María Doménech estaba desesperada. Al llegar a Granada se había alojado en casa de unos tíos suyos, que la habían acogido junto a su hijo Juan, de cinco años, casi por caridad. La esposa del acusado de graves delitos contra la autoridad del monarca no era un huésped agradable. A su angustia se añadía la negativa de las autoridades a que pudiera visitar a su marido. La legislación penitenciaria señalaba que a las esposas de quienes estaban en la cárcel por causa grave, relacionada con delitos políticos, no se les permitía visitar a sus maridos. La norma era discrecional y quedaba a la decisión del subdelegado de policía, pero en el caso de Granada era inútil hacer cualquier tipo de gestión. Don Ramón Pedrosa rechazaba sistemáticamente las peticiones que se le formulaban. Sólo permitía visitas de parientes de sangre y de los abogados encargados de la defensa del reo.
Ésa era la razón por la que Mariana de Pineda había acudido a visitar a don Diego de Sola, alcaide de la Cárcel Alta. Ella era la única pariente de sangre del capitán Álvarez de Sotomayor y, con las leyes vigentes, la única que podía visitarlo. En realidad, el capitán tenía un tío en Granada, pero se trataba de un viejo medio chiflado que, por otro lado, era servil partidario de las prerrogativas del rey. Había protagonizado algún sonoro escándalo, como cuando se encadenó, en los años del gobierno constitucional, frente a la Chancillería en protesta por lo que denominaba «el secuestro del rey».
La conversación con don Diego de Sola estaba resultando mucho más larga de lo que Mariana había imaginado. El alcaide ofrecía una imagen de antigualla en su indumentaria y en sus formas. Sostenía ciertas diferencias con Pedrosa por cuestión de preeminencias en asuntos carcelarios a causa de las injerencias del subdelegado de policía. En un primer momento se encontró con un rechazo frontal, don Diego se negaba a su pretensión de visitar al capitán Álvarez de Sotomayor alegando que no existía parentesco entre ambos.
—Usted no es prima en tercer grado del prisionero, como pretende hacerme creer.
—Puedo jurarle por lo más sagrado que su bisabuelo y el mío eran hermanos.
—¡No acepto que se tome a Dios en vano! —protestó airado el alcaide, que era hombre de comunión diaria.
—No he querido ofenderlo, sino ofrecerle una prueba de que estoy diciéndole la verdad.
—¡Callen barbas y hablen letras! Eso es lo que vale en estos casos, señora mía. Si no me presenta un documento indubitable, no accederé a su pretensión. Ese capitán es un sujeto peligroso. ¡Se ha permitido cuestionar públicamente los legítimos poderes de Su Majestad! —El alcaide agitaba su puño cerrado con el dedo índice extendido.
Mariana ignoró el último comentario.
—Si le muestro ese documento irrefutable de nuestro parentesco, ¿podré visitarle?
—Desde luego.
—¿Sería suficiente un árbol genealógico? —aventuró Mariana.
Don Diego se acarició su canosa perilla, mientras Mariana aguardaba la respuesta, como si se tratara de una sentencia.
—Lo siento, pero no sería suficiente. Se han trucado árboles genealógicos para aliñarse antepasados de renombre. En Granada hay casos que la asombrarían.
—¿Piensa usted que he mandado elaborar una genealogía falsa para ver a mi primo?
—Mayores estafas se han visto, señora.
—El papel…, me refiero a su antigüedad, señalaría que no es cosa de estos días.
—No va a embaucarme. Papel antiguo puede conseguirse con facilidad e imitar la letra de entonces. Hay pendolistas que son verdaderos artistas. Puedo darle una lista de nombres, todos ellos muy cualificados en esta clase de gatuperios.
—¿Qué clase de documento tendría su beneplácito?
Mariana había dado a sus palabras un tono de súplica, como si estuviera a punto de rendirse. Don Diego se acarició la perilla y Mariana aventuró:
—¿Serviría un testimonio de la Sala de Hidalgos de la Real Chancillería?
—¡Señora, está usted hablando del Evangelio! —No reparó que el Evangelio era la palabra de Dios.
