20

A una legua de Zafarraya el camino discurría por una nava que regaba un riachuelo sin apenas agua, pero que podía ser caudaloso según señalaban sus riberas. Se tomaron un breve descanso que Burel aprovechó para ponerse un pañuelo rojo al cuello antes de proseguir el camino. Aquella especie de meseta, cada vez más árida y estrecha, quedó reducida a poco más que un desfiladero donde el viento se encajonaba y ululaba de forma poco tranquilizadora. La venta de los Muleros se encontraba en un páramo, un lugar solitario y aislado, perdido en medio de los riscales que resguardaban un pequeño valle. Allí se alzaban algunas chabolas que, por su aspecto, parecían refugios de pastores. Parte de la recua se detuvo junto a las bardas de la venta en un portón que daba a un patio, tras el cual se encontraba la construcción principal. La parada se limitó el tiempo justo para que Magdalena se apease y Burel descargara el equipaje. Había prisa. La luz menguaba y todavía quedaban tres leguas hasta Alhama. La despedida fue breve, un apretón de manos con Manuel y un saludo con la cabeza a Margarita, que abrazó a Magdalena diciéndole que si iban por Antequera, ya sabía dónde encontrarla. El arriero, que ayudó a Burel a descargar el fardo, exclamó al tentarlo:

—Amigo, ¿qué lleva aquí? Esto pesa como el plomo.

Burel no contestó. Con Magdalena agarrada a su brazo permaneció junto al portón hasta que hombres y bestias se perdieron por un recodo. La venta tenía dos plantas y ofrecía un aspecto sucio y de abandono, con grandes desconchones en la fachada. Adosados, se levantaban los establos y dos cobertizos donde se veían unos montones de paja y un revoltijo de utensilios.

El ventero los observaba inmóvil desde la puerta. Era un tipo enteco y cetrino, con el pelo gris, tenía unas patillas rizadas que cubrían casi por completo sus mejillas y un bigote rematado en puntas que le bajaba por las comisuras de la boca. La pareja debía de parecerle poca cosa a deducir por su actitud. Echado en el quicio de la puerta vio a Burel y Magdalena cargar con el equipaje y cruzar el patio en cuyo centro se alzaba el brocal de un pozo con todo lo necesario para sacar agua. Al llegar a donde estaba el indolente ventero, Burel lo saludó:

—¡Dios le guarde!

—¿Buscan alojamiento? —preguntó sin molestarse en devolver el saludo.

—Si el precio nos acomoda…

El ventero sonrió de forma maliciosa.

—Ocho reales por cada uno.

—¡Ocho reales! —exclamó Burel ante un precio que era una estafa.

—Va incluida la comida —añadió el ventero dominando la situación.

Seguía siendo un robo, pero era lo que había. Burel exprimió las posibilidades.

—Por ese precio, ¿la alcoba no será compartida?

El ventero pareció meditar y luego asintió.

El interior no mejoraba el aspecto de la fachada. El suelo era de tierra apisonada y había un olor extraño, procedía de los manojos de hierbas que colgaban de las vigas del techo. Ardían las dos chimeneas que había en los extremos de la estancia y en un rincón una escalera de madera conducía a la planta alta. Burel echó una ojeada al panorama con Magdalena aferrada a su brazo. En torno a una mesa, tres individuos bebían unas jarrillas de vino y vociferaban, y en otra un tipo que parecía dormitar, cubría su rostro con el catite y, metido en la faja que sujetaba unos calzones de perneras abotonadas, se veía el puño cachicuerno de una faca descomunal. Gastaba polainas de cuero y en el respaldo de la silla había una manta alpujarreña de vivos colores.

—Indíquenos nuestra alcoba.

—Primero quiero ver los dieciséis reales.

—¿Sin ver la habitación?

—Es la norma.

Burel sacó un bolsillo donde llevaba el dinero para los gastos y le entregó la suma. El ventero contó por dos veces los reales y, después de guardarlos en una faltriquera roñosa que colgaba de su cinturón, le dijo:

—Acompáñenme. —Fue una orden, más que una invitación.

El ventero, que parecía hombre de pocas palabras —cosa extraña en la gente de su gremio—, se limitó a mostrarles el cuarto. Era tan pequeño que casi lo llenaba una especie de tarima sobre la que reposaba un jergón de lona listada; dos mantas raídas de color indefinido ocupaban el lugar de la almohada. Unas tablas sujetas con cuerdas a la pared hacían las veces de armario y sobre una repisilla había un candil. El resto del mobiliario se reducía a un taburete y unos huesos empotrados en la pared para usar como perchas. La ventana, un tragaluz, estaba protegida por una tela encerada. A su lado la habitación que habían disfrutado en la posada de Loja, con cama y aguamanil, era palaciega.

—¿Para lavarse? —preguntó Burel.

—En el pozo del patio.

—¿Y mi esposa?

El ventero miró a Magdalena de forma descarada.

—Para la señora traeré una palangana. ¡Ah! El aceite del candil no está incluido en los dieciséis reales.

—Está bien. Deme la llave.

—¿La llave? —El ventero hizo un aspaviento—. ¡En esta casa no hay llaves!

—Entonces, ¿cómo se cierra la puerta? —preguntó Burel, conteniéndose para no explotar de indignación.

—Echando esa aldaba —respondió el ventero como la cosa más natural.

—¿Y cuando estemos fuera?

