Anochecía cuando Diéguez se encerró en su buhardilla, dispuesto a contarle a don Matías, escribiéndole una larga carta, todo lo referente al cuaderno. Cuando terminó, los pliegos estaban llenos de tachaduras, consecuencia de las dudas que lo atenazaban. Decidió ponerlos a limpio y concluyó agotado; al día siguiente pediría a Martina que llevase la carta a correos. Se disponía a acostarse cuando sonaron unos golpes en la puerta. Pensó que últimamente era aporreada con demasiada frecuencia.
—¿Quién va? —Miró la pistola que al llegar había dejado sobre la cama.
—Preguntan por ti. —Era la voz de Martina.
Abrió la puerta y se llevó una sorpresa al ver al sacristán de Santa Escolástica. El brillo de sus ojos le indicó que tenía alguna jarrilla de más, y su porruda nariz, del color de las berenjenas, señalaba que su afición al vino databa de muchos años.
—¿Qué lo trae por aquí?
—Necesito hablar con usted, ¿podría dedicarme unos minutos?
—¿Qué tiene que contarme?
Zacarías Lupiáñez miró a Martina.
—¿Podríamos charlar en otro sitio? Ya sabe…, una buena jarrilla.
—¿Le parece bien el mesón donde estuvimos el otro día?
—¡Buen lugar, el vino no está repuntado!
Martina le preguntó si volvería tarde.
—Depende —respondió mirando al sacristán, que ya bajaba la escalera—. Será mejor que no me esperes.
Había poca gente en el mesón. El toque de queda y la Cuaresma retraían a muchos clientes. A Zacarías no parecía importarle y para Diéguez no suponía un problema. Buscaron una mesa apartada y pidieron dos jarrillas de vino. Diéguez aguardó a que el sacristán hablara, cosa que no hizo hasta dar el primer tiento a su vino.
—Estaba equivocado cuando dije que ese hijo de puta ardía en los infiernos. —Una lágrima corrió por la mejilla de Zacarías—. El cadáver del otro día era el de mi madre.
Diéguez recordó que él había sido el único asistente al sepelio de la anciana. El cura acompañó el cortejo fúnebre hasta el final de la Carrera del Darro. En el cementerio sólo estaban los dos sujetos que conducían el carretón y el enterrador. Dio un trago a su vino, lo necesitaba. Antes de que abriera la boca, el sacristán murmuró:
—Se llamaba Tomasa Pereira, le decían la Portuguesa.
—¿Era de allí?
—No. El portugués era mi bisabuelo. Vino a Granada después de un terremoto que asoló Lisboa. Se ganaba la vida como talabartero. —Vació la jarrilla y la alzó para que se la llenaran, necesitaba beber para seguir hablando—. Me he enterado de su muerte esta mañana. Una vecina suya vino a Santa Escolástica, estaba extrañada de no verla.
—¿Al cabo de tantos días? —Diéguez estaba amoscado.
—La vecina había estado fuera y regresó anteayer. Fuimos a su casa y en su alcoba encontramos su manto y su pañoleta con restos de sangre. —Otra lágrima resbaló por su mejilla—. En la pared había pintada una cruz de san Andrés. Supe entonces que el cadáver hallado en esas ruinas era el de mi madre. —De repente el sacristán comenzó a gritar—: ¡Ese hijo de puta la escogió a ella para volver a matar! ¡Quiero que lo encuentre! ¡Que ese canalla pague por sus crímenes! ¡Que suba al patíbulo y que le rompan el cuello!
Los pocos clientes miraban extrañados y el mesonero se acercó amenazador.
—¡O dejas de gritar o te pongo de patitas en la calle!
—Tranquilícese, Zacarías. —Diéguez indicó con la mirada al mesonero que se retirase.
El sacristán empinó la jarra y se atragantó con el vino. Fue un mal trago que lo tuvo tosiendo un buen rato, en algún momento incluso parecía que los ojos iban a salírsele. Una vez sereno, Diéguez le dijo con voz templada:
—Haré lo que pueda. Ahora, cuénteme todo lo que sepa.
—Pregunte. —La palabra sonó a desafío.
—Hábleme de su madre y, si la conoce, de la razón que podía tener el asesino para escogerla.
Zacarías carraspeó para aclararse la garganta.