—¿Quiere decir que sería suficiente?
—Por supuesto.
Mariana buscó en su bolso ante la mirada expectante del alcaide.
—Aquí lo tiene. —Puso sobre la mesa un cuaderno con tapas de tafilete rojo, cuya antigüedad estaba fuera de toda duda.
El alcaide la miró sorprendido, consciente de que había caído en una trampa. Examinó el cuaderno de hidalguía donde aparecía un árbol genealógico, que había crecido generación tras generación, con los correspondientes certificados de la Sala de Hidalgos, donde constaba de forma fehaciente que los bisabuelos de doña Mariana de Pineda y de don Fernando Álvarez de Sotomayor eran hermanos.
A pesar de todo, el alcaide estaba a punto de denegar el permiso, ante el artificio del que se había valido la solicitante, cuando reparó en un detalle del árbol genealógico.
—¿Su abuelo era don José Alonso de Pineda y Tabares?
—Así es.
Don Diego se acarició la barba una vez más.
—¿Es quien estoy pensando?
—Ignoro en quién está pensando usted.
—En el Pineda y Tabares que fue oidor de esta Real Chancillería.
—Mi bisabuelo fue oidor en la Audiencia de Guatemala, estando en aquel destino nació mi abuelo, y posteriormente lo fue en esta Chancillería.
A don Diego de Sola se le iluminó el rostro.
—Cuando yo lo conocí era un anciano venerable. ¡Todo un caballero! Cada mañana acudía a la misa primera a Santa Ana donde yo era monaguillo; antes de marcharse, nos daba arropías. Su casa familiar estaba en la Acera del Darro, ¿verdad?
—En esa casa nací.
Don Diego le devolvió el cuaderno y, sin decir palabra, tomó una pluma y redactó unas breves líneas que espolvoreó con arena para que la tinta secase rápidamente, y con lacre rojo estampó su sello.
—Tome. Podrá visitar a su primo todos los días, acogiéndose al reglamento.
—Le estoy muy agradecida, don Diego. —Mariana no disimulaba su alegría.
—A quien debe estar agradecida es a su abuelo. Con el cuaderno no hubiera bastado. Ese primo suyo es sujeto de mucho cuidado.
—¿Podría visitarlo hoy?
Don Diego miró el reloj de péndulo que había frente a él. Era más de la una.
—El tiempo de las visitas es de doce a una, pero hoy, en honor a su abuelo, haremos una excepción.
Agitó una campanilla y entró el ujier a quien ordenó que buscase al sota alcaide de guardia, encargado de controlar las entradas y las salidas. Apareció por el despacho a los pocos minutos y así fue como Mariana, acompañada por un carcelero que no paró de protestar entre dientes, al habérsele interrumpido la partida de naipes que acababa de iniciar, fue conducida hasta la celda habilitada para las visitas a los presos.
—¡Aguarde aquí! —le gritó sin consideración aquel zafio que parecía escogido a propósito para semejante tarea.
Mariana lo vio desaparecer dando un sonoro portazo. El sujeto tenía malas pulgas. Observó las paredes de la celda; eran de piedra sin enjalbegar, como las del pasillo, y la escasa luz que recibía llegaba por una abertura de un par de palmos abierta en el techo y enrejada. El mobiliario, si podía dársele ese nombre, se reducía a una mesa y dos taburetes. En una de las paredes había pintada, con trazos gruesos de color sepia, una cruz que el paso del tiempo había desvaído. Los minutos transcurrían lentamente; Mariana recordaba a su primo como a un príncipe azul, vestido con su vistoso uniforme de cadete. Contuvo la respiración al oír abrirse la puerta.
Al verlo con las manos esposadas como un malhechor sintió que la ira se apoderaba de ella. No lo recordaba así.
—¡Quítele las esposas! —le gritó al carcelero.
—¡Ni hablar! —respondió desafiante—. ¡Es uno de los peligrosos!
—¡Quíteselas, no puede escaparse! —insistió ella.
