Hacía rato que la senda había desaparecido entre los riscales. Mendoza saltaba por las piedras con tal agilidad que a Burel le costaba trabajo seguirlo.
—¡Date prisa, tenemos que regresar antes de que anochezca! ¡Por estos canchales no se puede caminar de noche!
—Hago lo que puedo. No estoy tan acostumbrado como tú.
Conforme ascendían por la escabrosa pendiente, el frío se acentuaba. Sólo se escuchaba el silbido del viento, el graznido de los grajos y el sonido de sus pisadas.
—Aquí la vida es difícil. Uno se echa al monte porque no le queda más remedio.
—¿Cuántos sois? —preguntó Burel.
—En total, unos ochenta.
—¡Eso es casi un ejército! Ochenta hombres decididos…
—No es oro todo lo que reluce.
Llegados a un punto, el bandolero se detuvo.
—Lo siento, pero tengo que vendarte los ojos. No es que desconfíe de tu palabra, pero es la norma. Si no lo hiciera, tendríamos problemas.
Le dijo que se desanudara el pañuelo rojo que llevaba al cuello e improvisó una venda. Cogidos de la mano, caminaron más despacio. De vez en cuando Mendoza le advertía de lo accidentado del camino, y después de muchos tropezones y algunos silbidos que eran respondidos antes de perderse como ecos lejanos entre aquellas cumbres inhóspitas, llegaron a un lugar donde se caminaba con más comodidad. Se detuvieron y Burel comprobó, antes de que le quitaran la venda, que la voz de Mendoza retumbaba:
—Mi comandante, no puede imaginarse quién ha traído el rescate.
Lo primero que vio Burel al quitarle el pañuelo fue un resplandor que lo deslumbró. Era una gran candela, encendida en el interior de una cueva.
El comandante Jambrina lo miró tratando de recordar.
—¿No lo identifica, mi comandante?
—¡Burel! —exclamó al fin—. ¡Tú eres Burel, el capitán de la tercera compañía!
—¡A sus órdenes, mi comandante! —Burel adoptó una postura marcial, estaba viendo al comandante de su antiguo batallón, no al jefe de una partida de bandoleros.
Jambrina se acercó hasta él y los dos hombres se fundieron en un largo abrazo.
—¿Qué ha querido decir Mendoza con eso de que traes el rescate de ese faccioso?
—Es una historia complicada, mi comandante.
—Aquí el tiempo no es problema, acomódate y bebe un poco de vino. Estarás helado, ahí fuera sopla un viento de cojones.
—Mi comandante, Burel tiene que regresar a la venta.
—¿Cómo es eso?
—Él se lo explicará.
—Está bien, pero antes venga ese trago de vino. Siéntate y cuéntame esa historia.
Burel paseó la mirada por la cueva. Era un auténtico campamento. Atisbó el resplandor de otras dos candelas y comprendió por qué Mendoza le había dicho que no era oro todo lo que relucía. Alrededor de una de las candelas había tres ancianos y algunas mujeres con rapaces jugando sobre una manta.
—¿Cómo han venido todos a parar aquí?
—Son protegidos de José María Hinojosa. Supongo que habrás oído hablar de él.
—¿El Tempranillo? Creí que operaba por Sierra Morena.
—Cualquier sierra forma parte de sus dominios. Aquí no manda el Narizotas, en Andalucía el rey es el Tempranillo.
Burel estuvo charlando con su antiguo comandante más de media hora. Jambrina supo por qué acudía a pagar el rescate de don Fulgencio Camero, a quien no se veía por ninguna parte. Comprendió que aquella gente estaba allí huyendo de la justicia porque la injusticia se había cebado en ellos.
Después de la negociación, el rescate quedó en tres mil reales.
—Aunque ese sujeto no merece la rebaja —matizó Jambrina—. Es una mala persona.
—Pero hace bien el tener en cuenta otras consideraciones, mi comandante.
—Regresa a la venta y ten preparado el dinero. Mañana a las diez, dos de mis hombres llevarán a ese tipo.
Se despidieron con otro abrazo. Antes de salir de la cueva y de que Mendoza le vendara los ojos, el comandante le dijo:
—Si alguna vez te ves en apuros, ya sabes dónde estamos.
—No lo sé, mi comandante. Mendoza va a vendarme otra vez los ojos.
—Basta con que dejes razón en la venta. Ahora márchate, en este tiempo la noche se echa encima muy pronto.
Cuando los bandoleros llegaron a la venta, Burel los esperaba paseando por el patio y sin dejar de fumar. Estaba muy nervioso. Al cruzar el portón, identificó al tío de Magdalena, montado en una mula y escoltado por Mendoza y otro hombre. Las pistolas resaltaban en sus fajas igual que los trabucos naranjeros que llevaban al hombro. Don Fulgencio Camero buscaba, sin encontrarla, a alguna persona conocida.
—Dios te guarde, Burel.
—También a ti, Mendoza.
—¿Tienes el dinero preparado?
