35

En Granada nadie dudaba de que el verdugo de la Inquisición se había apuntado su sexta víctima, Diéguez era una excepción. En los modernos cafés, en las viejas tabernas y en los concurridos mesones no se hablaba de otra cosa. El asunto de los asesinatos había cobrado vida y circulaban toda clase de rumores.

Diéguez estaba desconcertado. La última víctima era una anciana y a su edad era difícil que comerciara con su cuerpo ni que fuera la manceba de alguien. Tenía que tratarse de una alcahueta que facilitaba el fornicio de otras gentes. El asesino, caso de que fuera el mismo, había repetido el distintivo de la víctima: una coroza, como en el caso de doña Cecilia Coello de Portugal. Sus indagaciones para dar con el capirote con que habían tocado a la dama habían resultado inútiles, después de más de dos años nadie sabía adónde había ido a parar. Le parecía que los dibujos presentaban similitudes y que la factura no era muy diferente. Se resistía a creer que el verdugo de la Inquisición fuera el autor de todos los asesinatos, pero aquel detalle, que no podía comprobar…

Los dominicos le dijeron que no conservaban corozas, a esto se añadía el hecho de que el que tenía la sexta víctima era nuevo. Todo le llevaba a la conclusión de que ambos eran de confección moderna. Interrogó al vecindario de la plaza de Santa Ana y al sujeto que había descubierto el cadáver. No le facilitaron ninguna pista interesante, ni siquiera le garantizaron que fuera del barrio, con el rostro tan desfigurado…

Diéguez regresaba a su casa con el ánimo abatido, Pedrosa acababa de soltarle una filípica a cuenta de la falta de resultados. Pensó en Martina, ella no hacía remilgos a darse un revolcón los días de Cuaresma y a él le traían al fresco las peroratas de los curas sobre el grave pecado que suponía no abstenerse de relaciones carnales aquellos días.

Mariana había visitado a su hija y le había llevado dos vestidos y un par de zapatos. Cada vez le costaba más trabajo dejarla con quien la pequeña creía que eran sus padres. La niña estaba preciosa y había estado jugando con ella un buen rato; tanto, que se le había ido el santo al cielo y había llegado con retraso a la reunión que se celebraba en un caserón a la espalda de San Jerónimo. Era una reunión clandestina, convocada a toda prisa, a la que sólo concurrieron la mitad de los quince convocados. Las instrucciones recibidas habían sido muy escuetas y específicas. Si alguno sospechaba que le estaban siguiendo, debía darse un paseo y no acudir a la cita. Tenía la palabra don Cecilio Moreno, convocante de aquella reunión tan apresurada como peligrosa.

—… Será un gran levantamiento y se extenderá a toda Andalucía.

—Después del fiasco, supongo que no será otra vez Torrijos.

—No, a la cabeza de este intento está el general Manzanares.

—No me fío de Manzanares —protestó don Federico Landáburu—. Es un presuntuoso que sólo sirve para lucir uniforme.

—Cuenta con importantes apoyos en varias guarniciones y la totalidad de las tropas que hay en la Real Isla de León.

—La han rebautizado como San Fernando, para darle coba al Narizotas.

—Por eso me he referido a ella como Real Isla de León. Bueno, dejémonos de comentarios. El epicentro estaría en Málaga, adonde llegará Manzanares procedente de Gibraltar. Allí se levantarán varias unidades cuyos oficiales rechazan el presente estado de cosas. Se nos requiere para sumarnos al movimiento…

—¿Cuál es la fecha prevista? —preguntó Mariana.

—Finales de marzo, el día concreto se sabrá con antelación suficiente. Quieren saber con qué pueden contar en esta ciudad y cómo están los ánimos. Habrá que convocar una reunión con los adeptos y simpatizantes, aunque es peligroso con los sabuesos de Pedrosa pendientes de cualquier incidencia.

—Cuente conmigo para lo que sea menester. —Landáburu se mostró contundente.

