17

Al llegar a su casa, su madre le entregó la carta; lo que le dijo al dársela la puso más nerviosa de lo que estaba.

—Toma, quien la trajo dijo que era muy importante. Un asunto de vida o muerte. Traté de que Manuela te alcanzase…

Mariana había roto el lacre y deshacía los pliegues. El papel temblaba en sus manos. Sus ojos se fueron a la firma para ver quién le escribía. Era la mujer de su primo. Le comunicaba, como si fuera una novedad, que el abogado le había notificado que a Fernando lo habían condenado a muerte. Le decía también que se marchaba a Madrid en la primera diligencia para pedir el indulto. Resopló soltando parte de la tensión y pensando que, para la pobre de María, el asunto verdaderamente era de vida o muerte.

—¿Qué ocurre? —preguntó doña Úrsula.

—Es de María. Se marcha a Madrid, a pedir el indulto para su marido.

—¿Qué indulto?

—A mi primo lo han condenado a la pena capital.

Doña Úrsula se llevó las manos a la boca y ahogó un grito. Miró a su hija y le preguntó:

—¿Lo sabías?

—Sí, Fernando me lo ha dicho. Se lo comunicaron ayer por la tarde. No quiere que su mujer vaya a Madrid, sabe que es inútil pedir clemencia.

—¿Qué vas a hacer?

Mariana plegó la carta.

—Nada. No puedo privar a María de la única esperanza que le queda. ¿Dónde está José María?

—Los vecinos de enfrente se lo han llevado junto a sus hijos a una finca que tienen en la vega. Allí van a montar en unos caballos.

Burel y Magdalena trataban de reunir los seis mil reales. Entraron en una de las últimas casas de la Carrera del Darro, frente al puente de las Chirimías, allí estaba el Monte de Piedad, en una casa que había sido oratorio de Santa Rita de Casia. Desde hacía muchos años las familias en apuros llevaban joyas y otros objetos de valor y los pignoraban por una cantidad. La iniciativa había surgido de los padres agustinos que contaron con el apoyo de algunos particulares con el objetivo de evitar la rapacidad de prestamistas y usureros, que exigían réditos exorbitantes por el dinero que facilitaban por un tiempo muy limitado. En Granada, varias familias se dedicaban a aquella actividad. En el Monte de Piedad, como popularmente lo llamaban los granadinos, las alhajas y objetos de valor eran tasados por una cantidad que recibían en metálico. La alhaja quedaba en prenda de la devolución del dinero recibido por el que se abonaba un pequeño rédito. Mientras éste se abonase, se podía recuperar la prenda empeñada.

Entregaron las alhajas, les hicieron un recibo y les informaron que habían tenido mucha suerte porque era día de tasaciones y en un par de horas les indicarían la cantidad que podían entregarles. Burel preguntó cuándo les darían el efectivo, si estaban conformes con la tasación, y la persona que los atendió les dijo que, si daban la conformidad, el dinero se lo entregarían inmediatamente.

Burel aprovecharía la espera para enterarse de los horarios de las diligencias y Magdalena acabó rezando unos padrenuestros ante la imagen del Cristo Crucificado que había en una hornacina adosada a la pared de una casa próxima al arranque de la cuesta de Gomérez. Habían quedado en verse a la una y media junto al Pilar de Santa Ana, al que llamaban también de las Mujeres porque los caños de agua brotaban de los pechos de unas ninfas. Unos minutos antes de la hora fijada apareció Burel. No era posible llegar a tiempo a la venta de los Muleros por el camino de Alhama, la diligencia no salía hasta dentro de cuatro días. Había decidido tomar la de Málaga, que paraba en Loja y salía al día siguiente a las diez de la mañana de la puerta de la posada de las Imágenes. Tendrían que dejarlo todo resuelto en pocas horas.

Enfilaron de nuevo la Carrera del Darro hasta llegar al Monte de Piedad. Cada vez más nerviosos aguardaron veinte minutos hasta que el mismo empleado que los había atendido cuando llevaron las joyas, les dio el valor de la tasación.

