22

La diligencia enfiló el paseo de las Delicias en dirección a Atocha cuando los últimos destellos del sol se debilitaban, anunciando la inminente llegada del crepúsculo. Había tardado cinco días en llegar a Madrid, uno más de lo previsto. Ese retraso podía resultar fatal. El ánimo de María Doménech estaba decaído y una angustia creciente se había apoderado de ella hasta convertir el viaje en un verdadero suplicio, sobre todo cuando, después de salvar el paso de Despeñaperros, se había roto una rueda del eje delantero y perdido casi media jornada. Se asomó a la ventanilla; un viajero, que la había tomado la víspera en Puerto Lápice, no dejaba de fumar unos apestosos cigarros. Notó el beneficio de una brisa que le refrescó el rostro. La calle estaba solitaria, sólo vio a los faroleros manejar sus largas pértigas para encender el alumbrado público. Dejaron atrás el hospital de San Carlos y subieron por el paseo del Prado hasta la confluencia con la calle de Alcalá. Allí había algo más de animación. Aquel Madrid mortecino encogió aún más su ánimo y, cuando llegó al antiguo palacio del marqués de Torrecilla, que servía de apeadero para las diligencias que entraban y salían de Madrid, estaba abatida por la tristeza.

En el patio del palacio había estacionadas numerosas diligencias, polvorientas y sucias las que acababan de llegar y limpias y preparadas las que habían de partir al día siguiente. Mucha gente esperaba a los viajeros y un enjambre de mozos de cuerda, dispuestos a ganarse unos reales, gritaban como si fuera una cantinela:

—¡Equipaje! ¡Equipaje!

María indicó a uno —un muchacho desgarbado que apenas habría cumplido catorce años— que se hiciera cargo del suyo. Le señaló dos de los bultos que el cochero y su ayudante, encaramados al techo de la diligencia, lanzaban sin el menor cuidado al pavimento. El mozo los atrapó en el aire con gran habilidad.

—¿Sólo esto, señora?

—Sólo esto.

Los colocó sobre sus cuerdas y se los echó al hombro porque eran una carga liviana: una maleta y una bolsa de piel.

—Señora, ¿quiere un coche?

—Sí, por favor.

—Entonces, sígame.

María fue tras el mozo apretando su bolso donde guardaba como un tesoro las peticiones de clemencia que había redactado el abogado. Una dirigida al rey y otra al secretario de Gracia y Justicia. En la calle, una fila de calesas esperaban posibles pasajeros. El mozo colocó los bultos en el maletero.

—¿Cuánto te debo?

—La voluntad, señora.

Le entregó una moneda de cuatro reales. Al muchacho le parecieron un regalo del cielo. La ayudó a subir al vehículo y aguardó hasta que el calesero fustigó las mulas y entonces le hizo una simpática reverencia de despedida, reconfortando el abatido ánimo de la esposa del capitán.

—¿Adónde, señora?

—Al número siete de Caballero de Gracia.

—¿A la fonda?

—Sí, señor.

María Doménech había estado en Madrid en otra ocasión, cuando su marido estuvo preso por haberse enfrentado a los Cien Mil Hijos de San Luis. Fue hecho prisionero en Vitoria y deportado a Francia. Una vez devuelto a España, estuvo en los calabozos del cuartel de San Gil, adonde ella le llevaba lo necesario para subsistir en la cárcel.

Llegados a su destino, el cochero bajó el equipaje y un mozo se hizo cargo de él. El dueño de la fonda, cuyo nombre era Las Tres Gracias, después de cobrar tres días por adelantado y de registrarla en el libro donde se anotaban todos los huéspedes, le dio una ficha.

—Tiene que rellenarla con sus datos personales… Es para la policía.

Una vez cumplido el trámite, le entregó la llave de su habitación e indicó al mismo mozo que había entrado su equipaje que la acompañara. Con la llave le entregó una carta que habían dejado para ella.

—¿Para mí?

—Su nombre es el que aparece en el membrete. Desde hace dos días, el caballero que la ha dejado ha venido, mañana y tarde, preguntando por usted.

—Muchas gracias —musitó María con un hilo de voz.

Nerviosa, siguió al mozo y, una vez sola en su habitación, abrió la carta. Las manos le temblaban.

Señora doña María Doménech.

Distinguida señora:

Mi nombre es Héctor de la Cámara y soy persona allegada a don Diego Calvo de León, el letrado que se encarga de la defensa de su esposo, el capitán don Fernando Álvarez de Sotomayor. Hace días recibí una misiva de don Diego en la que me encargaba, muy encarecidamente, que la auxiliara en todo lo relacionado con sus gestiones ante la Secretaría de Gracia y Justicia, así como en aquello que necesitase durante su estancia en esta Villa y Corte.

