31

La tarde estaba más que mediada cuando Magdalena y Burel entraron en Granada por el camino de Santa Fe. Viajar desde la alquería de Láchar había resultado más complicado de lo que habían supuesto, hasta mediodía no hubo forma de conseguir un transporte. Cruzaron el ejido de la plaza de toros. Allí se apearon de las mulas y pagaron al mulero los veinte reales ajustados. No hubo manera de convencerlo para que los dejara al menos junto a Puerta Elvira. Burel vio el cadalso y se temió lo peor. El reo ajusticiado estaba custodiado por un piquete y junto a la escalerilla aguardaban los cofrades de la hermandad de la Caridad. Se acercó y preguntó a uno de ellos:

—¿Cuándo lo han ejecutado?

—Esta mañana. Todo se ha hecho deprisa y corriendo.

—¿Por qué sigue ahí?

—Porque la sentencia dice que el cadáver estará expuesto hasta una hora antes de la puesta de sol. Después de lo ocurrido, todo ha ido muy rápido, pero quieren que su ejecución sirva de escarmiento. ¡Ya ve! ¡Apenas nos queda tiempo para sepultarlo!

Burel pensó que al menos habían tenido la decencia de taparle la cabeza con una capucha negra. El hermano de la Caridad acababa de decir que todo había sido muy rápido. Eso sólo podía significar que… No podía ser. Tenían que esperar la ratificación de la pena capital. Había marchado a Loja pensando que tenía tiempo de sobra para regresar, antes de… Si el capitán había sido ejecutado significaba que algo había fallado y que su ama… Se maldijo por no haber estado en Granada y decidió dejar a Magdalena en su casa y acudir rápidamente a casa de su señora.

—Estás pálido. ¿Te ocurre algo?

—Es que ver a los ajusticiados…

—Entonces, ¿por qué te has acercado?

—No sé… una tontería —se excusó Burel, que deseaba mantener a Magdalena al margen de todo aquello—. ¡Vámonos deprisa!

Llegaron a casa de Magdalena y, cuando Paquita les abrió la puerta, Burel estaba cariacontecido.

—¿Dónde está su tío? —preguntó la criada al no ver a don Fulgencio.

Magdalena se arrojó a sus brazos y rompió a llorar. Burel, muy nervioso, sólo acertó a decir:

—Ahora tengo que marcharme.

—¿Adónde vas? —Las lágrimas corrían por el rostro de Magdalena.

—Tengo que ir a ver a doña Mariana. Si puedo, volveré esta misma noche.

—Prométemelo.

—Haré todo lo que pueda.

Al llegar al cruce de Puentezuelas, Burel se dio cuenta de que la casa de su ama estaba bajo vigilancia. No supo cómo interpretarlo y disimuló, aparentando pasear. Pensaba que al entrar en la casa podían detenerlo. No sabía qué hacer cuando vio cómo un caballero, vestido con elegancia y tocado con un sombrero de copa corta, se detenía ante la puerta y llamaba. Nadie se movió y entonces no lo dudó. Se acercó rápidamente.

—¿No le abren?

—¿Quién…? —El caballero lo miró fijamente y exclamó alborozado—: ¡Burel, me alegro mucho de verlo! Su ama me ha dicho que estaba fuera de Granada.

—¡Reparaz! También yo lo hacía fuera de la ciudad.

—Llegué hace un par de días y, por lo que veo, usted también ha regresado.

—¿Viene a visitar a mi ama?

La puerta se abrió seguida de una exclamación de asombro.

—¡Don Ciriaco! ¡Burel!

—¡Señora! ¿Está bien? —preguntó con ansiedad.

—Claro que estoy bien. ¿Por qué lo preguntas?

—Verá… el cadalso del Triunfo… ¿Su primo, el capitán…?

—¡Esos moscones siguen ahí! —Mariana los miró desafiante—. Pasad, vamos a cerrar la puerta. ¡Ahí están desde ayer!

Cerró la puerta y preguntó al caballero mientras los conducía al saloncito atestado de paquetes:

—¿Todo bien, don Ciriaco?

—Todo bien, pero… esa gente vigilando. En fin, he venido a traerle las barbas del fraile, como me dijo…

—Supongo que también a contármelo todo con detalle. No pretenderá que me conforme con la noticia escueta que me hizo llegar ayer.

Burel estaba desconcertado. Se preguntó qué hacía allí el capitán Ciriaco de Reparaz, qué significaba lo de las barbas y cuál era la noticia.

