21

Diéguez había descubierto en don Matías un aficionado a la arquitectura. Le preguntaba sobre las construcciones de aire morisco y lo ponía en aprietos. Él nunca se había sentido atraído por aquellos edificios que, según don Matías, nos hablaban del pasado mucho más de lo que pudiera pensarse. Con las manos a la espalda observaba con detenimiento los recovecos de Puerta Elvira.

—Admirable, Diéguez, admirable. Esto más que una puerta es un edificio.

Pasó bajo el arco y se detuvo en las capillas que, a modo de grandes hornacinas, se abrían en uno de sus lados. Era una especie de zaguanete de donde arrancaba un pasadizo abovedado que conducía a los puestos y tiendas de la calle de Elvira.

—¿Qué virgen es ésta? —preguntó mirando un lienzo antiguo.

—Nuestra Señora de las Mercedes. Está ahí desde tiempos de los Reyes Católicos. Cuando la guerra contra los gabachos quedó muy maltratada.

—Los franceses fueron como una peste. Robaron a mansalva y lo que no podían llevarse lo destrozaban. Por lo que veo tiene muchos devotos. —Miró la pared renegrida y la masa informe de cera derretida que se amontonaba en una especie de jaula y de la que emergían algunas velas a medio consumir.

—Son muchos los que vienen a pedirle alguna merced para que los saque de apuros.

—¿Dónde apareció exactamente el cadáver?

—Ahí. —Diéguez señaló un recoveco bajo el arco—. La tienda del librero que vamos a visitar es aquélla.

Don Matías observó el lugar un buen rato en silencio.

—¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta cuando lo trajeron?

—Era la festividad del Corpus. La fiesta más importante de Granada. Las ordenanzas municipales obligan a cerrar las tiendas durante la procesión.

—¿Visitamos al librero?

—Cuando quiera.

Un rótulo sobre el dintel de la puerta señalaba la librería dos casas más allá del arco. Los recibió un agradable olor a tinta fresca y papel, junto al tintineo de una campanita colocada de forma que sonaba al abrir la puerta. En los anaqueles podían verse algunos volúmenes de obras religiosas, rimeros de hojas volanderas e impresos varios. A don Matías le llamó la atención un cartelón colgado de la pared. En una veintena de burdas viñetas se contaba una historia de bandoleros. Tras el mostrador se veía a dos aprendices que cosían en los telares los cuadernillos de unos libros, unas gavetas en cuyos cajones asomaban tipos de plomo en sus respectivos compartimentos y una prensa de tornillo en la que se afanaba el librero, que había levantado la cabeza al escuchar el tintineo de la campanilla, pero no había dejado de entintar la plancha. Cuando hubo concluido, se limpió las manos con un trapo manchado.

Se llamaba Sebastián Ortega. Rondaría los sesenta años y llevaba en el oficio de impresor y librero, heredado de su padre, más de cincuenta. Tenía la piel muy blanca, el pelo canoso y los ojos grises. Usaba lentes para ver de cerca y cuando miraba más lejos lo hacía por encima de los cristales. Identificó a Diéguez y se puso muy serio, a pesar de saber que era uno de los pocos agentes de Pedrosa con quien se podía hablar y el único que se dirigía a él llamándolo de usted. Las relaciones de los impresores con la policía eran malas, con frecuencia eran sometidos a registros exhaustivos y a amenazas muy graves por simples sospechas.

—¿En qué puedo servirles? —preguntó sin soltar el trapo.

—Este caballero, don Matías Marculeta, desea hacerle unas preguntas. Sobre el cadáver que encontró usted el día del Corpus.

—Ya he declarado todo lo que sé acerca de ese asunto. —Fue casi una protesta.

—Siempre hay detalles que afloran cuando se recuerdan las cosas, y esos detalles pueden ser muy importantes.

Don Matías le ofreció la mano, que Ortega estrechó receloso. Hizo un gesto de resignación y los invitó a pasar a una oficinilla donde imperaba el desorden más absoluto. Se acomodaron como pudieron en torno a una mesa que rebosaba de papeles.

—Cuénteme las circunstancias en que descubrió el cadáver.

—La mujer estaba junto al oratorio, como si se hubiera sentado; tenía la espalda pegada a la pared, parecía dormir… —recitó el librero de mala gana.

—Pero usted se dio cuenta de que no dormía, ¿por qué razón?

—Por el sambenito —respondió de inmediato.

—¿Quiere explicarme eso, por favor?

—Me llamó la atención, porque el tribunal de la Inquisición está abolido. No hay penas que obliguen a llevarlo.

—¿Era un sambenito nuevo?

—No, señor, viejo y ajado, incluso polvoriento.

Don Matías miró a Diéguez, que comentó a modo de excusa:

—Nadie me informó de ese detalle.

—¿No vino usted aquí?

—No. Como ya le dije, el subdelegado me encomendó el caso después de que apareciera el cadáver de doña Cecilia Coello de Portugal. No estuve aquí el día del Corpus, aunque he visitado a Sebastián en un par de ocasiones.

—Nadie me preguntó acerca del sambenito —se excusó el librero—. ¿Es importante?

—Muy importante, ¿ve como siempre aparecen detalles? ¿Recuerda algo más?

—Sí. La decoración del sambenito. Las llamas apuntaban hacia arriba.

Don Matías arrugó el entrecejo.

—¿Las llamas hacia arriba tienen algún significado?

—Sí, señor. Quien lo llevaba en un auto de fe había sido condenado a la hoguera. Si las llamas apuntaban hacia abajo, al penitenciado le habían aplicado otro tipo de pena.

—Muy instructivo —concedió el agente de la Intendencia.