En lugar de responder, el ventero hizo un gesto de displicencia y se encogió de hombros. Antes de desaparecer, comentó despreciativo:

—Ni que tuviera el tesoro del rey Salomón.

El ventero se marchó y Burel echó la aldaba y aseguró la puerta.

—¿Qué vamos a hacer, Antonio? —Magdalena estaba a punto de romper a llorar.

—Por lo pronto, tranquilizarnos y no prestar mucha atención a ese rufián.

—¿Dónde vamos a guardar el dinero? No me fío un pelo de ese tipo.

—Tampoco yo.

—¿Entonces?

—Tranquilízate. No creo que vayamos a estar aquí mucho tiempo. Los bandoleros pusieron la fecha y supongo que estarán al acecho. No me sorprendería que nos vigilaran cuando veníamos por el camino.

—Pero mientras aparecen… —insistió Magdalena.

Burel miró alrededor. No había un mal sitio donde ocultar el dinero, aunque sólo fuera durante unas horas. Tendría que llevarlo consigo al salir o quedarse en el cuarto, y como lo segundo no era posible porque tenían que hacerse ver, decidió cargar con el fardo. Era una mala elección porque despertaría las sospechas del ventero y de algún sujeto más de los que estaban abajo. La participación de venteros en crímenes horribles era tema de conversación de muchas familias al calor del hogar. El aspecto de aquel lugar, que a Magdalena le parecía más siniestro conforme pasaban los minutos, y la actitud del ventero abonaban esos relatos espeluznantes.

—¿Qué habrá debajo de esas tablas? —preguntó señalando la tarima.

Burel tiró del jergón y comprobó que entre tabla y tabla quedaba casi un palmo. Allí podían guardarse los talegos con los duros, pero sabía que si alguien husmeaba en la habitación, sería el primer sitio donde miraría.

—No me convence, Magdalena. Lo malo es que no hay otro.

—Pues hay que decidirse. Si los bandoleros vienen y no nos ven…

Se llevó las manos a la cara y rompió a sollozar. Habían sido demasiadas emociones. Burel la estrechó entre sus brazos y le susurró palabras de aliento y cariño.

Unos suaves golpes en la puerta pusieron fin al abrazo. Burel se llevó el dedo índice a los labios pidiendo silencio y aguardó a que llamasen de nuevo. Los segundos se les hicieron eternos a los dos, hasta que sonaron de nuevo los golpes.

—¿Quién llama?

—Ábrame, por favor. Tengo que darle un recado. —Era una voz de mujer.

—¿Quién es usted? —preguntó Burel acercándose con sigilo hasta la puerta.

—La hija del ventero.

Hizo una señal a Magdalena para que se pegara a la pared y no fuera visible desde la puerta. Palpó la navaja que llevaba oculta en la faja y gritó:

—¡Un momento, ya le abro!

Levantó la aldaba y tiró con fuerza de la puerta para sorprender a quien estuviera al otro lado. Era una jovencita que no habría cumplido los quince años.

—Me han dicho que le dé esto. —Le entregó un papel y se marchó a toda prisa.

Burel salió al pasillo y la siguió con la mirada hasta que bajó la escalera y antes de entrar en el cuarto cerró la puerta.

—¿Qué es?

—Me lo ha dado la hija del ventero.

Desdobló el papel y lo leyó para que Magdalena también se enterase.

Si son los vecinos de la calle de Elvira, acudan a la puerta de la venta. Allí un hombre les dará instrucciones.

Burel se quedó en silencio y ella le preguntó:

—¿Será una trampa del ventero?

—Supongo que no.

—¿Por qué?

—Quien lo ha escrito sabe que vives en la calle Elvira. Hay que ir a la puerta.

—Si vamos, sabrán que traemos el dinero y pueden tendernos una trampa.

—Pueden tendérnosla de todas formas. En cualquier caso, no vamos a llevar el dinero. Espera que vuelva. Cuando salga, echas la aldaba y no abras a nadie. ¿De acuerdo?

Magdalena asintió y Burel volvió a leer el papel. Había un detalle de aquellas líneas que le había llamado la atención, pero no quiso comentarlo con Magdalena. Se ajustó la faja para colocar la pistola que ocultaba y sacarla sin problemas, si era necesario; también dispuso la navaja para tirar de ella con facilidad.

—¡Ten mucho cuidado!

Magdalena lo abrazó ocultando la cara en su hombro.

—Lo tendré, aunque sólo sea por la cuenta que me trae. —La agarró por los brazos, la besó en la boca y salió de la alcoba.

Abajo, los tres individuos que compartían vino y conversación cuando llegaron seguían gritando y bebiendo, pero el sujeto que parecía dormitar había desaparecido. El ventero y su hija disimulaban, afanándose en torno a la chimenea. Se encaminó hacia la puerta pendiente de cualquier movimiento extraño.

Fuera, el viento soplaba con fuerza y la tarde declinaba. En poco más de una hora las sombras dominarían el lugar.

Junto al brocal del pozo, con un cigarro en la boca, estaba el sujeto que antes ocupaba la mesa de la venta. Burel se acercó con cautela y, cuando estaba a unos pasos, a pesar de tener calado el catite hasta las cejas, se quedó mirándolo con cara de incredulidad.

—¡Por todos los demonios!

El individuo, al ver a Burel, tiró el cigarro y también se quedó paralizado.