—Aquí la tienen ustedes —comentó entregándole un papel a Burel.

Las joyas estaban tasadas una por una. Burel fue leyéndole a Magdalena:

—Un collar de perlas con su cierre de oro, ochocientos ochenta reales. Unos zarcillos de oro y su pedrería, cuatrocientos setenta y cinco reales. Un broche…

—¿Cuánto suma todo? —preguntó ella.

—Tres mil cuatrocientos veinte reales, señora —respondió el hombre que los atendía.

—¿Sólo tres mil cuatrocientos veinte reales? —preguntó sorprendida.

—Señora, es lo máximo que podemos darle. En cualquier casa de préstamos no les darían ni la mitad.

—Está bien —dijo Burel—. ¿Dónde hay que firmar?

—En este otro papel, donde afirma que las joyas son de su propiedad. Puede usted leerlo. Los tenemos impresos. Como verá, lo hemos rellenado con su nombre y hemos especificado las prendas. Sólo tiene que firmarlo.

Magdalena iba a decir algo, pero Burel le dio un puntapié. Miró, más que nada por curiosidad, en cuánto habían tasado su condecoración y se extrañó al ver que no estaba en la relación.

—¿Y la condecoración?

—¡Qué cabeza la mía! —exclamó el empleado, llevándose la mano a la frente—. Discúlpeme, se me había olvidado.

Abrió un cajón y sacó un sobrecito de papel del que extrajo la medalla. Era una cruz con un lazo de seda encarnada.

—No la hemos incluido, apenas tiene valor. Lamento decirle que es quincalla.

Burel, cariacontecido, recogió su condecoración y preguntó:

—¿Dónde tengo que firmar?

—Aquí.

El hombre le ofreció un cálamo y un tintero y, tras la firma, Burel le devolvió el documento.

—También tiene que firmar la tasación en prueba de conformidad.

Burel firmó de nuevo y el hombre recogió los dos papeles.

—Aguarden un momento, será sólo unos minutos.

El empleado desapareció por una puerta y Magdalena aprovechó que estaban solos.

—¿Por qué has firmado tú?

—Porque si le decimos que las alhajas son tuyas, aunque se trate de joyas de mujer, no nos habría hecho efectivo el importe. Tiene que firmar un hombre.

Magdalena asintió y entonces le preguntó:

—¿Por qué has aceptado esa suma?

—Porque puede sacarnos del atolladero.

—¡Si sólo son tres mil cuatrocientos y pico reales!

—Añádele el efectivo que tu tío tiene en el arca y mis quinientos. Eso hace un total de más de cinco mil reales.

—¡Pero quieren seis mil! —protestó Magdalena.

—Eso se puede negociar.

—¿Tú crees?

—Por supuesto.

Pocos minutos después desandaban el camino hasta la calle de Elvira.

Las horas siguientes las emplearon en preparar el viaje. Caía la tarde cuando Burel fue a recoger lo imprescindible para el camino y pedir a su ama permiso para partir en dirección a Loja.

—¿Habéis reunido el rescate?

—Nos faltan ochocientos reales, pero creo que se podrá negociar con esa gente.

—¿Y si no aceptan?

—Confío en que un puñado de reales no impida liberar a su tío.

—Me parece bien que negocies la suma que exigen. Pero no puedes marcharte sin el total.

—No tenemos posibilidad de reunir un real más.

—Aguarda un momento.

Burel frunció el ceño, y cuando su ama apareció al cabo de un rato llevaba en la mano una bolsa de terciopelo negro.

—¡Ahí tienes los ochocientos reales que faltan!

—Señora, yo…

—¡Cógelos! ¡Pueden haceros falta! Ya se me devolverán.

—¿Usted cree que don Fulgencio Camero…?

—Supongo que valorará lo que estáis haciendo para salvarle las orejas y la vida. Ahora, márchate, debes estar al lado de Magdalena. Espero conocerla cuando regreséis.

