La diligencia salió de la posada de las Imágenes tirada por cinco parejas de mulas y enfiló la Carrera del Genil con casi una hora de retraso. Entre los pasajeros se contaban Burel y Magdalena, que al día siguiente tenían que estar en la venta de los Muleros para evitar que los bandoleros cumplieran su amenaza de cortar una oreja a don Fulgencio. Eran viajeros de tercera clase y se acomodaban en la parte del cabriolé. Allí compartían espacio con los equipajes, pero no las penalidades de los viajeros de cuarta, los que iban en la rotonda, instalados en la parte trasera donde, según la estación, recibían directamente el polvo o el barro del camino. Burel descartó las comodidades de las mejores plazas tanto por ahorrar algunos reales como por viajar cerca de los dos talegos que, disimulados en una bolsa, contenían el dinero. Los cocheros no cesaban de fustigar a las mulas para recuperar el retraso y salvar las ocho leguas y media que separaban Loja de Granada en una jornada. Tenían a su favor que todas las plazas de la diligencia iban ocupadas y que ningún viajero bajaría antes de Loja.
La lluvia que los acompañaba desde la salida de Granada había cesado al tiempo que un frío, cada vez más intenso, les estaba calando los huesos. Magdalena se protegía con un grueso manto de lana y Burel con un tabardo forrado de piel. Se detuvieron para almorzar en la alquería de Láchar, donde los viajeros comieron de sus propias viandas, y llegaron a Loja anocheciendo y chispeando. Encontraron acomodo en una posada junto al pósito y allí preguntaron al posadero cómo ir a la venta de los Muleros.
—Están de suerte. Aquellos arrieros —señaló a un grupo de gente que se calentaba junto a una chimenea— viajan a Alhama y pasarán por Zafarraya. Ese matrimonio se ha ajustado con ellos. —Miró hacia una mesa donde un hombre y una mujer daban buena cuenta de unos cuencos de sopa—. Ella padece dolores reumáticos y va a tomar las aguas en Alhama.
Burel y Magdalena agradecieron la información y observaron a los arrieros. Eran gente ruidosa. No paraban de gritar, reír y pasarse un pellejo de vino con el que acompañaban un guiso de alubias. Transcurridos unos minutos decidieron acercarse a la mesa donde estaba el matrimonio.
—Disculpen —se excusó Burel.
La mujer no levantó la vista del cuenco y el hombre alzó la mirada con aire desconfiado.
—Tenemos entendido que van ustedes a Alhama.
—¿Le importa mucho? —preguntó el hombre, amoscado.
—Les pido disculpas si les he molestado. El posadero nos ha dicho que van a hacer el camino con esos arrieros —Burel los miró, seguían con sus risas y chanzas— y querríamos saber la cantidad por la que se han ajustado. Podría interesarnos hacer el camino, pero antes nos gustaría saber cuánto cobran.
La explicación disipó parte del recelo. La mujer alzó la vista y miró a Magdalena.
—¿También van ustedes al balneario?
—No, señora. A un lugar perdido en la serranía, a medio camino entre Loja y Alhama. A la venta de los Muleros, cerca de Zafarraya.
Al hombre, las hechuras de Magdalena y Burel no debieron de parecerle mal. Los invitó a tomar asiento. Burel le ofreció su mano.
—Permítame presentarme, mi nombre es Antonio José Burel y… mi esposa se llama Magdalena.
El hombre le estrechó la mano con fuerza y Magdalena se hinchó satisfecha.
—El mío es Manuel Sierra y mi esposa se llama Margarita. ¿Quieren un poco de sopa? No es nada del otro mundo, pero con este frío calienta las tripas.
—Se lo agradezco, pero no queremos molestar.
—No es molestia, amigo. Además, la que queda en el caldero —señaló uno que borboteaba a la lumbre de una chimenea pequeña— he tenido que pagarla y no es cuestión de reventar. ¡Si no aceptan, les van a cobrar a ustedes otro caldero! —El hombre soltó una carcajada—. Sopa es lo único que preparan. Venga, siéntense.
Magdalena y Burel se acomodaron a la mesa y ella miró hacia los arrieros.
—Me parece que a ésos les han servido otra cosa —comentó en voz baja.