Burel clavó su mirada en el talego que había en el brocal del pozo.
—Puedes contarlo, aunque te aseguro que no falta un cuarto.
—Si tú dices que está todo, para qué contarlo.
El otro bandolero ayudó a don Fulgencio a bajarse de la mula y con una navaja cortó sus ataduras y liberó sus muñecas.
—¿Vosotros os conocéis o son figuraciones mías? —preguntó retador, masajeándose las muñecas.
—Porque nos conocemos vas a salir mejor de lo previsto —respondió Mendoza.
—¿Qué quieres decir?
—Que te vamos a soltar por la mitad de lo que pedíamos.
Don Fulgencio se quedó mirando a Burel y le preguntó:
—¿Tú quién eres y qué haces aquí?
—He venido a pagar el rescate.
—No te conozco, ¿te envía mi sobrina?
—En cierto modo.
—¿Qué quieres decir?
—Magdalena no me envía, está aquí.
—¿Dónde? ¿Dónde está?
—Ahí dentro, en la venta. Ha venido conmigo.
—¿Tú eres el que se ve con ella a escondidas?
Burel se quedó tan sorprendido que apenas balbuceó una afirmación y en los ojos de don Fulgencio brilló la ira.
—¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Antonio José Burel. Supongo que no le dirá gran cosa, pero es posible que le suene el de mi ama, doña Mariana de Pineda.
—¿Cómo has dicho? —En sus oídos el nombre había sonado como una blasfemia.
—Doña Mariana de Pineda —repitió Burel recuperando el aplomo.
—¿Sirves a esa arpía?
Burel lo taladró con la mirada, pero Camero no se arredró. Con las manos libres, parecía sentirse más seguro. Mendoza percibió la transformación.
—Parece que ahora tienes más agallas que arriba o que cuando te cagaste en los calzones.
Camero lo miró iracundo.
—¡Por lo más sagrado que no pararé hasta veros a todos colgados! ¡Lo juro!
Magdalena, que seguía el encuentro desde un ventanuco, no pudo contenerse y salió al patio a pesar de que Burel le había insistido en que no se moviera de la venta. Corrió hacia su tío.
—¡Tío, tío! ¡Gracias a Dios!
Camero la miró con desdén. En lugar de responder a sus manifestaciones de alegría, le preguntó, señalando a Burel:
—¿Con este botarate es con quien te acuestas?
Magdalena se quedó paralizada.
—No digas eso, tío. ¡Hemos reunido el dinero para recuperarte sano y salvo! ¡Su ama y él han puesto parte del dinero!
—¿Doña Mariana de Pineda y este individuo han puesto parte del rescate?
—¿Cómo, si no, hubiera podido yo reunir esa suma…, ni siquiera venir?
—¡Contesta a mi primera pregunta! —exigió su tío—. ¿Con este botarate te acuestas?
Magdalena se llevó las manos a la cara y comenzó a sollozar. Los bandoleros miraban estupefactos y Burel se esforzaba por contenerse. Fue entonces cuando su tío la agarró por un brazo y comenzó a zarandearla sin la menor consideración.
—¡Dime! ¿Con éste es con quien te acuestas? ¡Dímelo! —gritaba descompuesto.
Estaba al tanto de las relaciones de su sobrina y deseaba saber si ese hombre era Burel. La respuesta de Burel sonó como un trallazo en los oídos de Camero.
—¡Mantenemos relaciones desde hace meses! ¡Suéltela!
Don Fulgencio escupió a su sobrina en el rostro.
—¡Sabía que eras una puta y a mi regreso de Loja iba a ajustarte las cuentas! ¡Pero con un liberal!
Magdalena no dejaba de sollozar ni su tío de zarandearla.
—¡Lo amo, tío, lo amo! —pudo exclamar con la voz ahogada por el llanto.
—¡Zorra! ¡Más que zorra!
Su tío la abofeteó sin soltarla del brazo; alzaba la mano para golpearla de nuevo, cuando Burel le sujetó el brazo y lo miró a los ojos.
—¡Ni se te ocurra hacerlo otra vez!
—¿Cómo te atreves? ¡Miserable! ¿Cómo te atreves a ponerme la mano encima?
Burel estampó su puño en el rostro de don Fulgencio, que rodó por el suelo sangrando por la nariz y la boca. Magdalena fue en su ayuda, pero su tío la apartó de un manotazo. Se levantó y, apoderándose de la pistola del compañero de Mendoza, disparó sobre Burel, que se había agachado para auxiliar a Magdalena, y segundos después se oyó un segundo tiro, luego otros dos más potentes. Los ecos de los disparos se perdían entre las montañas multiplicándose como si se hubiera librado una batalla. Eso fue lo que le pareció al ventero y a su hija cuando salieron a toda prisa al patio.
—¡Dios mío! —La muchacha se llevó las manos a la cara, horrorizada ante la sangrienta visión que, envuelta en el humo de los disparos, tenía ante sus ojos.