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Dejaba atrás la Puerta de las Granadas cuando llegaron hasta sus oídos ecos de risotadas que aumentaron conforme se acercaba a la Plaza Nueva. La noche convertía la cuesta de Gomérez en un paraje oscuro y solitario. Los solares alternaban con algunas casas como la que cobijaba la capilla de San Onofre, a quien los granadinos profesaban una gran devoción. Burel caminaba pegado a las construcciones, procurando no hacer ruido. Estaba a poco más de un centenar de pasos de la plaza cuando se cercioró de que las voces y las risas procedían de ella. Siendo cerca de la media noche, los escandalosos no podían ser otros que los miembros de alguna patrulla de realistas con la misión de hacer cumplir el toque de queda y velar por la quietud y el sosiego nocturno en la ciudad.

Cruzar la plaza en aquellas circunstancias suponía un riesgo añadido al de transitar después del toque de queda, pero no desistió de su propósito. Se arrimó a la pared de la Academia de Bellas Artes, instalada en el viejo edificio del Hospital Mayor de la Encarnación y desde allí vio, a la tenue luz de los faroles que alumbraban en la fachada de la Chancillería, que tal y como había imaginado se trataba de una patrulla de realistas. Estaban acomodados junto al Pilar de Santa Ana y se pasaban una garrafilla de aguardiente para combatir el frío. Los truhanes, en lugar de cumplir su misión, se divertían y armaban ruido impidiendo a más de un vecino conciliar el sueño, sabedores de que nadie se atrevería a llamarles la atención.

Los realistas parecían muy entretenidos con sus chanzas y a la zona por donde Burel tenía que cruzar apenas llegaba el resplandor de los faroles de la Chancillería. El mayor problema era el centinela de la puerta del edificio que albergaba el alto tribunal donde se impartía la justicia del rey. Se desplazó sin apartarse de la pared, hasta quedar frente a la iglesia de San Gil. Si lograba cruzar sin ser descubierto, se alejaría sin mayores problemas de aquellos bellacos que no paraban de beber y reír.

Fue entonces cuando ocurrió el incidente.

Sin darse cuenta, pisó el rabo de un perro que dormitaba, protegido por los salientes de una portada labrada en piedra, y el animal soltó un quejido lastimero. Burel echó a correr, seguido por los ladridos que el perro lanzaba ahora con furia canina. El centinela fue el primero en percatarse de que algo extraño ocurría.

—¡Alto! ¡Alto o disparo! —gritó, llevándose el fusil a la cara.

Burel no se detuvo. Los realistas habían dejado de reír.

—¡Alto! ¡Alto o disparo! —gritó otra vez el soldado cuando él estaba a punto de alcanzar los muros de San Gil.

En el silencio de la noche la detonación sonó como el estampido de un cañonazo. Erró el tiro, pero alertó a los realistas, que se lanzaron tras Burel como una jauría. Si no andaba listo, la ventaja de que disponía podía esfumarse en un instante. Dejó atrás la plazuela de San Gil y enfiló la calle de Elvira. Al pasar por la plazuela del Refugio tuvo la tentación de subir por la Calderería Vieja y ganar el dédalo de callejas que subían hacia el Albaicín. Sería fácil despistarlos en aquel laberinto, pero también corría el riesgo de meterse en algún callejón sin salida y entonces estaría perdido. Además, eso significaba renunciar a su cita. Corrió calle de Elvira adelante sin dejar de oír los gritos de sus perseguidores, al tiempo que las campanadas del reloj de la Chancillería señalaban la medianoche, la hora que Magdalena había puesto como límite en el recado que le había hecho llegar, diciéndole que fuera a verla. Su tío había salido precipitadamente de viaje a Loja y estaría ausente unos días. Llegó a la puerta de la casa y por un momento su puño quedó suspenso en el aire, dudaba si golpear con fuerza y llamar la atención de algún vecino que, despierto por el estampido del disparo, observara tras el postigo de alguna ventana, o hacerlo con suavidad, como requería la visita de un amante. Tenía que decidirse porque los gritos de sus perseguidores se oían cada vez más cercanos. Empapado en sudor, con la respiración agitada e indeciso, apoyó la mano sobre la puerta y eso bastó para que la hoja se abriera.