Me pedía don Diego que no dejase de acudir a la fonda donde le harán entrega de esta esquela. Así lo he hecho durante dos días. Por alguna circunstancia, su venida a Madrid ha debido de retrasarse y he decidido ponerle estas líneas.

Le suplico que, cuando las lea, me comunique su llegada a mi despacho, sito en la calle de la Montera, número 4, principal, para ponerme a su entera disposición.

Suyo afectísimo,

HÉCTOR DE LA CÁMARA Y LÓPEZ

Estaba tan nerviosa que hubo de leerla varias veces para empaparse de su contenido. Ahora se explicaba por qué don Diego le había insistido en que se alojase en Las Tres Gracias, aunque no le facilitó más información. Lo que no acababa de entender era cómo don Héctor sabía de las gestiones en la Secretaría de Gracia y Justicia. Salvo… que don Diego supiera de antemano cuál sería la sentencia que recaería sobre su marido.

Aunque era de noche, María decidió visitar a don Héctor. Tal vez estuviera todavía en su despacho. La animó saber que el número 4 de la calle de la Montera estaba muy cerca de la fonda. Un mozo, por indicación del dueño, la acompañó y apenas tardaron diez minutos en estar ante la puerta donde se leía: HÉCTOR DE LA CÁMARA Y LÓPEZ, y debajo: ABOGADO. Estiró los pliegues de su vestido, aun a sabiendas de que las arrugas, tras un viaje tan largo, sólo cederían con un buen planchado; sacudió su capa y recolocó las agujas que sujetaban su sombrero. Lo que no logró modificar fue ni la tristeza que velaba sus ojos ni la palidez de sus mejillas.

Al abrirse la puerta apareció un joven con manguitos y mitones, que sostenía un papel.

—¿Qué desea? —preguntó mirándola con curiosidad.

—¿Don Héctor de la Cámara?

—¿Tiene concertada visita?

—No, señor.

—Entonces, lamento decirle que…

—Dígale que soy María Doménech, la esposa del capitán Álvarez de Sotomayor.

—Lo siento, si no tiene cita…

—¡Se lo ruego, vengo desde Granada!

El joven vio su melancólica mirada y sintió conmiseración.

—Pase y aguarde un momento, por favor.

Cerró la puerta y se perdió por un largo pasillo. Al instante apareció don Héctor, que despidió al mozo que la acompañaba. Vestía levita, chaleco a cuadros y tenía un monóculo al que ayudaba a sostenerse una nariz prominente. Su cabello grisáceo estaba tan alborotado como sus frondosas patillas.

—¿Doña María Doménech? —preguntó inclinando la cabeza a modo de saludo.

—Gracias por recibirme a estas horas. La diligencia de Granada…

—¿Me permite? —la interrumpió ayudándole a desprenderse de la capa.

—Gracias, muchas gracias.

—¿Cuándo ha llegado?

—Hace apenas una hora. He leído su nota y he venido de inmediato.

—¿Qué tal el viaje?

—Muy penoso. Un accidente nos ha hecho perder mucho tiempo.

Don Héctor hizo un gesto difícil de calibrar.

—La esperaba un poco antes.

—¿Quiere decir…, quiere decir que he llegado tarde? —María se esforzaba por contener las lágrimas.

—En modo alguno, señora. Lamento mucho haberle… Sólo señalaba que he ido durante dos días, mañana y tarde, a Las Tres Gracias.

—El retraso lo causó la rotura de una rueda. ¡Los bandoleros no nos han molestado!

—No es poca cosa, mi querida doña María. Pero… acompáñeme, por favor. Estará muy cansada y yo sin ofrecerle un asiento.

La condujo hasta una salita discretamente amueblada.

—¿Qué puedo ofrecerle?

—Nada, don Héctor. Muchas gracias.

—Tome algo. ¿Una infusión? ¿Un cordial?

—Si no le es molestia, agua, por favor.

Don Héctor desapareció y regresó poco después sin el agua.

—Ahora se la traerán. La criada atiende a mi esposa, la pobre está impedida.

—¿Qué le ocurre? —se interesó María.

—Una vieja dolencia en sus piernas que ha acabado privándola de movilidad.

María lo lamentó y don Héctor se lo agradeció.

La criada apareció con una jarra y dos vasos en una bandeja de plata.

—Buenas tardes, señora.

Colocó la bandeja sobre una mesita y cuando iba a servir el agua, don Héctor le indicó que se retirase.