—Mi madre tuvo tres hijos, todos varones. Yo era el mayor y el único que vive. Mis hermanos murieron de unas calenturas que también se llevaron a mi padre cuando yo tenía siete u ocho años. Fue el año en que empezó a reinar el padre del rey que tenemos ahora. —Diéguez hizo cálculos, en 1788—. Al quedarse viuda, mi madre habló con el antiguo párroco de Santa Escolástica, adonde iba a fregar. Don Ismael me admitió de monaguillo, desde entonces he estado ligado a la parroquia. Al poco tiempo, mi madre dejó de fregar y se dedicó a elaborar brebajes y pócimas, a poner fin a embarazos y a remendar virgos dando apariencia de doncellas a quienes no lo eran.
—Eso requiere un aprendizaje —objetó Diéguez.
—Dejó de fregar para servir a una vieja alcahueta de la que cuidó en sus últimos años. —Dio otro trago y dejó la jarrilla casi vacía—. Ella le enseñó el oficio y cuando estiró la pata, mi madre heredó su casa y su clientela. Discutimos porque yo no estaba de acuerdo con que anduviera convirtiendo la noche en día, ya me entiende, y anduviera ejerciendo de alcahueta… Eso nos distanció… A mí me llevó a este maldito vicio —añadió alzando la jarrilla para que la llenasen—, que va a ser mi perdición.
Se impuso el silencio hasta que le trajeron el vino.
—¿Dónde vivía?
—En la casa que le dejó esa alcahueta. Está en un callejón a la espalda de Santa Ana, al pie de la ladera de la Sabika.
Diéguez supo que entonces el asesino no tuvo complicaciones para trasladar el cadáver. La víctima vivía a pocos pasos de donde lo encontraron.
—¿Podríamos hacer mañana una visita a la casa?
La propuesta cogió desprevenido al sacristán. Diéguez le explicó que deseaba conocer el escenario del crimen.
—Iremos mañana —concedió de mala gana.
Diéguez anotaba mentalmente. La víctima respondía a los esquemas del verdugo de la Inquisición, pero ¿por qué desfigurarle el rostro? Si exponer los cadáveres tenía como finalidad exhibirlos, ¿por qué entonces dejarla irreconocible?
—Cuénteme más cosas.
—¿Qué más quiere que cuente? ¿Desea conocer detalles sobre la muerte de doña Cecilia Coello de Portugal?
Diéguez se quedó de una pieza.
—Escucharía toda la noche si fuera necesario.
El mesonero rellenó la jarrilla de Zacarías y Diéguez acabó la suya para que también se la llenase. El sacristán no se anduvo con preámbulos.
—A doña Cecilia no la asesinó el verdugo de la Inquisición. Pero no se confunda, murió porque… ¡era tan puta como las demás! —No hizo excepciones.
—¿Qué sabe sobre la muerte de doña Cecilia?
—Es un asunto familiar.
Era lo que Diéguez había sospechado desde el principio. Eso explicaba, al menos en parte, el rechazo de don Pablo de Armenta a colaborar. Lo que no quedaba claro era por qué, sin embargo, la familia había hecho valer sus influencias para que se investigara el caso.
—¿Qué clase de asunto familiar?
—Fue el marido de doña Cecilia quien acabó con su vida —respondió el sacristán sin pestañear.
—¿Me está diciendo que don Pedro de Armenta es el asesino?
—Eso es, exactamente, lo que he dicho.
Zacarías empinó el codo otra vez y se limpió la boca con el dorso de la mano. La clientela había desaparecido y el mesonero andaba ajustando cuentas. Los únicos candiles encendidos eran el que les alumbraba a ellos y el que había junto a la puerta.
—¿Tiene pruebas? No puede hacerse una acusación tan grave sin pruebas.
Ahora el sacristán dudó. Otro trago le dio los arrestos necesarios.
—Escuché una conversación que jamás debió llegar a mis oídos. Doña Cecilia tiene un hermano, don Ambrosio, que vive en Cuba, donde posee grandes caudales. Hace un par de años vino para resolver asuntos en Madrid y, aunque sus relaciones con los Armenta no eran buenas, acudió a Granada para visitar a su hermana. Doña Cecilia le escribió diciéndole que temía por su vida. Su marido sospechaba que le ponía los cuernos.
—¿Le era infiel?
—Doña Cecilia se las andaba con un coronel. Cuando su marido confirmó que era un cornudo, decidió lavar su honor y acabar con su vida.
