Mariana no dejaba de darle vueltas a la idea que había concebido. Era muy arriesgada, pero creía que era la única posible. Tenía que contar con la colaboración de su primo, y si éste la rechazaba… Quería verlo sobre todo para exponerle el plan de fuga. La acompañaba Burel y habían venido bordeando el Darro. La presencia del criado resultó de gran ayuda para sortear los tenderetes instalados en la Plaza Nueva donde la concurrencia era numerosa. Al llegar a la iglesia de San Gil, el criado se abrió paso evitándole a su ama los empellones y trompicones propios de las aglomeraciones. Mariana estaba bellísima y muy animosa, después de compartir la pesada carga, soportada en solitario durante meses. Vestía trajes amplios que disimulaban su estado y sus mejillas habían recuperado parte del color perdido. Por fin logró conducirla sin contratiempo hasta la puerta de la cárcel, allí le entregó el cesto donde iban la ropa, el jabón y algunas viandas. Mariana mostró al centinela la autorización del alcaide y éste gritó para que abrieran el rastrillo.
—Aguardaré por aquí a que concluya usted la visita.
—No es necesario. Cuando salga, el gentío habrá disminuido, y si hay mucho fárrago, me iré por la plazuela de San Gregorio.
El carcelero era el mismo que la había acompañado la víspera cuando salió.
—Lo siento, señora, pero tiene que enseñarme lo que lleva usted ahí.
—Por supuesto.
Le entregó el cesto y el carcelero lo examinó todo con detenimiento. Partió la hogaza de pan para comprobar si ocultaba algo en su interior y agitó un pellejillo de vino. El hombre no quería problemas. Concluida la inspección se lo devolvió y Mariana le entregó, de forma subrepticia, medio duro de plata. Era la práctica habitual. Luego cruzaron las otras dos rejas en silencio. Mariana observaba cómo llamaba a los claveros para que les franquearan el paso y anotaba mentalmente su actitud y disposición. Trataba de no perder detalle. Subieron la escalera y comprobó que desde el rellano partían dos galerías. Tomaron la de la derecha, igual que la víspera.
—¿Cómo se llama? —le preguntó Mariana.
—Bonifacio Contreras, señora. Para servir a Dios y a usted.
—¿Está casado?
—Sí, señora. Casado y con ocho hijos. ¡Si viera cómo comen!
—¿Qué edad tiene el mayor?
—Es una hembra. Ha cumplido los catorce.
—Entonces, es toda una mujer.
—Ya lo creo. ¡Tengo que darle sus buenas azotainas!
Mariana recordó que a esa edad se casó ella.
—¿Por qué?
—Porque anda tonteando con un rubiales y a mí no me la dan con queso.
—Puede que el rubiales tenga intenciones honorables.
—Entonces que hable conmigo…, como hacen los hombres.
—En eso le doy la razón.
Al carcelero le agradó oír aquello de labios de una dama. Habían llegado a la celda y el hombre abrió la puerta, cediéndole el paso.
—¿Ésta es la celda que siempre se utiliza para las visitas?
—Sí, señora. Para las visitas de los presos de la torre de Santa Catalina. Hay dos, la de Santa Catalina y la de San Gregorio. En la de Santa Catalina están… —el carcelero vaciló— están los más peligrosos.
—Observo que hay pocas visitas.
—Es que la mayoría vienen por la tarde. ¿No le han dicho que también puede venir de cuatro a cinco?
Mariana se sorprendió con la noticia.
—No, nadie me había informado.
—Pues sepa que puede hacerlo, aunque haya venido por la mañana.
—Le estoy muy agradecida.
—Aguarde aquí, señora, que ahora se lo traigo.
Esperó unos minutos. Antes de que el carcelero se retirara, le dijo:
—Bonifacio, ¿podríamos estar algo más de tiempo? Esta tarde no puedo venir.
—Señora…, el reglamento…
Mariana, disimuladamente, le puso otro medio duro de plata en la mano.
—Veré qué se puede hacer —respondió azorado y con un hilo de voz.
—Gracias, Bonifacio.
Estuvo a punto de decirle que le quitara las esposas, pero decidió que era mejor no tentar a la suerte. Observó que Bonifacio, a diferencia del gárrulo de la víspera, no echaba la llave en la puerta. Era un detalle a tener en cuenta, si bien podía convertirse en un problema: podían abrir la puerta de repente y sorprenderlos.
—Ese carcelero parece mejor persona que el de ayer —comentó Fernando.
—Sin duda, lo es.
—De todas formas, no te fíes.
Mariana lo besó en la mejilla y se sentaron en los incómodos taburetes.
—Mira, te he traído el jabón, dos camisas limpias y una capa que me ha dado María. He añadido, por mi cuenta, algo de comida. Recuerdo cómo la agradecía mi tío Pedro García de la Serrana.
