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La conversación fue larga y serena, pero empañada por la tristeza. Doña Úrsula y su hija hablaron de lo que ahora era su mayor preocupación, después de mandar a una de las criadas que se llevara al pequeño José María, que remoloneaba alrededor, y le comprase unas arropías en Puerta Real.

—¿De cuánto estás?

—Si mis cuentas no están equivocadas, acabo de cumplir seis meses.

—Eso quiere decir… —doña Úrsula echó cuentas— que darás a luz a primeros de año.

—Así lo tengo calculado. Lo que nazca vendrá con el nuevo año, hacia el día de los Reyes Magos.

—¿El padre es ese abogado?

—Sí.

—¿Te dio palabra de matrimonio?

—Con medias palabras. Ya sabes cómo son los leguleyos —comentó Mariana con una sonrisa triste—. Serían capaces de demostrar que la noche es día porque alumbra un candil.

—Entonces, te dejaste embaucar como una tonta.

—Madre, que ya soy mayorcita… No puedo decir que me haya engañado.

—¿Sabe que estás embarazada?

—Yo no se lo he dicho. Si él se ha dado cuenta…

—¿Por qué no os habéis desposado?

Mariana permaneció en silencio, como si meditara la respuesta.

—No sabría decírtelo. Supongo que una viuda no es el mejor partido. Y menos aún si la viuda soy yo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Las autoridades no me miran con buenos ojos.

Doña Úrsula apretó los labios.

—Ese Pedrosa te la tiene echada en agua. Ya trató de buscarte las vueltas con aquella carta que llegó de Málaga.

—No pudo demostrar nada.

—No debes confiarte. Además de un fanático, es un mezquino. No hay más que mirarlo a la cara. Esas cejas tan pobladas, esos pómulos tan marcados y esos ojos tan pequeños y de mirada huidiza. Tiene que esforzarse para mirarte de frente.

—¿Cuándo has estado tú con Pedrosa?

—Lo he visto en la catedral, en misa. Muy compuesto, pero siempre mirando al suelo, incluso cuando está con la gente. Parece como si le hablara a las losillas.

—Quizá piensa que las personas son menos importantes que las losillas.

Mariana pensó cómo los detalles, incluso los más insignificantes, terminaban definiendo a la gente. Su madre, con aquellas palabras, había descrito perfectamente a aquel repulsivo personaje del que habían hablado en contadas ocasiones. Sin duda, sabía que era un ser despreciable desde que trató de acusarla de infidencia porque aparecía su nombre en una carta que habían conseguido en una redada de liberales en Málaga. Doña Úrsula retomó la conversación por donde iba, antes de que Pedrosa se metiera por medio.

—¿Hay algo más que haya influido en tu relación sentimental?

Mariana dejó escapar un profundo suspiro.

—De la Peña y Aguayo es un brillante abogado. Si antes he dicho lo de leguleyo, ha sido por referirme a lo que algunos abogados practican, pero él es brillante, lo sabe y quiere hacer carrera política. Cuenta, además, con el apoyo de su familia y algunas amistades con influencias en la corte. Con esos horizontes, Mariana de Pineda no es un buen partido. Tal vez, si yo no estuviera mezclada en ciertos asuntos…

—Entonces, su compromiso con esa señorita es poco más que un contrato. —Mariana se encogió de hombros y no respondió—. No te hagas la remolona. Cuando se ama a una persona, se la quiere con todo lo que significa.

—Supongo que Dolores Morales de los Ríos y Escaño significa mucho en su carrera. Pertenece a una de las mejores familias de Granada.

—¡También tú! —la interrumpió doña Úrsula.

—Pero mi padre murió y los Pineda se desentendieron de mí. Yo no soy una rica heredera, ni tengo conexiones familiares en Madrid.

—Sin embargo, tengo entendido que ese abogado está contra las arbitrariedades del rey y de la política de su camarilla.

—Eso es cierto, pero no se jugaría la vida por la libertad y la Constitución.

—¿Tú, sí?

Mariana pensó la respuesta.

—Llegado el caso, ya veríamos.

—¡Ay, Marianita, que me vas a dar un sofoco! Esas juntas no pueden traerte más que problemas.

—Eso nunca se sabe, madre.

Ahora fue doña Úrsula quien dejó escapar un suspiro. Miró por la ventana y contempló el emparrado, que durante el verano cubría de verdor parte del patio. Amarilleaba y algunos racimos de uvas, que no se habían cogido, estaban negros y arrugados; en el suelo se veían hojas secas de la parra. Después de algunos minutos preguntó a su hija:

—¿Qué piensas hacer?

Mariana arrugó la frente.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno…, ya me entiendes… Han pasado muchos meses… pero sé de alguna comadrona que…

—¡Ni se te ocurra mencionarlo! —explotó Mariana y, palpándose el vientre, añadió—: Este niño o niña, ya veremos, es fruto del amor. Puedes estar segura.

—¿También por parte de su padre?

—También —respondió sin dudar.

—Entonces, ¿por qué no asume su responsabilidad? —se encalabrinó doña Úrsula.

—Ya te lo he dicho. No soy un buen partido, más bien un obstáculo para sus proyectos. Pero te aseguro que cuando lo concebimos había amor.

