14

Antonio Diéguez se acomodó junto a una ventana desde la que dominaba el establecimiento y podía ver lo que ocurría en la calle. La anchura de la Acera del Darro permitía la circulación de caballerías y todo tipo de carruajes. Había mucha animación. Se distrajo con la presencia de dos orondos agustinos recostados en el murete que protegía la ribera del río. Portaban una pequeña imagen a la que se acercaba alguna gente, sobre todo chiquillos. A quienes dejaban una limosna en el cepillo les permitían besarla. Estaba tan abstraído que el mozo lo sobresaltó.

—¿Qué va a tomar?

—Un café poco denso. No quiero granzas.

Mientras aguardaba, no paró de darle vueltas a algo que don Matías había comentado: el asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal era la causa de su presencia en Granada.

El mozo llegó con el pucherillo y un tamiz por el que coló el espeso y oscuro líquido donde quedaron las granzas y luego le añadió agua. Antes de darle el primer sorbo, apareció don Matías; desde la puerta, lo buscó con la mirada. Se acercó y tomó asiento.

—¿Qué tal la alcoba que le han dado?

—Pequeña, pero me ha sorprendido su limpieza y que hasta tenga un aguamanil.

Diéguez llamó al mozo.

—¿Otro café?

—Sí, pero más espeso que ése —dijo señalando el que habían servido a Diéguez.

Aguardaron, comentando el fárrago que había en la calle, hasta que apareció el mozo y dejó el café en el velador; después de que don Matías endulzara el café con tres cucharadas de azúcar, dijo a Diéguez:

—Cuando usted quiera.

Primero lo puso al tanto de la secuencia de los asesinatos. Después entró de forma minuciosa en los detalles. Se cuidó mucho de añadir comentarios sobre lo que él pensaba, todo muy aséptico. Don Matías escuchaba en silencio, dando sorbos a su café, hasta que concluyó.

—El cuarto cadáver era de un varón, ¿verdad?

—Así es.

—¿Tenía relación con los prostíbulos?

—No, pero hemos averiguado que vivía amancebado con una viuda.

Diéguez, que no había parado de hablar, aprovechó para apurar su café. Don Matías estuvo un buen rato con la mirada perdida en el mármol del velador.

—¿Estos asesinatos le sugieren algo? —preguntó por fin.

—Aparte de que los cadáveres sean expuestos a una especie de infamia pública, en tres de los casos hay un elemento común. —Don Matías arqueó las cejas—. Las víctimas faltaban al sexto mandamiento de la ley de Dios, el que prohíbe fornicar.

Don Matías asintió con ligeros movimientos de cabeza.

—¿Cuál de los casos excluye?

—El de la tercera víctima. Según he podido averiguar, en la vida de esa dama todo indica que cumplía con ese mandamiento.

—¿Está seguro de que esa… doña Cecilia no tenía algún trapillo sucio?

—¿Por qué dice eso?

Don Matías se acarició el mentón y otra vez se quedó un largo rato con la mirada perdida. Ahora parecía observar lo que ocurría en la calle.

—Verá, Diéguez, oficialmente estoy aquí para investigar los asesinatos. Pero, como le comenté al salir de la Chancillería, en Madrid están interesados en que se resuelva el de doña Cecilia Coello de Portugal. Por palabras sueltas y retazos de conversaciones que allí he oído tengo la impresión de que los Armenta, la familia del esposo de doña Cecilia, han movido los hilos necesarios. —Don Matías se percató de que a Diéguez le sorprendió escuchar aquello, en su exposición no se había referido a la falta de colaboración de los Armenta—. Me han indicado que actúe con mucha discreción, posiblemente para evitar que salgan a la luz esos trapos sucios.

—Lo que hemos podido averiguar, al menos hasta ahora, apunta a que doña Cecilia Coello de Portugal era una dama virtuosa.

Don Matías pidió otro café y Diéguez una copita de aguardiente. Una vez que el mozo se hubo retirado, don Matías, dando a su voz un tono confidencial, comentó:

—La información que poseo apunta a que doña Cecilia tenía una relación amorosa con un militar. Usted sabe que estas cosas son muy delicadas. A veces circulan rumores infundados, si bien en este caso la vía por la que me ha llegado la información es de toda garantía. Me extraña que en Granada no hayan oído nada.