—También ella está deseando conocerla. Y después de esto…

Mariana despidió a Burel con palabras de ánimo. Había decidido ocultarle la condena del capitán Álvarez de Sotomayor y que la fuga se efectuaría durante su ausencia, a pesar de que su marcha era un añadido más al cúmulo de problemas que había de afrontar aquellos días. Los pequeños detalles del traslado, el parto cada vez más próximo y dejar resueltos los preparativos para la fuga. A todo ello se añadían las palabras de la gitana que no lograba apartar de su cabeza: «¡Cuídate! ¡Cuídate mucho! ¡La muerte está al acecho!». Había veces en que estaba convencida de que aludían al peligro que se cernía sobre ella con motivo de la fuga de su primo. Otras trataba de convencerse de que aquello no tenía sentido, pero la mirada de la gitana al pronunciarlas la hacía estremecerse.

Necesitaba serenarse. Había conseguido algo muy importante, que José María no estuviera en la casa. Lo había dejado en casa de los vecinos, que se lo llevaban al campo. Pasarían allí tres días. Ahora necesitaba descansar un poco y se subió a su alcoba, pero en lugar de quitarse el vestido de calle, ponerse más cómoda y tenderse en la cama a esperar que una de las criadas la avisara, se sentó ante el pequeño escritorio y se puso a repasar en un papel los pormenores de la fuga. Llegaba la parte más complicada: introducir el hábito en la cárcel junto a los detalles necesarios para que su imagen de capuchino no despertara sospechas. En esa tarea estaba cuando unos golpecitos sonaron en la puerta. Miró por la ventana y vio que era media tarde. Demasiado pronto para la cena. Nerviosa, guardó el papel y, en lugar de responder a la llamada, abrió la puerta y se llevó una mano al pecho.

—¡Manuela, qué susto me has dado!

—Lo siento mucho, señora.

—¿Ya está preparada la cena?

—No, señora. Es que abajo está Burel. —La criada añadió en tono confidencial—: Ha venido con… con Magdalena. Quieren saludarla.

—¡Acabáramos! ¡Bendito sea Dios!

—Doña Úrsula los ha pasado a la salita y está con ellos.

—Ahora mismo bajo.

—Tiene buen ojo, señora. Magdalena es guapísima —añadió Manuela al marcharse.

Mariana bajó la escalera con una sonrisa en los labios. Ésas eran las cosas que ponían sabor a la vida.

Magdalena casi se arrojó a sus pies. Mariana tomó sus manos entre las suyas y la besó en las mejillas. Manuela estaba en lo cierto; a pesar de tener los ojos hinchados, era bellísima. Apenas pudo balbucear:

—Señora, yo… yo… no puedo aceptar. —Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Será sólo un préstamo. Tu tío me lo devolverá cuando esté otra vez libre.

Magdalena negó con la cabeza y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Sabe usted quién es mi tío?

—Alguien que está en un grave aprieto.

Magdalena volvió a sollozar, y cuando al fin pudo hablar fue para decir:

—Usted no conoce a mi tío. No sé cómo va a reaccionar cuando sepa que parte del dinero de su rescate procede… procede…

—¿De mi bolsillo?

—Sí, señora —asintió Magdalena haciendo un puchero.

—No conozco a tu tío, pero sé cómo piensa. Me gustaría que sus ideas fueran otras, pero en este momento su vida me parece lo más importante. Además, Burel te quiere y tú quieres a tu tío.

—Es posible que al final no necesitemos utilizar el dinero de mi ama y, en ese caso, no tendrá que enterarse —señaló Burel.

—¡Te equivocas! ¡Se enterará de lo que doña Mariana ha hecho por él! ¡Ya lo creo! ¡De eso me encargo yo! —Magdalena había pasado de la aflicción a la ira.

—No me parece lo más conveniente, Magdalena.

