12

Dudó si enfilar la calle de la Cárcel Alta, bajar hacia la catedral y cruzar la plaza de Bibarrambla para echar un vistazo a la nueva casa en la calle del Águila adonde se estaba disponiendo lo necesario para el traslado en pocos días. Pero se sentía cansada, tenía los pies hinchados y eran casi las dos, por eso optó por marchar a su domicilio en la calle Recogidas. Se cubrió la cabeza con la capucha de su capa para protegerse del fresco viento serrano. El otoño avanzaba de forma inexorable hacia la festividad de Todos los Santos que estaba a la vuelta de la esquina.

Antes de percatarse las tuvo encima, cerrándole el paso.

—¡Un poco de romero, señora, le traerá buena suerte!

Una gitana le ofrecía el romero con una sonrisa zalamera y otra la observaba unos pasos más atrás sosteniendo un churumbel sobre su cadera. Mariana negó con la cabeza y trató de seguir caminando, pero la gitana se plantó ante ella.

—¡Quédese la ramita! —No estaba dispuesta a renunciar fácilmente a su presa.

Mariana la miró a los ojos.

—¡Tengo prisa, déjeme seguir mi camino, por favor!

—¡Ande, deme una cosita para el niño!

—Déjeme pasar, por favor.

Fue entonces cuando la otra gitana, que no se había movido un palmo y seguía plantada en el mismo sitio, habló con una voz profunda.

—¿Quiere que le diga la buenaventura?

Mariana se fijó en sus ojos. Eran negros y grandes, dos tizones encendidos.

—Todo, todito está escrito en la palma de la mano. ¿Quiere comprobarlo?

—¡Apártese, por favor!

Mariana reemprendió la marcha y la oyó decir:

—El preso es familiar suyo, ¿verdad?

Mariana siguió andando. La habría visto salir de la cárcel. Aquellas gitanas, merodeando todo el día por la plaza, estarían al tanto de que sólo se permitían visitas a los familiares. Pero entonces la gitana dijo algo que la hizo detenerse en seco.

—El preso es un primo lejano y militar, ¿verdad? Un capitán.

¿Cómo podía saber aquello? Que acababa de visitar a un preso no tenía ningún secreto, pero aquellos detalles… Se volvió y la miró de nuevo. La gitana que sujetaba al pequeño seguía plantada en el mismo sitio, inmóvil.

—¿Quiere que le diga la buenaventura? —insistió taladrándola con la mirada.

Mariana trataba de aparentar serenidad y mostrarse fuerte, pero estaba muy nerviosa. Le preguntó con un hilo de voz, poco más que un susurro:

—¿Qué es eso del capitán?

—Tal vez pueda decirle lo que va a pasar.

Por un momento vaciló. En su casa había oído hablar de aquellas cosas, historias que solían contarse alrededor del fuego de la chimenea, sobre predicciones y augurios, pero nunca les había dado demasiado crédito. Mucha gente acudía a las adivinadoras, que casi siempre eran gitanas, y le había llamado la atención que, por lo general, eran las mujeres, casi nunca los hombres. Había escuchado que en ciertas cuevas del Sacromonte ocurrían cosas extrañas y misteriosas. No se trataba de creencias ligadas a gentes incultas y zafias. Don Cipriano Portocarrero le había confesado su debilidad por aquellas cosas. Su esposa y él visitaban regularmente a una adivina. La gitana se dio cuenta de su titubeo y, sin las alharacas propias de las vendedoras de romero anunciando maravillas, le soltó:

—Lo que usted pretende es muy gordo.

Un escalofrío recorrió la espalda de Mariana. La miró a los ojos y ella le sostuvo la mirada, la estaba desafiando. Aquella mujer tenía algo extraño en su rostro; Mariana no sabría decir qué era, sólo que no era natural. Supo que aquello había dejado de ser una monserga para sacarle unas monedas y sintió miedo cuando dio un paso hacia delante para acercarse a la gitana. Disimuló lo mejor que pudo el temblor que la agitaba y, temerosa, le ofreció la palma de su mano.

—Ésa no, la izquierda —le dijo casi como una orden.

La gitana se recolocó al pequeño en su cadera y con su mano libre cogió la de Mariana, que al tacto de aquellos dedos sintió ganas de salir corriendo, pero algo le impedía moverse.

—¿Qué ve?

La gitana negó con la cabeza y permaneció en silencio, escrutando las líneas de la palma de la mano hasta que de su garganta salió una profunda exclamación, casi dolorosa. Alzó la cabeza. El horror estaba impreso en su rostro. Mariana, sobrecogida, se percató de que sus ojos no eran los mismos. Estaban inyectados en sangre. Soltó la mano como si fuera una serpiente venenosa y dio un paso atrás, sin dejar de mirarla a la cara. Pronunció unas extrañas palabras, una invocación ininteligible para Mariana y exclamó, olvidándose de los formalismos en el tratamiento:

—¡Cuídate! ¡Cuídate mucho! ¡La muerte está al acecho!