—Lo han traído ellos y el posadero se lo ha preparado —respondió Margarita.
—¡Vamos, anímense con la sopa! —insistió Manuel, que, por las trazas, era un agricultor acomodado y parecía, una vez superado el recelo inicial, un hombre jovial.
Magdalena miró a Burel y éste asintió con la cabeza.
—Muy agradecidos…, sólo queríamos información.
—¡Eh, posadero! —gritó Manuel—. ¡La sopa y otros dos cuencos!
La respuesta fue un gruñido. Dejó los cuencos y el caldero sobre la mesa, sin molestarse en servir la sopa. Había hecho un mal negocio.
—Ésos van a pedirles dos reales por cabeza y si quieren ir en una cabalgadura, tendrán que doblar el precio. Transportan una partida de sal a Alhama y allí cargarán higos secos, pasas y almendras. Son unos truhanes.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Burel.
—Porque llevan la mitad de la recua vacía y doblan el precio por una cabalgadura.
—Es mejor ir subido en una mula o en un borrico —añadió Margarita—. El camino es malo y cuando se interna en los peñascales…
—Tal vez, si hacen la mitad del recorrido, les cobren algo menos. Pero ándense con cuidado. Como les he dicho —Manuel bajó la voz hasta reducirla a poco más que un susurro—, son unos truhanes y les sacarán todo lo que puedan.
Después de dar cuenta de la sopa, que, efectivamente, era poco sustanciosa, pero calentaba el estómago, Burel se acercó a los arrieros que seguían con sus chanzas. Después de una larga conversación regresó a la mesa.
—¿Qué? —preguntó Manuel.
—No ha habido forma de que bajen de tres reales por cabeza.
—¡Será con cabalgadura incluida!
—Sí, he seguido el consejo de su esposa.
Al cabo de una hora, Burel y Magdalena conocían la vida y milagros del matrimonio. En efecto, Manuel era un agricultor acomodado, oriundo de Antequera. Todos los años, por otoño —el médico que atendía a Margarita sostenía que era la mejor época del año para tomar las aguas—, viajaban a Alhama y siempre se encontraban el mismo problema. El viaje de Antequera a Loja lo hacían en la diligencia que venía de Málaga para Granada, pero llegar a Alhama desde Loja era complicado. Magdalena se distrajo algo de la creciente angustia que la embargaba y que no había dejado de aumentar durante el viaje.
—Si no es indiscreción, ¿qué asunto les lleva a esa venta? —preguntó Manuel.
La pregunta los cogió desprevenidos. Hasta aquel momento el matrimonio no había cesado de hablar de sus cosas, sin mostrar interés por el motivo de su viaje. Magdalena y Burel apenas habían hecho algún comentario. Burel reaccionó con rapidez procurando no mentir. Le parecía una bajeza proceder así con quienes los habían invitado a cenar y contado sus vidas, pero no podía desvelar el motivo de su viaje ni que en su equipaje llevaban seis mil reales.
—Cosas de familia…, un asunto delicado.
Manuel se mostró discreto y se limitó a decir:
—Comprendo.
Parte de los arrieros se habían retirado. La dura jornada que les esperaba comenzaría con las primeras luces del día. El ruido había disminuido de forma considerable. Los que apuraban los últimos tragos de vino hablaban ahora en voz baja. Desde la calle llegaron las campanadas de un reloj próximo, sonaron rotundas en el silencio de la noche. El agricultor estiró las piernas y dejó escapar un bostezo.
—Las once, va siendo hora de acostarse. Mañana nos aguarda una buena paliza.
Burel y Magdalena se retiraron a su aposento, un cuartucho en la planta baja con entrada por el hueco de la escalera; lo mejor era una pared medianera con la chimenea que caldeaba la alcoba. Burel atrancó la puerta utilizando la única silla de que disponían. Si alguien quería entrar, tendría que echar la puerta abajo. La cama era de tablas y el jergón, relleno de hojas de mazorca, crujía al menor movimiento. A pesar de las circunstancias, la pasión de los enamorados hizo que sus lances amatorios retrasaran el necesario descanso hasta bien pasada la medianoche.
