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Mariana compró lo necesario para confeccionar la bandera. Acompañada de Manuela, lo adquirió todo en una tienda de la calle de los Boteros. Una pieza de tafetán morado, un trozo de color verde y varios cadejos de hilo de seda encarnado para bordar un lema.

Al salir de la tienda preguntó a su criada:

—¿Conoces una bordadora que trabaje con primor y, sobre todo, sea discreta?

—Sí, señora. Conozco a dos hermanas, buenas bordadoras y no son habladoras.

—¿Dónde viven?

—En el Albaicín.

—¿Primorosas y discretas? —insistió Mariana.

—Sí, señora. Trabajan bien y no cobran demasiado.

—Me gustaría verlas para hacerles un encargo. A ser posible, esta misma tarde.

—Déjelo de mi cuenta, señora.

—Entonces, no pierdas un minuto. Dame el paquete, lo llevaré yo. Diles que las espero a las cuatro y que no se retrasen.

Guardó las telas y los hilos en un bolso que colgaba de su hombro y paseó hasta Puerta Real. La mañana era fresca pero agradable. Llevaba las manos metidas en un manguito de piel que era la última moda llegada de París. Mariana con su blanco cutis, sus hermosas facciones, sus limpios ojos azules y su cabello rubio, adornado con un sombrerito de fieltro, llamaba la atención. La gente le cedía el paso y los caballeros se destocaban para saludarla. Entró en la papelería que había al comienzo de la calle San Antón y compró tres pliegos de papel marquilla, una regla y dos lápices. Se marchó sin mayores entretenimientos, había de estar todo previsto para cuando llegaran las bordadoras. Ya en la casa, se encerró en la salita y apenas salió el tiempo imprescindible para almorzar. Trazaba grandes letras, todas con la misma medida, en los pliegos de papel. Concluyó la tarea poco antes de las cuatro cuando, puntuales, llegaron las bordadoras, una se llamaba Justa y otra Rufina. Manuela las condujo a presencia de su señora, que las saludó con afecto. Les explicó que se trataba de un regalo y deseaba sorprender al obsequiado.

—Habéis de asegurarme una reserva absoluta. ¿Cuento con vuestra discreción?

—Pierda cuidado, señora. Nadie lo sabrá por nuestra boca.

Les explicó detalladamente lo que deseaba, mostrándoles las telas y las letras. Una de las bordadoras, sin pretenderlo, le dio la excusa para mantener el secreto.

—¿La señora desea sorprender a algún oficial de la guarnición?

—Pero ¡qué lista eres! —exclamó Mariana.

Rufina se ruborizó. Era una belleza morena de ojos rasgados y grandes.

—¿Éstas son las letras que forman las palabras? —preguntó Justa.

—Os escribiré en un papel el lema que llevará la bandera.

Las dos hermanas se miraron.

—Disculpe, señora, pero… hay un problema.

—¿Qué clase de problema?

—Verá, señora… —Rufina se había ruborizado—. No sabemos leer. Bordamos copiando. No sabríamos cómo disponer las letras para formar las palabras.

Mariana no había contado con aquello, pero le venía como anillo al dedo. Ignorar las palabras que iban a bordar aseguraba su discreción.

—Eso tiene arreglo. Numeraré las letras con palotes. La primera uno, la siguiente dos y así sucesivamente. Vosotras las bordáis según ese orden. ¿Lo veis complicado?

—Desde luego que no, señora.

Ajustaron el precio y, por último, Mariana planteó una cuestión muy importante.

—¿Cuándo estará terminada?

Rufina miró las letras e hizo cálculos.

—Unas cinco semanas, señora. Son muchas letras.

—Diecinueve —aclaró Mariana.

—Son grandes y hay que dar muchas puntadas. —Rufina miró la bolsa con los hilos de seda e hizo un gesto de duda—. No sé si habrá suficientes.

Mariana ignoraba la fecha del levantamiento, pero don Cecilio Moreno había señalado finales de marzo. Cinco semanas le pareció mucho tiempo. Si la bandera no estaba terminada, todo el trabajo sería baldío.

—Cinco semanas es demasiado.

—Señora, cada letra de ésas se puede llevar un par de días —protestó Rufina.

—Sois dos.

—Pero en el bastidor sólo hay espacio para una y antes tenemos que rematar el encargo que está en el bastidor. Nos meteremos en marzo antes de empezar.

—Tiene que estar en menos tiempo —insistió Mariana.

Rufina susurró algo al oído de su hermana.

—¡No es posible, Rufina! Lo sabes tan bien como yo.

—Ha de estar en tres semanas. —Las palabras de Mariana sonaron inapelables.

—A contar desde primeros de mes.

Mariana dudaba, pero finalmente aceptó.

—Trato hecho.

Les entregó un anticipo a cuenta y, antes de que se marcharan, les insistió en la importancia de la discreción.

—Una tumba, señora. Seremos una tumba.

Mariana las despidió rápidamente. Estaba esperando una visita muy especial. Había accedido a las súplicas de su madre. Doña Úrsula quería ver a su nieta y había indicado a los hortelanos que acudieran a su casa. Así José María conocería a Luisita, aunque no le diría que era su hermana. Poco después de que se marcharan las bordadoras llegó la pequeña. Doña Úrsula le hizo toda clase de fiestas y José María sintió algo parecido a los celos al ver que su madre también le dedicaba toda su atención. Luisa era una niña preciosa. Tenía el pelo rubio, como su madre, y unos ojos negros grandísimos con los que lo miraba todo, y no paraba de hacer preguntas. La merienda fue una fiesta, pese a que José María estuvo enfurruñado y acogió aliviado la marcha de aquella niña a la que su abuela había regalado un duro de plata y una caja con cintas de colores para que le recogieran las coletas cuando la peinasen.