32

Pedrosa estaba furioso. Lo habían sacado de la cama y la noticia no podía ser peor. Pasó por la Chancillería, cuya fachada alumbraban los faroles. Las campanadas del reloj anunciaron las dos y media. Habían transcurrido diez días desde la fuga del capitán Álvarez de Sotomayor y no había rastro de su paradero. No había podido probar sus sospechas sobre doña Mariana de Pineda y, para colmo, el verdugo de la Inquisición había actuado de nuevo.

—¡Esos criminales están riéndose de nosotros! ¿Dónde ha aparecido el cadáver?

—Aquí cerca, en un callejón junto al postigo de la Inquisición, señor.

—¡Maldita sea! ¡Que localicen a don Matías Marculeta y a Diéguez!

Efectivamente, el cadáver estaba al fondo de un callejón ciego que hacía varios quiebros. Era un lugar solitario, a la espalda de la Casa Cuna, junto al llamado postigo de la Inquisición, cerca del palacete que había ocupado el temido tribunal. Lo angosto del lugar permitía que un par de hombres bloquearan el paso a los curiosos, muy numerosos para lo tarde que era. En la calle de Elvira, pese al toque de queda, había corrillos de vecinos a los que interrogaban los hombres de Pedrosa. Se palpaba el miedo y se revivían los detalles más macabros de los crímenes anteriores. Algunos daban como ciertos verdaderos desatinos.

Pedrosa apenas tardó cinco minutos en llegar al lugar. El cadáver era de una mujer y en este caso no se le veía ningún distintivo que lo señalara como penitenciada del Santo Oficio; sin embargo, el lugar donde la habían encontrado no dejaba mucho margen para la duda. Iba a dar instrucciones para que lo retiraran, pero la llegada de don Matías y de Diéguez hizo que no se tocara nada.

—¡Eso son pamplinas! —protestó Pedrosa, sin atreverse a ordenar que lo retiraran—. ¿Le parece adecuado tener el cadáver en plena calle?

—Los pequeños detalles son muy importantes.

—No voy a discutir, Marculeta. Usted es el experto, aunque…

—¿Sí? —Don Matías se mostraba paciente.

—… después de tantos días no ha sacado nada en limpio.

—Si fuera fácil aclarar todo esto, no me habrían enviado desde Madrid, ¿no le parece? El asesino puede ser alguien de quien ni sospechamos. Si yo le contara…

Pedrosa se llevó la mano al ala de su chistera y se marchó sin despedirse.

El fanal que tenían los agentes no permitía ver con nitidez el cadáver tendido sobre el adoquinado. El asesino había degollado a su víctima y el corte en el cuello, medio oculto por los encajes, parecía muy profundo. Los agentes habían permitido la presencia de dos sacerdotes.

—¿Alguno de ustedes tiene algo que ver con esa iglesia? —preguntó don Matías.

—Es la parroquia de Santiago y yo soy su párroco —respondió uno de ellos.

—¿Podría facilitarnos algunas velas? ¡Esta linterna alumbra muy poco!

El otro sacerdote trajo un candil y unas velas. Don Matías, después de agradecérselo, le dijo a Diéguez:

—Alumbre el cadáver moviendo el candil lentamente, de la cabeza a los pies.

Al iluminar el rostro, don Matías le pidió que se detuviera. A la oscilante llama del candil podían apreciarse los rasgos de una mujer hermosa, a pesar de la mueca de pánico que le había quedado impresa en el rostro. Tenía los ojos muy abiertos.

—Parece que le horrorizó lo último que vio —comentó Diéguez.

—La muerte, aunque es algo natural, siempre produce espanto —replicó el párroco—. ¿No les parece que debería cerrarle los ojos a esa desgraciada?

—Hágalo usted, padre —le indicó don Matías.

El sacerdote se inclinó sobre el cadáver y para cerrarle los ojos tuvo que forzar los párpados.

—Esta mujer lleva muerta varias horas —aseveró el policía.

—¿Lo dice por la rigidez? —preguntó el sacerdote.

—Por eso le ha costado tanto cerrarle los ojos.

La víctima tenía una larga y brillante melena negra. Cuando Diéguez alumbró el cuello, don Matías le pidió que mantuviera fijo el candil y observó la herida.

—La ha degollado un zurdo —afirmó de forma rotunda.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó el sacerdote.