Diéguez dio un trago a su aguardiente que bajó quemando su garganta. Era seco, de Rute. Don Matías dio un sorbo a su café.

—Creo que lo mejor será investigar a fondo esa cuestión.

—Tal vez… entre los militares del regimiento al que pertenece el amante de doña Cecilia puedan decirnos algo. ¿Qué regimiento es? —preguntó don Matías.

—Intentaré averiguarlo.

Don Matías acabó su café y propuso analizar otros asuntos.

—Centrémonos ahora en el conjunto de los asesinatos. Quizá encontremos algún detalle que nos lleve a los asesinos de doña Cecilia.

—Disculpe un momento. Ha dicho asesinos, ¿está seguro de que son varios?

—No me cabe la menor duda.

—También yo estaba convencido. Pero la aparición del cuarto cadáver…

—¿Qué quiere decir?

—Es el único caso en el que un testigo ha estado cerca de quien ha dejado el finado para que fuera visto como un penitenciado del Santo Oficio.

—Pero, por lo que me ha contado, esa persona no puede asegurar que el cadáver no estuviera en la iglesia cuando ella entró. Creo haber entendido que lo que vio fue una sombra que salió corriendo hacia el cancel, ¿verdad?

—Eso dijo la testigo.

—Entonces, ¿quién nos garantiza que el sujeto que salió huyendo no era…, pongamos por caso, un mendigo que buscaba desvalijar el cuerpo?

El razonamiento señalaba que el abanico de posibilidades era muy amplio, pero Diéguez sabía que no solían aparecer cadáveres en las iglesias y menos que los mendigos acudiesen a desvalijarlos. Además, las declaraciones de doña Mariana de Pineda y de las vecinas no dibujaban la imagen de un mendigo.

—Es una posibilidad —concedió sin estar convencido.

En los labios de don Matías apuntó una sonrisa de condescendencia.

—Es más que una posibilidad. Si los cadáveres, según me ha indicado, aparecen en lugares distintos de donde fueron asesinados, se necesita la participación de varias personas. ¿No le parece a usted? —Diéguez asintió con un gesto—. Veamos. Por lo que me ha explicado, todos los cadáveres han aparecido en lugares de culto o en sus proximidades: una ermita, junto a un oratorio, en la puerta de una iglesia o en su interior. ¿Eso le sugiere algo?

Diéguez negó con la cabeza. Había pensado mucho en ello, pero sin sacar nada en limpio.

—¿A usted le dice algo?

—Tengo la impresión, sólo la impresión, de que los asesinos están indicando algo. Pudiera ser… —don Matías se acarició la barba—, pudiera ser una especie de itinerario.

—¿Por qué dice eso?

Don Matías apuró los últimos posos de su café, que con el azúcar depositado era una especie de jarabillo dulzón. Cogió la taza y la puso cerca del borde de la mesa.

—Imagínese que la mesa es Granada y donde he puesto la taza es el lugar en que apareció el cuerpo de la primera víctima. Eso serían las inmediaciones de la ermita… Ha dicho San Antón el Viejo, ¿verdad?

—Sí.

—Las ermitas suelen estar extramuros de la ciudad. ¿Me equivoco?

—No, no se equivoca.

Don Matías cogió el platillo y lo puso más al centro de la mesa.

—La segunda de las víctimas fue encontrada en Puerta Elvira. ¿Es correcto?

Diéguez asintió de nuevo, aunque Puerta Elvira estaba en el otro extremo de la ciudad.

—Eso significa —prosiguió don Matías— que estamos en el perímetro de Granada. ¿Me equivoco?

—Puerta Elvira es una de las que había en la muralla de la ciudad musulmana.

—La tercera víctima, doña Cecilia Coello de Portugal, se encontró en la puerta de una iglesia. ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Santa Escolástica.

—Supongo que está intramuros.

—Lo está.

—Permítame su taza, por favor. —La colocó casi en el centro de la mesa—. ¿Está usted de acuerdo?

—Santa Escolástica está en un barrio, pero es un lugar más céntrico que Puerta Elvira.