Con paso muy vivo se encaminó hacia la cuesta de Gomérez, seguida por su compañera quien, antes de marcharse, entregó a Mariana la ramita de romero. Paralizada, vio cómo las mujeres se perdían por la cuesta camino de la Alhambra. Temblaba y la sangre golpeaba en sus sienes. Trató de serenarse diciéndose a sí misma que no creía en aquellas cosas, pero era presa de la turbación cuando reemprendió la marcha. Al llegar a la altura de la iglesia del convento de los carmelitas se extrañó de ver su puerta abierta y entró. Se aproximó a la pila bautismal y se santiguó dejando que el agua bendita resbalase por su cara, al llevarse la mano a la frente. El templo estaba sumido en la penumbra. Un fraile, embutido en su amplio hábito, estaba arrodillado, hecho un ovillo y encorvado. Rezaba o quizá meditaba junto a una columna, próxima al sagrario donde ardía la candelilla de una mariposa. Mariana dejó que su capucha resbalara sobre los hombros y se encaminó hacia el fraile sin hacer ruido, pero en el silencio casi sepulcral, el roce de su vestido lo sacó de su meditación. Mariana le sonrió y el carmelita le devolvió la sonrisa. Se acercó al altar, cayó de hinojos y bisbiseó una oración que su madre le había enseñado cuando de pequeña la arropaba en la cama, y que tenía el efecto de un bálsamo contra sus miedos infantiles.

—¿Turba algo tu espíritu, hija mía?

La pregunta la cogió por sorpresa. Mariana se encontró con el poco atractivo rostro del fraile, pero su mirada estaba llena de bondad y ternura. Dudó si decirle qué le angustiaba en aquellos momentos y fue el anciano, cuya experiencia de la vida estaba recogida en cada una de las arrugas que tallaban su cara, quien la animó:

—Siempre es bueno compartir lo que tenemos, eso incluye nuestras penas y alegrías.

Mariana pensó en que las casualidades se encadenaban aquel día. Casual fue el encuentro con las gitanas y casual encontrar abierta la puerta de la iglesia del Carmen. También lo era, al menos eso pensaba, encontrarse con aquel anciano fraile que le ofrecía desahogarse. Tenía profundas convicciones religiosas, muy alejadas de la mojigatería que presidía las prácticas piadosas de la mayoría de las mujeres. Se incorporó y preguntó al carmelita:

—Padre, ¿cree en la predestinación?

El anciano entrecerró los ojos como si así funcionara mejor su mente.

—Dios Nuestro Señor nos hizo libres… Libres de elegir entre el bien y el mal.

—¿Qué quiere decirme con eso?

—Que somos nosotros quienes labramos nuestro propio destino.

—Significa eso que no da el menor crédito a la predestinación.

—Desde luego. Eso son fantasías propias de moros e infieles. Creen que el destino está escrito de antemano. Algo de los moros nos ha quedado en esta tierra donde se hace caso a esas supercherías, que son práctica común entre la gitanería del Sacromonte y del Albaicín. Es mucha la gente que, con poco temor de Dios, acude a que les adivinen el futuro y otras majaderías por el estilo. ¿Acaso has acudido a una de esas engañifas?

Mariana no disimulaba su sorpresa con la perspicacia del carmelita.

—No, padre, ha sido la engañifa, como usted dice, la que ha acudido a mí.

—¿A cambio de unas monedas te ha soltado una sarta de embustes?

—Sin monedas a cambio, padre.

El fraile puso cara de incredulidad.

—¿Una gitana ha leído tu mano sin pedir nada a cambio?

—Así ha sido. Ha mirado la palma de mi mano y ha huido a toda prisa.

Al fraile se le demudó el rostro y se santiguó.

—¿Ha dicho algo?

—Unas palabras que no he entendido y otras que aún resuenan en mi cabeza.

—¿Qué palabras han sido ésas?

—«¡Cuídate! ¡Cuídate mucho! ¡La muerte está al acecho!».

—Cuéntame cómo ha ocurrido.

—Eran dos. Primero una de ellas trató de venderme un poco de romero, después la otra se brindó a decirme la buenaventura. Accedí a regañadientes…

—¿Por qué lo hiciste?

—Porque había adivinado que salía de la Cárcel Alta de visitar a un preso.

—Eso no lo adivinó. Lo dedujo. Están merodeando por Plaza Nueva, pendientes de embaucar a los ingenuos.

—Adivinó algo que no podía deducir de mi visita a la cárcel, por eso accedí a que me leyera la mano; entonces vio algo que alteró su rostro y pronunció unas palabras misteriosas.

—¿Qué dijo?

—Eran palabras extrañas, sin significado. Parecían una invocación.

Mariana se había percatado de que el fraile estaba muy nervioso desde que le había dicho que las gitanas se marcharon sin cobrar.

—Padre, antes ha insistido mucho en que esas gitanas sólo buscan sacar un poco de dinero a los incautos. ¿Cómo explica que se marcharan a toda prisa, sin cobrar?

