La fachada, primorosamente esgrafiada, de la casa de los condes de Teba estaba en la calle de Gracia, cerca del límite de la ciudad que en aquella parte se abría a la fértil vega regada por las aguas del Genil. En la puerta, grandes faroles de estilo granadino habían convertido el zaguán en un ascua reluciente. Don Cipriano Portocarrero había obtenido un permiso especial para que a sus invitados no les afectase el toque de queda. Fue complicado porque Pedrosa se oponía de forma tajante, a pesar de las reiteradas peticiones del alcalde. No le agradaba una fiesta en la que se homenajeaba al conde de Montijo. Sólo cedió al insinuársele que podía recibir una invitación. Cuando le llegó, se excusó por escrito y declinó su asistencia. Era una forma de humillar a los anfitriones y al propio Montijo, de quien se rumoreaba que era masón, además de un hereje que había pasado por las cárceles del Santo Oficio. Pero la razón principal por la que Pedrosa había declinado asistir era que doña Norberta Pimentel no estaba en Granada y sin su presencia aquellas fiestas le aburrían.
Mientras los anfitriones recibían a sus invitados en el vestíbulo, agentes de Pedrosa rondaban con descaro sin perder detalle de quienes entraban. Nada podía hacerse. Los vientos que soplaban en aquella España daban a un subdelegado de policía —cargo que Pedrosa había acumulado al de Alcalde del Crimen— más poder que a un conde, sobre todo si se trataba del conde de Teba.
Doña María Manuela Kirkpatrick, en el esplendor de su madurez, estaba radiante. Su melena cobriza delataba su ascendencia irlandesa, algo de lo que se sentía particularmente orgullosa. Lucía un ajustado vestido de color verde, a juego con sus ojos, y adornaba su cuello con un collar del que pendía una gruesa esmeralda. Era una mujer imaginativa, algunos decían que fantasiosa. Afirmaba que su segunda hija, a la que habían bautizado como Eugenia, en honor de su tío, el conde de Montijo, nació bajo unas lonas en el jardín de la casa al sobrevenirle el parto durante un terremoto que había sacudido Granada dos años antes.
Mariana llegó a pie —su casa estaba a pocos pasos— acompañada por Burel. Su llegada coincidió con la del abogado don José María de la Escalera, el encargado de la defensa de su tío, don Pedro García de la Serrana. El letrado le dedicó un gentil cumplido y Mariana saludó a su esposa, que se cogió a su brazo. Susurró algo al oído del abogado y éste respondió:
—Estaré encantado.
Mariana indicó a Burel que se acercase.
—Por esta noche tus obligaciones han terminado.
La imagen de la joven viuda resultaba seductora. El vestido de moaré azul que lucía se ajustaba a su cintura, permitiéndole exhibir un talle impropio para una mujer que había dado a luz en dos ocasiones. Sus rubios cabellos, recogidos suavemente, dejaban sueltos unos tirabuzones que enmarcaban una cara pálida, reflejo de sus recientes dolencias, que también se apreciaban en sus fatigados ojos. Adornaba su cuello con una gargantilla y un broche de perlas le sujetaba un elegante tocado de plumas.
La condesa le dedicó una sonrisa y don Cipriano rozó la punta de sus dedos con los labios susurrándole al oído:
—¿Tienes un pacto con el diablo? Estás deslumbrante. —El conde era de los pocos que la tuteaban—. Nadie diría que acabas de salir de una enfermedad.
—Es voluntad, querido conde, fuerza de voluntad —le respondió con una sonrisa, pendiente de la condesa que, con descaro, miraba su cintura.
—Querida, a más de una va a darle un soponcio. Estás bellísima.
Mariana respondió con una leve inclinación de cabeza. No necesitaba explicación para entender el significado de las palabras de la condesa.
