25

Mucho antes de la hora fijada, María Doménech aguardaba a don Héctor de la Cámara, que llegó puntual. El abogado se protegía del frío con una elegante capa, tocado con un sombrero de copa y empuñando un original bastón, que era más adorno que necesidad.

—¿Aguarda hace mucho? —preguntó, como si se hubiera retrasado.

—Son las diez. Ha sido usted muy puntual.

Don Héctor se destocó gentilmente y besó la mano que María le ofreció.

—¿Ha traído los escritos?

—En el bolso. ¿Desea llevarlos usted?

—En absoluto, amiga mía, es simple prevención. Podemos partir cuando guste. Le recomiendo que ajuste bien la esclavina de su capa y se ponga los guantes, hace frío.

En la puerta los aguardaba una calesa con la capota del vehículo echada. Don Héctor ayudó a subir a María y, una vez acomodados, bastó una indicación con el bastón para que el conductor arrease el tiro. Sabía adónde dirigirse. El abogado no había exagerado: soplaba un viento gélido y la gente caminaba a toda prisa. En alguna esquina podían verse, al calor del hornillo, algunas castañeras, que por aquellas fechas formaban parte del paisaje de la Villa y Corte.

Llegaron al cruce con Montera y bajaron hacia la Puerta del Sol para, por Arenal, llegar al Palacio de Oriente. Don Héctor comentaba algunas curiosidades.

—Mire esa casa, la que hace esquina, es la Casa de Correos. La calle se llama de Carretas y, como su nombre indica, es donde están muchos artesanos de ese ramo y los talleres donde, además de carretas, se trabaja en diligencias y otras clases de vehículos.

—Es muy curioso.

—Esas que ve ahí —dijo señalando un edificio que daba entrada a la calle Mayor que corría casi paralela a la de Arenal— son las gradas de San Felipe. El más famoso mentidero en tiempo de los Austrias.

—¿Ha dicho mentidero?

—Sí, mentidero. Era el nombre que se daba a los lugares donde se reunían ociosos y desocupados para comentar noticias, difundir rumores e incluso propalar mentiras. Uno de los lugares preferidos eran esas gradas que hay por delante de la iglesia.

—Está quemada. ¿Qué ocurrió?

—Ardió durante la guerra contra los gabachos.

—Ese palacio, ¿de quién es? —María señalaba un edificio de mucha prestancia.

—Es el de los condes de Oñate. Ahí tuvo lugar uno de los crímenes más extraños que se han cometido en Madrid.

—¿A quién mataron?

—Al conde de Villamediana. Atacado por un grupo de espadachines, el conde buscó refugio en el palacio, pero lo cosieron a estocadas.

—¿Querían robarle?

—La leyenda dice que los asesinos estaban contratados por el rey.

—¿Quién era el rey? —preguntó, sin extrañarse de que el rey contratara asesinos.

—Felipe IV.

—¿Por qué quería asesinarlo?

—Se rumoreaba en la corte que Villamediana galanteaba a la reina. En un juego de lanzas solicitó su pañuelo, llevando como lema la leyenda: «Son mis amores reales». Se dice que el rey, enojado ante tanto atrevimiento, comentó: «Yo haré cuartos esos reales». Días más tarde, Villamediana fue acribillado en el zaguán de ese palacio.

—Es una historia muy curiosa.

Don Héctor había conseguido su propósito: mantenerla distraída y que no pensara demasiado en la causa que los llevaba al Palacio Real. Estaban llegando cuando indicó:

—Ese edificio que ve ahí es un nuevo teatro. Llevan diez años construyéndolo sobre otro más antiguo que se llamaba de los Caños del Peral. En su escenario se interpretaron las obras de nuestros mejores dramaturgos. Parece ser que contará con todos los adelantos de nuestro tiempo, pero el presupuesto es tan elevado que las obras nunca se acaban.

El cochero cruzó una amplia plaza —un descampado en obras— y enfiló la calle que daba a uno de los laterales del palacio. Detuvo la calesa frente a una de las entradas. El abogado ayudó a María a bajar del vehículo y cruzaron la calle. Los detuvo el grito del soldado que montaba guardia dentro de la garita para protegerse del frío.

—¡Alto! ¡El paso está prohibido! ¿Qué desean?

—Soy Héctor de la Cámara y esta señora trae una petición para Su Majestad.

El soldado los miró con desconfianza.

—¡Sargento! ¡Sargento de Guardia!

Apareció un sujeto ajustándose el correaje. Se atusó las guías de sus mostachos, miró a María e ignoró al abogado.

