Habían transcurrido tres días desde el descubrimiento de la nueva víctima del verdugo de la Inquisición. Los interrogatorios a los carmelitas, entre ellos a fray Anselmo, y al vecindario de la zona apenas habían aportado información. Sólo lo que decían un par de vecinas: habían visto escabullirse a un hombre vestido de negro que les pareció desgarbado. Antonio Diéguez había acudido a casa de doña Mariana de Pineda, pero apenas había conversado con ella. Pedrosa, que había tenido conocimiento del nuevo asesinato en Málaga, donde estaba en su condición de subdelegado de policía de la jurisdicción granadina, ordenó que le dejaran a él su interrogatorio.
El mismo día que regresó a Granada le envió una nota donde le comunicaba que le haría una visita relacionada con su descubrimiento de la nueva víctima del verdugo de la Inquisición y que así no tendría que acudir a las dependencias de la policía en la Plaza Nueva. A Mariana no le quedaba más remedio que aceptar.
Lo recibió en la salita, casi desmantelada a causa de la mudanza. No se excusó por ello y le dispensó un recibimiento correcto, pero glacial. Pedrosa trató de mostrarse deferente, pero se sintió herido en su orgullo cuando Mariana le dijo que durante el interrogatorio estaría presente su amigo y abogado don José María de la Escalera. Pedrosa no pudo negarse, pero se mostró sarcástico.
—¿Teme usted algo, señora?
Mariana no se anduvo con rodeos.
—De usted puedo temer cualquier cosa. Es el subdelegado de policía.
Pedrosa le dedicó una mirada torva.
—Podría considerar sus palabras como un desacato a la autoridad.
—Sabe que no hay desacato —intervino el abogado—. Doña Mariana se ha referido al temor que la autoridad despierta entre la población, como debe ser —añadió irónico.
Pedrosa se contuvo, ya tendría ocasión de ajustar las cuentas con el letrado.
Inició el interrogatorio, pero muy pronto comprobó que Mariana contestaba con monosílabos siempre que la respuesta lo permitía. Era patente que ella no estaba dispuesta a facilitar el trabajo de quien en sus actuaciones como Alcalde del Crimen de la Real Chancillería se excedía con creces en su celo.
—¿No vio usted el cadáver al entrar en el templo?
—No.
—¿Nada llamó su atención?
—Nada.
—¿Cuánto tiempo permaneció en la iglesia?
—Como media hora.
—¿Escuchó algún ruido en ese tiempo?
—No.
—¿Se reafirma en que sólo vio el cadáver cuando salía de la iglesia?
—Sí.
Pedrosa se exasperaba. La interrogada se mostraba poco comunicativa, pero no podía acusarla de falta de colaboración. Al fin y al cabo, estaba respondiendo a sus preguntas.
—He de decirle que no encuentro en usted el menor deseo de cooperar. —El tono era amenazante.
—¡Cómo se atreve a decir eso! He respondido a todas sus preguntas. ¿Dígame sólo una a la que no haya dado respuesta?
—Eso no significa que colabore al esclarecimiento de este horroroso crimen.
—Le aseguro que deseo que el asesino sea descubierto, juzgado justamente y, una vez demostrada su culpabilidad, que se le aplique el castigo que corresponda.
Pedrosa captó la intencionalidad de aquellas palabras.
—¿Insinúa que la justicia administrada en nombre de Su Majestad no es imparcial?
—Sólo he expresado mi deseo de justicia. ¿He cometido alguna falta?
—¡No ayuda a que podamos aplicar la justicia del rey!
Mariana hubiera deseado decirle que se sentía honrada por ello. Los tribunales de justicia eran simples teatrillos donde se representaban farsas cuyo final era conocido desde el comienzo de la representación. Se contuvo y solamente respondió:
—¿No pretenderá que me invente las respuestas?
Pedrosa bufó:
—¡Señora mía, nadie ha venido a pedirle que se invente infundios!
—No se imagina cuánto me alegra oírle decir eso al subdelegado de policía.
El interrogatorio había tomado un cariz peligroso para Mariana. No hablaban del crimen, sino de sus graves diferencias. El rostro de Pedrosa no anunciaba nada bueno y don José María de la Escalera decidió intervenir. Iba a decir algo cuando un agente de policía pidió permiso para entrar. Su jefe lo miró con cara de pocos amigos, pero asintió con la cabeza. El hombre se acercó y le comentó algo al oído que hizo cambiar la expresión del rostro de Pedrosa.
