Al llegar a la iglesia de San Antón, María Doménech cambió de opinión. Iría primero a casa de Mariana, quedaba a pocos pasos y ella tendría más información que sus tíos. Indicó al esportillero que la siguiera y enfiló Recogidas. Cuando llegó todo era desorden.
—¿Qué ocurre? —preguntó a una criada que llevaba un cesto lleno de ropa.
—Estamos de mudanza, señora.
—¿Se marcha doña Mariana de Granada?
—No, señora, cambiamos de casa.
—¡Manuela, que te estoy esperando para guardar esa ropa! —gritaron desde arriba.
—¡Un momento, doña Úrsula, ya subo!
—¿Está tu señora? —preguntó María.
—¿Quiere ver a doña Mariana?
—A eso he venido.
La acompañó a la sala de las visitas donde se amontonaban cosas embaladas.
—Perdone el desorden…, tome asiento… si puede. Enseguida aviso a la señora.
Mariana apareció con un mandilón que disimulaba su estado y protegía su vestido. Se abrazaron y a María le resbalaron las lágrimas por las mejillas.
—¿Cuándo has venido?
—Acabo de llegar. He visto… he visto el cadalso… —A duras penas logró articular aquellas palabras. Se cubrió el rostro con las manos y no pudo continuar.
—¡No se trata de Fernando! —Mariana la sacudió por los brazos.
María se quedó mirándola, los ojos muy abiertos y las lágrimas resbalando por sus mejillas.
—¿Y ese cadalso?
Mariana no respondió a su pregunta. Acercó su boca al oído y le susurró:
—A estas horas tu marido podría estar fuera de la cárcel.
—¿Ha llegado el indulto del rey? —preguntó asombrada.
Mariana le cogió las manos.
—No, María. Hemos preparado la fuga de Fernando. Es inútil esperar clemencia de ese monstruo.
—¿Dónde está?
—No lo sé. En estos momentos puede estar saliendo de la cárcel, quizá haya salido ya.
Mariana trataba de aparentar serenidad, pero la verdad era que se había puesto a ayudar a las criadas a embalar objetos para no estar mano sobre mano pensando angustiada en lo que podía estar ocurriendo en la cárcel. Había tenido en cuenta hasta el menor de los detalles, pero en cualquier momento todo podía venirse abajo. Era consciente de que no podía controlar muchos de los factores. No lograba sacudirse la imagen de la gitana de la Plaza Nueva y sus palabras resonaban en su cabeza una y otra vez.
—¿Cuándo podré verlo?
—Por ahora, lo más conveniente es que ni sepas dónde está. El peligro es grande.
—Cuéntame al menos cómo se ha preparado la fuga.
Mariana, que se fatigaba mucho, cerró la puerta, apartó algunos objetos y se sentaron en el estrado. Le contó los detalles de la fuga y María rompió a llorar. Unos golpes en la puerta y unos gritos destemplados cortaron su llanto.
—¡Abran! ¡Abran a la Justicia!
Un escalofrío recorrió la espalda de Mariana. Si los agentes de Pedrosa encontraban allí a la esposa de su primo…
—Tienes que esconderte. ¡No pueden encontrarte aquí!
—¡Dios mío! —exclamó María, angustiada.
—¡Abran! ¡Abran la puerta! —Los golpes en la entrada no cesaban.
Mariana ordenó a la criada que iba a abrir la puerta:
—No abras, que lo haga Manuela; tú acompaña a la señora a mi alcoba. —Miró a la mujer de su primo, que estaba temblando de miedo—. No te muevas de allí hasta que yo vaya.
Parecía que la puerta iba a venirse abajo cuando Manuela abrió. En el zaguán había tres sujetos con aspecto poco recomendable.
—¿Doña Mariana de Pineda?
—¿Quién tiene tanta prisa? —La voz de Mariana sonó al fondo del portal.
—No lo sé, señora.
Mariana se acercó y les preguntó:
—¿Qué desean?
—Buscamos un preso que se ha fugado de la cárcel.
A Mariana se le iluminaron los ojos. No habían dicho de quién se trataba, pero sólo podía ser Fernando, y la presencia de aquellos individuos significaba que su huida había sido un éxito. Se alegró de que su hijo estuviera lejos. Las sospechas sobre ella iban a hacer que vivieran unos días agitados.
—¿Quiénes son ustedes? No sé a cuento de qué vienen a mi casa.
—Somos funcionarios de la cárcel. Usted lo ha estado visitando a diario con el pretexto de que es pariente suyo.
—¿Significa que quien se ha fugado es el capitán don Fernando Álvarez de Sotomayor?
—No disimule. Sabe de sobra que nos referimos a ese liberal. —La última palabra salió de su boca con desprecio.
—En tal caso, les diré que celebro su huida. Ahora, díganme, qué es exactamente lo que quieren de mí. Si desean interrogarme, ustedes no son quiénes para hacerlo. Así que no responderé a una sola de sus preguntas.
Los funcionarios se miraron desconcertados.
—Pero señora…
—No hay señora que valga. Su presencia en mi casa supone para mí una molestia. Estamos de traslado y no puedo perder el tiempo.