El salón estaba lleno de invitados y resplandecía iluminado por grandes lámparas de cristal y docenas de candelabros de plata maciza. Elegantes damas con generosos escotes se movían entre el crujir de sedas. Algunas habían tomado ya posesión de divanes y sillas donde lucían vestidos y joyas gracias a estudiadas poses. Los caballeros vestían levitas grises o negras y algunos con notoria obesidad aprisionaban su vientre en abotonados y rechinantes chalecos floreados de cuyos bolsillos colgaban las macizas cadenas de sus relojes. En el ambiente flotaba el humo de los gruesos y aromáticos habanos que algunos de ellos fumaban. Mozos y doncellas iban de un lado para otro pasando bandejas con bebidas y delicias de boca.
Apenas apareció, Mariana se vio rodeada de caballeros que le preguntaban por su pasada enfermedad y ponderaban su belleza.
Doña Rosario Montes de Ortigosa, que ya estaba aposentada en un diván, oteaba el panorama. La buscó rápidamente y, haciendo uso de sus impertinentes, vio a Mariana deshacerse en sonrisas y ofrecer su mano a los caballeros. Con la frente arrugada, parecía un general escrutando el terreno antes del comienzo de la batalla.
—¿Has enfocado a la viudita? —preguntó doña Hortensia, que compartía el diván.
Su curiosidad tuvo que esperar hasta que doña Rosario explotó:
—¡Ha abortado, Hortensia! ¡Esa desvergonzada ha abortado!
—¡Rosario, por Dios, esas cosas no pueden decirse sin tener pruebas!
—¡Te digo que estaba embarazada! ¡Es una zorra! ¡Embarazada como cuando se casó con ese militarcillo pobretón y enfermizo!
—¡Rosario! —exclamó doña Hortensia abanicándose con fuerza.
—Conozco gitanas que por unos cuantos duros te hacen echar las entrañas y, si se tercia, te remiendan el virgo. —La oronda viuda estaba sofocada.
—¡No me digas que conoces a esas gitanas! —exclamó doña Hortensia, escandalizada.
—Pero ¡qué clase de tontería estás diciendo!
—Rosario…, tú misma acabas de decir que conoces a unas gitanas…
—Mujer…, es una forma de hablar. Lo que digo es que, como todo el mundo sabe, en el Albaicín hay gitanas que son peritas en ciertas hierbas y pócimas. Conozco a más de una que ha buscado que la remendaran a la hora de casarse. Pero a lo que vamos. ¡Ésa ha abortado!
La llegada de una pareja interrumpió la conversación. Dolores Morales de los Ríos y Escaño irradiaba felicidad del brazo de don José de la Peña y Aguayo.
—¡Dolorcitas, estás lindísima! —Doña Hortensia la miraba de arriba abajo.
—¿Cuándo anunciaréis vuestro compromiso, querida? —preguntó doña Rosario, que no dejaba de lanzar miradas hacia el corrillo donde estaba Mariana.
Dolores miró a su prometido.
—Pepe tiene que ir a Madrid por unos asuntos que le ha encomendado el marqués de los Alijares. Lo haremos oficial cuando regrese, aunque… ya es público y notorio.
La joven mostró orgullosa el anillo que brillaba en su mano, adornado con un grueso diamante. Doña Hortensia le sostuvo la mano y lo examinó con detenimiento.
—¡Oh! ¡Querida, es la joya de una reina!
Peña y Aguayo se mostraba más reservado que su prometida. Apenas se alejaron unos pasos cuando doña Hortensia susurró al oído de doña Rosario:
—La viudita se quedó con tres cuartas de narices.
—Se quedó con algo más. Pero como es muy ladina… ¡Menuda zorra!
Las conversaciones cesaron cuando un mayordomo de la casa, vestido de librea y empuñando un bastón de ceremonia, golpeó el suelo y anunció:
—¡Su Excelencia, el señor conde de Montijo!
