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Don Bernardo de Oteiza, el párroco de Santa Escolástica, no dejaba de darle vueltas a la cabeza. Lo que sabía acerca del asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal podía proporcionar alguna pista para esclarecerlo y, tal vez, evitar que en cualquier momento apareciera otro cadáver, que era lo que mucha gente se temía. La duda que lo atormentaba no dejaba de aumentar hasta el punto de que la pasada noche se había despertado sobresaltado en varias ocasiones.

Después de celebrar la misa, oró ante el sagrario pidiendo a Dios que lo ayudase a tomar la decisión más conveniente. Al cabo de una hora tenía las rodillas tumefactas y le costó trabajo ponerse de pie. Entró en la sacristía trastabillando, se puso el bonete —sostenía la peregrina idea de que le ayudaba a pensar— y se sentó en el sillón del bufetillo que tenía en la sacristía, que era donde atendía a sus feligreses. Allí sentado le llegó la iluminación solicitada y, sin pensarlo dos veces, cambió el bonete por la teja, se echó sobre los hombros el manteo, anudado a su cuello, y salió dando tal portazo que sobresaltó al sacristán que capaba los pabilos carbonizados de un montón de velas.

Iba por la calle como un torbellino, despachando rápidamente a los rapaces que se acercaban a besarle la mano. Dejó atrás el enorme convento de los franciscanos y cruzó el Darro por el puente del Carbón. Llegó a una casa frontera con la catedral, golpeó el aldabón con fuerza y esperó impaciente a que le abrieran. Como la respuesta se demoró más de lo que consideraba razonable, volvió a llamar con más energía.

—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Habrase visto!

La anciana que le abrió no dejaba de refunfuñar.

—¡Necesito ver a don Demetrio! —gritó para que el ama de llaves del canónigo Benítez, cuya sordera era proverbial, no le respondiera con su habitual: «¿Cómo dice?».

—¡Está en el despacho! —le gritó cuando don Bernardo ya iba pasillo adelante.

Don Demetrio Benítez era alto, entrado en carnes, poseía una llamativa melena blanca y unas pobladas y encanecidas cejas. Era el doctoral del cabildo catedralicio granadino y el más fino moralista que se sentaba en el coro. No había alcanzado un báculo episcopal a causa de sus ideas. Más bien al contrario, habían sido motivo de severas reconvenciones. Algunos lo tachaban de liberal y partidario de la Constitución, aunque él se consideraba un ilustrado que aplicaba la razón a las cosas de los hombres y esa razón le decía que había cuestiones imposibles de sostener.

Colaboró con Martínez de la Rosa en los trabajos de las Cortes reunidas en Cádiz durante los años de la guerra contra los franceses. Desde que terminó la guerra vivía apartado del mundo. Cumplía sus funciones como miembro del cabildo catedralicio y se encerraba en su casa.

Don Bernardo lo encontró enfrascado en la lectura de un grueso volumen. Al notar una presencia extraña, el canónigo alzó la vista y se quitó las gafas.

—¡Don Bernardo! ¿Qué lo trae por aquí? Creo que se confesó… ¿anteayer?

—No vengo a confesar, ¡aunque buena falta me haría…!

—¡Por el amor de Dios, contenga esa lujuria!

—Ya sabe que sólo cedo a la tentación con mi Rosario.

—¡Cualquiera diría que pasa las horas rezando misterios y recitando letanías!

—No se lo tome a guasa, sabe que me produce mucho sufrimiento.

—¡Es cierto! ¡Pero el propósito de la enmienda le dura un suspiro! ¿A qué ha venido?

—A plantearle un asunto muy delicado. Atormenta mi conciencia desde hace días.

—Póngase cómodo y cuénteme —dijo el canónigo señalando el sillón que tenía enfrente.

Don Bernardo se quitó el manteo y la teja, y se sentó.

—Hace varias semanas me visitó un familiar de doña Cecilia Coello de Portugal.