—¿Qué desea?

—La señora desea presentar un escrito a Su Majestad —respondió don Héctor.

—¿Qué clase de escrito?

Don Héctor iba a responderle que no era asunto de su incumbencia, pero supondría un obstáculo. Bastaba con mirar al sargento para hacerse una idea de su catadura. Tampoco era conveniente decirle que era una petición de indulto. Preguntaría la causa de la condena y los miembros de la Guardia Real eran realistas furibundos.

—Una súplica para una gracia que sólo está en manos del rey.

—¿Qué clase de gracia?

El sargento parecía dispuesto a conocer hasta los menores detalles cuando apareció un atildado caballero de elegante indumentaria.

—¡Don Héctor! ¡Cuánto bueno!

—¡Qué alegría, don Narciso! Como siempre, es un placer ver a Su Excelencia. —El abogado se descubrió para saludarlo.

Estrecharon sus manos y el sargento retrocedió un paso. Había perdido su petulancia.

—¿No va a presentarme a la dama que le acompaña?

—Disculpadme, excelencia, es doña María Doménech.

Don Narciso se destocó y su cortesana inclinación fue casi una reverencia.

—A sus pies, señora. Mi nombre es Narciso Heredia para servirle en lo que guste.

—Es el conde de Ofalia, nuestro embajador en Londres —añadió don Héctor.

—Un placer, excelencia.

—Doña María es la esposa del capitán don Fernando Álvarez de Sotomayor. —Don Héctor remarcó cada una de sus palabras.

Don Narciso iba a decir algo, pero no abrió la boca. El abogado sintió una íntima satisfacción, supo que sus palabras habían conseguido el efecto deseado.

—¿Quiere repetir ese nombre?

—Doña María es la esposa del capitán Álvarez de Sotomayor.

El conde de Ofalia se quedó mirándola.

—¿Algún problema, señora?

María, dubitativa, miró a don Héctor.

—Doña María trae una petición de indulto para Su Majestad y otra para el secretario de Gracia y Justicia. Su esposo ha sido sentenciado a la pena capital.

A María se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas aparecieron en sus ojos.

—¿Por qué se le ha condenado?

—Por un asunto menor, excelencia. Un intercambio de palabras con los integrantes de una partida que conducía una cuerda de presos.

—¿Sólo hubo palabras?

—Sólo palabras, excelencia. Pero como su nombre aparecía en algunas listas de reconocidos liberales, ha sido juzgado en la Chancillería de Granada y el juez ha considerado suficientes esos elementos para…

—¿Suficientes para sentenciarlo a muerte?

—Don Ramón Pedrosa es el subdelegado de policía —añadió don Héctor como si sólo con eso se explicara la sentencia.

—¿Han presentado ya los escritos?

—A ello íbamos, pero el sargento… —Don Héctor lo buscó, pero el muy truhán había optado por quitarse de en medio.

—Acompáñenme. Precisamente he venido a ver a don Tadeo. Le entregaré las peticiones en mano. Le pediré, incluso, que los reciba.

—No sabe cómo le agradecemos…

—Quite, quite, don Héctor. Si vivo es gracias al capitán Álvarez de Sotomayor.

Don Narciso no tuvo que hacer antesala y un ujier condujo a don Héctor y a doña María a una salita de espera. Una vez solos, ella le preguntó:

—¿Por qué ha dicho que le debe la vida a mi marido?

—Porque es cierto. Por eso recalqué su nombre.

—Me di cuenta, pero responda a mi pregunta. ¡Fernando es tan discreto!

Don Héctor se acercó a la puerta para asegurarse de que nadie escuchaba sus palabras. En aquellos días, simplemente hablar resultaba peligroso.

—Don Narciso precedió en el cargo de secretario de Gracia y Justicia a don Tadeo Calomarde. Desempeñó el cargo en 1824 y fue él quien promovió una amnistía para los liberales que no tuvieran delitos de sangre. A los realistas más exacerbados les pareció un agravio y acabó cayendo en desgracia. Algunos exaltados, considerándolo un traidor, atentaron contra él. Su marido, que acababa de salir de prisión gracias a la amnistía, se enfrentó a ellos sin saber a quién estaba ayudando.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Porque me lo contó el propio conde. Con su marido iban otros dos oficiales recién salidos de los calabozos. Como ya le indiqué, ahora el conde es nuestro embajador en Londres.

—¿No me ha dicho que había caído en desgracia?

