En apariencia, la vida transcurría en Granada de forma apacible, incluso tediosa. La ciudad había olvidado al verdugo de la Inquisición. En casi dos años no había vuelto a actuar y no había podido descubrirse quién estaba detrás de aquellos crímenes. Don Matías Marculeta y Antonio Diéguez fueron apartados de la investigación. Don Matías recibió órdenes de regresar a Madrid y Diéguez fue destinado a otros menesteres. Repentinamente se había perdido interés por descubrir al asesino o los asesinos. Pedrosa encomendó la investigación a sujetos poco competentes que al cabo de unas semanas les fueron encomendadas otras tareas. Al verdugo de la Inquisición, centro de disputas y temores, plato principal de comidillas, lo cubrió un manto de olvido. El único que parecía acordarse de que los crímenes habían quedado impunes era Diéguez. Dedicaba su tiempo libre a husmear e indagar por acá y por allá y, al margen de sus discrepancias, mantenía correspondencia con don Matías, quien por esa vía estaba al tanto de sus escasos progresos.
La última víctima no les había proporcionado mucha información. Sospecharon del criado de doña Mariana de Pineda, sobre todo al saber que era el principal beneficiario del testamento de Magdalena Camero. Pero Antonio José Burel pudo demostrar, sin dejar resquicio para la duda, que estaba lejos de Granada cuando la joven fue asesinada. El papel que se encontró en su mano señalaba su posible conexión con las otras víctimas del verdugo de la Inquisición, amén de que el cadáver apareciera junto a la que había sido sede del tribunal. Diéguez no acababa de tener clara aquella relación, como tampoco la tenía en el caso de doña Cecilia Coello de Portugal; a pesar de los rumores que circularon sobre sus adulterinos amores, lo escamaba la actitud de la familia Armenta, que había sido un muro impenetrable.
En dos ocasiones había querido conversar con el ermitaño de San Antón, pero se mostró intratable y un nuevo intento de hablar con don Pablo de Armenta casi acaba en un incidente. Sus criados lo amenazaron con darle una paliza si volvía a aparecer por allí. Tampoco logró mayores progresos las dos veces que fue a ver a don Bernardo de Oteiza, en la segunda ocasión el sacerdote lo echó de la sacristía con cajas destempladas. Tenía la impresión de que una mano oculta había movido los hilos para dejar en las tinieblas el conocimiento de los misteriosos asesinatos. También don Matías pensaba que alguien con mucha influencia había actuado para que las pesquisas no avanzaran. Posiblemente los partidarios a favor del restablecimiento del tribunal de la Inquisición, que habían tenido parte importante en las tensiones políticas, habían podido influir para echar tierra sobre los crímenes, al considerar que los asesinatos estaban relacionados con una reivindicación del Santo Oficio. Diéguez no acababa de verlo muy claro.
Aquella tarde el policía se sentía particularmente cansado, después de entregar el parte de trabajo del día. Salió de la Chancillería y se perdió por las callejas próximas a la catedral, disfrutando de la apacible tarde que tenía mucho de primaveral. Dejó atrás la Capilla Real y por la Alcaicería salió a Bibarrambla, cruzó el Arco de las Cucharas y enfiló hacia la calle Mesones donde en alguno de los establecimientos que le daban nombre pensaba beber una jarrilla de vino antes de recogerse en su buhardilla. Y si Martina se mostraba dispuesta…
Hacía año y medio que se había trasladado a vivir a una buhardilla en una casa de la calle de Angulo, junto a la plaza de los Lobos, un lugar tranquilo. La propietaria, Casilda Bullejos, conocida en el vecindario como la tía Casilda, se la había alquilado por veinticinco reales al mes; iba incluida la limpieza, hacerle la cama, lavarle la ropa y la cena. Se encargaba de esos menesteres su sobrina Martina, una moza de banderas. Por lo general, no aparecía en todo el día. Solía almorzar en una casa de comidas frontera a la iglesia de San Gil, y llegaba a la buhardilla a la caída de la tarde. Sólo en los meses del estío iba a almorzar; Martina le llevaba una escudilla del guiso que aderezaba para su tía y para ella, una rebanada de pan y un poco de vino. Eso lo pagaba aparte. Desde poco después de su llegada, de vez en cuando, Martina también le calentaba la cama, sin sobreprecio. La tía Casilda era experta en plantas y se ganaba la vida bastante bien confeccionando cremas para los eccemas, ungüentos para calmar toda clase de dolores e incluso preparaba filtros para fines más inconfesables; según se decía, remendaba algún virgo y tiempo atrás había ejercido de alcahueta. No se entrometía en los asuntos de su sobrina.
