23

A Mariana la acompañaba Manuela. La criada portaba un cesto cubierto con un blanco lienzo. Dieron un rodeo por la Calderería para llegar a la Cárcel Alta, evitando la Plaza Nueva. El recuerdo de la gitana la ponía tensa y le espantaba la posibilidad de volver a toparse con aquella mujer, más aún en un día como aquél. En la puerta de la cárcel, el centinela reclamó la presencia de un carcelero.

—¡Está aquí doña Mariana de Pineda! —gritó al identificarla.

El encargado de abrir el primer rastrillo se hacía esperar. El centinela tuvo que llamar una segunda vez mientras Mariana aguardaba nerviosa. Vestía una ropa amplia, en esta ocasión no sólo para disimular su embarazo, y cubría su cabeza con la capucha de su capa. El carcelero era un desconocido, al verlo hizo un gesto a su criada para que se marchara llevándose consigo el cesto.

—¿Usted es doña Mariana de Pineda? —preguntó el individuo, sin mostrar propósito de abrir el rastrillo.

—Sí.

—Aguarde un momento.

Volvió al habitáculo donde los carceleros pasaban las horas y quien apareció fue Bonifacio. A Mariana se le iluminó el rostro. Hizo señas a Manuela, para que aguardase.

—Señora, me alegro de verla —dijo mientras abría el rastrillo.

—¿Quién es ese que ha salido antes?

—El sota alcaide.

—¿Por qué ha salido?

—Quería cerciorarse de que era usted. El alcaide le ha dejado una nota para que se la entreguen.

—¿Don Diego de Sola me ha escrito?

—Sí, señora.

Mariana vio que en su mano, además de las llaves, sostenía un pliego lacrado.

—¿Por qué no me lo ha dado él?

Mariana quería asegurarse antes de coger el cesto que sostenía su criada.

—Porque es muy reglamentista. Las puertas las abrimos nosotros, ésa no es misión de un sota alcaide. Luego, para no perder más tiempo ni molestarse en salir otra vez, me ha dicho que le entregue la carta.

Bonifacio abrió la puerta y, antes de cruzarla, Mariana le preguntó:

—¿Por qué ha dicho lo de no perder más tiempo?

—Porque tienen montada una timba que da miedo. ¡Se están jugando hasta la camisa! Pase que cierre, por favor.

Entonces ocurrió algo imprevisto. Bonifacio reclamó la cesta. La criada vaciló y miró a su ama, fue ella quien le indicó que se la entregase. Mariana había dudado hasta el último instante y la diosa fortuna había decidido por ella. Las palabras de la gitana sonaron en su cabeza: «¡Cuídate! ¡Cuídate mucho! ¡La muerte está al acecho!». Si la descubrían ayudando a fugarse a un preso acusado de graves delitos políticos, podían condenarla a la pena capital. Se esforzó por aparentar serenidad, aunque las piernas le flaqueaban. Su embarazo, cercano a los siete meses, no era precisamente una ayuda.

—Señora, aguardaré a que salga —le dijo Manuela.

—Déjalo, puedes marcharte a casa —respondió a la criada tratando de disimular la tensión.

—Doña Úrsula ha insistido en que aguarde y la acompañe a la vuelta.

—Si lo ha dicho doña Úrsula…

Sintió ganas de salir corriendo, pero cruzó el rastrillo a sabiendas de que su visita podía complicarse en cualquier instante y de que el trabajo de los días anteriores podía irse al traste y dejarla a merced de Pedrosa. Desde que decidió poner en marcha el plan de fuga era consciente de los riesgos que asumía, pero cuando se percató de la verdadera dimensión de lo que estaba haciendo fue en aquel momento. Al cruzar el primero de los rastrillos supo que no había marcha atrás. Pasaron por delante del cuartelillo de los carceleros, convertido en un verdadero garito, y se encaminaron a la segunda de las rejas. Estaba sudando y tenía la camisa pegada al cuerpo. Entonces decidió apostar fuerte.

