15

Mariana entró en la tienda acompañada por Burel. Había esperado a la hora de cerrar para asegurarse de que no hubiera otros clientes. Pidió ver numerosos paños de diferentes calidades que el comerciante le mostró solícito. Se decidió por un tejido marrón de lana. Compró ocho varas y no regateó en el precio.

—Doña Mariana, ha hecho usted una buena compra. Quedará contenta.

—Es para un regalo —comentó sacando el dinero para pagar.

—Quien lo reciba se sentirá halagado.

—Eso espero.

El dependiente lo empaquetó y ató con una cuerdecilla. Burel se hizo cargo de él. Ya en la calle su ama le indicó adónde tenía que llevarlo.

—¿Sabe que ese sastre es de los nuestros?

—Por eso acudo a él. Sólo tiene que cortarlo —Mariana sacó de su bolso un papelillo—, con estas formas y medidas. Insístele en que corre mucha prisa, que en un par de horas irás a recogerlo.

—¿Un par de horas?

—Sólo tiene que cortarlo.

—Pero…

—Cuando lo recojas —su ama no estaba dispuesta a perder un segundo—, se lo llevas a una costurera que vive junto al Arco de las Orejas, en los bajos de la casa que está entre el Arco y la Puerta de las Cucharas. No tiene pérdida. Se llama Benita. Le dices que irás por él mañana a primera hora.

—¿Mañana? —Burel iba de sorpresa en sorpresa.

—Sí, mañana.

—¿Tendrá que estar cosiendo toda la noche?

—Ya lo tenemos hablado.

Decidió, a pesar de las prisas de su ama, que no podía dejar para más tarde decirle lo que le tenía en vilo desde aquella mañana.

—Señora, ¿tiene prisa?

—Quien ha de tenerla eres tú. ¿Por qué lo dices?

—Tengo que pedirle un favor.

Mariana se temió que Burel le planteara lo que, antes o después, tendría que llegar. No era un criado, era un oficial del ejército y podía aspirar a algo más que a hacer de mandadero y acompañarla. Era cierto que participaba en las reuniones de los liberales y allí era tratado como uno más. Pero no podía estar satisfecho con aquel trabajo. Había sido una solución de emergencia ante los problemas que encontraban hombres como él en la España de Fernando VII. Su presencia en Granada respondía a una condena: era un desterrado y le habían fijado Granada como lugar de residencia. Semanalmente había de presentarse en la subdelegación de la policía para acreditar su presencia en la ciudad. Habría quedado en la indigencia si ella no le hubiera ofrecido trabajo como criado. A algunos liberales les pareció poco decoroso para un oficial del ejército, pero las circunstancias se impusieron y ella tenía que buscar uno. Mariana recordaba de vez en cuando el apuro que pasó al ofrecerle aquel trabajo y cómo le sorprendió su reacción, al decirle que era una forma honrosa de ganarse el sustento.

Mariana pensaba que el hecho de haber aceptado el trabajo y mostrarse agradecido no significaba que estuviera satisfecho con sus tareas. Estaba convencida de que un día le plantearía fugarse de Granada y marchar a otro sitio. Podría rehacer su vida en un lugar donde no lo conocieran. No sólo sabía leer y escribir, tenía importantes conocimientos de matemáticas y en el tiempo que llevaba a su servicio se había mostrado muy hábil en la solución de pequeños problemas domésticos, además de ejercer como preceptor del pequeño José María. Antonio José Burel no sólo era una persona formada y con experiencia, sino un buscavidas.

—¿Piensas fugarte?

Burel la miró sorprendido.

—No, señora. ¿Por qué lo dice?

—Porque tú no has nacido para ser criado.

Burel se encogió de hombros.

—Le dije cuando entré a su servicio que éste era un trabajo tan digno como otro y que trataría de desempeñar mis tareas con diligencia, empezando por tratarla como a mi señora. ¿Lo recuerda?

—Claro que lo recuerdo, y añadiré que lo has desempeñado a plena satisfacción, aunque no esté de acuerdo con el tratamiento que me dispensas cuando no hay otras personas delante.

—Señora, las cosas se hacen bien o no se hacen. Pero de lo que quiero hablarle nada tiene que ver con que esté pensando en poner tierra de por medio.

Mariana hizo gala entonces de su intuición femenina y le preguntó de sopetón:

—¿Estás enamorado?

—Sí, señora —respondió sin vacilar—. Hasta las trancas.

—¿Quién es la afortunada?

—Se llama Magdalena, señora. Vive en la calle Elvira.

—Eso está bien. ¿Qué tienes que decirme?

—La verdad es que no sé muy bien lo que tengo…, lo que tengo que decirle. —Se había puesto nervioso, perdiendo su aplomo habitual.