Magdalena no había echado la aldaba para facilitarle las cosas, sin sospechar que con esa decisión estaba salvándole la vida. Se introdujo rápidamente en el zaguán y cerró la puerta procurando no hacer ruido. Jadeante y tenso se echó sobre ella y permaneció en silencio escuchando los latidos de su corazón y temiendo que su agitada respiración pudiera delatarlo. Desde allí oyó los gritos y las carreras de los realistas que iban de un lado a otro de la calle. Habían perdido la pista y estaban enfurecidos. Permaneció inmóvil hasta que poco a poco se impuso el silencio y volvió la calma. Burel resopló con fuerza liberando parte de su tensión. Sólo entonces miró a través de la cancela y vislumbró entre la penumbra una silueta que bajaba por la escalera, alumbrada por una palmatoria.

Magdalena Camero tenía poco más de veinte años, los ojos grandes y negros igual que su cabello, labios carnosos y sensuales, y la piel de bronce. Vestía un amplio camisón que apenas permitía adivinar sus rotundas caderas y unos pechos generosos. No hubo palabras. Los amantes se fundieron en un abrazo a la titilante candelilla de la palmatoria y en la penumbra del zaguán sus labios se buscaron hasta encontrarse. Ambos sintieron el calor de sus cuerpos ciñéndose uno contra otro. Así, abrazados, en un silencio lleno de caricias y de besos suaves y apasionados, transcurrieron los minutos hasta que ella deshizo el abrazo y le preguntó, mirándolo a los ojos:

—Los realistas te buscaban a ti, ¿verdad?

Burel asintió sin soltar su mano.

—¿Cómo sabes que eran realistas?

—Qué si no… Además, las escarapelas que lucían en sus sombreros me son de sobra conocidas. Mi tío la usa con frecuencia. ¿Qué ha ocurrido?

—Un maldito chucho delató mi presencia en Plaza Nueva.

—¿Has venido por Plaza Nueva? —Magdalena arrugó la frente.

—Sí, he tenido que cruzar por ahí.

—¿Por qué?

Burel dudó un momento. Confiaba en Magdalena, pero el secreto y la discreción eran piezas fundamentales en las reuniones de los liberales, y su tío, con quien vivía desde que quedó huérfana a los diez años, era un furibundo realista. Había escrito algunas gacetillas en la prensa local dedicando grandes loas a Fernando VII y durísimos ataques contra los liberales y los masones que para él eran lo mismo: una partida de herejes abominables. Terminaba todos sus escritos con un doble «¡Vivan las cadenas!», la expresión con que los serviles recalcaban su apoyo al rey felón. Se llamaba Fulgencio Camero y, sin ser rico, era un hombre de posibles, que ejercía como escribano en la Chancillería. Además de su sueldo, percibía las rentas de sus propiedades: varios majales dedicados al cultivo de la caña de azúcar en el partido de Almuñécar, por la que, además de la renta monetaria, recibía dos arrobas de miel al año; también sesenta arrobas de aceite por la maquila de un molino y unos olivares que poseía en el término de Moclín, junto al camino que llevaba a Alcalá la Real, en un lugar llamado Puerto Lope. Asimismo, tenía arrendado un horno de pan y una casa en la aldea de Alfacar, a poco más de una legua de Granada; el panadero, junto a sus buenos reales, le llevaba dos veces por semana una hogaza. Tenía algo más que un honesto pasar y creía a pies juntillas que los liberales eran unos peligrosos revolucionarios cuyo único fin era echar abajo el orden establecido, acabar con las tradiciones y humillar a la Santa Madre Iglesia; en resumen, unos degenerados que sólo merecían los castigos que les aplicaba el monarca, cuyos derechos de soberanía también cuestionaban.

Burel decidió que no había riesgo en decirle que había estado en una reunión clandestina. No era revelar gran cosa y Magdalena sabía quién era. Ser criado de doña Mariana de Pineda lo identificaba. Los realistas tenían sobrada información de que masones y liberales se reunían, su problema era saber dónde lo hacían.

—Venía de una reunión en un carmen de la Sabika.

—¿El único camino para bajar a Granada era la cuesta de Gomérez? —Magdalena hizo un gurruño como si estuviera enfadada.

Burel la atrajo hacia él y la besó en la boca.

—Si daba la vuelta por el Campo del Príncipe, no habría llegado con hora.

—Había dejado la puerta encajada —protestó ella.

—No lo sabía, pero ¡menos mal! Si la hubieras cerrado, no sé dónde estaría a estas horas.

