16

Eran las diez de la mañana cuando Burel llamaba a la puerta de la costurera. Benita le abrió bostezando.

—Vengo a recoger lo que te dejé ayer.

—Pasa. Estoy terminando. Será cuestión de pocos minutos.

La mujer lo llevó hasta la cocina y le ofreció un café del puchero que había colgado de un gancho sobre la lumbre para mantenerlo caliente. Burel se lo agradeció, pero ya había desayunado en casa de Magdalena y luego en la de su ama. Lo que deseaba era recoger el encargo cuanto antes para ir al Monte de Santa Rita de Casia.

Benita planchaba con dos planchas. Cuando una se enfriaba, cogía la otra que se calentaba sobre un anafe al que, de cuando en cuando, aplicaba aire con un soplillo de esparto trenzado. Terminada la tarea, dobló la prenda con mucho cuidado y la envolvió en el mismo papel en que Burel se la había traído cortada.

—Toma y dile a doña Mariana que lo he hecho lo mejor que he podido. En mi vida había cosido una cosa como ésta.

—Toma. Esto es de su parte.

Benita rechazó las monedas que Burel le ofrecía.

—Ni hablar. Dile a doña Mariana que me doy por pagada con servirla.

—Va a enfadarse. Es mejor que las cojas.

—Lo último que yo querría es que la señora se enfadara por mi culpa.

—Entonces, cógelas.

Le dio el dinero y se marchó. Apenas hubo salido, la costurera se echó sobre los hombros una manteleta y abandonó la casa. En Bibarrambla, regatones y hortelanos voceaban sus mercancías, verduras y frutas de las huertas de la vega que cada mañana llevaban hasta allí. Había montañas de nabos y coles, seras llenas de alcachofas, espuertas con membrillos y granadas, castañas para asar, sacos llenos de nueces. En un par de tenderetes se asaban patatas que muchos chiquillos compraban. Buscaban unos maravedíes para rápidamente invertirlos en aquella golosina. También muchos adultos se regalaban con una patata asada. Compradores y vendedores discutían por un maravedí o porque el peso de la romana les parecía poco fino. Benita se fue directa a comprar libra y media de cera al velero de la Alcaicería y entró en la pequeña ermita que se alzaba cercana a la Capilla Real y mantenían los comerciantes. Allí se decía misa al amanecer, antes de que abrieran las tiendas y los bazares. Encendió las velas y las colocó al pie del Crucificado, una imagen que se conocía como el Santísimo Cristo del Rescate. Se santiguó, le lanzó una mirada exigente y, después de asegurarse de que estaba sola, le gritó con los ojos arrasados por las lágrimas:

—¡Espero que ahora te portes mejor que cuando mi Isidoro!

Mariana contempló la prenda y quedó satisfecha.

—Cortado y cosido en veinticuatro horas, sin una mísera prueba, está bastante bien.

—¿Está segura de que aceptará su plan? —le preguntó Burel—. A mí me parece que el riesgo es muy elevado y las posibilidades de que todo salga bien son muy limitadas.

—No he encontrado otra forma. Las paredes son de piedra y tienen más de dos varas de grueso, y las rejas, imposibles de reventar. Jugárnoslo a una carta el día que vayan a ejecutar la sentencia es mucho más arriesgado; además, se necesitaría un número de hombres del que no disponemos. Fíjate, no han aportado una sola sugerencia —dijo dejando escapar un suspiro—. Son una gente estupenda, pero las más de las veces se les va toda la fuerza por la boca.

—El riesgo es muy grande —insistió Burel.

—Lo sé desde el principio, pero no podemos esperar de brazos cruzados. Mételo en el cubo del pozo y ponlo en remojo.

—¡Si la costurera ha estado un buen rato planchándolo! —protestó.

—¡No pretenderás que lo estrene! Lo más importante es no llamar la atención, pasar lo más desapercibido posible.

—Si Benita se enterara… La pobre tenía los ojos enrojecidos. Ha debido de estar cosiendo toda la noche y luego dándole a dos planchas para tenerlo a punto.

—A Benita le parecería bien, aunque el planchado no haya servido.

—No quería tomar el dinero.

—¡La habrás obligado a cogerlo!