—Mientras comprueba la hogaza de pan, aprovecharé para leer la nota del alcaide.

Bonifacio se detuvo un momento.

—Señora…

—¿Sí?

—Después de estos días… ¿Me asegura que la hogaza no oculta nada dentro?

—Tiene mi palabra. En la hogaza no hay más que miga de pan.

—Me basta con su palabra.

—Entonces, también yo dejaré la lectura para más tarde. No quiero que se entretenga por mi culpa. ¿Cómo está esa moza a la que requieren de amores?

—Me tiene sin resuello, señora. Como ese ganapán no hable conmigo…

—No se precipite, dele tiempo. ¿Qué tal el trabajo?

—Con la rutina de siempre. Pasado mañana habrá movimiento, ponen en capilla a un preso.

—¿Quién es?

—Un trapacero que se dedica a hacer trampas en el juego y frecuenta los garitos, se llama Rafael Jiménez. Lo ahorcarán dentro de tres días. Hoy he dado aviso a los de la Caridad para que lo acompañen y atiendan sus últimas voluntades.

Una vez en la celda, Bonifacio dejó la cesta sobre la mesa y le pidió que aguardase, él mismo iría en busca del capitán. El carcelero, distraído con la conversación, no se había percatado de la agitación de Mariana, quien sentía cierto resquemor por jugarle aquella mala pasada. Esperaba que, si todo salía como estaba previsto, el bueno de Bonifacio no pagase los platos rotos. Antes de que se marchase deslizó en su mano un duro de plata.

—Tendré que limitarme a la hora autorizada —se excusó Bonifacio cuando regresó a la celda acompañando al capitán, que llevaba su capa echada sobre los hombros—, creo que la nota del alcaide trata de eso.

—Así es, la he leído mientras esperaba. En ella me indica que se han producido quejas. Me comunica que las visitas se regirán por lo establecido en el reglamento.

—Eso también incluye echar la llave de la celda. Lo lamento, pero estarán encerrados durante el tiempo de la visita.

Al oír aquello Mariana, a duras penas pudo reprimir su alegría.

—Usted cumpla con su obligación.

Apenas el carcelero se hubo retirado, Fernando exclamó sonriendo:

—¡Hasta el alcaide se molesta en darte explicaciones!

—Supongo que es consecuencia de las arropías que mi abuelo le regalaba cuando era monaguillo en Santa Ana. Pero no perdamos tiempo en conversaciones.

Mariana se aseguró de que la celda estaba cerrada, se quitó la capa y deshizo el lazo que sujetaba el hábito que llevaba atado a su espalda.

Fernando la miraba en silencio, inmóvil.

—¡Tu hábito de capuchino! —le mostró triunfal.

—Verás que he traído la capa, pero no sé cómo voy a llevarme eso a la celda.

—Te lo atarás a la espalda, como he hecho yo.

—Abultará demasiado. Mis ropas no son tan amplias como las tuyas.

Tenía razón. Mariana miró el cesto. Era arriesgado, pero era la única posibilidad.

—Te lo llevarás en el cesto. Las camisas que te he traído me las vuelvo a llevar, puedo ocultarlas bajo mi capa. Pondremos el hábito bien doblado y lo taparemos con la hogaza de pan y las otras viandas. Si es Bonifacio quien te conduce a la celda no mirará.

—¿Y si es otro carcelero?

—Pensará que el cesto fue registrado a la entrada. —Fernando hizo un gesto de duda—. ¿Lo han mirado alguna vez cuando te lo llevabas a la celda?

—Ninguna.

—Entonces, ¿a santo de qué vienen esos titubeos? Todo saldrá como está planeado. —Lo dijo tan convencida que ella misma se sorprendió—. En un bolsillo del hábito va el cordón para ajustártelo, un rosario, una redecilla para el pelo —se quedó mirando a su primo—, creo que deberías cortártelo de forma que te forme cerquillo sobre la frente, al modo de los frailes. Mira, también he traído unas piezas de madera para que te las pongas bajo el labio y a los lados de la mandíbula, te desfigurarán el rostro con esta barba postiza…

—Mariana, me tienes impresionado, veo que estás en todo.

