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Granada, febrero del año 1831

El fuerte espíritu religioso que impregnaba la ciudad de Granada era la forma que tenían sus vecinos de sacudirse el peso del pasado musulmán. En pocos sitios podían encontrarse tantas iglesias y conventos. Los granadinos deseaban marcar diferencias con esa parte del pasado que para muchos de ellos suponía un lastre. La ciudad había perdido población en los últimos años, apenas sumaba sesenta y cinco mil almas, cuyas necesidades espirituales eran atendidas por veintitrés parroquias, a las que se añadían cerca de cuarenta monasterios y conventos de frailes y monjas. Esa religiosidad tenía otro referente en la docena de ermitas donde se rendía culto a otras tantas imágenes —a varias se acudía en romería en determinadas fechas—, así como en las hornacinas que, en muchas fachadas, cobijaban imágenes de vírgenes, cristos y santos. A ese perfil religioso se oponía una minoría de librepensadores, entre los que había algunos masones, perseguidos por Fernando VII, que mantenían su actividad en secreto.

En el campo de los liberales cundía el desánimo porque, más allá de las manifestaciones religiosas, todo languidecía. La universidad permanecía cerrada —parte de sus profesores habían sufrido una depuración ideológica— y con el cierre de las aulas habían desaparecido las alegrías estudiantiles. Pedrosa, que continuaba de subdelegado de policía, había prohibido toda clase de publicaciones y no se imprimía un mal periódico. Dos atrevidos impresores que sacaron unas hojas volanderas habían sido condenados a ocho años de cárcel en el presidio de Melilla. Un duro golpe había sido el fiasco con que se saldó la rebelión que iba a encabezar el general Torrijos, en la que estaba previsto alzar las ciudades más importantes de Andalucía; se había desconvocado después de los preparativos realizados en medio de grandes peligros. Pedrosa mantenía un férreo control sobre los más significados liberales que eran objeto de una vigilancia continua. También el Carnaval estaba suspendido por orden gubernativa.

Los condes de Teba habían solicitado permiso para dar en su casa una fiesta el domingo de Carnaval, deseaban celebrar que su hija pequeña, Eugenia, había superado una gravísima enfermedad. Dada la fecha, Pedrosa sospechó que trataban de burlar la ordenanza. En realidad camuflaba una reunión de liberales y para no despertar sospechas se invitó a conspicuos partidarios del absolutismo fernandino, lo que ayudó a conseguir el permiso.

Mariana de Pineda acudió a la fiesta luciendo un vestido de seda encarnada, muy entallado a su cintura, que resaltaba las curvas de su cuerpo. A sus veintiséis años estaba en el esplendor de la vida. Su belleza había madurado y deslumbraba. A su llegada a la casa de los condes saludó a la anfitriona con donaire y doña María Manuela Kirkpatrick exclamó al verla:

—¡Mariana, querida, eres la reina de la fiesta!

—Condesa…, en esta casa sólo hay una reina.

A don Cipriano el parche de su ojo no le restaba apostura. Vestía un llamativo uniforme militar y en su pecho relucían las condecoraciones, alguna de ellas otorgada por José I. Después de besarle la mano, le susurró al oído:

—Te avisarán para ir a la biblioteca. Hay noticias frescas de Madrid.

La fiesta transcurría entre conversaciones relajadas y comentarios intrascendentes que, en no pocos casos, incluían falsas expresiones de amistad. Algún comentario picante, rumores maliciosos y cumplidos a las damas. Había medio centenar de invitados, entre los que deambulaban doncellas de punta en blanco y mozos de etiqueta ofreciendo bebidas y exquisiteces culinarias. Mariana conversaba alegremente con dos caballeros sosteniendo en su mano una copa de champán. Antes se había acercado al estrado donde reinaba doña Rosario Montes de Ortigosa, acompañada de su inseparable doña Hortensia Alpuente. Las dos, enjoyadísimas, lucían unos llamativos tocados de plumas, la última moda en el París de Louis Philippe. Mariana apenas cruzó con ellas unas palabras de cortesía y, cuando se hubo retirado unos pasos, doña Rosario cuchicheó al oído de doña Hortensia:

—¡Mírala, siempre rodeada de hombres y metida en cabildeos y juntas! ¡Exhibiéndose como una desvergonzada!

