29

La diligencia entró en Granada por el camino de Jaén, después de salvar el puerto del Zegrí, el último obstáculo del penoso viaje que María realizaba desde Madrid, de donde había salido tres días antes. El regreso había sido menos accidentado que la ida. Tras cruzar el pontón sobre el Beiro, el cochero fustigó las mulas exigiéndoles un último esfuerzo. Enfilaron las Eras del Cristo, una especie de ejido antes de llegar al casco urbano, y María vio pasar por la ventanilla la ermita de San Isidro, una minúscula construcción donde, a mediados de mayo, acudían labriegos, agricultores y devotos del santo labrador a celebrar su romería. Si la angustia la embargó cuando viajaba a Madrid, el regreso había sido peor. Don Héctor no había sido explícito, pero sus palabras le hicieron intuir el fracaso de su propósito. Los días de viaje habían sido un calvario.

Por la calle de Capuchinos llegaron al Triunfo. La dorada luz de la tarde jugaba con las hojas de los álamos que tapaban el costado del Hospital Real, pero María no pudo recrearse con la belleza de la alameda; lo que vio un poco más allá encogió su estómago. Se confirmaban sus peores augurios. Un grupo de ociosos contemplaba a la cuadrilla que levantaba un cadalso. Uno de los viajeros comentó, insensible:

—Mañana hay diversión asegurada.

María lo fulminó con la mirada. La diligencia, pese a no tener parada, se detuvo ante Puerta Elvira y descendió una pareja. El hombre, autor del desafortunado comentario, había deslizado algunas monedas en el bolsillo del cochero. La descarga del equipaje, una operación engorrosa, prolongó la parada varios minutos. Atrajo su atención el cuadro de la Virgen de las Mercedes, se santiguó y musitó una breve plegaria pidiéndole una merced. Una lágrima resbaló por su mejilla y el viajero que estaba a su lado le comentó:

—Es imagen muy milagrosa, confíe en ella.

—Que el cielo lo escuche.

La diligencia se puso en marcha. Tomó por el Triunfo y bajó por la calle de San Juan de Dios, llegó hasta el carril del Picón y enfiló la calle Puentezuelas para subir por Recogidas hasta Puerta Real, donde rindió viaje. Apenas puso un pie en el suelo, un esportillero ofreció a María hacerse cargo de su equipaje y a toda prisa se dirigió a casa de sus tíos temiéndose lo peor. La posta era mucho más rápida que las diligencias y don Héctor le había dicho que un correo podía hacer el recorrido en un par de días. Aquel cadalso sólo podía significar que ya había llegado la ratificación de la condena y se estaban dando prisa.

A la misma hora que tan negros presagios embargaban el ánimo de María Doménech, en la Cárcel Alta se había alterado la rutina habitual. Ocurría cuando un reo estaba en capilla. Se suspendían las visitas de los familiares y los presos sólo salían de sus celdas para la limpieza de los bacines. Ése era el momento que había elegido el capitán Álvarez de Sotomayor para fugarse. Fingió estar enfermo para quedarse solo en la celda, mientras los demás reclusos estaban en la galería o bajaban al patio. Únicamente otro recluso, de nombre Gil Pérez, conocía sus planes y se había mostrado dispuesto a colaborar en algo que en nada lo comprometía.

Una vez solo en la celda, se ató la manta, doblada varias veces, a la cintura para aparentar una voluminosa barriga que lo desfiguraba, sacó el hábito del jergón y se lo puso rápidamente. Luego usó la redecilla para colocarse el pelo de modo que pareciera un tonsurado. Se compuso las barbas postizas y desfiguró su expresión colocando en su boca las piezas que le había dado Mariana. Esperó a que su cómplice alejase a los demás presos de la galería. Se valió de dos garrafillas de vino y unas golosinas que uno de los carceleros había traído, pagadas a precio de oro, con el dinero que Mariana había dejado al capitán, para invitarlos a todos en el patio. El capitán, tenso y dominando sus nervios, oyó los vítores con que fue acogida la invitación para celebrar el santo de Gil Pérez. Cuando asomó la cabeza, la galería estaba desierta y en silencio. Disponía de pocos minutos para afrontar el momento de mayor peligro. Su disfraz de capuchino podía delatarlo, allí nunca entraban los religiosos en sus visitas a los presos. Tenía que alcanzar la puerta del fondo que, durante el tiempo de la limpieza, quedaba abierta para facilitar la entrada y la salida. Abandonó a toda prisa la galería y palideció al encontrarse con un carcelero que se esforzaba en abrir una puerta. Pensó en retroceder y regresar a la celda, pero decidió arriesgarse. Se pegó a la pared protegido por un contrafuerte y aguardó con el pulso alterado y conteniendo la respiración. Respiró aliviado al oír cómo la puerta se abría y se cerraba. Avanzó despacio hasta ganar el final del pasillo. Se encontraba a unos pasos de la antesala de la celda donde eran confinados los reos que estaban en capilla, cuando una voz a su espalda lo paralizó.

—¡Padre! ¡Padre!

Permaneció inmóvil y contestó antes de volverse.

—¿Sí?

—¿Habéis terminado la visita al enfermo?

El capitán se volvió y ofreció su mano al desconocido.

—¿Por qué lo preguntas, hijo?

—Porque el reo quiere confesar.