—Yo estoy dispuesto. —A don Martín Almela la edad no le rebajaba el ardor.

—También yo estoy a lo que haga falta. —Don Diego Calvo de León, siempre impetuoso, dio un puñetazo en la mesa.

—Y yo. —Don José María de la Escalera miró a Mariana.

—Yo también —afirmó ella.

—Por supuesto que se cuenta conmigo —afirmó don Cipriano.

Quedaba por sumarse uno de los presentes. Todos aguardaban su respuesta.

—Mis circunstancias presentes… no me permiten correr ciertos riesgos.

Don Cipriano no se anduvo con miramientos.

—En tal caso, será mejor que no permanezca en esta dependencia. Hay riesgo.

El aludido agachó la cabeza y salió en medio del silencio de sus compañeros.

—Bien, señores, hemos de ponernos a trabajar y preparar esa reunión a la que se ha referido don Cecilio. —El conde de Teba parecía tomar las riendas.

—Hay mucha gente que simpatiza con nuestras ideas —comentó don Cecilio.

—¿A qué llama usted mucha gente? —le preguntó Mariana.

—No podría concretar una cifra, desde luego dos centenares como mínimo.

—Lo veo optimista, don Cecilio. No creo que sean tantos —terció don Federico.

—Lo importante es que haya movimiento en la calle —señaló el conde de Teba—. El efecto de un puñado de gente decidida puede ser multiplicador.

—¿Qué hay de los oficiales de artillería comprometidos? —preguntó Mariana.

—Están convencidos de que arrastrarán a su unidad —respondió don Cecilio—. También contamos con la… digamos benevolencia del capitán general.

—¿Se sumaría el conde de los Andes? —preguntó don Martín con un brillo en los ojos.

—Al menos no será un obstáculo. Está claro que simpatiza con nosotros. Será muy importante el primer impacto. Si tenemos bríos, se sumarán muchos indecisos y luego… ya saben…, el pueblo es muy versátil.

—Muy cierto —convino don Martín—. Sabemos por experiencia que mucha gente cambia de opinión con facilidad. Hemos de levantar el ánimo de los nuestros.

—¿Por qué no animamos al pueblo, a la gente? —planteó Mariana.

—El pueblo está por las cadenas —protestó don Martín.

—A muchos se les ha caído la venda.

—Es posible —concedió el viejo ilustrado—, pero ¿cómo los estimulamos? La gente necesita referencias.

—¡Una bandera! —propuso don Cecilio—. ¡Una bandera que los enardezca y los lance a la calle!

—Ésa es una buena idea. Una bandera que simbolice la libertad —remachó don Cipriano.

—Yo me encargaré de que esté a punto —se comprometió Mariana—. ¡La idea de la bandera me parece magnífica! Mañana mismo compraré las telas y buscaré el modo de confeccionarla con toda discreción.

—Muy bien, señores. Sólo me resta recomendarles el sigilo que la ocasión requiere. Si no hay más cuestiones que plantear, creo que debemos salir con la discreción de siempre. Don Federico y doña Mariana pueden ser los primeros.

El médico llevaba en su mano el maletín que señalaba su condición. Acompañó a Mariana, quien al salir a la calle se puso la capucha de su capa, había anochecido y hacía frío. Ayudaba a Mariana a subir a su vehículo —un pequeño birlocho al que había añadido una capota, con el que visitaba a sus pacientes— cuando surgió un embozado de entre unos cipreses que había a pocos pasos. El médico tiró de su bastón dejando al descubierto un estoque, dispuesto a defenderse, pero el sujeto dejó caer el embozo.

—¡Burel! —exclamó Mariana—. ¿Qué haces aquí? ¡Nos estás poniendo en peligro!

—No se preocupe, señora. Aguardo hace una hora y sé que he dado esquinazo al que me seguía y lo que tengo que decirle no puede esperar.

—¿Me disculpa un momento, don Federico?