—¿Cuándo ha llegado?
—Hace como media hora, señor. He venido a toda prisa.
—¡Dígale a Diéguez que pase!
—Sí, señor.
Pedrosa se puso de pie y espetó a Mariana:
—¡Tomo nota de su actitud! ¡Puede que algún día se arrepienta! Otras obligaciones requieren mi atención, por lo que el agente Diéguez, que se encarga del caso, continuará el interrogatorio, y espero que sea algo más explícita. —Pedrosa miró a Diéguez—: Cuando termine aquí, ¡preséntese en mi despacho!
Abandonó la salita seguido del agente que había interrumpido el interrogatorio. Cuando el revuelo de la marcha hubo desaparecido, las palabras de Diéguez sonaron sosegadas.
—¿Sería mucha molestia pedir un poco de agua? Tengo la garganta reseca.
Mariana agitó una campanilla y una criada apareció al instante.
—¿Ha llamado, señora?
—Trae una jarra con agua, por favor.
Diéguez hizo algún comentario intrascendente mientras traían el agua, rebajando la tensión que flotaba en el ambiente. Refrescada su garganta, preguntó a Mariana:
—¿Le importaría explicarme qué vio usted en la iglesia de los padres carmelitas?
—Lo haré con sumo gusto.
—Disculpe, ¿le molestaría si la interrumpo con algunas preguntas?
—No. Puede hacerlo cada vez que usted lo considere conveniente.
Mariana apenas conocía al policía, pero sabía que no era un esbirro de Pedrosa, aunque trabajaba a sus órdenes.
—Se lo agradezco mucho.
Mariana detalló su entrada en la iglesia sin ver nada. Indicó que el templo estaba en penumbra y no vio si había algo bajo la pila del agua bendita.
—¿Piensa que colocaron el cadáver estando usted en el templo?
—No puedo asegurarlo, pero diría que sí. Sólo vi salir a un individuo.
—¿Cómo dice? —Diéguez no disimuló su asombro.
—Sólo vi salir a un individuo —repitió Mariana—. ¿He dicho alguna inconveniencia?
—No, señora. Pero… ¿se lo ha dicho al subdelegado?
—No.
—¿Por qué, si no es indiscreción?
—Porque no me lo ha preguntado.
—Comprendo.
Estaba claro que el abismo que separaba a aquella señora y su jefe había hecho inútil el interrogatorio y explicaba por qué Pedrosa había salido contrariado.
—¿Le importaría explicarme todo lo que recuerde de ese momento?
—Con sumo gusto.
Mariana detalló lo que presenció cuando se disponía a salir de la iglesia y también la breve conversación que mantuvo con las dos mujeres de la vecindad.
—Ellas señalaron que iba vestido de negro y que era delgaducho.
—¿Quiere repetir eso?
—Me dijeron que vestía de negro, tenía mucha prisa y era delgado. Yo únicamente vi una sombra que saltaba hacia el cancel, y estoy segura de que era un hombre. Desgraciadamente, esas mujeres no lo vieron entrar en la iglesia, lo vieron pasar por delante de su puerta y, ya en la calle, lo vieron escabullirse a toda prisa.
—¿Podría tratarse de una persona diferente a la que usted vio huir?
—Es posible, pero no lo creo.
—Insiste en que sólo vio a un hombre.
—Sólo una sombra, aunque estoy segura de que era la de un hombre, como afirman esas vecinas, y me pareció desgarbado. Que yo viera sólo a uno no significa que no hubiera salido otro antes. Aunque es poco probable.
—¿Por qué dice eso?
—Porque tardé algún tiempo en ir desde cerca del altar mayor, donde había estado hablando con el padre Anselmo, hasta llegar a la pila del agua bendita y no observé movimiento alguno. Lo único que vi fue a aquella sombra correr hacia el cancel.
—¿No lo siguió?
—No. Me sobresaltó su inesperada aparición y tardé en reaccionar. Luego vi el bulto que había bajo la pila del agua bendita, fui a decirle algo y se cayó al suelo.
—Perdone que insista: ¿cree que existe posibilidad de que las vecinas de la calle del Carmen vieran a un hombre diferente del que había visto usted?