—Si se fija, comprobará que el corte es más fino en la derecha y el desgarro crece hacia la izquierda. Si se ataca a la víctima por la espalda, como en el caso que nos ocupa, el asesino cortará de derecha a izquierda. Un corte es más limpio al comienzo, luego conforme abre la herida, aunque el cuchillo esté bien afilado, el desgarro es mayor. ¿Lo ve?

—¡Es verdad! —exclamó el párroco, asombrado.

Diéguez se había quedado inmóvil con la vista clavada en la herida. Don Matías le pidió que continuara desplazando el candil.

—Disculpe, estaba… estaba impresionado.

El traje era negro, de buen paño y con encajes en el cuello y los puños. Las medias eran de seda y los zapatos de tafilete.

—Esos encajes y esos zapatos no se los puede permitir todo el mundo —comentó don Matías—. Supongo que ninguno de ustedes la conoce.

—El caso es que su rostro me resulta familiar —indicó el párroco.

—A mí me ocurre lo mismo —comentó el otro sacerdote.

—Quizá alguno de los agentes sepa algo, ¿pregunto? —se ofreció Diéguez.

—¿No le importa?

—En absoluto. Tome, ¡quédese con el candil!

Diéguez regresó poco después. Don Matías alumbraba por los rincones.

—Es sobrina de un escribiente de la Chancillería que murió hace poco más de una semana.

—¡Claro! —exclamó el párroco—. ¡Es la sobrina de don Fulgencio Camero! ¡Vivían unas casas más allá! ¿Cómo no me he dado cuenta antes?

—¿Usted lo conocía? —le preguntó don Matías a Diéguez.

—De vista. Nunca crucé una palabra con él. Ignoraba que tuviera una sobrina.

—¿Le han dicho algo sobre el hallazgo del cadáver?

—Lo encontró un mendigo que pasa la noche en este callejón. Lo tienen en prevención… por si las moscas.

—Creo que la muerta se llamaba Magdalena —indicó el párroco.

Don Matías examinó de nuevo el cadáver y descubrió que entre los dedos aprisionaba un papel. No resultó fácil arrancárselo. En trazos gruesos podía leerse:

POR PUTA Y AMANCEBADA

Depositaron el cadáver en la iglesia, que el párroco ofreció. Uno de los curiosos indicó la casa de la difunta y dijo que las muertes de don Fulgencio y de su sobrina estaban relacionadas.

—¡Seguro! En Granada están pasando unas cosas muy raras. Con su sobrina vive una criada.

—¿Vivían las dos solas? —preguntó don Matías.

—Desde que murió su tío, solas. —El vecino sonrió con malicia mostrando una dentadura negra y podrida—. Aunque solas, lo que se dice solas…

—¿Qué insinúa?

—Que la sobrina de don Fulgencio se había echado un querido.

—¿Sabe usted cómo se llama?

—No, tengo entendido que es el criado de una dama, pero tampoco sé su nombre.

Don Matías y Diéguez encontraron la puerta de la casa cerrada, pero cedió con un pequeño empujón. La cancela estaba entornada y entraron al portal. El silencio era absoluto. Echaron una ojeada a la cocina y la tenue luz del alba, que se colaba por la ventana, les permitió ver que todo estaba en orden. El hogar desprendía calor, avivando los rescoldos el fuego prendería rápido. Diéguez preguntó por el hueco de la escalera:

—¿Hay alguien en casa?

Sólo silencio. Don Matías husmeaba por la cocina, en busca de algún detalle, cuando un suave ruido en la planta de arriba rompió el silencio. Una mujer joven apareció por la escalera y, al verlo, soltó un grito que debió de oírse en todo el vecindario, antes de desmayarse. Necesitaron algunos minutos, unos cachetes en las mejillas y un poco de agua para que recuperase el sentido.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con un hilo de voz y mucho miedo en sus pupilas—. ¿Qué hacen aquí?

—Somos policías. ¿Quién eres tú? —preguntó don Matías.

—Paquita —respondió atemorizada—. Soy la sirvienta de don Fulgen… de Magdalena Camero.

—¿Dónde está tu señora?

—¿Mi señora…? —Los miró confusa—. ¿Dónde va a estar? En su alcoba.

Extrañada, corrió escalera arriba y vieron cómo la llamaba por su nombre; al no obtener respuesta, empujó la puerta de la alcoba y se encontró con la cama vacía.

—Anoche… —Asombrada, señalaba la cama vacía—. Anoche, cuando me acosté, se quedó en el despacho.

—Llévanos al despacho —ordenó don Matías.

El despacho estaba vacío. Paquita ahogó una exclamación, tapándose la boca con la mano, y comenzó a lloriquear.