Acompañado por los condes de Teba, hizo su entrada en el salón don Eugenio Portocarrero. Lo recibieron con una cerrada ovación a la que Montijo respondió con inclinaciones de cabeza. Don Cipriano fue presentándolo a los invitados. Al llegar al corrillo donde estaba Mariana, Montijo se quedó mirándola.
—Es doña Mariana de Pineda —le indicó su hermano.
Montijo hizo una reverencia y, después de exaltar su belleza, le comentó:
—Vuestro esposo es muy afortunado.
—Soy viuda, excelencia.
—¿Viuda? —Se quedó mirándola y gritó en voz alta—: ¿Dónde están los hombres de Granada? ¿Cómo es que esta belleza —tomó la mano de Mariana alzándola hasta la altura del hombro— no está desposada?
Hubo risas y algunos aplausos. En el corrillo de al lado, Dolorcitas enrojeció como la grana y Peña y Aguayo puso cara de circunstancias. Mariana ofrecía una media sonrisa impenetrable.
—¿Tendré el honor de que me concedáis el primer baile? —le solicitó el conde.
—Si escucho de vuestra boca alguna cosa de las que se cuentan de Su Excelencia.
—¿Por alguna razón especial? —Montijo también sonreía de forma enigmática.
—Son tan increíbles que me parecen rumores sin fundamento, excelencia.
Las sonrisas desaparecieron del semblante de los presentes. El rumor más extendido, corría por media España, decía que Montijo era el Gran Maestre de la Masonería española. Un título peligroso. Algunos temieron una reacción destemplada de don Eugenio, pero éste los sorprendió a todos preguntando con socarronería:
—¿Como cuáles, por ejemplo?
Mariana pareció meditar la pregunta prolongando la tensión.
—¿Sois el tío Pedro de quien tanto se ha hablado?
Montijo soltó una carcajada y el alivio fue patente entre los presentes.
—Las jornadas que precedieron a lo de Aranjuez fueron memorables, doña Mariana. Pocas veces en mi vida he disfrutado tanto como con la caída del Choricero. Aquél fue un tiempo verdaderamente glorioso, aunque para lo que nos ha servido…
—Perdonad, pero no habéis contestado a mi pregunta. ¿Sois el tío Pedro?
Otra vez hubo rostros tensos, pero don Eugenio no se incomodó.
—Fui el tío Pedro. Disfrazado, recorrí los campos y pueblos de los alrededores animando a la gente a ir a Aranjuez. ¡Había que acabar con aquella farsa que nos deshonraba! La gente odiaba tanto a Godoy, que con poco se convencía de que había que amotinarse para poner punto final a aquello. Aunque, no creáis, me costó mis buenos dineros y mucho, mucho vino. ¡En España no hay algarada que merezca la pena si antes no ha corrido el vino en abundancia!
Los presentes le rieron la gracia.
—¿Puedo haceros otra pregunta?
A todos les pareció un atrevimiento inaudito en una persona que acababa de conocer a Su Excelencia. Alguno no daba crédito a lo que veía, sobre todo que el conde, persona de temperamento muy vivo, se mostrase tan condescendiente con la viuda.
—Disparad, doña Mariana.
—¿Sois el Gran Maestre de la Masonería española?
Un silencio espeso se apoderó hasta de los grupos más próximos.
Don Eugenio miró a Mariana a los ojos. A pesar de la enfermedad, el azul de sus pupilas era como un mar que escondía tesoros incontables. Le susurró algo al oído que nadie más escuchó. Montijo sabía que era una falta de educación, pero estaba en casa de su hermano y, además, podía permitírselo. Antes de continuar con el saludo a los invitados, Montijo, con una pícara sonrisa, recordó a Mariana:
—No olvidéis, mi bella dama, que me habéis prometido el primer baile.
En torno a doña Rosario y doña Hortensia se hablaba ahora de los crímenes que tenían en vilo a Granada. Sobre todo por el macabro espectáculo que ofrecían los cadáveres.