Entró en el mesón de la Herradura que, como siempre a aquella hora, estaba muy concurrido. Diéguez se hizo con su jarrilla, oteó el panorama y reconoció a un solitario bebedor. Era el sacristán de Santa Escolástica, el que había encontrado el cadáver de doña Cecilia Coello de Portugal. Se acercó y le preguntó si podía acompañarlo.
—Me sentiré honrado de compartir bebida y conversación con usted.
Se acomodó e hizo un comentario acerca de cómo alargaban los días y de lo seco que estaba resultando el año, aunque la nieve aún cubría Monachil. Le sorprendió que el sacristán, cuyo nombre era Zacarías Lupiáñez, sacara la conversación de los crímenes. El sacristán tampoco se había mostrado locuaz cuando lo había interrogado.
—Parece que el verdugo —simplificó Zacarías— no ha querido correr más riesgos. Hay quien afirma que ya arde en los infiernos.
Diéguez disimuló y dio un sorbo a su vino. No dejaría escapar la ocasión.
—No soy de esa opinión.
—¿Cree que colea y volverá a las andadas?
—Me da en la nariz que sigue al acecho —dijo para mantener la conversación.
El sacristán chasqueó la lengua.
—Ése está ya muerto —afirmó con seguridad.
—Si está tan seguro, deme una prueba.
—¿Le parece poco dos años sin muertos? Si no ardiera en los infiernos estaría despachando mancebas, chulos y putas —repuso sin hacer excepciones.
Diéguez recordó que doña Cecilia Coello de Portugal era feligresa de Santa Escolástica. El sacristán debía de tener pruebas de su fama. Decidió tantearlo.
—Deduzco de sus palabras que mete a todas las víctimas en el mismo saco.
Zacarías empinó la jarrilla y se secó los labios con el dorso de la mano.
—¡A todas!
Una pregunta inadecuada podía espantar al sacristán. Dio otro trago a su vino.
—¿Sin excepciones?
—¿Usted cree que hay alguna? —le preguntó el sacristán.
Dejó que transcurrieran unos segundos como si tratara de recordar.
—Tengo entendido que doña Cecilia Coello de Portugal era una dama virtuosa.
Zacarías hizo un gesto que Diéguez no supo cómo interpretar. Dudó si repetirle el comentario. Después de otro trago a su vino se decidió a probar suerte de nuevo.
—¿Qué me dice…? ¿También ella va en el saco de las putas?
Ahora la respuesta fue inmediata.
—¡También! —El sacristán apuró su vino y, poniéndose de pie con dificultad, añadió—: No me tire de la lengua.
Diéguez pensó en invitarlo a otra jarrilla y retenerlo unos minutos, pero antes de abrir la boca Zacarías Lupiáñez salía por la puerta, tratando de disimular el mucho vino que había trasegado. Acababa de comprobar que no todos los granadinos se habían olvidado del verdugo de la Inquisición.
Martina lo recibió con zalemas. Diéguez subió a la buhardilla y ella llegó cuando terminaba el postre, un tazón de arroz con leche. Se sentó en su regazo y se besaron con pasión. Le desabotonó el corpiño y hundió la cara entre sus pechos. Allí desfogaron el primer envite, que tuvo una continuación más reposada en la cama, aunque eso era relativo con una mujer tan fogosa como Martina. Jadeante y sudoroso, Diéguez se amodorró y se quedó dormido hasta que un gallo de la vecindad lo despertó con su canto. Tentó buscando el cuerpo de Martina, pero sólo encontró la sábana. Con frecuencia, se marchaba sin hacer ruido. Se dio media vuelta, pero antes de conciliar de nuevo el sueño sonaron unos golpes en la puerta. Lo inquietó una llamada a aquella hora.