El fraile se rascó pensativo la coronilla.

—No lo sé, hija mía. A veces, esas… esas arpías parecen vislumbrar algo. Pero el futuro sólo es conocido por Dios Nuestro Señor. Tal vez se valgan de los poderes del maligno. Repíteme, ¿qué fue exactamente lo que te dijeron?

—«¡Cuídate! ¡Cuídate mucho! ¡La muerte está al acecho!».

Entrecerró los ojos y meditó sus palabras.

—En realidad, hija mía, no te han dicho gran cosa. La muerte nos acecha desde la cuna. Por eso debemos vigilar para estar en gracia de Dios cuando llegue el momento.

El fraile llevaba razón sólo en parte. La gitana no había dicho nada extraordinario, pero la clave no estaba en las palabras, sino en cómo las había pronunciado y en su mirada. Si hubiera visto el semblante de aquella mujer… Mariana estaba convencida de que vio algo en su mano que la hizo reaccionar de aquella manera. Hablar de lo ocurrido la había tranquilizado y su espíritu estaba más sosegado, pero no podía apartar de su mente los ojos de la gitana. Parecían ver lo que deparaba el futuro.

—Muchas gracias, padre…

—Fray Anselmo, hija. Mi nombre es fray Anselmo de Santa María. No olvides que el poder del diablo es muy grande y que Satanás se vale de toda clase de trucos para atraparnos en sus redes.

Mariana asintió. Iba a marcharse, pero le tentaba una curiosidad y decidió satisfacerla. No se iría sin hacerle al fraile la pregunta.

—Padre Anselmo, antes ha dicho que Dios nos hizo libres.

—Así es, hija, así es. Libres para poder decidir.

—Entonces, ¿es justo que alguien nos prive de esa libertad?

Fray Anselmo meditó antes de responderle con otra pregunta:

—¿Te refieres a las disposiciones del gobierno?

—Sí, padre.

—Jesucristo no se inmiscuyó en los politiqueos de su tiempo y eludió pronunciarse a favor o en contra de los romanos que ocupaban Judea.

A Mariana le decepcionó la respuesta del fraile. Dio media vuelta y se marchaba cuando el carmelita añadió:

—Pero me parece que no gritaría eso de «¡Vivan las cadenas!».

Mariana se volvió y le dio las gracias.

—Si necesitas consuelo en las tribulaciones que Dios nos envía o simplemente tienes ganas de desahogarte, puedes venir cuando quieras. Dada mi edad, el padre prior me guarda ciertas consideraciones. No tengo que acudir a algunos rezos y tampoco realizar ciertas tareas. Salvo los domingos y fiestas de guardar, me vengo a la iglesia y dedico un rato a la meditación después del almuerzo. Aquí me encontrarás, mientras Dios quiera tenerme en este mundo.

Mariana le dedicó una sonrisa y lo vio perderse por una puertecilla, luego se encaminó hacia la salida del templo, pero al acercarse a la puerta una sombra salió de debajo de la pila del agua bendita. Mariana temió que se abalanzara sobre ella, pero se perdió rápidamente por el cancel. Se quedó unos segundos paralizada. Por el salto tenía que tratarse de un hombre y le pareció desgarbado, pero la penumbra en la que estaba sumido el templo le impidió percibirlo bien. Miró bajo la enorme concha de la pila y advirtió que había algo. Se acercó temerosa y comprobó que era otra persona. Estaba como acurrucada, inmóvil, como si no le hubiera dado tiempo a huir. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y resultaba difícil distinguir si se trataba de un hombre o una mujer. Mariana iba a gritarle algo, pero se desplomó en el suelo. Era un hombre que la miraba con ojos vidriosos y una mueca desagradable en la boca. Tenía las manos atadas con una cuerda y una cartela colgada al cuello. Estaba muerto.

Cuando se recuperó de la impresión, salió a toda prisa de la iglesia, pero en la calleja sólo vio a una pareja de mujeres que conversaban tranquilamente a la puerta de una casa. Se acercó y les preguntó:

—¿Llevan aquí mucho rato?

Las mujeres la miraron suspicaces, pero una de ellas advirtió la palidez mortal que se había apoderado del semblante de Mariana.

—¿Le ocurre algo?

—¿Han visto pasar a un hombre?

—No ha pasado nadie, aunque mi comadre Rita y yo acabamos de asomarnos.

Entonces fue la comadre Rita quien le dijo:

—Bueno, cuando salíamos al zaguán he visto pasar a un hombre corriendo a toda prisa. Ha debido de irse por aquella esquina —dijo señalando el recodo que formaba el campanario.

—También yo lo he visto —corroboró la otra—. Me ha parecido delgaducho y que vestía completamente de negro. ¿Le ha robado, ese granuja?

—No, no. Supongo que no lo han visto entrar a la iglesia.

—Ni entrar ni salir. Sólo correr hacia donde le acabo de decir.