—Sí, señora. Le dije que usted se enfadaría mucho si no lo aceptaba.

—Benita está por la causa, como el sastre. La dejaron viuda hace cinco años.

—¿Ejecutaron a su marido?

—En realidad, lo asesinaron. Fue un crimen con sentencia.

—¿Qué ocurrió?

—Era albañil y fue quien en el año veinte colocó la lápida de la Constitución en la fachada del Ayuntamiento, después de que el Narizotas dijera lo de que marcháramos todos juntos, y él el primero, por la senda constitucional. —Mariana soltó un exabrupto—. Cuando triunfó la reacción, lo procesaron y ejecutaron. Todo por haber colocado la lápida de la Constitución. En alguna ocasión le encargué trabajillos de reparación necesarios en la casa. Era muy buena persona. Se llamaba Isidoro, aunque todo el mundo lo conocía por Siorillo.

—¿Cómo ha dicho?

—Siorillo. Creo que es un diminutivo de Isidoro. ¿Qué hora es?

—Han dado las once y media.

—Entonces aguarda a que me ponga la capa y me acompañas hasta la cárcel. Vas a la calle Elvira, ¿no?

—Sí, señora. Como le expliqué cuando volví de casa de Magdalena, quiero acompañarla al Monte de Santa Rita de Casia para empeñar algunas cosas.

—¿Podrá reunir el rescate?

—Ya veremos cómo se portan en el Monte, aunque me temo que seis mil reales son muchos reales.

—Tenme informada. ¿Cuándo me has dicho que te marchas para Loja?

—Nos marchamos, señora. Magdalena también viene. No admite quedarse atrás en un asunto que le llega tan de cerca.

—Parece mujer con agallas. Me gustaría conocerla.

—Será complicado, pero en la primera ocasión…

—¿Por qué dices que será complicado?

Burel no le había comentado que era sobrina de don Fulgencio Camero.

—Por su tío.

—¿Rechaza vuestra relación?

—No está al tanto de ella. Si lo supiera…

—¿Porque te ves obligado a trabajar de criado?

—Hay algo más. Su tío se llama Fulgencio Camero.

El semblante de Mariana se ensombreció.

—¿El escribano de la Chancillería?

—Sí, señora —contestó él como si pidiera disculpas.

—Cuando sepa que trabajas para mí… ¿No has tenido otro sitio donde poner el ojo?

Burel se encogió de hombros.

—Me parece que cuando el corazón manda…

—Sobran las razones —completó Mariana—. Aguarda un momento, ya nos vamos.

Unos minutos después de que se marcharan un mozo llevó una carta para Mariana. Doña Úrsula se hizo cargo de ella.

—Me han dicho que es un asunto de vida o muerte.

—¿De vida o muerte?

—Eso ha sido exactamente lo que me han dicho, señora.

Doña Úrsula llamó a voces a Manuela, la más desenvuelta de las criadas.

—¡Vete, deprisa! A ver si logras alcanzar a doña Mariana. Va con Burel y se dirige a la Cárcel Alta. ¡Entrégale esto!

Los esfuerzos de la criada resultaron inútiles y regresó a casa con la carta.

La vida de Mariana era una zozobra continua. Sólo se relajaba de la tensión en que vivía cuando jugaba con José María. A su hijo, un niño despierto aunque algo triste, le encantaba jugar a las adivinanzas. Burel jugaba con él, pero la felicidad del niño era completa cuando en el juego participaba su madre.

El embarazo ya no le producía el desasosiego de antes, pero el augurio de la gitana no se le iba de la cabeza y la preocupación por la suerte de su primo la tenía en vilo. Su madre le había advertido que iba a malparir si continuaba con aquellos ajetreos que se añadían a la agitación propia del traslado de domicilio. Burel despidió a su ama en la puerta de la cárcel, después de que el centinela avisara para que abrieran el rastrillo. El carcelero que la condujo hasta la celda de las visitas era nuevo. Examinó el hatillo donde llevaba una camisa limpia y alguna comida; como las otras veces, partió el pan para comprobar que estaba limpio.

Apenas el carcelero cerró la puerta, dejándolos solos, Fernando le comentó:

—Ayer por la tarde me comunicaron la sentencia. Al patíbulo, aunque me libro de la cuerda. No me ahorcarán. Ya sabes… por ser noble, me darán garrote.