—No es otra cosa, Rosario. Ayer me dieron un notición en una merienda en casa de Carlota, la de Montijano. Te perdiste una reunión de lo más interesante.

Doña Rosario se retrepó sobre el respaldo para poner algo más de distancia y preguntó sin disimular su malestar:

—¿Qué notición es ése?

—Me aseguraron que esa mosquita muerta parió hace un par de años.

—¡Anda ya! —exclamó incrédula la matrona.

—La noticia es de buena tinta y me la han dado con pelos y señales.

—Me habría enterado —sentenció despectiva doña Rosario.

—Es que lo llevó todo con mucho secreto. ¿Te acuerdas de la fiesta en esta misma casa?

—¿Cuál? —preguntó distante.

—La que dieron en honor del conde de Montijo.

—Claro que me acuerdo. Lució palmito para dejar claro que de embarazo, nada.

Doña Rosario, perita en aquellas materias, no estaba dispuesta a dejarse comer el terreno por doña Hortensia a quien consideraba una advenediza.

—Eso era lo que pretendía. La muy ladina tenía una barriga de más de seis meses.

—¡Hija, qué precisión! ¡Ni que hubieras estado alumbrando! —Doña Rosario no soportaba lecciones en aquel terreno.

—Estaba de seis meses —insistió doña Hortensia.

—¡Imposible! ¡Hay cosas que no pueden disimularse!

—Tú y yo conocemos casos… —Doña Hortensia trataba de hacerse perdonar, como si hubiera cometido algún error.

—Ha habido quienes, por comerse el arroz antes de tiempo, se encerraron en su casa o pasaron una temporada en el campo hasta dar a luz, pero no se mostraron en público. Una cosa son secretos y otra disimulos —pontificó doña Rosario.

—Parió una niña, la bautizaron en San Andrés y le pusieron de nombre Luisa. —Doña Hortensia no daba su brazo a torcer.

—¡Pero si San Andrés está cerca de Puerta Elvira y la viudita, por aquellas fechas, se fue a vivir a la otra punta… —doña Rosario se quedó en suspenso—… de Granada!

—Por eso se fue a vivir a la calle del Águila. Para ocultar el parto.

—Tenía entendido que fue porque el alquiler de donde vivía era demasiado alto para su bolsillo —señaló doña Rosario sin dejar de abanicarse, como si tuviera un sofoco.

—Eso también influyó, pero la razón principal fue la que te he dicho. El bautizo se celebró en San Andrés para que nadie atara cabos.

—¿Quién te ha contado todo eso? —preguntó doña Rosario de mala gana.

—Fue la propia Carlota. Estaba informada de lo ocurrido con puntos y comas.

—Cuéntamelo todo y no escatimes detalles. A veces son lo más sustancioso.

Doña Hortensia, henchida y con sus plumas, parecía un pavo real.

—La niña nació hace dos años, poco después del día de los Reyes Magos.

—¡Menudo regalito! —concedió doña Rosario.

—Todo se llevó a cabo con mucho sigilo, incluido el bautizo. Por eso se acudió al párroco de San Andrés. La niña que…

—¿Estás segura de que fue una niña?

—Eso fue lo que dijo Carlota.

—Ella, ¿cómo lo sabe?

—Por lo visto, se lo han contado en la escribanía de su esposo.

Doña Rosario arrugó la frente. En las escribanías se sabían muchas cosas y la de don Esteban Montijano era una de las más reputadas de la ciudad, aunque ella sostenía que albergaba ideas equivocadas. Por eso llevaba sus papeles a don José María Laínez, declarado partidario de don Fernando VII.

—Sigue —ordenó.

—Le pusieron Luisa y se anotó en el libro de bautismo como hija de Mariana de Pineda, sin la más mínima referencia al padre. Y ahora viene lo mejor. —Doña Rosario alzó las cejas—. La depositaron en la Casa Cuna.

—¡No me lo puedo creer!

—Pues créetelo. Contrataron para la niña un ama de cría propia. La han sacado de allí hace pocas semanas, cuando su madre ha decidido reconocerla como hija natural mediante una escritura.

