para su hija, habrá que verlo!
—Allá usted con sus opiniones. No será porque no le haya advertido.
Don Joaquín farfulló algo entre dientes y salió del comedor.