—¿Cómo es eso? —Mariana no pudo evitar una sonrisa.

—Señora, yo… Bueno…, esta mañana Magdalena me ha mandado un recado… Ejem… Será mejor que lo lea usted. —Burel buscó en sus bolsillos y entregó a su ama un papel arrugado.

Mariana lo leyó, estaba escrito con una caligrafía deplorable.

Mi tío no ha regresado de Loja, pero he recibido una carta suya que me han echado por debajo de la puerta. Es la letra de mi tío y en ella me dice que lo han apresado unos bandoleros y amenazan con matarlo si no pago un rescate, antes del día veinticinco. No tengo a quien acudir. Ven.

MAGDALENA

—¿Cuándo te han dado esta nota?

—Esta mañana.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

Burel se encogió de hombros.

—Está bien. Mientras el sastre corta ese paño, ve a ver a Magdalena. Luego recoges la tela y se la llevas a Benita. Es muy importante que ella tenga ese paño esta misma tarde. Cuando sepas qué es eso de los bandoleros, tomaremos la decisión que más convenga.

—Gracias, señora.

Magdalena se enjugaba una y otra vez las lágrimas. Cada vez que Burel le pedía una explicación de las circunstancias en que había recibido el papel, rompía a llorar. El texto que los bandoleros habían obligado a escribir a su tío era muy duro. Entre sollozos ella le había asegurado que la letra era la de su tío, una letra preciosa, casi de un calígrafo, propia de una persona habituada a redactar escritos y copiar textos. Burel lo leyó de nuevo por ver si encontraba algún detalle más.

Mi querida sobrina:

Me encuentro en poder de unos bandoleros que asaltaron la diligencia cuando hacía el viaje de regreso a Granada. Estoy en su poder y reclaman un rescate de seis mil reales. Exigen que sea en duros de plata y que la entrega se efectúe en un paraje cerca de un lugar llamado las Ventas de Zafarraya, a medio camino entre Loja y Alhama. La entrega habrá de efectuarse en la venta que llaman de los Muleros, el jueves que se contará veintitrés días del presente mes. Si ese día no apareciera nadie, me cortarán una oreja. Si al día siguiente tampoco fueran con el rescate, me cortarán la otra, y el día veinticinco me matarán. Dicen que me abrirán en canal, como se hace con los marranos.

Quien acuda deberá darse a conocer, llevando un pañuelo colorado anudado al cuello, y me advierten, muy seriamente, que si tratan de tenderles una trampa, mi vida no valdrá ni el papel en que van escritas estas líneas.

Haz lo posible por reunir esa suma y busca a alguien de confianza que esté dispuesto a traerla al lugar indicado.

Tu tío que te quiere,

FULGENCIO CAMERO

Lo que los bandoleros le habían hecho escribir a su tío dejaba poco margen para la duda. Querían seis mil reales en duros de plata y los querían el jueves veintitrés en una venta perdida en la serranía.

Miró a Magdalena, que dejaba escapar unos hipidos causados por el sofoco. Paquita, que le había llevado el recado a Burel, trataba de consolarla. Su tío Fulgencio era todo lo que tenía en la vida, antes de conocer a Burel. Tenía sus cosas y era muy severo, pero la había acogido como un padre y en su casa llevaba una vida acomodada.

—¡Tenemos que buscar una solución y sólo faltan cinco días! —exclamó Burel sin apartar la vista del papel.

Magdalena hizo un esfuerzo por contener la llantina.

—No sé qué vamos a hacer.

—¿Tienes los seis mil reales?

Magdalena dio un respingo.

—¡Jesús! ¿Qué estás diciendo?

Magdalena rompió a llorar de nuevo y, como pudo, mandó a Paquita que le trajera otro vaso de agua. Fue un pretexto para decirle a Burel:

—Mi tío tiene una arqueta donde guarda los dineros.

—Vamos a sacarla.

Magdalena lo miró con recelo.

—¿Crees que hacemos bien?

—¡Déjate de dudas y vacilaciones! ¡Tu propio tío te ha pedido que juntes el dinero!

Paquita apareció con el agua y Magdalena se quejó de dolor de vientre. Le pidió que preparase una tisana de tila y manzanilla, sabedora de que la tila se había acabado.

—Lo siento, pero ayer nos quedamos sin tila.

Le dio unas monedas y la mandó a comprar media libra. Apenas la criada hubo salido por la puerta, se secó las lágrimas y dijo a Burel:

—Acompáñame.

Fueron al despacho de su tío. Magdalena abrió una especie de alacena y sacaron la arqueta que estaba oculta bajo un doble fondo.