—¿Qué es de él?
—Desterrado en Huéscar.
—¡Esto es una auténtica locura! —exclamó Fernando y, escudriñando las viandas, la miró agradecido—. ¿Cómo están María y Juan?
—No debes preocuparte por ellos. Sus tíos los atienden en todo lo que necesitan, aunque te echan de menos. Te mandan muchos besos. ¿Qué tal la vista de esta mañana?
—Mal, el fiscal es un truhán y supongo que el juez, que apenas ha abierto la boca, será de la misma calaña. Me acusa de las cosas más inverosímiles. ¡Imagínate, me ha culpado de corromper a los profesores del Colegio de Humanidades de Cabra!
—¿Qué es eso de que tú has corrompido a los profesores?
—En Cabra hay un prestigioso Colegio de Humanidades…
Mariana lo interrumpió para comentarle:
—Un conocido mío, que tiene un bufete de abogados en Granada, estudió en ese colegio. Es de Cabra.
—¿Cómo se llama?
—José de la Peña y Aguayo.
—Conozco a su familia. Conservadores, pero rechazan las felonías del Narizotas.
A Mariana le seducía saber de la familia de Peña y Aguayo y estuvo tentada de preguntarle alguna cosa más, pero no podía permitirse el lujo de que el tiempo se le escurriera entre las manos. Disponía de menos de una hora, algo más si el carcelero se mostraba condescendiente.
—¿Qué es eso de que has corrompido a los profesores de ese colegio?
—A la mayoría los sometieron a purificación y clausuraron el establecimiento.
—¿Lo cerraron?
—Sí, los realistas de la localidad afirmaban que era un nido de liberales y masones. Ha permanecido cerrado hasta hace unos meses. A los profesores los acusaban de haber enseñado Matemáticas y Dibujo.
—¡Acusados de enseñar Matemáticas y Dibujo!
—Las consideran materias peligrosas. ¡Todo lo que no sean Teologías! También los culparon de impartir clases a los artesanos de la villa cuando cerraban sus talleres. Pretendían que los ebanistas, cerrajeros, sastres y otros sujetos pudieran ser algo más que simples obreros.
—¿Cómo es posible que te hayan culpado de eso?
—El fiscal se agarra a que las clases comenzaron a raíz de mi presencia.
—¡No me lo puedo creer!
—Tampoco mi abogado. Parece una persona decente y muy preparada. En algún momento ha arrinconado al fiscal. Pero me temo que todo es inútil. La sentencia está dictada de antemano.
Era la ocasión que Mariana estaba esperando.
—¿Dedicarías a tu prima, la que desde pequeña urdía planes fantasiosos, unos minutos? Aunque sólo sea porque un caballero debe esa cortesía a una dama.
—Touché!
Mariana le explicó el plan que había concebido. La reticencia inicial de su primo se fue transformando en interés. Cuando concluyó, Fernando se acariciaba el mentón, como si valorase lo que acababa de escuchar. Lo que había ideado era muy arriesgado, pero si la sentencia se daba por dictada poco podía perder. Sin embargo, no podía aceptarlo.
—Es arriesgado, pero podría salir bien —admitió Fernando—. Pero hay un obstáculo insalvable. No estoy dispuesto a que asumas ese riesgo. Si te descubrieran…
—¡Eso es asunto mío! —protestó Mariana con energía.
—Te equivocas. Me niego a hacer algo que ponga en riesgo tu vida.
—Escúchame, Fernando, por favor. —El tono de su voz se suavizó.
—Te escucho.
Mariana desgranó de nuevo el plan con mucho detenimiento, aunque faltaban numerosos detalles por concretar. Puso especial cuidado en señalar que era cierto que ella habría de salvar algunos escollos, pero el peligro mayor habría de asumirlo Fernando. Dejó para el final el argumento de más peso.
—Poner todo esto en marcha necesita tiempo. Te prometo no correr riesgos innecesarios. Pero si hoy no lo apruebas, habremos perdido un tiempo precioso y sabes que dictarán sentencia en pocos días. Así que tienes que decidirte.
Unos golpes en la puerta anunciaron al carcelero. Había tenido el detalle de llamar.
—¿Ya ha pasado la hora? —preguntó Mariana.
—No, señora. Ha pasado casi hora y media. Van a dar la una y media y el preso tiene que estar en su celda cuando cuenten para comer. Aguarde aquí, yo mismo lo conduciré a su celda para evitar complicaciones. Regresaré para acompañarla a la salida.
Antes de abandonar la celda, Fernando le dijo:
—Estoy de acuerdo.
Mariana esperó el regreso del carcelero y salió a la calle fijando en su mente cada detalle del recorrido.