Mariana se encogió de hombros antes de responder.
—Desde luego es posible, pero puedo asegurarle que en aquella calle no se veía un alma. Tampoco recuerdo haber visto gente cuando entré en la iglesia.
—Una última cuestión: ¿por qué estaba usted en la iglesia de los carmelitas a esa hora?
Mariana decidió ser poco explícita, pero no faltar a la verdad.
—Fue una casualidad. Venía de Plaza Nueva, vi la puerta abierta, entré y estuve charlando un buen rato con el padre Anselmo. Nada más.
Diéguez le agradeció su colaboración y se despidió amablemente. Había sacado en limpio un par de cosas, aunque no despejaban la complicada maraña de aquellos extraños asesinatos que tenían soliviantada la ciudad. Se dirigió a la Chancillería para cumplir la orden de su jefe y, cuando llegó a la antecámara del despacho de Pedrosa, el ujier le indicó que ya había preguntado un par de veces por él. Apenas sonaron los golpes de sus nudillos en la madera, un grito le ordenó entrar.
—¡Adelante!
Lo recibió una tufarada pestilente. Supo que Pedrosa había encendido su cigarro con una cerilla de Lucifer. Su jefe departía con otra persona. Al verlo, los dos se pusieron de pie. Diéguez no dudó que Pedrosa lo hacía obligado por las circunstancias. Jamás tenía una deferencia con sus hombres, los consideraba poco más que sirvientes.
—Don Matías, le presento al agente Diéguez. Es el encargado de la investigación de los crímenes que tanto preocupan en la corte.
—Mucho gusto, soy Matías Marculeta —le ofreció su mano—, de la Intendencia General de Madrid. Acabo de llegar a Granada.
—Antonio Diéguez, y el gusto es mío.
—Tome asiento, Diéguez —le indicó Pedrosa.
Era la primera vez que su jefe lo invitaba a sentarse. Diéguez, sorprendido, se acomodó al tiempo que lo hacían don Matías y su jefe.
Don Matías Marculeta era un cincuentón fornido, sin llegar a obeso. Su barba blanca, perfectamente recortada, le daba un aire de solemnidad. Tenía el pelo grisáceo, abundante y muy corto. Vestía de forma desaliñada, pero la calidad de su levita —bien cortada y de buen paño—, la fina tela de su camisa y el corbatín de seda indicaban que se trataba de algo circunstancial, posiblemente debido al penoso viaje que había realizado desde Madrid. Sus ojos, azules, parecían leer el pensamiento cuando miraba.
—Don Matías está aquí para investigar los crímenes del verdugo de la Inquisición.
—Bienvenido, don Matías. Toda ayuda es poca. Le aseguro que tenemos por delante un asunto muy enrevesado.
—Nada de ayuda, Diéguez. Don Matías, por instrucciones de la superioridad, dirigirá las pesquisas. Suya será la responsabilidad a partir de este momento. Según señalan los informes que por su mano se me remiten, está considerado uno de los agentes más eficaces del reino. Usted se limitará a ejercer de ayudante y a facilitarle cuanto necesite. En Madrid hay un interés especial en que el asesino sea llevado al patíbulo cuanto antes. Por cierto, usted será su único ayudante.
Las palabras de Pedrosa, muy medidas, pero cargadas de contenido, indicaron a Diéguez que la presencia de don Matías Marculeta en Granada era una bofetada para el subdelegado de policía que se sacudía, hasta donde le era posible, un asunto tan espinoso. Tampoco albergó dudas de que, si las pesquisas daban resultado, se colgaría las medallas.
—¿Alguna pregunta, Diéguez?
—Sí, señor. ¿Ha dicho que seré el único ayudante de don Matías?
—Eso he dicho.
—Todos los demás que están en el caso…
—Todos quedan relevados de ese servicio. Así lo ha pedido don Matías. En su opinión, no es adecuado compartir la investigación con un número elevado de agentes.
—Bueno…, en realidad… —interrumpió don Matías.
—¿He interpretado mal sus palabras? —preguntó Pedrosa.
—No, he hecho ese comentario, pero…
—No hay peros, don Matías. Las cosas se harán como usted señale.
—Lo cierto es que las indiscreciones aumentan con el número de gente que realiza las pesquisas. Es fundamental en toda investigación que no salgan a la luz los indicios que pueden conducir al esclarecimiento del caso. Son avisos que damos a los culpables.