—Gracias, Juana. Yo la serviré, tú atiende a la señora.

María dio un sorbo a su agua y dejó el vaso sobre el pañito de punto.

—Me ha sorprendido mucho encontrarme con su carta, don Héctor.

—¿Por qué razón?

—¿Cómo sabía cuándo iba a venir?

—Porque don Diego Calvo de León me avisó con antelación.

—No… no lo acabo de entender. Él no podía saber…

Don Héctor carraspeó.

—Verá, doña María…, don Diego, a pesar de su juventud, tiene sobrada experiencia, y desde el comienzo del juicio, al ver cómo se desarrollaba, supo que la vista de la causa de su marido… Bueno, calculó que duraría pocos días. Con esa previsión me escribió y, si no hay problemas, una carta puede llegar de Granada a Madrid en un par de jornadas.

—¿Sólo dos días? —El rostro de María se había ensombrecido.

—Sí, señora. Por eso me advirtió para que estuviera al tanto de todo y me pusiera a su disposición.

—Eso significa que daba por sentado que yo vendría a Madrid. Entonces…, entonces es que preveía la sentencia antes de dictarse.

—Me temo que la respuesta es sí. Esos juicios son una farsa, una pantomima para mantener una ficción. En Madrid ocurren cosas que claman al cielo. El rechazo a que el rey acapare los poderes o la defensa de la igualdad de los hombres ante la ley basta para detener a las personas. Ayer, sin ir más lejos, encarcelaron a un librero de la Carrera de San Jerónimo por tener en su tienda algunos ejemplares cuyos autores están encarcelados. Me refiero a textos inocuos desde el punto de vista político, como letrillas amorosas o simples villancicos. ¡Es algo increíble! ¡Se ha perdido la decencia!

—Si don Diego conocía la duración del proceso y la sentencia, ¿por qué no preparó antes los papeles que traigo conmigo para solicitar el indulto?

Don Héctor dejó escapar un suspiro.

—Mi querida señora, actúan de forma perversa. Ya le he dicho que todo es una patraña, pura apariencia. Se escudan en que la petición de indulto ha de contener el texto de la sentencia con puntos y comas. Por eso don Diego se ha visto obligado a esperar a que la dicten para preparar las peticiones.

María dio un sorbo al agua. La angustia resecaba su garganta.

—Temo que mi viaje ha sido una pérdida de tiempo. Si un correo puede traer unos papeles de Granada a Madrid en dos días, la confirmación de la sentencia puede estar ya camino de Granada.

Don Héctor se quitó el monóculo y se pasó la mano por la frente, perlada de sudor.

—Lo que acaba de decir es cierto, pero a veces las confirmaciones se retrasan por causas muy diversas.

—¿Podría ponerme un ejemplo?

—Disculpe, señor —era Juana con un sobre en la mano—, se me olvidó darle esto.

—¿Quién lo ha traído?

—El escribiente de don Jaime.

—¡Cómo se te ha olvidado!

—Disculpe, pero la señora está hoy insoportable. ¡No me ha dejado ni un minuto! La trajo antes del almuerzo, mientras usted daba su paseo, y cuando lo cogí la señora me llamaba a gritos. Me lo metí en el bolsillo del delantal en lugar de dejarlo en su despacho. Lo siento mucho.

Don Héctor se puso el monóculo y leyó con avidez. Sus ojos brillaban. Plegó la cuartilla, se quitó el monóculo y clavó su mirada en los ojos de María.

—Me preguntaba antes por las causas que podían retrasar las confirmaciones de las sentencias. ¡Aquí tiene una! —exclamó en tono triunfal agitando el papel que acababa de leer—. El rey se marchó a cazar hace cuatro días y tardará otros tantos en volver.

—Eso…, ¿eso qué significa?

—Que aún no ha sido ratificada la sentencia de su esposo.

María sonrió y suspiró profundamente. Sus angustias por el retraso en el viaje se disiparon. Don Héctor la vio tan contenta que se sintió en la necesidad de rebajar la euforia. Tenía una larga y triste experiencia en la materia. El rey casi nunca era benevolente.

—No cantemos victoria, doña María. Simplemente, hemos salvado una situación complicada. El rey no es proclive al perdón. ¿Sabe lo que ocurrió con el Empecinado?

—No. —María acompañó su negativa con un movimiento de cabeza.