Permanecieron un rato en silencio. Cada una parecía rumiar sus pensamientos.

—Está bien —aseveró doña Úrsula—. Si es tu deseo… ¿Cómo piensas afrontar el parto?

—No quiero que se sepa, al menos que no sea notorio y público que he dado a luz. Si he asistido a la fiesta de los condes de Teba ha sido para decir a algunas brujas, sin necesidad de palabras, que no estaba embarazada. Cuando llegue la hora, todo se hará con la mayor discreción. Una vez concluido el traslado, saldré a la calle lo estrictamente necesario, el otoño es un tiempo de recogimiento y en Navidad estaré enferma.

Mariana aludía al traslado de domicilio que tenían proyectado efectuar en los días siguientes. Habían vivido algunos años en la calle Recogidas adonde se habían mudado desde la Carrera del Darro, la calle donde Mariana había nacido y vivido su infancia y adolescencia. Ahora iban a vivir en la calle del Águila.

—¡Conozco a una familia muy honrada y discreta que podría…!

—No te precipites, madre. Todavía faltan casi tres meses y pueden ocurrir cosas.

La conversación no había disipado la tristeza que embargaba a doña Úrsula. No comprendía cómo Mariana, una hija para ella y su difunto esposo, desde que se la encomendara el ciego Pineda con tres años, no le había hecho partícipe de su situación. Si se quedaba con aquella pregunta dentro, el daño duraría lo que le quedase de vida.

—¿Por qué me lo has ocultado todo este tiempo?

Mariana, en lugar de responder, se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia había comenzado a caer mansamente y el patio, efectivamente, ofrecía una imagen otoñal. Era la estación del año que más le gustaba, sobre todo el mes de noviembre. Tomó las manos de doña Úrsula con ternura y la miró a los ojos.

—Las razones fueron variando con el paso de los meses. Al principio estaba convencida de que nos casaríamos, quise esperar porque deseaba anunciarte primero mi boda. Luego, cuando la esperanza de matrimonio se diluyó, no encontré el momento. Cuando llegó la invitación de los condes de Teba tomé una decisión y temí que, si conocías mi estado, trataras de impedir que acudiera a la fiesta. ¿Me equivoco?

—¡Desde luego que no!

La besó en la frente y le dijo:

—Tenía pensado decírtelo después de la fiesta, pero…

—¿Qué pretendías al ir a esa fiesta?

Mariana miró por la ventana. La lluvia arreciaba y golpeaba en los cristales.

—Aunque no tengo una prueba, sé que mi palidez y mis mareos habían desatado algunas lenguas… Quería dejarlas con tres palmos de narices. Aunque en realidad ésa no era la razón principal.

Doña Úrsula arqueó las cejas.

—¿Fuiste por algo más?

—Tú eres mujer y lo comprenderás. Quería que él me viera. No nos veíamos desde que vino a decirme que se había comprometido con Dolores Morales de los Ríos.

—Si pretendías que las habladurías cesaran mostrando que no había señal de tu embarazo, también él repararía en ello.

En la cara de Mariana apareció una sonrisa triste.

—No creas, madre. La mayoría de los hombres no se dan cuenta de las pequeñas cosas que ocurren a su alrededor. ¡Están tan ocupados con las cosas importantes que se les escapan los menesteres de la vida!

—En eso tienes toda la razón. Tu padre, que era un bendito, no se enteraba de la misa la mitad. ¡Siempre pendiente del debe y del haber, de las entradas y las salidas! Con tanta cuenta no reparaba en que algunos sisaban lo que podían. Era yo quien me percataba de esas cosas.

Lo que latía en el fondo, y la causa principal de su asistencia a la fiesta de recepción del conde de Montijo, era porque deseaba que don José de la Peña y Aguayo no albergara dudas de que había cometido un error al comprometerse con la que ya era su prometida aunque no se hubiera hecho público de una manera oficial. Dolores Morales de los Ríos y Escaño nunca le daría lo que ella podía darle. Posiblemente llegaría muy lejos en sus aspiraciones. Era inteligente y capaz. Su familia tenía medios y su matrimonio sería una catapulta. Contaba con la protección del marqués de los Alijares y había sido en la casa de los marqueses donde se habían gestado los acuerdos de su matrimonio. Sabía que a quien amaba era a ella, no a la mujer a la que iba a convertir en su esposa. Le dolía en el alma que hubiera elegido entre el amor y una carrera brillante.

La llegada de José María, como un torbellino, puso una nota de alegría a la tristeza que se había apoderado de su madre.

—¡Mamá, mira, mamá! —El niño sostenía las riendas de una cabeza de caballo, toscamente labrada en madera y montada sobre un largo palo en cuyo extremo había una rueda de madera.

—Pero bueno…, ¿de dónde has sacado eso?

—¡Me lo ha comprado Burel! ¡Nos lo encontramos en Puerta Real!

Mariana vio al criado que se había quedado en la puerta y sonreía.

—Es que hoy ha hecho muy bien la caligrafía y ha leído estupendamente. Ha sido un premio.

Burel ejercía también como preceptor del pequeño.