Mariana lo abrazó esforzándose por no llorar, y así permanecieron un buen rato.

—Tenemos una semana hasta que te pongan en capilla —comentó ella deshaciendo el abrazo—. Es el tiempo que tarda en confirmarse la sentencia desde Madrid.

—El abogado me dijo que ayer mismo la enviaron a la corte.

—¡Se están dando prisa, los muy canallas! —Mariana se secó una lágrima que resbalaba por su mejilla—. Es posible que sólo dispongamos de cinco o a lo sumo seis días a partir de hoy. Eso significa que hemos de poner ya nuestro plan en marcha.

—Mejor será que lo dejemos, primita. Una fuga de esta cárcel es una quimera.

—¡No es una quimera! —respondió enfadada—. Puede conseguirse. ¡La esperanza es lo último que se pierde! Hay ya muchas cosas hechas y no es cuestión de dar ahora marcha atrás. Escúchame con atención. Tus ropas ya están confeccionadas…

—¿A qué orden pertenezco? —ironizó el capitán.

—Serás capuchino.

—¿Por lo de la capucha?

—No te rías, pero ése es un detalle importante. Todos estos días me he cruzado con frailes. Habrá sido coincidencia, pero todos ellos eran capuchinos. Todos llevaban la capucha echada y algunos vestían una capa muy amplia. Son detalles a tener en cuenta. Ayudarán a disfrazarte.

Mariana miró hacia la puerta antes de sacar un papel que ocultaba en su seno.

—¡Guárdalo!

—¿Qué es?

—¡Guárdalo donde no te lo puedan encontrar!

Fernando lo introdujo por la cinturilla de su pantalón.

—¿Qué es este papel?

—Un plano con el recorrido que has de hacer para salir de la cárcel. Lo he dibujado yo. No es muy bueno, pero servirá para nuestro propósito. Está señalado el recorrido desde la galería por donde te llevan a tu celda hasta la calle. Irás vestido de capuchino. Una vez que lo hayas memorizado, destrúyelo. Si te lo encuentran…

Fernando se quedó mirándola asombrado. Por primera vez, empezó a creer en la fuga. Había aceptado el plan como un entretenimiento pero empezaba a comprobar que Mariana había previsto hasta los más pequeños detalles. Si la fuga fracasaba, no sería por su culpa.

—¿Quién está contigo en todo esto? Quiero saber sus nombres.

En los labios de Mariana se dibujó una sonrisa triste.

—Hemos dejado de reunirnos temporalmente. En las actuales circunstancias…

—¡Un momento! ¿Me estás diciendo que lo has planeado sola?

—Bueno…, me ayuda Burel, mi criado. Aunque es mucho más que eso…

—¡Estás sola! —exclamó a medio camino entre la cólera y la admiración—. ¿Dónde están todos esos a los que se les llena la boca hablando de libertad, de igualdad, de principios y de amor a la Constitución? Se les escapa la fuerza por la boca. Ocurrió en la Fontana de Oro, en el Café de las Columnas o en el de Sabatini; a los Hijos de Padilla, a los comuneros, a los anilleros. Todo fueron tertulias, discusiones y hasta peleas en lugar de gobernar. Todos salieron corriendo cuando llegaron los Cien Mil Hijos de San Luis.

—Eres injusto, Fernando. Hubo muchos que lucharon y dieron su vida.

—No pregunto por ésos. Sé de sobra dónde están. A muchos los cubren dos palmos de tierra y otros están muy lejos, pasando penurias incontables.

—Muchos como tú siguen luchando y esperan una oportunidad para actuar. Han ejecutado a mucha gente, a quienes trataron de secuestrar a ese felón que tenemos por rey. Tú mismo. Ahora… con el decreto que han publicado, la gente está muy asustada. Pero lucharán; a la menor oportunidad, lucharán.

Fernando agachó la cabeza. Ella tenía razón. Se había dejado llevar por la ira al saber que todo lo estaba haciendo Mariana, sin apenas contar con ayuda.

—Perdóname, primita.