—¿La señora que apareció asesinada en la puerta de su iglesia?

—La misma que…

Don Demetrio lo interrumpió.

—Lo que le han confiado, ¿ha sido bajo secreto de confesión?

—¡Por supuesto que no! —exclamó don Bernardo, molesto.

—No se altere, padre. En estos casos conviene dejar las cosas claras desde el principio. ¿Le pidió que guardara secreto acerca de su revelación?

—No, pero lo que me dijo fue confiando en mi discreción.

El canónigo se puso las gafas.

—Me imagino que me lo está planteando porque duda si ponerlo en conocimiento de otra persona.

—En efecto.

—Si no he entendido mal, ese familiar se sinceró con usted hace algunas semanas. Supongo que habrá una razón para plantearse ahora revelar lo que le confió.

—Ayer conversé… bueno, en realidad sólo crucé unas palabras con unos policías que estaban en el atrio de mi parroquia buscando pistas para desvelar los entresijos del asesinato de doña Cecilia. Si ellos estuvieran al corriente de lo que me fue revelado…

Don Demetrio dejó las lentes en la mesa y entrelazó las manos sobre su pecho. Meditó con los ojos entrecerrados hasta que, al cabo de un rato, preguntó:

—¿Por qué no habla con ese familiar y le expone sus cuitas? Sería lo más acertado.

—Es que…

—Déjeme terminar y no sea tan impaciente. Si le prohíbe revelar lo que le confió, sabría a qué atenerse. Sólo en caso de que con su revelación fueran a evitarse hechos de funestas consecuencias, podría considerarse la posibilidad de informar de lo estrictamente necesario para impedir el mal y, siempre, manteniendo el secreto sobre la persona que facilitó los datos. En caso de que le diera vía libre…

—Lo que antes quería decirle es que ayer tarde fui a verlo y le expuse lo que usted, con su buen criterio, me acaba de recomendar. Pero se negó en redondo a que revelara el contenido de nuestra conversación.

—¿Qué razones le dio? No quiero que me las diga, mi pregunta va encaminada a la clase de razones que adujo.

—Razones de tipo familiar.

Don Demetrio guardó silencio y permaneció ensimismado un buen rato.

—Tengo entendido que, después del cadáver de esa señora, ha aparecido otro, ¿es así?

—Así es. Encontraron el de un hombre en el convento de los carmelitas.

—¿Cree que se habría evitado esa muerte si usted hubiera contado lo que sabe?

Ahora fue el párroco de Santa Escolástica quien meditó su respuesta.

—No lo sé.

—En caso de duda, no hay obligación. Serénese y considere que está actuando correctamente. Si las circunstancias se modificaran, actúe según le dicte su conciencia.

Las pesquisas sobre los sambenitos expuestos en las iglesias dieron resultado. Había desaparecido uno de ellos y una cartela con el nombre del penitenciado y la causa de su condena: bígamo.

—Estaban en la iglesia de los padres dominicos.

—¿El sambenito y la cartela? —preguntó don Matías.

—Sí, señor.

—¿Por qué no habían denunciado el robo?

—El prior dice que se han dado cuenta cuando hemos ido a preguntar. Su actitud nos ha parecido muy extraña.

—¿Habéis tenido noticia de alguna otra desaparición? Me refiero en otro templo.

—No, señor, aunque quedan por revisar más de la mitad.

—Entonces vuestro trabajo aún no ha concluido.

—¿Hemos de recorrer todas esas iglesias? —El policía parecía apesadumbrado.

—Mejor será que no lo demoréis. Lo que antes se empieza, antes se acaba.

Nada más retirarse los agentes, don Matías preguntó a Diéguez:

—La cuarta de las víctimas, la que apareció en la iglesia del convento de los carmelitas, tenía una cartela colgada al cuello, ¿verdad?

—Sí. En ella se señalaba que había sido condenado por bígamo.

—Ya sabemos de dónde procede.