El escalofrío le llegó hasta la nuca. No podía hacer aquello. No era hombre de misas ni de rosarios, pero no podía hacer una burla de un sacramento y menos aún una pantomima y hacer creer a aquel desgraciado que recibía la absolución por sus pecados.

—También deberá tranquilizarlo, está muy nervioso.

—¿No han venido para atenderlo? —aventuró a riesgo de delatarse.

—Ya deberían de estar aquí, pero por alguna razón se retrasan.

Fernando trató de hacerse mentalmente con la situación. Si le había preguntado por la visita al enfermo, significaba que había un capuchino en la enfermería y que en cualquier momento podía aparecer y desenmascararlo. Por otra parte, estaban esperando a otros frailes, los encargados de ayudar a bien morir al reo. Se hallaba en un aprieto y el tiempo jugaba en su contra.

—Está bien. Pero necesito unos minutos en la capilla. Quiero pedir a Dios que me ilumine para dar los mejores consejos a ese desgraciado.

—No se entretenga, padre, está muy nervioso. ¿Quiere que lo acompañe a la capilla? Su rostro no me es familiar…

—Soy nuevo en el convento —improvisó—. Mi nombre es fray Pedro de la Cruz.

—Soy el hermano mayor de la Caridad, a su servicio, fray Pedro.

—¿Cuál es tu nombre?

—José de la Fuente, padre.

—Vamos a la capilla, José. Será sólo un par de minutos.

Una vez en la capilla, arrodillado ante el crucifijo, buscaba la forma de salir del atolladero. No sabía qué hacer cuando oyó abrirse la puerta de la capilla, pensó que venían a prenderle. Se puso de pie lentamente y al volverse se encontró al hermano mayor junto a la pila del agua bendita.

—Fray Pedro, discúlpeme, sólo he venido para decirle que no es necesario que asista al reo. Sus hermanos ya han llegado. Gracias de todas formas.

—No tiene importancia, hijo. La caridad ha de guiar siempre nuestros pasos.

—Lo dejo que termine sus oraciones.

El capitán respiró aliviado, pero no podía entretenerse. Cuando los presos volvieran a sus celdas lo echarían en falta. Salió de la capilla y llegó a la antesala donde se despedía de Mariana. A partir de aquel momento habría de seguir el recorrido que tenía grabado en su mente. Bajó la escalera dando a sus pasos una cadencia solemne y se encontró ante el primero de los rastrillos. El carcelero lo vio acercarse con las manos entrecruzadas sobre el pecho y la capucha echada. Abrió la reja y lo saludó.

—¿Todo bien, padre?

—Todo bien, hijo.

Avanzaba hacia el segundo de los rastrillos cuando alguien gritó.

—¡Un momento, padre! ¡Aguarde un momento!

Fernando pensó que era el fin. Se detuvo otra vez sin volverse. Aguardó unos segundos que se le hicieron eternos hasta que ante él apareció un mozalbete.

—Su bendición, padre.

Le ofreció la mano para que se la besase y después le impartió la bendición muy lentamente, casi con solemnidad. El carcelero que aguardaba sentado en un banco junto al segundo de los rastrillos tuvo tiempo de levantarse y franquearle el paso.

—Buenas tardes nos dé Dios —lo saludó con tono paternal.

—Buenas tardes, padre.

Fernando oyó cómo se cerraba la reja a su espalda y siguió caminando. Estaba a pocos pasos de la calle. Mariana le había dicho que era un momento complicado. Allí estaba el cuerpo de guardia con el sota alcaide y los carceleros que no estaban de servicio. Muchos ojos observando, aunque podía ser que estuvieran entretenidos con las cartas. Controló los nervios, volvió a colocar sus manos sobre el pecho y humilló la cabeza, tratando de pasar lo más desapercibido posible. Un golpe de calor sacudió su cuerpo al ver que junto el rastrillo que daba a la calle había tres hombres charlando. Por la indumentaria dedujo que uno era el sota alcaide, que fumaba un grueso cigarro.

—¿Ha terminado por hoy, padre? —le preguntó expulsando una bocanada de humo.

—Así es, hijo —respondió alzando la cabeza.

El sota alcaide se quedó mirándolo.

—Es usted nuevo, ¿verdad?

—Sí, hijo, es la segunda vez que el prior me manda aquí.

El sota alcaide arrugó la frente.

—Sin embargo… su cara me resulta familiar.

El sota alcaide lo miraba con descaro, tratando de encontrar el recuerdo de aquel rostro. Fernando no sabía qué hacer, aunque era consciente de que tenía que decir algo. En aquellas circunstancias su silencio podía resultar sospechoso. El riesgo aumentaba con cada segundo y el sota alcaide podría sospechar que allí había algo extraño.

—Mi nombre es fray Pedro de la Cruz. Quizá el hábito, la tonsura, la barba…

—¡Los frailes son todos iguales! —protestó uno de los que acompañaban al sota alcaide y, mirando la barriga del capuchino, añadió—: ¡Igual de gordos!

La carcajada, a la que se sumó el centinela que estaba al otro lado del rastrillo, desatascó la situación.

—La verdad es que, si bien el hábito no hace al monje, sí ayuda a que unos hermanos nos parezcamos a otros.

El capitán hizo un esfuerzo para sostener la mirada al sota alcaide. Si agachaba la cabeza y levantaba sospechas, podría dar la fuga por frustrada.