—¡No! Además, ¿quién se cree que es para darme órdenes?
Fernando Álvarez de Sotomayor sobrepasaba el metro ochenta y era de complexión recia, aunque se le veía delgado. Sus ojos oscuros reflejaban melancolía. Tenía un aire severo, como correspondía a un militar, pero sus facciones eran agradables, a pesar de tener la piel curtida por la vida al aire libre y posiblemente por haber venido hasta Granada a pie, formando parte de una cuerda de presos. Mariana se fijó en el pelo, era lacio y negro, aunque empezaba a platear por las sienes; lo tenía anudado a la nuca en una coleta ridícula, probablemente porque estaba apelmazado y sucio, como la camisa que vestía debajo de un chaleco sin mangas.
—¡Prima! —exclamó avanzando hacia ella, que se había quedado paralizada.
Se fundieron en un medio abrazo, dificultado al tener las manos engrilletadas. La desagradable voz del carcelero lo deshizo sin contemplaciones.
—¡Quince minutos, ni uno más! —gritó antes de dar otro portazo que, en esta ocasión, fue acompañado por el sonido de la llave girando en la cerradura.
—¿Cómo están María y Juan? —preguntó con ansiedad—. Sé que están en Granada, pero apenas tengo noticias de ellos, sólo las que me facilita el abogado y no son muchas.
—Están bien. María no viene porque no puede…
—¡Cómo que no puede!
—A los presos por delitos políticos no les está permitido que sus esposas los visiten. Sólo el subdelegado de policía puede autorizarlo, y en Granada…
—¿Quién es el subdelegado?
—Don Ramón Pedrosa… un mal bicho. Ven, sentémonos.
Se acomodaron en los taburetes y se miraron fijamente. Mariana le contó la estratagema de que se había valido con el alcaide y el papel que había jugado su abuelo.
—Vendré todos los días… —Se quedó mirando su pelo—. Mañana te traeré jabón y ropa limpia; también algo de abrigo. Dime todo lo que necesites.
—Eso, lo que has dicho, jabón, ropa limpia y algo de abrigo.
—Mañana lo tendrás todo. Ahora dime, ¿qué cargos tienen contra ti?
—Me acusan de cuestionar públicamente los que ellos llaman «legítimos derechos de Su Majestad». —El capitán resopló con fuerza.
—¿Te has ido de la lengua donde no debías?
—Es una acusación falsa, una mentira.
—Cuéntame.
—Estando en Cabra, en casa de un tío mío, vi pasar una cuerda de presos y me acerqué para preguntarles por su delito… Pretendía darles ánimos, a pesar de que la cuerda estaba vigilada por una partida de voluntarios realistas. Uno de ellos me amenazó con su fusil y me ofendió de palabra. Le respondí como se merecía, se produjo un altercado y tuvieron que ponerle unas lañas en la frente. Me detuvieron y, rebuscando, apareció mi nombre en una carta junto al de otros oficiales dispuestos a secundar un levantamiento.
Mariana se quedó mirándolo fijamente.
—¿Estás involucrado?
Fernando asintió.
—En un par de días comienza la pantomima que esa gentuza llama juicio.
—Entonces, María podrá venir a la sala y verte, aunque sea de lejos.
—Me temo que no será posible. La vista es a puerta cerrada.
Mariana se había acordado de la mujer de su primo, pero a lo que estaba dándole vueltas era a que disponía de mucho menos tiempo del que pensaba para preparar un plan de fuga que ni siquiera había comentado con el interesado.
—¿Sabes lo que eso significa?
—Que me condenarán a muerte. —Lo dijo con una serenidad que a Mariana le impresionó.
—¡Lo dices así, tan tranquilo!
Su primo la cogió de las manos.
—No voy a ponerme a temblar, primita. No les daré ese gusto. Si hay que morir, se muere. Pero con honor.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Mariana. Se preguntaba cómo era posible mandar al patíbulo a aquella clase de hombres. Hombres que habían luchado contra los gabachos durante la guerra de la Independencia. Hombres que de nuevo se habían enfrentado a los franceses cuando invadieron España para reponer a Fernando VII en sus prerrogativas absolutistas. Su primo había participado en la defensa de Vitoria, donde había sido hecho prisionero y conducido a Francia en calidad de tal. Cuando regresó fue procesado y encarcelado. ¡Su delito era haber luchado contra un ejército extranjero que hoyaba el suelo de la Patria!