—Señora…, se pondrá hecho un basilisco. Pero tiene que saber quién le ha ayudado… —Magdalena agarró la mano de Burel.

Mariana, que no deseaba que la conversación derivara por aquellos derroteros, preguntó a su criado:

—¿Piensas chalanear con los bandoleros?

—Por supuesto, señora.

—Ten mucho cuidado. Lo que está en juego es una vida.

—No se preocupe, señora. Tensaré la cuerda sin correr riesgos.

—Está bien. Sabes que tengo plena confianza en ti.

Mariana les deseó suerte y que estuvieran de regreso en Granada lo antes posible con su tío sano y salvo. Magdalena se deshizo en palabras de agradecimiento. Antes de marcharse, su ama indicó a Burel:

—Necesitaría que me hicieras un recado.

—Acompañaré a Magdalena a su casa y vendré de inmediato, señora.

—No te entretengas.

Apenas había transcurrido una hora cuando Burel recibía el encargo de su ama.

—Se llama Amalia. Entrégale esta nota y asegúrate de que la destruye. Tienes que traerme una razón.

—¿Está relacionado con la fuga del capitán? —preguntó el criado al hacerse cargo del papel.

—Sí, hay que seguir dando pasos.

—Estoy deseando acabar con esta historia del secuestro para…

Mariana no lo dejó terminar. Le entregó un duro de plata.

—Toma, dale esto al portero y no te entretengas.

Burel se caló el sombrero y se marchó para cumplir el encargo. Cuando llegó a la puerta trasera del Teatro Principal, llamó golpeando con los nudillos. Volvió a llamar, al no tener respuesta. Temió haberse equivocado porque nadie respondía. Al tercer intento escuchó una voz al otro lado:

—¡Ya va, ya va! ¡Qué prisas!

Abrió un tipo bajito y obeso con el pelo canoso.

—¿Qué tripa se te ha roto?

—Traigo un recado para Amalia.

El hombre titubeó y Burel deslizó en su mano el duro que le había dado su ama.

—¿Te espera?

—Sí.

Miró a ambos lados y no vio nada sospechoso.

—Pasa.

Cerró la puerta y avanzaron por un pasillo en una penumbra que apenas disipaba la luz de un candil de pared. Se detuvo ante una puerta y gritó:

—¡Amalia, aquí preguntan por ti!

La mujer que abrió tendría unos treinta años, llevaba el pelo negro recogido en un moño y se quedó mirando a Burel.

—¿Qué quieres?

—¿Eres Amalia? —La mujer asintió—. Mi ama me ha dado esto para ti.

La mujer no cogió la nota, sino que preguntó:

—¿Quién es tu ama?

—Doña Mariana de Pineda.

Entonces la cogió y cuando iba a cerrar la puerta, Burel le dijo:

—Creo que debes leerla.

—¿Ahora?

El portero no perdía detalle.

—Cecilio, ¿no tienes nada que hacer?

El tipo masculló una protesta y desapareció por el mismo pasillo que habían traído. Amalia invitó a Burel a pasar y cerró la puerta. Era un camerino para las actrices y su iluminación tenía poco que ver con la penumbra del pasillo. La mujer se acercó a un candelabro y leyó la nota.

—Mi ama dice que debes destruirla.

Amalia se limitó a sostenerla sobre una vela hasta que, convertida en una pavesa, llegó al suelo hecha cenizas que ella misma deshizo con la suela de su zapato.

—Dile a tu ama que le daré el aviso y le haré llegar lo que me pide.

Burel asintió. Sabía que era algo relacionado con la fuga del capitán Álvarez de Sotomayor y sintió un resquemor por marcharse y dejar a su ama sola en aquellos días difíciles. Lo que ignoraba era que al capitán lo habían sentenciado y que el plan de fuga se pondría en marcha mucho antes de lo que imaginaba.

—Vamos, te acompañaré a la salida.

Ya en la puerta, Amalia le comentó:

—No olvides decirle a tu ama que deberá devolverla sin pérdida de tiempo.