—Si venías de Plaza Nueva, ¿por qué no te ocultaste en alguno de los callejones de San Gil? O, mejor aún, podías haber corrido hacia la catedral.

Una sonrisa se insinuó en los labios de Burel.

—Entonces no habría venido a verte.

Ahora fue ella quien se puso de puntillas y besó suavemente sus labios.

Magdalena le entregó la palmatoria, echó la tranca en el portón y, cogiéndolo de la mano, tiró de él. Burel nunca había entrado en la casa. Don Fulgencio, que ignoraba el romance que su sobrina vivía con un criado, jamás habría consentido aquella relación y mucho menos tratándose de un liberal. Se fueron directos a la alcoba de Magdalena.

Era la primera vez que entraba en la casa, pero no la primera que compartían lecho, a pesar de que su tío siempre estaba vigilante. Hicieron el amor con una pasión desbocada y después, más sosegadamente, fueron recreándose en sus caricias. Magdalena se había soltado su larga y negra melena que le confería el aspecto de una beldad a la que Burel no se cansaba de mirar. Tendida en la cama, ella lo miraba arrobada.

—¿En qué piensas?

—En que se avecinan tiempos difíciles. No sé si te conviene estar a mi lado.

—No me asustes ni digas tonterías, Antonio.

—Es la verdad. En Madrid han ocurrido graves sucesos.

—¿Habrá otra guerra?

Burel guardó silencio. Su respuesta no gustaría a Magdalena y, aunque lo último que deseaba era una guerra, en el fondo de su corazón no le disgustaba esa posibilidad. Decidió dar un giro a la conversación para no decir alguna inconveniencia. Sabía que adoraba a su tío.

—¿A qué ha ido tu tío a Loja?

—A buscar unas escrituras de no sé qué asunto. Cosas de la Chancillería… Todo ha sido muy precipitado. Salió esta misma tarde y tendrá que hacer noche en el camino.

—¿Podremos vernos mañana?

—Por supuesto. ¿Podrás venir?

Burel apretó a Magdalena contra su cuerpo.

—Tendría que hundirse el mundo para que no lo hiciera. Además, mi ama irá mañana a una fiesta en casa de los condes de Teba.

—¿Una fiesta? ¿Qué celebran?

—La venida a Granada del conde de Montijo. Tú no te acordarás, pero fue capitán general. Un personaje curioso ese conde de Montijo.

A Magdalena no le interesaba gran cosa quién era el conde de Montijo ni por qué Burel decía que era un personaje curioso.

—Si tienes que estar pendiente de tu ama, ¿cómo te las compondrás para vernos?

—Cuando acude a estas fiestas, siempre hay alguien que la acompaña de regreso a su casa. Espero que mañana no cambie de costumbre y a eso de las nueve, cuando la deje en casa de los condes, pueda venirme. Por cierto, ¿dónde está Paquita?

—Le he dicho que se vaya a su casa estos días. No le ha gustado. Aquí está mejor que con su familia, pero se lo he impuesto como una obligación.

—Mejor así. Podría irse de la lengua.

—Ni lo pienses. Es mi cómplice y la tengo bien untada. ¿Cómo crees que puedo mandarte los recados? Si no fuera con su colaboración…

Burel recordó el día que la conoció. Hacía casi un año. Fue en el Campillo, a la entrada del Teatro Principal; él acompañaba a doña Mariana y ella estaba con su tío. En el vestíbulo su ama se encontró con don José de la Peña y Aguayo, quien la invitó a su palco y él tomó asiento en el patio de butacas. El azar lo llevó junto a la joven. Sólo los separaba el sillón vacío de su ama. Durante la representación estuvo más pendiente de ella que del escenario e intercambiaron algunas miradas. Ella, recatada, bajaba la vista. Terminada la representación, el abogado acompañó a su ama y él la siguió por el Zacatín. Así supo que vivía en el número 28 de la calle de Elvira. A partir de entonces, merodeó por los alrededores de San Gil hasta que un día de mercado aprovechó la aglomeración para toparse con Magdalena, a la que se le cayó el cesto donde llevaba las verduras —más tarde supo que lo hizo a propósito— y se vio recogiendo nabos, cebollas y espinacas.

Habían sido meses de roces de manos a cuenta del agua bendita en la pila de San Gil, besos robados primero y devueltos con pasión después, que acabaron en encuentros furtivos. Lo extraño era que su tío no había sospechado. En caso contrario…