—Disculpe, señora. Pero en el Triunfo… ¿A quién han ejecutado?

—A uno que trapaceaba en garitos y casas de juego. Se llamaba Rafael Jiménez.

—Entonces, ¿el capitán…?

—Se fugó ayer. Una vez fuera de la cárcel le ayudó don Ciriaco —le contestó en voz baja.

Burel se sentó en una silla, resopló y se secó el sudor que empapaba su frente. Empezaba a comprender.

—¿Dónde está José María?

—En el campo, con los vecinos de la calle de Gracia. No vendrá hasta mañana. Ha sido milagroso que se lo lleven con ellos. Todo se ha precipitado… pero ha salido tal y como estaba previsto —aseveró Mariana.

—¿Qué quiere decir con que tal y como estaba previsto? Yo… yo pensaba que la fuga del capitán no se pondría en marcha hasta que… —Burel miró a su ama a los ojos—. ¿Dejó que me marchara a Loja…?

—Olvídalo. Está en libertad y a salvo, aunque tenemos a esos sabuesos al acecho.

Burel seguía sudando. Estaba empapado. Mariana ordenó a una de las criadas que le trajera un poco de agua.

—Ahora, cuéntame cómo os ha ido con esos bandoleros.

—Es una historia larga. ¿Por qué no me explica primero la fuga del capitán?

—Mejor que lo haga don Ciriaco. Sólo sé que el capitán logró salir de la cárcel. Vamos a ponernos más cómodos en medio de este desorden.

Se sentaron alrededor de una mesa y don Ciriaco le explicó lo que el propio Álvarez de Sotomayor le había relatado.

—… estaba en el último rastrillo, el que da a la calle, pero el sota alcaide lo miraba receloso.

—¿Qué pasó? —preguntó Mariana.

—En el cuerpo de guardia se produjo una pelea entre los carceleros. Por lo que tengo entendido aquello es un antro donde no dejan de darle al naipe y no paran de beber. El sota alcaide se mostró entonces más interesado en poner firmes a sus hombres y se olvidó del capuchino. Así fue como salió por la puerta y se encaminó hacia la plazuela de San Gregorio, como usted le había indicado. Andaba pausadamente, reprimiendo sus deseos de salir corriendo y poner distancia. Más tarde me dijo que estaba convencido de que ya lo habrían echado en falta, pero tenía que guardar las apariencias. Yo, que estaba al acecho, me acerqué y le dije que disimulara y siguiera caminando como si nada, que iba a conducirlo hasta un lugar seguro. Al llegar a San Gregorio le susurré al oído: «Me adelanto. Entre en la primera casa de la bocacalle de la izquierda».

»Con tanta barriga —don Ciriaco sonrió—, tuvo dificultades para introducirse en el zaguán. Allí nos abrazamos y le dije que se cambiara rápidamente de indumentaria. Tenía todo lo necesario. Se quitó el hábito y la panza. Le dije que fuera cuidadoso con la barba, había que devolverla. Lo metí todo, sandalias incluidas, en una talega y, mientras se ponía un traje de levita gris que parecía hecho a su medida, se calzaba unos botines y se repeinaba antes de cubrirse la cabeza con una chistera, le prendí fuego. Aguardamos hasta que todo quedó reducido a cenizas, que esparcí por un arriate y entremezclé con la tierra. Cuando salimos a la calle, el capuchino se había transformado en un apuesto caballero que empuñaba un bastón y vestía un paletó.

—¿Está ya fuera de Granada? —preguntó Burel.

—Todavía no. Lo tenemos escondido en la casa de la calle del Águila.

—¡Ese lugar no es seguro! —Burel había elevado la voz y su ama lo reprendió con la mirada—. Perdone, señora, pero es que… Si Pedrosa tiene la casa vigilada es porque sospecha que usted ha intervenido en la fuga. Muy pronto establecerá conexiones.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Mariana.

—Que sabrá que se muda a la calle del Águila. El capitán no puede seguir allí.

Mariana y don Ciriaco intercambiaron una mirada de preocupación. Burel tenía razón. ¡Cómo no habían reparado en ello!

—Mañana veremos dónde y cómo podemos trasladarlo, porque lo buscan como fieras. Por todas partes. Ayer nos dieron un susto de muerte.

—¿Qué ocurrió?