—¿Esa escritura se ha hecho en casa de Montijano? —Doña Rosario no dejaba de abanicarse.

—Todo se ha sabido al hacer la escritura. Por eso Carlota está tan bien informada.

—¿Don Esteban Montijano se lo ha contado a su mujer? —preguntó extrañada doña Rosario, que, pese a no comulgar con sus ideas, tenía al escribano por persona discreta.

—¡No, qué va! Uno de los escribientes, que es quien mantiene a Carlota al día.

—¿Quién tiene ahora a la niña? —Doña Rosario iba atando cabos.

—Unos hortelanos de la vega, a los que pagan una cantidad por criarla. A la viudita se la puede ver en la huerta con frecuencia. Según tengo entendido, va a verla una par de veces por semana.

—¡La muy zorra nos ha engañado! ¡Mírala, no hay más que verla, rodeada de hombres! Siempre con esos mostrencos que sólo piensan en novedades y en discutir la autoridad del rey.

—Ayer me aseguraron que asiste a juntas de masones —puntualizó doña Hortensia—. ¡Habrá que ver lo que hace allí!

—¡Imagínatelo, reunida con esos herejes y descreídos!

Doña Rosario buscó a Mariana con la mirada. El mayordomo de la casa le susurraba algo al oído y ella, tras dejar su copa de champán en una bandeja, salió discretamente del salón. El mayordomo la condujo hasta la biblioteca. Allí había reunidos media docena de caballeros. Saludó a quienes no había tenido ocasión de hacerlo en el salón y de forma especial a don Martín Almela.

—Tenía entendido que estaba usted en Madrid.

—Así es, mi querida doña Mariana, pero regresé hace unos días.

—Ése es el motivo por el que les he convocado —añadió el anfitrión.

—¿Nos reunimos porque don Martín ha regresado de Madrid? —ironizó uno de los presentes.

—En cierto modo, así es. —Don Cipriano encajó la chanza—. Trae importantes noticias de la corte y una fiesta es la excusa perfecta para poder informarnos sin que los esbirros de Pedrosa… Las noticias que nos trae darían para una larga conversación, pero disponemos de pocos minutos. No debemos levantar recelos. Habrán observado que algunos de los invitados no son de nuestra cuerda, lo he hecho para cubrirnos las espaldas. Don Martín, cuando usted guste y, por favor, sea breve.

—Iré directo al grano. Alguno de ustedes recordará que la pasada primavera se publicó en la Gaceta un Real Decreto, bautizado con el nombre de Pragmática Sanción, que dio lugar a toda clase de rumores. Se asociaba con un posible embarazo de la nueva reina, que más tarde se confirmó. El pasado octubre doña María Cristina dio a luz, parió una niña a la que pusieron de nombre Isabel.

—¡Aunque sea una niña, el Narizotas logró descendencia después de tantos años! —apostilló don Pedro Ambel.

Don Martín obvió el comentario y prosiguió:

—El hecho de tener una hija ha agitado a la corte y en los círculos políticos de la capital se palpa la tensión. Con la publicación de la Pragmática Sanción se derogaba la Ley Sálica y se abrían las puertas del trono a las mujeres.

—¿Que la Pragmática permite reinar a las mujeres, a falta de varón, es lo que ha de comunicarnos? —Otra vez fue Ambel quien interrumpió, mostrándose displicente.

El viejo liberal le dirigió una mirada poco amistosa.

—La novedad, señor mío, es que el nacimiento de Isabel ha agitado las aguas de la política madrileña. —El tono era de desafío.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Mariana con intención de apaciguar.

—Se me ha dicho, muy reservadamente, que los sectores más reaccionarios de la corte rechazan la Pragmática Sanción, pues posterga al infante don Carlos en la línea sucesoria. Por ahora, el hermano del rey guarda silencio, pero Madrid es un hervidero de rumores. Se dice que el ministro Calomarde trata de influir sobre el rey para que derogue la Pragmática y restablezca la Ley Sálica.

—Me he perdido con la Ley Sálica. ¿Podría explicarla? —era el doctor Landáburu, médico de la condesa de Teba.

Don Martín miró a don Cipriano, quien asintió con un movimiento de cabeza.