—¿Quién va?
—Soy yo —respondió Martina.
Le resultó extraño. Martina sabía que la puerta no estaba atrancada. Además, nunca llamaba para entrar. Saltó de la cama y cogió la pistola.
—¿Ocurre algo?
—Unos individuos preguntan por ti. Dicen que son compañeros tuyos.
Se puso unos calzones y una camisa y, sin soltar la pistola, abrió la puerta.
—¿Vosotros? ¿Qué diablos hacéis aquí?
—Don Ramón quiere verte.
—¿A estas horas?
—Ha aparecido otro cadáver.
—¿Qué quieres decir con que ha aparecido otro cadáver?
—El verdugo de la Inquisición ha vuelto a las andadas.
Lo sacudió un revoltijo de sensaciones.
—¿Dónde lo han encontrado?
—En unas ruinas junto a la iglesia de Santa Ana.
—¿Por qué dices que el verdugo de la Inquisición ha vuelto a las andadas?
—La muerta tiene un cucurucho en la cabeza.
—Una coroza —corrigió Diéguez.
—Como se llame. Don Ramón quiere verte allí, ahora —insistió uno de ellos.
—¡Aguardad un momento!
—¡No te entretengas, Pedrosa está muy alterado! —le gritó el otro.
Diéguez acabó de vestirse, se puso un redingote para protegerse del fresco y se ciñó la pistola. Martina lo observaba desde la puerta. Él pareció no verla cuando salió y ella lo siguió con la mirada y un brillo de tristeza velando sus ojos.
—¿Dónde está Pedrosa? —preguntó bajando la escalera.
—Donde han encontrado el cadáver.
Mientras caminaba, su cabeza era un torbellino. ¿Por qué lo llamaba ahora si lo había apartado del caso? ¿Quién sería la nueva víctima? ¿Sería obra del mismo asesino?
—He oído que van a colgarte otra vez el muerto —comentó uno de los policías.
—¿Quién lo dice?
—Don Ramón. Hay mucho revuelo y, para la hora que es, la gente ha acudido como moscas. Con el cucurucho ese en la cabeza… ¿Cómo has dicho que se llama?
—Coroza, se llama coroza.
—Pues con una coroza en la cabeza hay pocas dudas.
—¿Quién ha descubierto el cadáver?
—El aviso lo dio un vecino. Estaba horrorizado. A esa desgraciada le han machacado el rostro… Se lo han desfigurado a golpes. Hubo dudas sobre si avisar a don Ramón, pero con la coroza esa…
No habían exagerado, la plaza de Santa Ana era un hervidero. Vio a Pedrosa hablando con unos desconocidos, la conversación no era amistosa.
—¿Dónde estaba el cadáver? —preguntó Diéguez.
—¿No vas a presentarte al jefe?
—Parece muy atareado. Vamos a ver el cadáver.
Había un bulto custodiado por dos agentes. Apartó la manta que lo cubría y comprobó que tampoco habían exagerado en aquello: el rostro era una masa sanguinolenta, le habían golpeado la cara con saña. El cadáver de la mujer estaba rígido, la habían matado hacía algunas horas. Observó la coroza y le recordó a la de doña Cecilia.
—¿Qué piensa usted de esto? —La voz de Pedrosa había sonado a su espalda.
Lo saludó y comentó con voz neutra:
—Parece obra del verdugo de la Inquisición.
—¿Sólo se lo parece?
—No estoy seguro. Lleva muchos meses sin actuar. Pudiera ser que…
—¡No tenga dudas! —lo interrumpió Pedrosa—. ¡Esos asesinos han vuelto a actuar!
Diéguez se encogió de hombros y le espetó a Pedrosa:
—¿Puedo saber por qué me ha llamado?
—¡Porque soy su jefe! —le gritó—. ¿Le parece una buena razón? ¡Póngase de nuevo al tajo! Tiene carta blanca, pero quiero a los asesinos con dogales al cuello antes de que haya otra muerte. ¿Está claro?