—¿Dónde está la llave?

—No lo sé, tendrás que romper el candado. Ven.

En la cocina, utilizando una mano de almirez, Burel golpeó una y otra vez hasta que el candado saltó. Contaron hasta mil doscientos ochenta reales.

—¡No hay ni la cuarta parte! ¿Qué vamos a hacer?

—Por lo pronto, guardar la arqueta antes de que vuelva Paquita. ¿Tienes joyas?

—¿Joyas? —repitió Magdalena.

—Sí, joyas. Cosas de valor que puedan empeñarse.

—Tengo… tengo un broche… y un collar. También unos zarcillos de oro. Eran de mi madre —añadió con tristeza.

—¿Cuánto puede valer todo eso?

—No tengo ni idea. Mi tío tiene dos alfileres de corbata y un pasador. También tiene un anillo de mucho valor, pero lo lleva siempre puesto lo mismo que el reloj, que es muy bueno, según me ha dicho en un montón de ocasiones.

Guardaron la arqueta y Burel la besó en la boca.

—Tengo unos quinientos reales y una condecoración. Tal vez juntándolo todo llegue a los seiscientos.

—Pero ¡qué estás diciendo! —Los negros ojos de Magdalena brillaban enrojecidos—. Yo no puedo…

No terminó la frase porque Burel volvió a besarla.

—Será un préstamo. Mañana veremos qué podemos conseguir empeñándolo todo.

—Conozco un prestamista en la calle San Matías que…

—Iremos al Monte de Santa Rita de Casia. Nadie nos dará más —la interrumpió Burel.

—¿Eso está al final de la Carrera del Darro?

—Sí, justo enfrente del puente de las Chirimías.

—Has dicho que tienes una condecoración. ¿Por qué te la dieron?

—Nos condecoraron con ella a los oficiales del regimiento de Asturias, el que mandaba el coronel Riego cuando proclamó la Constitución en las Cabezas de San Juan.

—Si mi tío se enterara de lo que un maldito liberal está haciendo por él…

—Por ahora es mejor que no sepa ni lo nuestro ni que soy liberal.

—Lo segundo podemos callárnoslo, pero ¿cómo vas a explicarle que me has acompañado a llevar el rescate, si es que conseguimos juntar el dinero?

—¿Cómo has dicho?

—Que ¿cómo vas a explicarle que me acompañas a pagar el rescate?

—¡Ah, no! ¡Eso de ninguna manera!

Magdalena se quedó mirándolo muy seria. Las lágrimas estaban a punto de desbordar otra vez sus ojos.

—¿No vas a venir conmigo?

—Pero ¡qué tontería es esa que estás diciendo! ¡La que no va a ir a ese lugar eres tú! ¡A esa venta de los Muleros, o como demonios se llame, iré yo solo!

—¡Eso sí que no!

—¡Magdalena, esto no son cosas de mujeres! ¡Se trata de bandoleros!

—¡Se trata de mi tío!

—¡No! ¡Es muy peligroso! ¡Iré yo solo!

—¡Te equivocas! ¡Iremos los dos!

—¡Magdalena, que eso no es posible!

—¡Sí es posible! Eso no está tan lejos y puedo viajar lo mismo que tú.

—Magdalena…

—No. Eso no vamos a discutirlo. Iré y basta.

Burel nunca la había visto así. Enérgica, decidida. Cualquier rastro de llanto había desaparecido. Magdalena, de repente, se había convertido en otra mujer. Le gustaban las dos, pero no sabría decir cuál lo atraía más.

—Está bien —masculló Burel, resignado—. Iremos los dos.

Magdalena se abrazó a su cuello y lo besó apasionadamente. Cuando llegó Paquita con la tila y se fue a la cocina a preparar la infusión, Burel se despidió.

—Tengo que irme. He de hacer un encargo de mi ama.

—¿Volverás luego?

Burel se quedó mirándola. Después de haberle dicho a su ama que estaba enamorado, le resultaría mucho más fácil pedirle que le permitiera pasar la noche fuera de casa. Pero no era tan fácil, la presencia de Paquita resultaría incómoda.

—¿Y Paquita? ¿Qué hacemos con ella?

—Ya va siendo hora de que se entere. Además, no abrirá la boca. Ya te dije que es mi cómplice en muchas cosas, también lo será en ésta.

—En tal caso, espero poder pasar la noche contigo.

—¿Qué le dirás a tu ama?

—Le he contado lo nuestro.

—¿Se lo has dicho? —preguntó Magdalena, incrédula.

—Antes de venir.

—Cuéntamelo.

—Ahora no puedo. Tengo que marcharme. Espero poder hacerlo luego.

La besó en los labios y salió a toda prisa.