—Sé de buena tinta —señalaba la segunda— que las pesquisas apuntan hacia antiguos miembros del Santo Oficio. ¿A qué si no viene que los cadáveres parezcan penitenciados de la Inquisición?
—¡Hortensia, hija! No creerás que personas tan decentes hayan podido cometer esas atrocidades. Lo digo por la pobre Cecilia, porque los otros muertos…
—También se trata de hijos de Dios, doña Rosario.
—Bueno… Dios sabe distinguir y, digo yo, que alguna diferencia tiene que haber.
—Quien piensa lo de la Inquisición es el subdelegado de policía —se defendió doña Hortensia sin cuestionar el planteamiento de doña Rosario.
—¿Don Ramón piensa eso? —preguntó doña Rosario.
—El otro día lo comentó en una reunión. ¿Qué opináis de los rumores que corren acerca de Cecilia Coello de Portugal? —dejó caer doña Hortensia maliciosamente.
—¿Qué clase de rumores? —Doña Rosario parecía sorprendida.
—Los que se refieren a que si doña Cecilia…
A doña Rosario se le pusieron los ojos como platos.
—¡Cuenta! ¡Cuenta!
Doña Hortensia se cercioró de que sus palabras no iban más allá del corrillo.
—Os ruego discreción…
—Por supuesto, querida.
—Estaba liada con un coronel de Capitanía.
—¡Jesús bendito! —exclamó doña Rosario.
—Comentaron delante de mí que su muerte puede estar relacionada con esos amoríos.
—¡Qué barbaridad! ¡Doña Cecilia Coello de Portugal! —Doña Rosario no dejaba de abanicarse—. De todas formas, no se pueden ir diciendo barbaridades como que los inquisidores andan asesinando… —dudó al recordar que las dos primeras víctimas estaban relacionadas con la prostitución— asesinando a doña Cecilia Coello de Portugal. ¿Acaso nos hemos vuelto majaretas en Granada?
Hubo comentarios para todos los gustos y doña Hortensia aprovechó para ir al retrete. Su regreso al corrillo zanjó la conversación sobre los supuestos amoríos de doña Cecilia, al anunciar que Mariana de Pineda le había preguntado al conde de Montijo si era el máximo responsable de la masonería española.
—¡Qué desvergonzada! —exclamó doña Rosario.
—Desvergonzada e impertinente —apostilló doña Hortensia—, aunque parte de la culpa la tiene la condesa por haberla invitado.
—No me extraña —advirtió doña Rosario—. La Kirkpatrick se las da de aristócrata. Va diciendo por todas partes que su familia es de las más linajudas de Irlanda y que descienden de un héroe cuyo nombre no recuerdo, una especie de Cid Campeador de los irlandeses, pero la verdad es que su padre no deja de ser un almacenista que ha hecho una fortuna con la venta de aguardientes y otros tráficos desde el puerto de Málaga.
—Me han dicho —comentó doña Hortensia, que ya había ocupado su lugar en el diván al lado de doña Rosario, tapándose la boca con el abanico para evitar que alguien fuera a leerle los labios, materia en la que había verdaderas expertas— que la irlandesa, con el pretexto de pintar paisajes, se… pierde por las Alpujarras con un inglés que… también le da a los pinceles.
—Si te refieres a uno que vive a la espalda del cuartel de Bibataubín, también yo lo he oído decir —señaló doña Rosario.
—Esta gente tiene mucha prosapia, pero son raritos. Tanto don Cipriano como don Eugenio han estado en la cárcel y os supongo informadas de lo que se dice de don Cipriano… —dejó caer doña Hortensia.
—¿Qué se dice? —preguntó una de las reunidas.
—Que está en Granada porque el rey lo tiene desterrado.
—Es cierto —aseveró doña Rosario—. Mi difunto esposo, que Dios tenga en su santa gloria, vio los papeles en la Real Chancillería.