—Por último, la cuarta víctima ha sido encontrada en la iglesia del convento de los carmelitas. ¿Me equivoco si digo que es más céntrico que Santa Escolástica?

—No se equivoca.

Don Matías puso el platillo que quedaba en el centro de la mesa.

—El itinerario ha ido desde las afueras hacia el centro. Es posible que con ello quieran decirnos algo.

—Es posible —farfulló Diéguez sin mucha convicción—, pero los lugares pueden estar determinados por otra razón.

—¿Cuál?

—La proximidad. Aunque no tengo explicación para el primer caso, el del rufián que controlaba a unas mujeres que ejercían su oficio fuera de la mancebía…

—¿Dónde está la mancebía? —lo interrumpió don Matías.

Diéguez señaló a través de la ventana.

—¿Ve aquel edificio que se alza al otro lado del Darro? Es el cuartel de Bibataubín y delimita lo que llamamos el Campillo. En esa zona está la mancebía. Pero debe saber que en Granada hay numerosos lupanares fuera de ella.

—¿Cómo ha dicho que se llama ese cuartel?

Diéguez espació las sílabas:

—Bi-ba-tau-bín.

—Prosiga.

—Como le decía, la primera víctima controlaba un lupanar que hay frente al hospital de San Juan de Dios, pero su cuerpo apareció a mucha distancia. Sin embargo, Puerta Elvira no está lejos de donde la segunda víctima, la prostituta, ejercía su oficio. Un lupanar también cercano al hospital de San Juan de Dios. Lo mismo ocurre con doña Cecilia Coello de Portugal, su casa está cerca de Santa Escolástica.

—¿Y la cuarta víctima?

—Ese hombre vivía con su manceba cerca del convento de los carmelitas. Por lo visto, se jactaba de vivir amancebado.

Don Matías permaneció un largo rato en silencio.

—Cuénteme otra vez lo que dijeron los últimos que vieron al proxeneta con vida.

—Que estaba bebido, cosa frecuente, y que alardeaba de tener las mejores putas de Granada.

—¿Podría haber ido hasta la ermita de San Antón el Viejo o a algún lugar cercano y que allí lo asesinaran? —Diéguez se encogió de hombros—. ¿Quién lo encontró?

—El ermitaño que vive allí.

—¿Vio u oyó algo ese ermitaño?

—No lo sabemos.

—¿Cómo que…?

—Ha cambiado su declaración varias veces. Es un viejo chiflado.

Don Matías se llevó la mano a su barba. Era un gesto recurrente.

—Pues, aunque esté chiflado, tendremos que hacerle una visita, y también a los que encontraron los otros cadáveres y a la gente que los conocía.

Diéguez supo que era un buen momento para hacer un comentario.

—Con doña Cecilia Coello de Portugal no va a resultar fácil.

—¿Por qué?

—Nos hemos estrellado contra un muro de silencio. Nadie de la familia ha facilitado información.

Habiendo los Armenta movido sus influencias para que lo enviaran a Granada, don Matías no se inmutó al escuchar aquello y se limitó a decir:

—Qué extraño, ¿verdad?

—Muy extraño. Es como si desearan ocultar algo. También la servidumbre ha debido de recibir instrucciones muy precisas, y como el subdelegado no está por que apretemos las clavijas…

—¿Respeto a la familia…?

—Me parece algo más que respeto.

—¿Cuál ha sido la actitud de los Coello de Portugal?

Diéguez se encogió de hombros.

—Tras la muerte de doña Cecilia no ha quedado ninguno en Granada. Por lo que he averiguado, su padre murió hace tres o cuatro años. Poco después de que su hija matrimoniara con don Pablo de Armenta.

—¿Doña Cecilia no tenía hermanos?

—Uno, pero no vive en Granada.

Diéguez se quedó mirando por la ventana. Los frailes agustinos hacía rato que se habían marchado. Don Matías Marculeta rumiaba sus pensamientos en silencio.

—Los trapos sucios de doña Cecilia explicarían la cerrazón de los Armenta y posiblemente ahí se encuentre la razón por la que me han recomendado que actúe con toda discreción.

—Es una posibilidad, pero tengo la sensación de que aquí hay algo que no encaja.

—No olvide algo muy importante, Diéguez. Las familias de abolengo tienen un concepto muy especial del honor.