28

En la venta reinaba el mayor desorden. Magdalena lloraba junto al cadáver de su tío, mientras que la hija del ventero y otra moza trataban de curar la herida del bandolero que había acompañado a Mendoza. Burel se vendaba la herida con unos trozos de lienzo. La bala de don Fulgencio apenas lo había rozado. A su lado, Mendoza intentaba serenarse con una jarra de vino y el ventero, ayudado por un mozo, preparaba a toda prisa unas angarillas que engancharían a la mula que había traído a don Fulgencio para llevarse a su compañero. Aunque el disparo del tío de Magdalena le había agujereado la barriga, el ventero se negaba a que se quedara allí. Podía tener problemas si aparecían los migueletes.

Burel finalizaba el vendaje cuando la hija del ventero se acercó a Mendoza.

—No ha podido ser. Hemos hecho todo lo que hemos podido, pero… —dijo la muchacha.

Mendoza arrugó la frente.

—¿Qué quieres decir?

—Lo siento, pero el Lucentino ha muerto. La vida se le ha ido con la sangre que se le escapaba por el agujero que tenía en la barriga.

Mendoza dio un puñetazo en la mesa y después arrojó su jarra contra la chimenea. El fuego chisporroteó.

—¡Maldita sea su estampa!

—Tranquilo, Mendoza, estas cosas pasan. —Burel lo agarraba amigablemente por el brazo, pero se zafó de un tirón.

—¡Ésta no tenía que pasar! Habíamos cerrado un trato y ese hijo de puta estaba de acuerdo. ¡Te lo dije, ese servil era un mal bicho! ¡Tenía que habérmelo cargado antes! El Lucentino era un buen hombre. Antes de echarse al monte tenía en su pueblo un taller donde hacía y remendaba calderos y ollas de cobre. Tuvo que huir a toda prisa por un asunto de faldas.

—¿Qué ocurrió? —le preguntó Burel para que se desahogara hablando.

Mendoza pidió otra jarra, le dio un buen tiento y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Fue en mayo del año pasado. El Manco y yo estábamos en la romería donde ocurrieron los hechos. A esa romería acuden gentes de toda la comarca. Suben a un monte, bastantes de ellos descalzos, para postrarse a los pies de una imagen de la Virgen y mostrarle su devoción. Muchos de los que van descalzos lo hacen por promesa. ¡Fanatismo de gentes a quienes los curas y los frailes tienen embaucados!

Mendoza, como todos los radicales, consideraba al clero culpable de buena parte de los males que aquejaban a España.

—¿Qué pasó? —preguntó Burel, que, conociendo a Mendoza, se temió una perorata sobre las maldades del clero y el destino que debían tener los frailes.

—A ese monte acuden desde la víspera de la romería gentes de distintos pueblos y montan tiendas de campaña que se distinguen por sus formas y colores. Se organizan convites donde se come y se bebe vino, toda clase de licores y mistelas. Unos invitan a otros. No son pocos los que acuden con el propósito de formalizar allí relaciones con la moza que rondan, y hay quien aprovecha el jolgorio para un encuentro furtivo con alguna guapa. Al llegar la noche se encienden fogatas, se toca la guitarra y hay mucho cante y baile, y como el vino sigue corriendo son frecuentes las pendencias.

—Y Manuel se rajó con otro por una moza… —aventuró Burel para abreviar.

—Como te he dicho, fue un asunto de faldas, pero no ocurrió esa noche sino al día siguiente, que es cuando se celebra la romería con una procesión de la imagen por los alrededores de la ermita. Durante la procesión muchos disparan sus escopetas y trabucos al aire. El gentío es tan grande y el espacio tan limitado que se estorban unos a otros. Se discute, se maldice y surge la bronca. Sobre todo cuando la gente quiere meterse debajo de una enorme bandera confeccionada de seda de diferentes colores que un mozo, al que acompaña otro que toca un tambor, tremola de vez en cuando. Entonces el gentío se arrodilla y se apiña debajo de la bandera y grita, una y otra vez: «¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!». Como todos quieren quedar bajo los vuelos de la bandera, hay empellones, codazos y achuchones que dan lugar a peleas. Ahí fue donde Manuel se las tuvo con un tipo que empujó a Rosa, la moza por la que bebía los vientos, que rodó por el suelo. Le exigió disculpas, el otro se negó y quedaron detrás de unos riscos para ajustarse las cuentas.

—¿Qué pasó?

—Que se embrazaron unas mantas, sacaron las facas y Manuel se cargó al otro. Entonces su mujer sacó una navaja oculta e intentó apuñalarlo por la espalda, pero Rosa la agarró por la muñeca, le arrebató la navaja y la apuñaló. Total, los dos muertos. La mala fortuna hizo que un sujeto que se había apartado del gentío para mear fuera testigo del apuñalamiento. Lo demás te lo puedes imaginar.

—Esa Rosa, ¿es una de las mujeres que vi ayer en la cueva?

—Es una real hembra, aunque para mi gusto tiene mucha nariz.

El ventero y el mozo también se acercaron, pero no abrieron la boca. Mendoza miró el talego con los tres mil reales que estaba sobre la mesa, se levantó y, echándoselo al hombro, le ordenó al ventero:

—¡Quita las parihuelas a la mula y ayúdame a cargar el cuerpo de Manuel!

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Burel.

—Llevármelo. Aquí no se puede quedar. Eso comprometería a éste —dijo señalando al ventero con el mentón—. Además, Rosa tiene que verlo para despedirse y no quiero que los migueletes se diviertan a costa de su cadáver. Él escogió el monte y en el monte descansará. Era un buen hombre. Algo exagerado, pero un buen hombre.