—¿Y qué me decís de lo que se le ha perdido en el Albaicín? Raro es el día que no lo ven pasar montado a caballo y mezclarse con la gitanería. Parece que sólo se encuentra a gusto cuando está con esa gentuza.
—¿Pues sabéis lo que me han dicho a propósito de esa gentuza…?
Mariana no bailó con el conde de Montijo. Se marchó antes de que empezara el baile. Poco después de haber departido con don Eugenio se sintió mal, se excusó ante los anfitriones y se retiró. Don José María de la Escalera la acompañó hasta su casa. No la separaban de allí más de dos minutos. Agradeció al abogado el detalle y entró en su casa sin detenerse. Había soportado con entereza, pero ya no podía dar un paso. Le sorprendió que doña Úrsula estuviera levantada. Aguardaba, al calor de la chimenea de la cocina, sentada en un butacón y cobijada con una zalea. Se sorprendió al verla regresar tan pronto y le alarmó su tez tan pálida y su frente perlada con gotas de sudor.
—¿Qué te ocurre, hija mía?
—¡Me encuentro mal, madre! ¡Muy mal!
Doña Úrsula se levantó a toda prisa y la tomó por el brazo.
—Siéntate aquí —la acomodó en su sillón y refunfuñó algo ininteligible mientras le colocaba unos cojines— y quédate quietecita que voy a prepararte una taza de caldo.
—Primero, quítame los zapatos. ¡Me están matando!
Su madre la ayudó a descalzarse y se miró los pies descalzos.
—Están tan hinchados que no sé cómo los zapatos no se han descosido.
—Después de pelechar las calenturas, asistir a esa fiesta ha sido un exceso.
—Tenía que asistir —respondió Mariana resoplando.
—No digas tonterías. No tenías que hacerlo. Tú nada tienes que demostrar y nunca te han preocupado los prejuicios de la gente. Si ese abogado se ha decantado por el dinero de esa señorita, él se lo pierde. —Doña Úrsula le secó el sudor de la frente con un pañuelo y añadió acariciándole la mejilla—: Sé, desde que eras pequeña, que tienes algo especial, muy especial.
Mariana estuvo a punto de confesarle la razón última por la que había acudido a casa de los condes de Teba, pero le faltaban las fuerzas. Bebió media taza de caldo y pidió a su madre que la ayudase a subir a su alcoba.
—¿Ha regresado Burel?
—No, andará de picos pardos. Me parece que tiene un romance.
Mariana ya no escuchó el comentario, centrada en subir la escalera. Se sentía tan mal que con cada peldaño parecía que se le iba la vida. A duras penas pudo llegar a su alcoba. Justo a tiempo, porque se desplomó sin sentido sobre la cama. Doña Úrsula, muy nerviosa, la desvistió como buenamente pudo y al contemplar el vientre de su hija quedó paralizada. Si antes pensaba que se había excedido con ir a la fiesta, ahora supo que estaba rematadamente loca. Decidió tragarse las lágrimas que corrían por sus mejillas y no llamar a las criadas para que la ayudasen. Aquello tenía que resolverlo sola. Mientras quitaba los lienzos con que Mariana se había fajado para disimular su estado, no dejó de gemir pensando en el peso que había llevado todos aquellos meses, sin decir una palabra. Nadie en la casa había advertido el menor indicio de su embarazo. Allí estaba la explicación a sus vómitos, mareos y debilidad. Doña Úrsula comprendió que incluso las fuertes calenturas padecidas habían estado relacionadas con el trance por el que estaba pasando.
Con mucha dificultad logró ponerle la camisa de dormir y arroparla con ternura. Recogió los refajos y el vestido, y se retiró sin hacer ruido, muy preocupada por el lastimoso estado en que se encontraba su niña. Mientras doña Úrsula bajaba la escalera se preguntaba cómo podía haber estado tan ciega, y de su boca salía una y otra vez:
—¿Cómo no me he dado cuenta?