—¿Alguna otra cosa?
Pedrosa se levantó. Parecía interesado en despedirlos.
—No, señor.
—En ese caso, pónganse en marcha. En Madrid quieren resultados.
Una vez fuera, Diéguez se puso a disposición de don Matías.
—Estoy a su servicio. Si usted no tiene inconveniente, puedo invitarlo a tomar un café e informarle con detalle de lo que sabemos de los asesinatos.
—Me parece una excelente idea. Pero antes quiero dejar una cosa clara.
—Usted dirá.
—A pesar de lo que ha dicho el subdelegado, trabajaremos conjuntamente. Usted sabe mucho más que yo de esos crímenes, conoce la ciudad y sus gentes, los ambientes por donde moverse… En Madrid, por alguna razón, están muy alterados con estos asesinatos. ¿Le parece bien?
Diéguez no supo cómo interpretar aquellas palabras. Posiblemente deseara compartir la responsabilidad, aunque si ésa era la razón debería de haberlo dicho antes de salir del despacho. Pedrosa había dejado muy claro quién era el responsable. En cualquier caso, le pareció una buena forma de empezar a trabajar.
—Si usted lo prefiere…
—Lo prefiero. ¡Ah! Otra cosa. El café lo pago yo. Usted va a ponerme al día.
Diéguez negó con la cabeza.
—Eso no es discutible, al menos por esta vez. Usted acaba de llegar a Granada. Si le dejara pagar, ¿dónde quedaría mi hospitalidad?
—Está bien —concedió don Matías—. Supongo que será un café largo. Tendrá muchas cosas que contarme y necesito conocer todos los pormenores. El subdelegado me ha facilitado una información somera, ha dedicado casi todo el tiempo a darme su opinión sobre lo que puede haber detrás de los crímenes.
Diéguez decidió no hacer comentarios. La actitud de don Matías después de salir del despacho invitaba a que sus reticencias al verse relegado se diluyeran. Su primera impresión era que se trataba de un hombre cabal, nada pagado de la aureola que lo precedía. Aunque nunca había oído hablar de él, los informes lo señalaban como uno de los mejores agentes del cuerpo que, por orden del rey, se había creado cuatro años atrás. Lo cual no era de extrañar, pues dedicaba poco tiempo a las charlas y comentarios a que tan aficionados eran otros compañeros del cuerpo.
—El subdelegado está convencido de que se trata de antiguos miembros del tribunal de la Inquisición —señaló don Matías—. ¿Es usted de la misma opinión?
—Me parece que está muy influido por el ambiente de la calle y que se resume en el nombrecito con que han bautizado al asesino. ¿Se lo ha dicho?
—El verdugo de la Inquisición. ¿Cuál es su opinión? —insistió don Matías.
—¿Le importa que lo hablemos tomando ese café?
—Será lo mejor. Pero antes tendrá que recomendarme un sitio donde aposentarme.
—¿Aún no tiene alojamiento?
—Hace tres horas que la diligencia en que viajaba ha llegado a Granada. He venido directamente aquí para reunirme con el subdelegado.
—¿Dónde tiene su equipaje?
—Me lo guarda el portero.
—En ese caso, recojámoslo y busquemos alojamiento.
Salieron de la Chancillería y Diéguez le ayudó a llevar una de sus bolsas de viaje. Don Matías le comentó, mientras caminaban, que había sido el asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal lo que había motivado cierto revuelo en Madrid y la causa principal por la que lo habían enviado a Granada. Marcharon directamente a la posada de las Imágenes. Era un lugar céntrico, en la esquina de la Acera del Darro, de donde entraba y salía mucha gente. Allí los rumores circulaban con fluidez. Era un foco de noticias y también de chismes y cotilleos entre los que podían encontrarse pepitas de oro en medio de la escoria. Era el lugar de donde partían las diligencias que salían de Granada y al que llegaban las que venían de fuera. Allí se había apeado don Matías al llegar de Madrid.
—Si lo hubiera sabido…
—Acomódese tranquilamente, yo esperaré en un cafetín, junto a la barbería que hay en esta misma acera, conforme se sale a mano derecha.
—Le aseguro que serán sólo unos minutos.
—No hay prisa. Tómese el tiempo que necesite.