Las pesquisas permitieron establecer que Magdalena Camero estaba en su casa a eso de las nueve; con ella sólo se encontraba la criada, que a esa hora se retiró a su alcoba y la dejó tejiendo calceta. Durmió profundamente hasta que la despertó un ruido cuando estaba amaneciendo. Informó que su ama tenía relaciones con un hombre llamado Burel, que era un criado de doña Mariana de Pineda. Buscaron a Burel en casa de su ama, pero estaba en Málaga, adonde había viajado dos días antes para cobrar, por cuenta de doña Úrsula Lapresa, a un industrial de Málaga una suma relacionada con el negocio de ferretería que tuvo su marido. A su regreso se encontró con que Magdalena llevaba dos días enterrada. Las investigaciones también revelaron que en la escribanía de Montijano se había redactado el documento que acreditaba a Burel para el cobro del dinero, que fue abonado mediante un pagaré emitido en la ciudad de Málaga que se haría efectivo pasados quince días en una casa de banca de Granada. Quedó acreditado que Antonio José Burel viajó a Málaga en las fechas que su ama había indicado. Lo que no salió a relucir es que en ese viaje Burel había hecho algo más que cobrar la suma señalada.

Lo único que tenían don Matías y Diéguez era una nota tachando a Magdalena Camero de puta y amancebada, además del insoportable humor de Pedrosa, que llegó a gritar a don Matías Marculeta como si se tratara de uno de sus subordinados. El viejo policía abandonó el despacho y le remitió al día siguiente una carta en la que detallaba todos los trabajos realizados y las perspectivas que tenían.

Una semana después de la muerte de Magdalena, dos individuos vestidos con levita, aunque los brillos y algún descosido mal disimulado señalaban que no andaban sobrados de recursos, llamaron a la puerta de la nueva vivienda de doña Mariana de Pineda en la calle del Águila. Uno de ellos llevaba un cartapacio bajo el brazo.

—¿Quién llama? —preguntó la criada antes de abrir.

—¿Vive aquí Antonio José Burel?

—Sí, ¿quién pregunta por él?

—Traemos una citación.

—Aguarden un momento.

La criada corrió a avisar a su señora, quien le indicó que los pasase a la sala de las visitas donde ella apareció poco después, intrigada por la presencia de aquellos hombres. Se temía lo peor, pero estaba sorprendida. No eran los modos empleados por Pedrosa y sus sabuesos.

—Buenos días, ¿preguntan ustedes por el señor Burel? —Se mostró cautelosa.

—Sí, señora. Tenemos que hacerle entrega de una citación.

—¿Puede saberse para qué se le cita?

—Para que acuda pasado mañana a la escribanía de don Juan de Arganda.

—¿Puedo preguntar el motivo? —inquirió más intrigada que preocupada.

—Se procederá a la apertura del testamento de la difunta, doña Magdalena Camero.

Mariana, asombrada, arqueó las cejas.

—¿Le importaría ser un poco más explícito?

—Señora, la citación es para don Antonio José Burel, ¿podría avisarle?

Mariana no daba crédito a lo que acababa de escuchar.

—El señor Burel no está en casa. Regresará para la hora del almuerzo.

—En ese caso, ¿le importaría hacerse cargo de la citación?

—No tengo inconveniente, pero…

—Señora, aparece como beneficiario del testamento de la difunta.

Mariana se hizo cargo de la citación, sin dar crédito a tan extraordinaria noticia. Cuando Burel regresó con el pequeño José María, al que había acompañado a montar a caballo, y recibió la noticia, su sorpresa fue acompañada de un llanto incontrolable.

Dos días después, sentados en el despacho de don Juan de Arganda y con el sonido de las campanas de Granada anunciando la hora del ángelus, estaban reunidos Burel, acompañado de Mariana, el párroco de San Gil, Paquita, que no dejaba de llorar, un caballero enjuto y circunspecto que representaba a las monjas agustinas recoletas, y un individuo orondo que era primo segundo de don Fulgencio Camero. El escribano saludó a los presentes y señaló que la presencia de Mariana requería el beneplácito general. Todos asintieron, incluido el pariente de don Fulgencio, que rezongó una protesta.

—En tal caso, procederemos a la apertura del testamento que doña Magdalena Camero Almahano otorgó ante mí el pasado… —se caló las gafas y buscó la entrada en un grueso libro— catorce de noviembre, dos días antes de… de morir.