—Después de lo de los Cien Mil Hijos de San Luis, huyó a Portugal. Allí estuvo hasta que, acogiéndose a la amnistía que decretó el rey a principios de mayo de 1824, decidió regresar a España. Cuando Fernando VII se enteró, mandó prenderlo, pese a cumplir todos los requisitos señalados en la amnistía. Los voluntarios realistas lo condujeron a Roa, amarrado y sujeto a una cuerda, como si fuera un animal. Cuando llegaron al pueblo habían alzado un cadalso en la Plaza Mayor y lo subieron para que la gente lo insultara. Le dijeron las mayores infamias e incluso lo apedrearon.

—¿Las autoridades no lo protegieron?

—Al contrario, animaron al populacho. El alcalde, cuyo nombre no recuerdo, le tenía inquina y era quien le había preparado tan ignominioso recibimiento. Su causa debería de haberse visto en la Chancillería de Valladolid, donde tal vez hubiera recibido un trato menos duro, pero lo juzgó el alcalde.

—¿Acaso ese alcalde era juez?

—No, pero el rey lo facultó para ello. Tras una farsa, llamar a lo que ocurrió juicio es una ignominia, fue condenado a muerte. El rey ratificó la sentencia que lo condenaba a ser ahorcado en la Plaza Mayor de Roa. Pidió ser fusilado como correspondía a su condición de capitán general.

—¿Lo fusilaron?

—No. El Empecinado, al darse cuenta de que iban a colgarlo, tiró con tanta fuerza que las esposas saltaron. Trató de arrebatar la espada a uno de los soldados que lo escoltaban camino de la horca, para morir dignamente luchando por su vida, pero no lo consiguió. Lo amarraron con una maroma sujetándole los brazos al cuerpo y lo colgaron. Algunas historias cuentan que, antes de atarlo, lo cosieron a bayonetazos y que en la horca su cuerpo se desangraba a chorros.

—¡Dios mío! —exclamó María, a punto de llorar.

—Sé que contarle esta historia en sus circunstancias es poco recomendable, pero no quiero que se haga muchas ilusiones. El Empecinado fue un héroe de la guerra de la Independencia. Su guerrilla llegó a sumar más de quince mil hombres, un verdadero ejército organizado en compañías, batallones y regimientos. ¡Ya ve de qué le sirvió luchar contra los franceses para que Fernando VII ocupara de nuevo el trono! —Don Héctor bajó el tono y añadió—: Estoy convencido de que nos habría ido mucho mejor con Pepe Botella.

—¡No merece ser rey! ¡Es un felón!

—No lo sabe usted bien. Hoy se conoce que durante la guerra de la Independencia, cuando estaba preso en el castillo de Valençay, escribía cartas a Napoleón con parabienes y felicitaciones por sus victorias contra los españoles.

—¡No me lo puedo creer!

—Créaselo, doña María, porque no es un rumor. Como usted ha dicho, es un felón. ¡En fin, no quiero entretenerla! Mañana la acompañaré al Ministerio de Gracia y Justicia. Allí tengo algunos amigos que se tomarán con interés su petición. Después iremos a palacio para entregar la que está dirigida al rey. También allí conozco a algunas personas, aunque le prevengo que el rey, fuera de la camarilla que forma su círculo íntimo, apenas escucha a nadie.

—¿Es verdad que esa camarilla la forman aguadores, esportilleros y caballerizos?

—Es verdad, los capitanea el duque de Alagón.

María se levantó y ofreció su mano a don Héctor.

—No sé cómo podré pagarle su ayuda y sus desvelos.

—Con verla sonreír, me siento pagado. ¡Ojalá su viaje no sea en vano!

—¿Cuándo tendremos respuesta a la petición?

—No se preocupe por eso. Sea cual sea, lo sabremos al instante.

María asintió. Había observado que don Héctor, a pesar de ser abogado de los acusados de delitos políticos, estaba bien relacionado en las alturas de la corte.

La acompañó al vestíbulo y la ayudó a ponerse su capa.

—Aguarde un momento, doña María.

Regresó al cabo de un instante acompañado por el joven que le había abierto la puerta, quien se había desprendido de los manguitos y los mitones y se abrigaba con un paletó de paño grueso.

—Fernando, mi ayudante, la acompañará a la fonda. Aunque está cerca, es tarde y no resulta conveniente que una dama ande sola por las calles a estas horas.

—¿A qué hora dan el toque de queda?

—Aquí lo eliminaron hace algunas semanas. Calomarde sabe que en Madrid, por ahora, el liberalismo está descabezado. ¿En Granada se mantiene?

—Sí, el subdelegado de policía es muy rígido.

—¿Quién ocupa ese cargo?

—Don Ramón Pedrosa.

—Un sujeto poco recomendable. —Don Héctor resopló—. Mañana a las diez pasaré por Las Tres Gracias para recogerla. ¿Le parece bien?

—Lo estaré esperando.