Los tres hombres se marcharon murmurando amenazas, en la cárcel eran como dioses y no estaban acostumbrados a que se les plantase cara.
Don Diego de Sola se impacientaba. Estaba convencido de que Pedrosa lo hacía esperar. Por fin, después de casi una hora, apareció un ujier en aquella sala inhóspita.
—Don Ramón lo está esperando.
Después de tanto rato, las palabras del portero le sonaron a mofa, pero en sus circunstancias era mejor condescender con las minucias. El ujier lo condujo hasta la puerta del despacho y llamó suavemente.
—¡Adelante! —La voz sonó enérgica.
Sosteniendo la puerta indicó al alcaide que entrase. Don Diego caminó apesadumbrado —temblándole las piernas y hundiéndosele los pies en la alfombra— hasta Pedrosa, inmóvil tras su mesa. La reunión no iba a resultar agradable. Con Pedrosa las conversaciones nunca eran relajadas y mucho menos iba a serlo en esta ocasión.
—¿Qué es eso que no admite espera? Supongo que algo muy urgente para presentarse aquí sin avisar previamente. Sea breve, no dispongo de mucho tiempo. —Sus palabras sonaban frías y cortantes.
Ni se había molestado en saludarlo, tampoco en ponerse de pie para recibirlo. El alcaide de la prisión era para Pedrosa poco más que uno de los ujieres a su servicio. Don Diego iba a sostener la conversación en un plano de inferioridad. Por eso y por las prisas mostradas por el subdelegado, decidió no andarse con rodeos.
—El capitán Fernando Álvarez de Sotomayor se ha fugado.
Pedrosa apoyó las manos en la mesa para ponerse lentamente de pie y mirarlo a la altura de los ojos. Parecía más delgado y su piel más cetrina. Sus ojos entrecerrados querían fulminarlo.
—¿Quiere repetirlo?
—El capitán Álvarez de Sotomayor se ha fugado —repitió con voz insegura.
Pedrosa se pasó la mano por la cara como si le molestara un velo invisible.
—¿Cuándo?
—No lo sabemos con seguridad —don Diego sacó intencionadamente su reloj y miró la hora—, posiblemente haga un par de horas.
—¡¿Por qué no se me ha informado antes?! —gritó Pedrosa al tiempo que daba un palmetazo sobre la mesa.
—Llevo una hora esperando —se atrevió a replicar el alcaide.
Pedrosa estaba descompuesto. Las aletas de su nariz se agitaban como si necesitara más aire. Se sentó de nuevo sin invitar al alcaide a hacerlo.
—Cuénteme cómo ha ocurrido. —Sus dedos tamborileaban nerviosos sobre la mesa.
—Sólo conocemos algunos detalles que…
—¡No se ande por las ramas y vaya directo al grano!
Parecía que Pedrosa quería ahora ganar el tiempo perdido. Ya habría otro momento para circunloquios. Las consecuencias de aquella fuga podían ser funestas para su carrera. Había mandado a Madrid, sin perder un instante, la sentencia del capitán, solicitando la ratificación de la pena capital. Esperaba medrar con ello, y ahora…
—Ha ocurrido durante la limpieza de los excusados. Cuando hay un reo en capilla es el único momento en que se permite a los presos salir de sus celdas. Se fingió indispuesto, permaneció en la celda y aprovechó para huir.
—¿Cuándo se le ha echado de menos?
—Al hacerse el nuevo recuento en las celdas.
—Pero… pero una cosa es abandonar la celda y otra salir de la cárcel. ¡Hay tres rastrillos! ¿Ha serrado los barrotes de la celda? ¿Ha abierto un agujero en la pared? ¡No irá a decirme que ha salido por la puerta!
—Pues todo apunta a que ha salido por la puerta.
Pedrosa entrecerró los ojos y se levantó otra vez, echando su cuerpo hacia delante como si quisiera salvar la mesa que lo separaba del alcaide.
—¿Qué quiere decir con que todo apunta?
—No hay barrotes serrados ni agujeros en las paredes, señor. Los muros exteriores son de piedra y su espesor, de más de dos varas. El preso ha utilizado un disfraz.
—¿Cómo se ha disfrazado? —Pronunció las palabras lentamente, como si lanzara un reto al alcaide.
—De fraile, de fraile capuchino.
Pedrosa volvió a sentarse y quedó un buen rato con la mirada perdida.
—Eso… eso significa que ha tenido que contar con ayuda desde fuera.
—Sin duda.
—¿Qué puede decirme a ese respecto?
—Casi todos los días una prima suya, doña Mariana de Pineda…
—¿Quiere repetir ese nombre? —gritó Pedrosa.
—Doña Mariana de Pineda.
Pedrosa se pasó varias veces la lengua por los labios.
—¿Doña Mariana de Pineda es prima del capitán Álvarez de Sotomayor?
—Sí, señor. Sus bisabuelos eran hermanos.
—¿Cómo no se me ha informado de eso? —preguntó con los dedos tamborileando de nuevo sobre la mesa.