En medio de un silencio expectante, sacó un cuadernillo de un cartapacio y comenzó a leer:

—«En la ciudad de Granada a catorce días del mes de noviembre del año de mil ochocientos veintiocho, comparece ante mí, Juan de Arganda, escribano público en la mencionada ciudad, doña Magdalena Camero Almahano, natural de la villa de…».

Fue desgranando todo lo referente al otorgamiento hasta llegar a la parte dispositiva. Burel hacía un esfuerzo para contener las lágrimas que asomaban a sus ojos.

—«Es mi voluntad que… —don Juan dio un sorbo al vaso de agua que tenía a mano y luego, por encima de las lentes, miró a los presentes y carraspeó—… la parroquia de San Gil, de la que soy feligresa, reciba doscientos reales de plata para las obras que el señor párroco considere oportunas, así como el estipendio para que sean dichas cincuenta misas por la salvación de mi alma, a razón de tres reales por misa. Asimismo, dejo de la parte, que más adelante se señalará, cantidad suficiente para sufragar los gastos de mi entierro…». —El escribano miró una nota que tenía sobre el libro—: Esos gastos ascendieron, según me consta, a ciento ochenta y ocho reales y doce maravedíes. —Volvió al cuadernillo y prosiguió—: «A mi fiel sirvienta, Francisca Valladares, le será entregada, de la parte que más adelante se dirá, la suma de doscientos reales de plata. —Al oírlo se acentuó el llanto de Paquita—. Para las hermanas agustinas recoletas, porque es mi voluntad hacerles este beneficio, otros doscientos reales de plata que emplearán en las necesidades de su convento y otros sesenta reales para sufragar veinte misas, dichas por su capellán en la iglesia de su convento y que se aplicarán por la salvación de mi alma; ambas sumas saldrán de la parte que más adelante también se dirá. A don Fernando Camero Crespín, primo, en segundo grado, de mi tío don Fulgencio Camero Sandoval, que en gloria de Dios esté, le lego la propiedad de la mitad de los olivares del pago de Puerto Lope en el término municipal de Moclín con la obligación de hacer frente a los gastos de mi entierro y a las mandas que van dichas y corresponden a la parroquia de San Gil con el estipendio de sus misas y al legado hecho al convento de las hermanas agustinas recoletas así como al estipendio de las misas señaladas. A don Antonio José Burel, vecino de Granada, por su bondad y amistad, le lego la propiedad de los siguientes bienes: la mitad de los olivares del pago de Puerto Lope, en el término municipal de Moclín; la casa y el horno de pan de la villa de Alfacar con sus derechos de arrendamiento; los marjales de tierra de regadío y plantación de caña de azúcar en el término municipal de Almuñécar, también con sus correspondientes derechos de arrendamiento; así como la casa número ocho de la calle de Elvira de la ciudad de Granada con todo lo que contiene en su interior y con la obligación de satisfacer a Francisca Valladares la cantidad señalada en este testamento. Es mi voluntad…».

El escribano, después de terminar la lectura del testamento, se quitó las lentes y paseó la mirada por los presentes.

—¿Eso es todo? —preguntó don Fernando Camero—. ¡Es una burla!

—No, señor. Es un testamento.

—¡Lo impugnaré! —amenazó poniéndose de pie.

—En su derecho está. Pero sepa que es la voluntad de la finada y que su grado de parentesco no le otorga derecho a ser su heredero. El olivar que le ha dejado, sujeto a las cargas señaladas, es porque la otorgante ha tenido con usted esa consideración.

—¡Esto es una infamia! ¡Un despojo! —Su gruesa papada se agitaba temblorosa.

El escribano dejó escapar un suspiro.

—No, señor. Es la voluntad, doy fe de ello, de una persona en plenas facultades.

—¡Esa puta me ha despojado de mis derechos!

Burel saltó con agilidad felina y le propinó un puñetazo en el estómago que lo hizo doblarse hacia delante; al ofrecer el rostro, recibió otro puñetazo que lo hizo rodar por el suelo. Cuando a punto estaba de abalanzarse sobre él, el párroco y Mariana lograron sujetarlo. Camero se agitaba en el suelo, sangrando por la nariz y la boca, al tiempo que gritaba:

—¡Sujétenlo, que me mata! ¡Sujétenlo, que me mata!

El primo de don Fulgencio cumplió su amenaza e impugnó el testamento, lo que paralizó su ejecución. Los beneficiarios no podrían entrar en posesión de su legado hasta que el juez dictaminase.