El lienzo de un costal limpio sirvió para amortajar el cadáver antes de amarrarlo al aparejo de la mula. Burel ayudó a Mendoza y lo acompañó hasta más allá de las bardas de la venta, donde la senda se difuminaba entre los peñascos. Allí los dos viejos compañeros de armas se abrazaron.

—Siento lo ocurrido. Como tú dices, esto no tenía que haber pasado.

El bandolero, que se había calado el catite hasta las cejas, asintió sin abrir la boca. Burel lo vio perderse por la serranía, con su trabuco al hombro, tirando del ronzal de la mula y los dos caballos de reata. De regreso a la venta, subió a su alcoba donde estaba Magdalena con el labio partido y un moretón rodeando su ojo derecho. Era el último recuerdo de su tío que yacía tendido en el jergón que le servía de lecho mortuorio. Miró a Burel con los ojos enrojecidos por el llanto. Todo había salido mal. Cuando la víspera, al regresar de la guarida de los bandoleros, Burel le dijo que liberarían a su tío por la mitad del rescate exigido, no había podido contener su alegría; ahora sollozaba junto a su cadáver, que ofrecía una mueca macabra a pesar del lienzo anudado a la cabeza para sujetarle la mandíbula.

Burel rememoró los trágicos momentos vividos en el patio de la venta, cuando el tío de Magdalena le arrebató la pistola al Lucentino y abrió fuego, primero sobre él y después sobre el bandolero, la suerte fue desigual. Él apenas recibió un rasguño en el hombro, pero a Manuel le acertó en el vientre. Entonces, Mendoza le descerrajó dos tiros a bocajarro. Cayó al suelo con un hálito de vida y falleció en brazos de su sobrina.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Magdalena, angustiada.

A Burel no le hubiera importado enterrar el cadáver por aquellos parajes y señalarlo con una cruz, pero no se atrevió a proponérselo a Magdalena. Además, era conveniente que hubiera constancia documental de su fallecimiento para evitar otros problemas. Explicarían a las autoridades que unos bandoleros habían acabado con su vida.

—El ventero me ha dicho que mañana deben pasar por aquí los arrieros con los que vinimos, que regresan de Alhama. Podemos esperarlos e irnos con ellos.

—¿Crees que… el cadáver de mi tío aguantará? Tiene el pecho destrozado.

Burel dudó. Había visto cadáveres que olían a las pocas horas y otros que resistían mejor. El frío del lugar jugaría a favor, pero con el torso de esa guisa…

—La otra posibilidad es ir a Zafarraya y ver si podemos contratar un carrero dispuesto a llevarlo. Con suerte llegaríamos a Loja al anochecer.

—Me parece mejor. Lo enterramos en Loja, no podemos llevarlo a Granada.

—Entonces, no perdamos un minuto.

Faltaba poco para la puesta de sol cuando cruzaron la Puerta de Granada. A golpe de reales lograron que el cadáver reposara en una capilla de la iglesia de la Encarnación. Magdalena y Burel se dispusieron a velarlo toda la noche. A eso de las diez, la mujer del sacristán apareció para hacerles algo de compañía. Al cabo de un rato, comentó:

—¿No querrían unas plañideras? En cuestión de media hora podría conseguirles media docena.

Magdalena miró dubitativa a la sacristana y vislumbró la posibilidad.

—Una noche en vela se hace muy larga y penosa. Les harían compañía toda la noche. Cada una cobraría ocho reales.

—No, muchas gracias. Preferimos estar solos —replicó Burel, temiéndose que Magdalena fuera a responder afirmativamente.

—¿Quieren que los acompañen mañana durante el funeral? Si lo desean, ejercerán de veleras por tres reales más el precio de las dos libras de cera de cada cirio.

—Eso me parece más acertado.

—¿Como veleras?

—Sí, como veleras. Avise a seis.

—Muy bien. —La sacristana se levantó de la silla y sólo entonces les dijo—: Voy a traerles un caldo de puchero que les aliviará el estómago.

Poco después de que el sacristán diera el primer toque para la misa primera, su mujer apareció con seis cofrades enlutadas, cubiertas con gruesos mantones de lana. Parecían deudas del difunto, pero no derramaron una sola lágrima. Cada una traía un grueso cirio que la propia sacristana se encargó de encender. Fueron tomando posiciones alrededor del ataúd, componiendo una imagen fúnebre. Semejaban estatuas parlantes porque de su boca no cesaron de salir oraciones y jaculatorias, pero aparte de los labios, no movían un solo músculo. Allí permanecieron, inmóviles y ajenas a la celebración de la misa, hasta que el sacerdote se acercó para oficiar un responso y darle la despedida espiritual al cadáver.

Aquella mañana se le dio cristiana sepultura. Burel declaró que lo habían matado unos bandoleros cerca de los llamados «Infiernos de Loja», una profunda garganta, tajada por el río Genil, junto a la cual discurría una vereda próxima al camino real de Granada. Los cien reales que entregó al sacristán agilizaron de forma increíble los trámites. A la hora del ángelus don Fulgencio estaba enterrado en una fosa bajo la capilla donde había sido velado. Hasta entonces permanecieron las veleras bisbiseando salmodias. Cobraron su estipendio y se llevaron los cabos de cirio no consumidos.

Después de almorzar, el coadjutor que iba a la alquería de Láchar accedió a llevárselos en su carruaje. Allí les facilitarían alojamiento para pasar la noche. El cura daba por sentado que Burel y Magdalena eran matrimonio. Al día siguiente encontrarían la forma de llegar a Granada, que estaba a poco más de tres leguas.