Diéguez escuchaba otra vez aquellos rumores a los que don Matías había aludido por primera vez y a los que se resistía a dar crédito.
—Si la asesinaron por eso, ¿a cuento de qué fue depositar el cadáver a la puerta de una iglesia y ponerle una coroza?
En la boca del sacristán se dibujó algo parecido a una sonrisa.
—¡Está claro! Su marido se aprovechó del verdugo de la Inquisición.
Diéguez tenía la garganta seca. Dio otro tiento al vino.
—Hay algo que no encaja. Si deseaba ocultar su crimen, ¿cómo se explica que se valiera de sus influencias para que se tratase de descubrir al asesino? ¿Sabía que los Armenta hicieron eso?
—Está en un error. Quien impulsó la investigación no fue don Pablo de Armenta. Fue don Ambrosio Coello de Portugal. Él fue quien hizo todo lo que estuvo en su mano para que se investigara a fondo. Cuando llegó a Granada los temores de su hermana se habían confirmado y se encontró con que ya la habían asesinado. Regresó a toda prisa a Madrid para pedir justicia.
Diéguez trataba de reconstruir los hechos en su cabeza. Aquello explicaba por qué don Pedro de Armenta, su familia y sus criados eran un muro de silencio. Todo encajaba. Todo menos una cosa.
—No sé… hay algo que no me encaja. Ignoro qué es, pero no encaja.
Zacarías se removió inquieto. Como si tuviera algún reparo después de haber hecho afirmaciones tan tajantes.
—Es… es sólo una suposición.
—¡Suéltela de una vez! —se impacientó Diéguez.
—Pudiera ser que don Pablo de Armenta hiciera llegar a don Ambrosio algún testimonio irrefutable de los amoríos de su hermana y que, entonces, fuera el propio don Ambrosio quien decidiera poner punto final a una investigación que podía sacar a la luz que su hermana era una adúltera. Ya sabe…, el honor familiar y esas cosas.
Diéguez necesitó refrescar otra vez el gaznate. Quizá el sacristán no anduviese desencaminado y eso explicase por qué a don Matías le habían ordenado regresar a Madrid.
—Antes ha dicho que las relaciones de don Ambrosio con los Armenta no eran buenas, ¿por qué razón?
—Don Ambrosio se opuso al matrimonio de su hermana con un Armenta. Lo acordaron don Pablo y el padre de doña Cecilia, quien murió poco después de la boda.
—Deduzco que todo esto lo sabe por esa conversación que jamás debió oír.
—¡Cómo, si no, iba a saberlo!
—Ahora tiene que decirme qué conversación fue ésa.
Zacarías alzó la jarrilla vacía y el mesonero se acercó.
—¡No hay más vino! ¡Hasta ahora he aguantado por consideración a don Antonio!
Diéguez terció, aquellas ocasiones había que aprovecharlas.
—Será la última.
El mesonero accedió de mala gana. No era recomendable estar de morros con la policía. Llenó la jarrilla del sacristán y se retiró.
—La sostuvieron don Ambrosio y mi párroco. Después de contarle los temores de su hermana acerca de su asesinato, le pidió consejo. Lo escuché porque estaba limpiando unos candelabros y las vinajeras en un cuartillo junto a la sacristía.
—¿Sabía don Ambrosio que su hermana mantenía relaciones con ese militar?
—Por lo que deduje de la conversación sospecho que no, y si las conocía, no aludió a ello. Quien debía de conocerlas era don Bernardo, como confesor de doña Cecilia.
—Supongo que tampoco don Bernardo aludió a ello.
—¡Cómo se le ocurre pensar semejante cosa! ¡El conocimiento de don Bernardo venía del confesionario! ¡Era un secreto de confesión!
Diéguez apuró el vino. Era hora de irse, pero aún le quedaba la última pregunta.
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Porque quiero que atrape al hijo de perra que ha acabado con mi madre. Quien quiera que sea, no es el mismo que puso fin a la vida de doña Cecilia. No quiero que se distraiga y ande confundido. Además, es usted el que ha mostrado interés en lo del asesinato de doña Cecilia.
Diéguez recordó que había sido el sacristán quien, después de explicarle algunos pormenores de la muerte de su madre, se había ofrecido a darle detalles sobre el asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal. Con tanto vino Zacarías Lupiáñez no recordaba algunas de las cosas que había dicho.