El canto de un gallo despertó a Magdalena, que entreabrió los ojos con dificultad. Por las rendijas de los postigos entraba la suave claridad del amanecer y se oía movimiento en la escalera. Dio con el codo en el costado de Burel, que roncaba plácidamente; lo único que consiguió fue que dejara de roncar. Así que lo besó con suavidad en la boca y, sobresaltado, Burel se incorporó mirando a su alrededor con aspecto de no saber dónde se encontraba.
—¿Dónde estoy?
—En Loja, en la posada.
Se pasó la mano por la cabellera, como si el gesto le ayudara a recordar. Miró a Magdalena y la abrazó; al ver la luz entrar por el postigo, exclamó:
—¡No podemos entretenernos! El arriero dijo que saldrían al amanecer. ¡Vamos, Magdalena, vamos! No quiero pensar que se hayan marchado.
Con agua de la jofaina se lavaron de forma somera y se vistieron a toda prisa.
—Mi tío dice que los arrieros madrugan la víspera, pero que luego…
—Esperemos, por su propio bien, que en este caso tu tío tenga razón.
Burel comprobó que el equipaje estaba en orden, quitó la silla de la puerta y observó que fuera había mucho movimiento. Junto a la chimenea los arrieros bebían unos tazones de leche en los que migaban trozos de pan y, apartados del grupo, Manuel y Margarita despachaban unas migas con torreznos. Se sentaron a su lado y el posadero les ofreció también migas, que ellos aceptaron.
Se pusieron en marcha y antes de las ocho dejaban Loja por la Puerta de Granada, dispuestos a acometer las primeras rampas que los conducirían hasta las sierras de Tejeda y Almijara, un predio de bandoleros que, por el valle de Abdalajís, El Chorro y Ardales, se internaba en la serranía de Ronda.
Magdalena y Margarita, subidas en unas hacaneas, charlaban sobre los beneficios de las aguas de Alhama. También Manuel cabalgaba en su mula, pero Burel iba a pie, tiraba del ronzal del rucio donde había cargado el equipaje y disimulado lo mejor posible los talegos con los duros de plata. El camino, que a media legua de Loja ya no pasaba de ser una senda de herradura, fue empeorando hasta convertirse en una vereda de cabras por donde era cada vez más difícil transitar. Burel alzó el cuello de su tabardo para combatir el frío que aumentaba conforme ascendían; además, el sol apenas había asomado entre unos nubarrones que, cada vez más oscuros, encapotaban el cielo. Llevarían dos horas de camino cuando cayeron unas gotas que por suerte quedaron en un amago de lluvia, y hacia mediodía pararon junto a una fuente donde había un descansadero. El agua corría por una serie de pilones adosados y labrados en piedra, el rebosadero de uno alimentaba el caudal del siguiente. Los animales abrevaron y los arrieros dieron a la recua un descanso. Uno de ellos sacó una hogaza y cortó unas gruesas rebanadas de pan que otro acompañaba de una loncha de tocino entreverado y las repartía. También ofreció a los viajeros; los hombres las aceptaron de buena gana y las mujeres se limitaron a agradecérselo.
La soledad de aquellos canchales, grises y amenazantes, impresionaba. La vegetación era cada vez más raquítica, aunque por la zona triscaban algunas cabras. Sólo se escuchaba el graznido de los cuervos que revoloteaban sin rumbo fijo.
—¿Cuánto queda para la venta de los Muleros? —preguntó Burel a un arriero.
—Si todo va bien, unas tres horas. Una media legua más allá de Zafarraya.
—¿Qué quiere decir si todo va bien?
El arriero se pasó la mano por el rasposo mentón que necesitaba desde hacía algunos días el filo de una buena navaja.
—Tenemos que cruzar la cañada de los Lobos y luego el barranco de las Brujas. A veces hay desprendimientos y tenemos que dejar el paso libre. Además, ya sabe…
—¿Qué tengo que saber?
—Podemos tener un mal encuentro, aunque con esta carga es poco probable.
Burel se hizo el ignorante.
—¿Hay bandoleros por estos parajes?
—Hay alguna partida. Gente extraña. ¿Cómo le diría…?, gente un tanto misteriosa. No parecen bandoleros, pero lo son.
Burel se quedó pensativo mientras el arriero llamaba a reemprender la marcha.
—¡Vamos! ¡Espabilad si no queréis que la noche nos coja en el camino!