—Don Narciso es, probablemente, nuestro mejor diplomático. La camarilla que nos gobierna lo utiliza para resolver asuntos peliagudos en el extranjero.

—Si ejercía funciones en el gobierno, defenderá el credo absolutista.

—Se equivoca, doña María. Los absolutistas lo consideran un liberal. Es persona muy moderada. Rechaza la salvaje persecución que se está llevando a cabo contra los liberales, quienes pagan los graves disturbios protagonizados el año pasado en Cataluña por realistas exaltados. Se llaman a sí mismos agraviados y por aquellas tierras se les conoce como los malcontents. El propio rey tuvo que viajar hasta Barcelona para aquietar los ánimos.

María miraba al abogado con cara de asombro.

—Estoy hecha un lío, don Héctor. ¿Qué es todo eso de los malcontentos y qué tienen que ver con la persecución contra los liberales?

El abogado dejó escapar un suspiro y de nuevo se acercó a la puerta. Nadie les echaba cuenta y eso lo animó a seguir.

—Como sabrá, el rey, que ha contraído matrimonio en tres ocasiones, no engendra descendencia. Aquí, en Madrid, corren rumores muy escabrosos. Se dice que la reina es tan mojigata que fue necesaria una carta del mismísimo Pío VII para que accediese a mantener relaciones con su marido. ¡Imagínese usted!

—¡Eso serán bulos maliciosos! —María lo miraba atónita.

—Aunque parezca increíble, es cierto, doña María. La reina contrajo matrimonio siendo una niña, y para casarse salió del convento donde la habían educado convencida de que mantener relaciones era un gravísimo pecado.

—¿Cómo pensaba engendrar un hijo?

—Simplemente besándose.

—No puedo creerlo.

—Créalo. ¿Se imagina al rey en ese trance?

—¿Eso explica que sea tan aficionado a los burdeles como dicen?

—Creo que también influye el que el rey es ávido en cuestión de mujeres.

—Todo esto venía a cuento de que el rey ya ha contraído tres matrimonios y no engendra descendencia.

—Eso ha hecho que en la corte haya una facción, cada vez más consolidada, que se agrupa en torno a su hermano, el infante don Carlos, a quien ven como su sucesor. Son los más obstinados absolutistas. Algunos consideran al rey un blandengue que no ejerce la autoridad como es debido.

—¡Eso es inconcebible!

—Pero es cierto. Están, por ejemplo, muy disgustados con que no se haya restablecido el tribunal de la Inquisición después de que fuera abolido en 1820. Como le he dicho, el propio rey tuvo que viajar a Barcelona y un ejército al mando del conde de España acabó con la sublevación de esos realistas radicales. Fernando VII se negó a conceder medidas de gracia y ordenó fusilar a los principales cabecillas. Los ejecutaron en Tarragona y más de trescientos fueron deportados al presidio de Ceuta…

Don Héctor vio que las lágrimas resbalaban por las mejillas de María. Sólo entonces se dio cuenta de lo sensible que era aquel asunto para ella. Nervioso, le entregó su pañuelo, deshaciéndose en disculpas. Cuando se hubo sosegado, le preguntó:

—¿Cree que la persecución contra los liberales es para compensar lo de Cataluña?

—No tengo la menor duda. Ya sabe cuál es la principal máxima política de nuestro rey.

—¿Cuál?

—«Palos a la burra blanca, palos a la burra negra».

Unos pasos en la galería anunciaron que alguien se acercaba. Era el conde de Ofalia. María apretó entre sus dedos el pañuelo de don Héctor.

—Don Tadeo me ha dicho que se tomará con mucho interés vuestra petición.

—Muchas gracias, excelencia —balbuceó María—. ¿Cuándo tendremos respuesta?

—El rey está cazando en Valsaín. Creo que regresa mañana. Probablemente pasado mañana firmará la resolución que enviarán directamente a Granada. Ahora tengo que marcharme. He aprovechado que don Tadeo ha tenido una necesidad para venir a informarles, pero debo continuar la reunión.

El conde se despidió de María con una inclinación de cabeza. Luego se volvió hacia don Héctor y estrechó su mano. Al abogado no le gustó la expresión de su rostro. Don Narciso abandonó la sala, pero don Héctor lo alcanzó en la galería.

—Disculpe, excelencia. ¿Lo de enviar la resolución a Granada es…?

—Doña María debe partir lo antes posible si quiere ver a su esposo con vida. Anímela a marcharse. El rey ratificará la sentencia. Calomarde se ha puesto hecho una furia cuando he intercedido. Lo siento…, lo siento mucho.