—¡Tienes que huir, Fernando! ¡Tenemos que preparar tu fuga!
Le sonrió y en sus ojos se acentuó la melancolía.
—¡No cambiarás, primita!
—¿Por qué dices eso?
Le apretó las manos y la miró a los ojos.
—Cuando eras niña, siempre estabas tramando algo. ¿Te acuerdas cuando te llevaba a comprarte alguna golosina?
—Claro. ¡Eras mi príncipe azul!
—¿Por eso me decías que nos fugáramos?
—¿Te decía que nos fugáramos? ¿Adónde?
—¿No lo recuerdas?
—No.
—A la Alhambra. Cuando eras niña, te fascinaba.
—Y ahora también. No me explico el poco aprecio que le tienen los granadinos. «¡Cosas de moros!», dicen muchos.
—Veo que no has cambiado. Me alegro, me alegro mucho.
—¡Tenemos que buscar la forma de sacarte de aquí!
—Eso es imposible. Las paredes de esta cárcel tienen dos varas de ancho y son de piedra del suelo al techo. ¿Has visto las rejas que has de cruzar para entrar o salir?
—Sí, cuando me trajeron después de unas diligencias en la Chancillería.
—Son tres. La de la calle siempre está echada y hay un centinela apostado fuera.
Un ruido en la cerradura les advirtió de que su tiempo se había acabado.
—¡Ya está bien de cháchara! ¡Los quince minutos se han acabado! ¡Vamos!
Se despidieron y cuando Fernando se alejaba por la galería ella le gritó:
—¡Mañana te traeré el jabón y la ropa!
El capitán no se volvió, alzó sus manos esposadas por encima de la cabeza. Mariana, acompañada por otro carcelero que ofrecía un aspecto menos grosero que el que la había conducido a la celda y ahora se llevaba a Fernando, recorrió el camino de salida. Bajó por una empinada escalera y llegó a una antesala donde se topó con el primer rastrillo. Otro carcelero abrió la reja y apenas la cruzó volvió a cerrarla y a echar la llave. Pasaron por un pequeño túnel abovedado, al final estaba la segunda reja. Por ella entraba la poca claridad que iluminaba aquel espacio tenebroso. Se repitió la operación de abrir y cerrar, con el añadido de que el clavero salió de una especie de cuerpo de guardia donde estaba el sota alcaide de puertas. Tenían montada una auténtica timba de naipes. Al fondo se veía la reja que daba a la calle, estaba a pocos pasos cuando un centinela dio la voz para que abriesen el rastrillo. Mariana observó cómo dos frailes capuchinos se disponían a entrar y aprovechó, mientras el carcelero abría la reja, para preguntarle:
—¿Vienen muchos frailes a visitar a los presos?
—Todos los días, señora. Atienden a los presos en sus necesidades espirituales y asisten a los reos que están en capilla.
Mariana se hizo a un lado y cedió el paso a los frailes. Los saludó inclinando la cabeza y salió a la calle pensando en cómo podría organizar la fuga de Fernando. Quienes afirmaban que la cárcel era inexpugnable tenían razón. Los muros eran tan impenetrables que pensar en practicar una abertura o cavar un túnel subterráneo era una quimera. Los barrotes de las rejas tenían un grosor de varias pulgadas. La vigilancia era extrema, aunque había observado cierta desidia. A todo ello se añadía que dispondría de pocos días, contando con la prórroga que suponían las condenas a la pena capital porque, en ese caso, la sentencia había de remitirse a Madrid para cumplir el trámite de ser ratificada por el rey. Fernando VII no se privaba de ese placer. En alguna ocasión había escrito de su puño y letra en la confirmación de una sentencia colectiva: «Que los ahorquen a todos».