Don Diego de Sola no respondió, pero ahora Pedrosa parecía menos enojado.
—¡Ha sido ella quien le ha facilitado el disfraz! —afirmó con rotundidad.
—También yo lo pienso. He mandado a varios de mis hombres a su casa. Es posible que Álvarez de Sotomayor haya buscado allí refugio.
Pedrosa se puso de pie y miró al alcaide.
—Mañana por la mañana quiero en mi mesa un informe con todos los detalles de la fuga y los antecedentes. Sobre todo lo referente a las visitas de doña Mariana de Pineda. También lo que averigüen los hombres que ha enviado a su casa. ¡Todo, lo quiero todo!
—Sí, señor.
—Ahora, retírese y vaya preparándose para responder de su negligencia.
Pedrosa agitó una campanilla y al instante apareció el ujier.
—Supongo que están ahí don Matías Marculeta y Diéguez.
—Sí, señor, aguardan desde hace rato. ¿Qué les digo?
—¡Que pasen!
Cuando los policías entraron, Pedrosa encendía un cigarro con una cerilla de Lucifer. Los recibió de pie y no los invitó a tomar asiento.
—Informe con brevedad, tengo cosas urgentes que hacer. Se ha fugado un peligroso delincuente que mañana iba a ser puesto en capilla.
—¿El capitán Álvarez de Sotomayor? —preguntó Diéguez.
—¡Veo que ya se ha corrido la voz! —protestó Pedrosa.
—Se preguntaban en la antesala cómo habría logrado huir.
—Con ayuda de fuera. Veamos, ¿qué tienen que decirme?
—Hemos descubierto —señaló don Matías— que el sambenito de la segunda víctima y la cartela que colgaba del cuello de la última estaban en el convento de los dominicos.
—¿No irán a decirme que los dominicos están involucrados en los crímenes?
—No, señor, pero está claro que la misma mano está detrás de esos dos crímenes. El del cadáver que apareció en Puerta Elvira y el que encontraron en los carmelitas.
—¿Acaso de los otros dos no?
—Diéguez y yo discrepamos en este punto —respondió don Matías.
Pedrosa, con el puro entre los dientes, interrogó a su agente con la mirada.
—En mi opinión, habría que añadir a la primera de las víctimas…
—¿Por qué excluye a doña Cecilia Coello de Portugal? —A Diéguez le pareció mal que lo interrumpiera y tardó en responder.
—Espero a que concluya. Quizá desee añadir algún otro comentario de interés.
Pedrosa lo miró iracundo, se quitó el cigarro de la boca.
—¡Responda!
—Diéguez sostiene —intervino don Matías para evitar males mayores— que la muerte de doña Cecilia Coello de Portugal responde a otros motivos.
Pedrosa miró a Diéguez.
—¿Usted no presta atención a lo que se dice?
—¿A qué se refiere, exactamente, señor?
—Al rumor que corre sobre el… llamémoslo desliz que implica a doña Cecilia.
—Si el subdelegado alude a ciertos comentarios sobre unas relaciones adúlteras de doña Cecilia Coello de Portugal, le diré que no les concedo el menor crédito.
Pedrosa explotó.
—¡Pues todo el mundo parece opinar lo contrario!
—Cuando el señor subdelegado dice «todo el mundo», ¿se está refiriendo a las afiladas lenguas que no tienen otra cosa que hacer que despellejar a su prójimo?
Pedrosa no quería excederse en sus comentarios sobre doña Cecilia. No deseaba atacarla y que Diéguez se convirtiera en el paladín de su honra. Los Armenta eran una gente poderosa y si llegaba a sus oídos… Una cosa era que le conviniera cargar todos los asesinatos al verdugo de la Inquisición y otra hacer ciertas afirmaciones. Mejor ignorar la pregunta de su agente. Ya tendría tiempo de ajustar cuentas con él.
—¿Usted qué opina? —preguntó a don Matías.
—Que todas las muertes forman parte del mismo proceso.
—¡Estoy de acuerdo! —Pedrosa, satisfecho, golpeó la mesa con la palma de la mano, luego miró a Diéguez, masculló algo y dio por concluida la reunión.
Una vez fuera del despacho don Matías tomó a Diéguez por el brazo.
—Por lo que veo, a pesar de que los rumores vienen a avalar la confidencia que le hice sobre la relación de doña Cecilia con ese coronel, se aferra a no creer que sea verdad.
—Todo lo que había escuchado antes sobre esa dama eran alabanzas a su virtud.
—No pierda de vista que las alcobas encierran muchos misterios y deparan sorpresas que nos dejan atónitos.
Cuando salieron de la Chancillería era de noche. Pedrosa se dio prisa en acudir a la fiesta a la que estaba invitado; allí se encontraría con doña Norberta Pimentel y tal vez la dama le diera motivos para olvidar la dura jornada que acababa de vivir. Aunque, mirándolo bien… Si doña Mariana de Pineda estaba involucrada en la fuga del capitán Álvarez de Sotomayor, acabaría descubriéndola y eso significaba cobrar una pieza mayor.