No hizo mucho caso a las palabras de su primo y prosiguió:

—Pasado mañana. Por la tarde, que es cuando los frailes suelen visitar a los presos, intentarás la fuga. Habrá un reo en capilla…

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho Bonifacio, el carcelero. No imaginas lo que la gente cuenta si eres capaz de inspirarles algo de confianza y…

En aquel momento a Mariana se le nubló la vista y estuvo a punto de desplomarse. Fernando reaccionó rápidamente evitando su caída. No llegó a desvanecerse, pero el vahído, por un instante, le turbó el sentido.

—¡Mariana! ¿Qué te ocurre?

—No es nada, se me pasará. —Tenía la frente perlada de sudor.

—Avisaré al carcelero.

Mariana sintió aquellas palabras como un aguijonazo.

—¡Ni se te ocurra! Echaríamos a perder todo el trabajo realizado.

—Pero…, pero te ha dado un vahído.

—No hay peros que valgan. Ya se me ha pasado.

Fernando la ayudó a sentarse en el taburete. Sólo entonces su primo se percató de su palidez y de sus grandes ojeras.

—Tú estás enferma.

Ella se contuvo para no decirle que lo que estaba era embarazada.

—No. Esto es algo que les ocurre a las mujeres… todos los meses. Se me pasará.

—Pediré un poco de agua.

—No, Fernando, no podemos dar pie a que se altere la rutina, sería peligroso. Cuando las cosas discurren como cada día, todo se relaja. —Poco a poco el color volvió al semblante de Mariana—. Te decía que pasado mañana habrá un reo en capilla. Debes fugarte por la tarde siguiendo el camino que está trazado en el plano que te entregué. ¿Lo has memorizado y destruido?

—Lo he recorrido docenas de veces en mi cabeza. No te preocupes.

—Muy bien. Ayúdame a ocultar las camisas. Esta cinta —cogió la misma que le había servido para atar el hábito a su espalda— nos servirá.

Colocaron las camisas de modo que sólo quitándole la capa podrían descubrirlas. Luego depositó en el fondo del cesto el hábito sobre el que puso un paño, la hogaza de pan y dos cuñas de queso, y lo tapó todo con el mismo lienzo.

—¿Dónde vas a ocultar el hábito?

—Puedo colocarlo entre el jergón y las tablas del catre.

—¿No hacen registros? Estarás perdido si lo descubren.

—No se me ocurre otra cosa.

—¿Podrías meterlo dentro del jergón?

—¿Cómo?

—Descosiéndolo por un lado. —Mariana se quitó una horquilla del pelo y arrancó una tira del forro de su capa—. Toma, ocúltalo. Con un poco de maña puedes utilizar la horquilla como aguja y sacar hebras de ahí. El jergón será un buen escondite. Supongo que no los abren.

—No he visto que lo hayan hecho antes. —Fernando no salía de su asombro—. ¡Eres increíble!

Mariana no hizo mucho caso al elogio. Estaba preocupada con otra cuestión que ya le había planteado a su primo en visitas anteriores.

—¿Has resuelto cómo piensas vestirte sin que nadie te vea, y cómo salir de la celda para llegar a la galería?

Si Fernando tenía ya un plan no pudo saberlo. El ruido de la llave en la cerradura indicó que el tiempo de visita había concluido. Mariana sintió alivio al ver aparecer a Bonifacio. Con él iba otro carcelero. Fue quien acompañó al capitán a su calabozo. Mientras caminaba hacia la salida suplicaba a Dios que al carcelero que conducía a Fernando no se le ocurriera inspeccionar la cesta. Caminaba en silencio, forzando el paso disimuladamente para salir lo antes posible. Cruzó los rastrillos, y cuando vio en la calle a Manuela charlando con el centinela, respiró muy aligerada.