—¡Cómo no!

Mariana se alejó unos pasos y durante unos minutos Burel no paró de hablar. Después le mostró un cuaderno que Mariana le devolvió después de hojearlo. A oídos del médico llegaban frases entrecortadas y palabras sueltas. El criado parecía muy excitado.

—… desde hace un par de horas… Por fin el juez ha tomado una decisión.

—¿… don Fulgencio?

—No hay duda…

—¿Crees que puede servir para aclararlo?

—… desde luego.

—Entonces, llévaselo. Pero hazlo mañana. Me gustaría verlo antes.

Al acercarse al birlocho, las últimas frases habían llegado más nítidas. Burel ayudó a su ama a subir al vehículo y salió a toda prisa en dirección a la calle de Elvira.

Diéguez, sentado en el borde del lecho, contemplaba el torso desnudo de Martina. No era una mujer especialmente guapa, pero su cuerpo volvería loco a cualquier hombre. Había pasado toda la noche en la buhardilla. Los golpes sonaron en la puerta cuando Diéguez se disponía a echar agua en la jofaina. Martina se cubrió con la sábana y él preguntó con cautela:

—¿Quién va?

—¿Don Antonio Diéguez? —preguntó una voz de hombre.

—¿Para qué lo busca?

—Para hablar con él.

—Un momento.

Cogió su pistola y a medio vestir abrió la puerta de un tirón. En el umbral estaba Burel. No lo había visto desde que, tras la muerte de Magdalena Camero, abandonó la investigación de los asesinatos.

—¿Qué desea?

—Darle cierta información que puede serle útil. Lamento visitarlo a estas horas y no quiero hacerlo en el cuartelillo. Deseo que no se sepa quién le ha dado esa información.

—¿Qué clase de información?

—Una que puede servirle para descubrir al llamado verdugo de la Inquisición.

Un sexto sentido advirtió a Diéguez que estaba ante algo serio.

—Aguarde un momento.

Cerró la puerta, acabó de vestirse y se despidió de Martina con un beso. No se anduvo con rodeos. En la misma puerta de la buhardilla le preguntó:

—¿Qué información es ésa?

—Creo que será mejor ir a un lugar donde podamos charlar tranquilamente.

—¿Qué le parece el mesón del Santo Cristo? A estas horas es un lugar discreto donde sirven un chocolate espeso y los buñuelos son los mejores de Granada.

Caminaron en silencio hasta el mesón. Era muy temprano y estaba poco concurrido, un buen lugar para confidencias. Se sentaron en una mesa apartada y, una vez que tuvieron delante unos tazones de humeante y aromático chocolate, y un cuenco rebosante de dorados buñuelos, Burel, sin mediar palabra, sacó un cuaderno y lo puso sobre la mesa.

—¿Qué es eso?

—Lea lo que está escrito, no le llevará mucho tiempo.

Burel observaba en silencio el rostro de asombro del policía.

—¿Dónde lo ha conseguido?

—Primero, deme su palabra de no desvelar cómo ha obtenido la información.

Diéguez se acarició el mentón, estaba rasposo.

—Tendría que hacer una excepción.

—No hay excepciones.

—Se trata de una persona…

—No hay excepciones —insistió Burel.

—Se trata de una persona que está al tanto de las pesquisas.

—¿Se refiere al policía que vino de Madrid?

Diéguez asintió y Burel se quedó pensativo.

—No me gusta, pero haré esa excepción. Le seré sincero, ni Pedrosa ni sus hombres son de fiar, pero usted… es diferente. ¿Estamos de acuerdo en que sólo a él?

Diéguez, poco dado a la lisonja, se sintió halagado, después de tanto reproche.

—Tiene mi palabra, pero también yo tengo que poner una condición.

—Dígala.

—Responderá a todas mis preguntas.

—Si conozco las respuestas, cuente con ello.

El chocolate parecía que podía cortarse y los buñuelos se habían enfriado.