Don Matías le hizo numerosas preguntas acerca de las circunstancias en que se produjo el hallazgo del cadáver y también relativas a los sambenitos, su significado y simbología. El librero demostró estar versado en la materia. Una vez en la calle, Diéguez le dijo que a la víctima la habían enterrado con el sambenito y que podía fiarse de lo que el librero les había contado.

—Conoce con detalle los pormenores de los sambenitos, ¿verdad?

—Sebastián Ortega fue penitenciado a llevar uno durante un tiempo.

—¿Qué delito cometió?

—Al parecer, tenía algunos libros incluidos en el Índice.

—En España leer resulta a veces muy peligroso.

A Diéguez le habría gustado continuar con aquella conversación, apenas iniciada, pero no disponían de mucho tiempo. Pedrosa los había citado a la una, quería información sobre las pesquisas y don Matías deseaba visitar Santa Escolástica. Estaban cerca del templo cuando el investigador, que parecía muy interesado en lo relativo a los sambenitos, comentó:

—Habría que comprobar si ha desaparecido un sambenito de los expuestos…

—¡En Granada hay más de medio centenar de iglesias! —lo interrumpió Diéguez.

—Supongo que no habrá sambenitos expuestos en todas. El subdelegado podría encargar ese trabajo a otros. Se lo diremos en la reunión.

Llegaron a la parroquia y entraron en un atrio protegido por una verja de hierro. Don Matías echó una ojeada.

—¿Dónde estaba exactamente el cadáver de doña Cecilia?

—Aquí, en la escalinata, acurrucada, como si pidiera limosna.

—¿Quién la encontró?

—El sacristán. Había dado el primer toque de misa primera y le extrañó ver a una limosnera tan temprano y el capirote con que cubría su cabeza, una coroza —aclaró Diéguez—. También lo escamó ver que vestía ricas prendas, fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba muerta.

—¿La coroza estaba decorada?

—Recuerdo que había dibujados unos diablillos que danzaban sobre las llamas.

—¿Tiene algún significado?

—Le pregunté a Sebastián Ortega y me dijo que era la coroza de un penitenciado condenado a la hoguera. Por cierto, recuerdo que era nueva, a diferencia del sambenito que vestía el cadáver de Puerta Elvira.

Observaban la escalinata cuando sonó una voz a su espalda.

—¿Puedo serles útil en algo?

Era un sacerdote con el manteo recogido sobre el brazo y la teja en la mano.

—Buenos días, don Bernardo —lo saludó Diéguez—. Le presento a don Matías Marculeta, de la Intendencia General de la policía. Don Bernardo de Oteiza es el párroco de Santa Escolástica.

—Sólo soy su compañero de fatigas —añadió con humildad don Matías.

—¿Buscan alguna cosa? —preguntó el párroco con cara de pocos amigos.

—Hacemos pesquisas sobre las muertes…

—¡La gente está soliviantada con esa historia del verdugo de la Inquisición! —El sacerdote se encasquetó la teja y recolocó el manteo sobre su brazo.

—No es para menos —respondió Diéguez.

—En fin, queden con Dios. ¡A ver si consiguen descubrir a ese sujeto! ¡Es un peligro que ande suelto!

El párroco se perdió por la calleja. Hacía algunos días que dudaba si hacía bien con no declarar lo que sabía. Lo enervaba la muerte de doña Cecilia y, más aún, las cosas que oía decir sobre ella. Don Matías y Diéguez decidieron marcharse. Faltaban pocos minutos para la reunión. Llegaron con tiempo, pero tuvieron que hacer antesala. Pedrosa se mostró frío, incluso descortés, cuando supo que los avances eran limitados e indicaban que no parecía haber un grupo detrás de los asesinatos.

—No podemos asegurarlo, pero todos los indicios apuntan en esa dirección.

—¡Un solo individuo no puede llevar los cadáveres a los lugares donde han sido expuestos! ¡Eso es imposible! —clamó Pedrosa.

—No lo es, al menos en el primero de los crímenes —replicó don Matías—. Un sujeto llevó el cadáver a la ermita de San Antón. Lo confirma el ermitaño.

—¿Da usted algún crédito a ese viejo chiflado? ¿Por qué no se lo dijo cuando apareció el cadáver? —Recriminó a Diéguez con la mirada.

—El señor subdelegado recordará que no he estado en el caso hasta que apareció el cadáver de doña Cecilia Coello de Portugal.

Pedrosa dio un puñetazo en la mesa.

—¡Podía haber esclarecido algo en todo este tiempo!

Diéguez iba a decir algo, pero don Matías fue más rápido.

—En mi opinión, el agente ha realizado una labor meritoria. No pierda de vista que estamos ante unos asesinatos poco comunes. Los asesinos no suelen exponer al público a sus víctimas, más bien al contrario, tratan de ocultar las pruebas de su delito.

—¡No se avanza en la investigación! —Pedrosa estaba descompuesto.

—Insisto en que las cosas no son fáciles. A propósito, necesitaríamos un par de hombres para recorrer los templos donde se exponen los sambenitos.

—¿Para qué? —Pedrosa se mostraba insolente.

—Para comprobar si falta alguno.

El subdelegado miró fijamente a don Matías.

—¿Han descubierto algo que no me han dicho? —preguntó suspicaz.

—El cadáver que apareció en Puerta Elvira llevaba un sambenito…

—¡Eso ya lo sabemos!

—Pero quizá el subdelegado ignore que se trataba de un sambenito usado. Posiblemente robado de los que se exhiben en algunas iglesias.

—¡Habrían denunciado el robo!

—Es posible —concedió don Matías—. Pero ¿perdemos algo con averiguarlo?

—¡Espero que no sea una pérdida de tiempo!

—Eso es algo que jamás se sabe de antemano.