—Ayer vino a visitarme doña María Doménech, la esposa del capitán, a su regreso de Madrid; había ido a solicitar el indulto. Bajó de la diligencia y vino directamente en busca de noticias. La pobre estaba angustiada al ver que en el Triunfo estaban levantando el cadalso donde hoy han ajusticiado a ese tahúr. Le ocurrió como a ti, creyó que era el patíbulo para su marido. ¿Qué estaba diciendo?

—Que ayer le dieron un susto de muerte… —recordó el militar.

—¡Ah, sí! Discúlpeme, son tantas cosas… Ayer por la tarde, justo cuando le explicaba a su esposa que el capitán se había fugado, se presentaron varios carceleros. Por un momento pensé que la fuga había fracasado y venían a detenerme. Pero, sin proponérselo, me dieron una gran alegría con la noticia de que la huida había tenido éxito. Pretendían interrogarme…

—¿Los carceleros?

—Me negué y les advertí que no tenían autoridad para ello. Se marcharon y dije a la esposa del capitán que abandonase discretamente la casa. Menos mal, porque poco después de que se marchara, observamos a esos que están fuera. Desde entonces no han dejado de vigilarnos.

—La presencia de esos agentes de Pedrosa significa que es usted la principal sospechosa —intervino Burel—. Hace tiempo que el subdelegado la tiene en el punto de mira y no necesita ser muy listo para saber que usted es la pieza clave en la fuga. ¡El capitán no puede seguir en la calle del Águila! Hay que sacarlo hoy mismo, antes de que anochezca. A Pedrosa le gusta la nocturnidad…

—¡Pero no tenemos dónde llevarlo! —exclamó Mariana.

—Sé dónde podría pasar, al menos, esta noche —dijo Burel sin pensarlo.

—¿Dónde?

—En casa de Magdalena.

—¿Has perdido el juicio?

—No, señora. En esa casa no lo buscarán.

—De eso estoy segura, tanto como que será meterlo en la boca del lobo. ¿Has olvidado ya quién es don Fulgencio Camero?

—Don Fulgencio está muerto, señora.

Se hizo un breve silencio.

—¿Qué ha ocurrido? Aún no me has contado…

Brevemente relató quiénes eran los bandoleros y lo que había sucedido.

—Mañana le devolveré su dinero.

—Eso ahora es lo de menos. ¿Crees que Magdalena no se irá de la lengua?

—Pongo la mano en el fuego.

—En ese caso…, ¿puedes encargarte de ello?

—Sí, señora, pero hay que distraer a los moscones de la calle. Si salgo, uno me seguirá.

—¡Pero son tres!

—Podemos burlarlos, señora.

—¿Cómo?

—Yo arrastraré a uno de los vigilantes al Teatro Principal, supongo que es adonde hay que devolver las barbas. Usted tendrá que arreglarse y… visitar, qué sé yo…, una iglesia, así arrastrará a otro.

—¿Y el tercero? —preguntó Mariana.

—Ése no se moverá, señora, tiene que vigilar la casa. Don Ciriaco podrá ir a la calle del Águila y llevar al capitán a casa de Magdalena.

Mariana se quedó pensativa.

—Magdalena no conoce a don Ciriaco, podría haber problemas. Será mejor que él vaya a devolver las barbas, sólo tiene que preguntar por Amalia. Tú vas a la calle del Águila y llevas al capitán a casa de Magdalena.

—Tiene razón en lo que dice, pero ¿seguirá uno a don Ciriaco? —dudó Burel.

—Sólo hay una forma de saberlo. El primero que saldrá de esta casa será él.

Minutos después el capitán Reparaz salía de la casa. Mariana observaba, oculta tras el visillo. Al ver a uno de los esbirros de Pedrosa seguirlo casi saltó de alegría. Se quitó el mandil, se cubrió con una capa y un sombrerito y se puso unos guantes.

—Ahora me toca a mí. Estate pendiente y asegúrate de que el tercero no te sigue.

—No se preocupe, señora.

—Que la Virgen de las Angustias nos proteja.

—Señora, esta noche me quedaré con el capitán.

—¿Con el capitán…? —Mariana asintió con una sonrisa—. ¿Cómo está Magdalena?

—Mal, aunque es consciente de que el culpable de todo lo que ocurrió fue su tío. Ya le contaré.

Desde la ventana Burel vio cómo su ama se llevaba detrás a otro de los vigilantes. Ahora le tocaba a él.