—Nada tengo que perdonarte. Si lo piensas detenidamente, lo mejor es que al tanto de los preparativos estén cuantas menos personas mejor. Hablamos más de la cuenta, hasta de lo que no debemos hablar. ¡Cuántas iniciativas se han estropeado porque alguien se fue de la lengua! Por eso el disfraz se ha confeccionado con gente leal a la causa, pero que no tienen idea de para qué quiero un hábito de capuchino, aunque pueden sospechar algo.

—No quiero que corras riesgos. —La cogió de las manos—. Si te ocurriera algo… Antes has mencionado a Burel. Ese nombre me suena, pero… no logro situarlo.

—Era uno de los oficiales del regimiento de Asturias, fue de los que acompañaron a Riego en…

—¡Claro, Burel! ¡El teniente Burel! ¡Un gran tipo! Honrado, valiente, leal… ¿Es tu criado?

—Sí, trabaja para mí.

Su primo agachó la cabeza y clavó la mirada en la mesa.

—¡Adónde hemos llegado! ¡Los hombres más valiosos de este país están muertos, presos, exiliados o sirviendo como criados! No me malinterpretes, me estoy refiriendo a lo que este rey está haciendo con España. Oficiales cualificados ganándose la vida como criados… ¡Hay que poner fin a esto! ¡Cuanto antes!

Ahora fue Mariana la que explotó:

—¡Pues cuando estés en la calle, díselo a Torrijos, a Mina o a Manzanares! Parece que sólo son capaces de hablar y hablar. ¡Siempre más de lo necesario! ¡Nos sobran teóricos que se pierden en entelequias y discusiones innecesarias!

Mariana, tan apasionada como siempre, había alzado la voz más de lo conveniente. El capitán le sugirió que se sosegara.

—¿Viste ayer a mi mujer?

—No. Me extrañó que no fuera por mi casa. La pobre tal vez no quiera molestar. Estoy de mudanza para trasladarme a una casa en la calle del Águila. Están encalándola y haciéndole unas pequeñas reparaciones. No paramos de embalar trastos.

—Supongo que el abogado le habrá comunicado la sentencia —indicó Fernando.

—No lo creo.

—¿Por qué? —preguntó el capitán, sorprendido.

—Porque, en ese caso, me habría visitado. Me paso la mayor parte del día en casa, organizando lo que hay que llevar de un sitio a otro.

—¿Ella sabe algo de la fuga?

—He preferido mantenerla al margen. Me dijo que cuando dictaran sentencia se iría a Madrid.

—¿A Madrid? ¿A qué?

—A pedir clemencia. Pero las cosas van tan deprisa que no llegará a tiempo.

—¡Es inútil hacer ese viaje! Dile a María que no vaya a Madrid. ¡No quiero!

—Estoy de acuerdo. No habrá perdón real. Lo importante es sacarte de estos muros. ¡Préstame atención, no disponemos de mucho tiempo! El carcelero estará aquí de un momento a otro. ¿Tienes dónde ocultar el hábito?

—¿Por mucho tiempo? —preguntó vacilante.

—Un par de días, a lo sumo tres.

—Creo que sí.

—En ese caso, te lo traeré mañana con el ceñidor y un rosario. Necesitarás una barba para…

—¡Un momento! ¿Cómo vas a introducir el hábito y cómo me lo llevo a la celda?

—Mañana cuando vengas, tráete puesta la capa. Ya hace frío. No les extrañará.

—¿Cómo lo traerás hasta aquí?

—Eso es cosa mía.

—¡No! Quiero saberlo. Si no hay seguridad, te prohíbo que lo hagas.

Mariana se puso de pie y mostró que sus vestiduras eran amplias. Todos los días había utilizado una capa con capucha.

—Piensa cómo vas a esconderlo en tu celda.

Fernando se pasó las manos por el pelo. Mariana ante aquel gesto pareció recordar algo.

—Te traeré una redecilla, tu pelo tiene que parecer el de un tonsurado. También una barba postiza y unas sandalias. Pero será pasado mañana.

La puerta se abrió de golpe. Mariana, al ver la cara del carcelero, se temió lo peor. Sin embargo, todo transcurrió con normalidad. El capitán fue conducido a su celda y, mientras acompañaba a Mariana hasta la salida, le comentó que el sota alcaide había montado en cólera por haberse excedido en media hora el tiempo de visita.