—Verá, don Federico, con la llegada de los Borbones y la unificación política de las coronas de Castilla y Aragón, se instauró en España la legislación francesa en lo tocante a sucesión en la monarquía. En virtud de esa ley, conocida como Sálica, las mujeres no pueden reinar. Si está en vigor, no es posible que en España reine una mujer.

—¿Qué ocurre entonces en el caso de que el rey sólo tenga hijas?

—Que el heredero del trono es el pariente masculino más próximo; un hermano, un sobrino… Eso significa que sin la Pragmática Sanción su hija no puede ser reina.

—Ahora comprendo.

—Ustedes saben —prosiguió don Martín— que los sectores más reaccionarios se agrupan, desde hace tiempo, en torno a don Carlos, quien era el llamado a suceder en el trono a Fernando VII, siempre que no tuviera descendencia masculina. Por eso decidió tomar medidas ante los acontecimientos. Apenas supo que la reina estaba embarazada, promulgó la Pragmática. Cuando la reina dio a luz una niña, Madrid se convulsionó. Los mismos que se agitaron, hace un par de años, cuando el movimiento de los malcontents catalanes, han vuelto a hacerlo. Para ellos su rey es don Carlos. Ya saben que es incluso más estricto en la defensa de las prerrogativas regias que su hermano.

—¡Eso no es posible! ¡Superar al Narizotas es, sencillamente, imposible!

—Quienes conocen a don Carlos afirman que está convencido de que se es rey por la Gracia de Dios y que únicamente responde de sus actos ante la divinidad. Afirma que es necesario reinstaurar la Inquisición para mantener la pureza de la religión y evitar las veleidades de los que llama «modernos». Estos días en Madrid se han escuchado voces pidiendo la vuelta del Santo Oficio.

—¡Santo cielo!

—En resumidas cuentas —terció el conde—, se viven momentos cruciales y debemos estar pendientes de las noticias que llegan de la corte. Puede haber movimientos muy importantes. En Granada, Pedrosa hará lo que esté en su mano para que nada se mueva.

—Pedrosa es hechura de Calomarde —recordó don Martín— y el ministro, como he dicho, trata de convencer al rey para que derogue la Pragmática.

—¿Es Calomarde partidario de don Carlos? —preguntó don Federico.

—Es partidario de quien actúe con la mayor dureza contra quienes defienden la Constitución. No quiere oír hablar de separación de poderes y mucho menos de libertad.

Llevaban demasiado tiempo apartados de la fiesta. Había que poner el punto final al conciliábulo.

—Creo que don Martín lo ha dejado todo muy claro —señaló don Cipriano—. Debemos regresar a la fiesta. Lo haremos de uno en uno, como máximo dos a la vez. Doña Mariana y yo entraremos juntos.

La aparición de Mariana en el salón del brazo del anfitrión hizo que alguna mente fantasiosa pensara en un encuentro furtivo. En Granada proseguían circulando comentarios acerca de ciertas costumbres del conde y de la condesa. A él le criticaban las amistades que tenía en el Albaicín, y a ella se le adjudicaban devaneos e incluso aventuras extramatrimoniales. Nadie imaginó la clase de reunión que había tenido lugar en la biblioteca.

Mariana y el conde se acercaron a la esposa de éste. Doña Manuela charlaba con doña Rosario y doña Hortensia. La anfitriona y su esposo se retiraron para atender a otros invitados. Mariana quedó a solas con las dos y las sorprendió al comentar:

—Tengo entendido que están muy interesadas en algunos aspectos de mi vida. ¿Puedo serles de utilidad? —Doña Hortensia se llevó una mano a la boca y doña Rosario agitó su abanico. Mariana se despidió dedicándoles una amplia sonrisa—: Si necesitan alguna aclaración, me tienen a su entera disposición.

Se había alejado unos pasos y doña Rosario susurró al oído de su confidente:

—Lo que te he dicho, Hortensia. Es una desvergonzada.

—¿Sabes qué me dijeron también en casa de Carlota?

—¿Qué?

—Que fue la que organizó la fuga de la cárcel del militar que estuvieron buscando durante semanas. Ella le facilitó el hábito de capuchino que consiguió, valiéndose de malas artes, embaucando a un pobre fraile.

—Pues eso, Hortensia. ¡Una frescachona y una enredadora!