Burel salió a la calle y se percató de que el vigilante que quedaba dudó si seguirlo. Se le veía nervioso. Al final permaneció allí. Burel había acertado de pleno.

Aquella noche el capitán Álvarez de Sotomayor durmió en la casa de quien había sido uno de los más acérrimos absolutistas de Granada. Magdalena no negaría nunca un deseo a Burel.

Agentes de Pedrosa mantenían un estricto control sobre las entradas y salidas de Granada. El peligro era extremo y decidieron mudar al capitán de la casa de Magdalena, pues podían asociarla a Burel. Mariana deseaba que transcurrieran algunas fechas más para poner en marcha el plan que había ideado. Necesitaba un mínimo de días desde que se produjo la fuga para solventar la peligrosa situación en que se encontraban. Estaba agotada y se acostó temprano. Era la última noche que dormiría en aquella casa. Se marcharía al día siguiente a la calle del Águila. Estaba adormilada, en ese momento en que el sueño vence a la vigilia, cuando la sobresaltaron unos golpes en la puerta que retumbaron por toda la casa. Luego, en el silencio de la noche, una voz gritó:

—¡Abran a la Justicia! ¡En nombre del rey, abran a la Justicia!

Le costó trabajo bajarse de la cama. Se puso una bata y se quitó el gorro de dormir con el corazón encogido, pensando que habían encontrado al capitán. Encendió la vela de la palmatoria con la mariposa que alumbraba a la Virgen de las Angustias y bajó la escalera lentamente, sin dejar de oír golpes y gritos exigiendo abrir de inmediato. En el portal ya estaban las dos criadas, alumbrándose con un candil y sin saber qué hacer.

—¡Abrid la puerta! —ordenó sin bajar los últimos peldaños.

Pedrosa irrumpió como una fiera, lo acompañaban cuatro hombres.

—Lamento despertarla a esta hora, doña Mariana.

—Déjese de cumplidos. Éstas no son horas de visitar una casa decente. Dígame lo que quiere. —La voz de Mariana cortaba como un cuchillo.

—Hay fundadas sospechas de que en esta casa se da cobijo a un prófugo. Un malhechor de la peor especie.

—¿Fundadas sospechas? ¿En qué se basa para hacer una afirmación tan grave?

—Según tengo entendido, el fugitivo es de su familia.

—En mi familia no hay malhechor de especie alguna. ¿A quién busca?

—Usted lo sabe muy bien.

—No, si no me lo dice usted.

—¡Al capitán Fernando Álvarez de Sotomayor! —gritó Pedrosa.

—Al capitán lo he visitado casi a diario en la cárcel. Anteayer no pude ir a verlo porque el reglamento no permite las visitas cuando hay un preso en capilla; ayer tampoco porque había una ejecución, y hoy —Mariana alzó la palmatoria para iluminar mejor el portal— ya ve cómo está todo. Mañana nos mudamos.

—¡No me venga con monsergas! ¡Sabe que el capitán se ha fugado!

—¿No me diga? —El tono de sus palabras exasperó a Pedrosa.

—¡Se ha fugado con la ayuda de alguien! —gritó lo más alto que pudo.

—No grite en esta casa…

—¿Qué ocurre? —La voz de doña Úrsula se escuchó desde la antesala.

—Nada, madre. No se preocupe. Vuelva a la cama.

—¡La casa ha de ser registrada!

—Pueden empezar cuando gusten. Mis doncellas les acompañarán. Procuren no tropezar, hay muchas cosas por medio.

A un gesto de Pedrosa sus hombres acometieron la búsqueda. Él permaneció plantado en el portal con los brazos cruzados sobre el pecho y Mariana no se movió del peldaño de la escalera desde el que había sostenido la conversación. Era un desafío sin palabras. Así permanecieron durante veinte minutos, sin cruzar una sola palabra.

—El fugitivo no está aquí, señor.

Pedrosa, con la ira reflejada en el rostro, se limitó a gritar a sus hombres:

—¡Vámonos!

Esperó a que abandonaran la casa y, antes de salir, miró fijamente a Mariana.

—Sé que usted es quien ha hecho llegar el hábito a su primo. Pero no se confíe, yo reiré el último.

Las dos criadas, pálidas como cadáveres, vieron cómo su ama, antes de que Pedrosa la amenazara, ya se había dado la vuelta y subía la escalera. Necesitaba que transcurrieran unos días, sólo eso. Si lograba que no lo descubrieran en unos cuantos días, estaría a salvo.