6

Estaba anocheciendo cuando Burel subía la cuesta de Gomérez. Iba a un carmen en la colina de la Sabika, cercano a la Alhambra. Era un lugar poco transitado, a pesar de que el aire era fino y puro, el agua corría cristalina por unos viejos cauces y la frondosa arboleda creaba un paisaje ameno. Los granadinos hacían poco aprecio al palacio de los sultanes nazaríes que gobernaron la ciudad hasta 1492 y aquella maravilla estaba arruinada y medio abandonada. Era refugio de familias empobrecidas y gitanos, algunos de los cuales se ganaban un dinerillo con azulejos o trozos de estuco que arrancaban de las paredes y vendían a los extranjeros que visitaban el lugar con cara de asombro y entre continuas exclamaciones de admiración cada vez que entraban a una nueva dependencia del laberíntico palacio. La familia que ejercía funciones de vigilancia se limitaba a abrir las puertas por la mañana y cerrarlas por la noche a cambio de vivienda gratis y una exigua cantidad de dinero que el Ayuntamiento le pagaba de forma irregular.

Pasó bajo la Puerta de las Granadas y caminó hasta cerca de las llamadas Torres Bermejas. Unas tapias desconchadas, rematadas en un tejadillo de cerámica vidriada, que sólo permitían ver las verdes agujas de los pinos y los penachos de algunas palmeras, le indicaron que había llegado al lugar. Se lo corroboró el bosquecillo de algarrobos que había al otro lado del camino. Después de asegurarse de que nadie más se hallaba en los alrededores, se detuvo ante la puerta y dio tres golpes seguidos y, tras un intervalo, otros dos algo más espaciados. Una voz gangosa preguntó desde el otro lado:

—¿Santo y seña?

—Santa Ana y Puerta Elvira.

La puerta se abrió sin hacer ruido, algo extraño a tenor del estado en que se encontraba. Alguien había aceitado los goznes. El sujeto que le abrió era cargado de hombros y vestía de forma desaliñada. Se limitó a hacerle un gesto para que pasase y, sin decir palabra, cerró el portón, asegurándolo con las aldabas. Burel vislumbró entre la oscuridad que se apoderaba del lugar el abandono del jardín que se extendía ante la casa. La maleza crecía salvaje y el deterioro era patente en la hermosa fuente de la que salían unos canalillos, a modo de acequias, que en otro tiempo debieron de servir para regar los arriates. Sólo las dos hileras de cipreses que, formando calle, conducían hasta la casa se salvaban de la imagen de dejadez que lo inundaba todo. El sujeto cogió un pequeño fanal para alumbrarse y los dos hombres caminaron en silencio hasta la vivienda.

La casa mejoraba en su interior. Algunas baldosas del pavimento se veían estropeadas, pero la pintura de paredes y techos estaba bien conservada. Cruzaron varias dependencias —la casa era más grande de lo que parecía desde fuera—, hasta llegar a un salón donde una docena de caballeros charlaban en torno a una larga mesa. Dos grandes candelabros iluminaban la estancia que tenía cerrados los postigos de las ventanas para que no se viera luz desde el exterior. Uno de los reunidos se acercó a saludarlo. Caminaba con dificultad, casi arrastrando una pierna, pero lo más llamativo era el parche de cuero con el que se tapaba el ojo izquierdo. Los liberales granadinos tenían a Burel en alta consideración, pese a ejercer de criado de doña Mariana de Pineda. No asistía a sus reuniones en condición de tal, sino como uno de sus iguales. Lo rodeaba la aureola de haber participado en el pronunciamiento de las Cabezas de San Juan.

—Bienvenido, Burel, ¿no le acompaña doña Mariana?

—Mi ama ha estado enferma y, aunque ya está muy mejorada, desea no recaer para poder asistir mañana a vuestra casa, señor conde.

Don Cipriano Portocarrero, conde de Teba, resultaba un personaje curioso. Era tuerto y renqueaba de una pierna porque, tras una rotura, los huesos soldaron mal y quedó medio cojo. Su esposa, doña María Manuela Kirkpatrick, decía que había perdido el ojo cuando defendía el Puerto de Santa María de un ataque inglés, aunque corría el rumor de que había sido en circunstancias menos gloriosas, al disparársele una pistola cuando la cargaba. En cualquier caso, los antecedentes militares del conde no le hacían mucho favor. Había luchado al lado de los franceses en la guerra contra Napoleón, defendiendo a un rey que trataba de modernizar España con unos planteamientos que coincidían en muchos casos con los de los constitucionales gaditanos. Don Cipriano fue tildado de afrancesado primero y de liberal más tarde. Por eso estaba en Granada, cumpliendo un destierro impuesto por el monarca.

Mariana había dicho a Burel que el carmen donde iban a reunirse era propiedad de un hermano de don Cipriano, don Eugenio, conde de Montijo, quien años atrás había desempeñado la Capitanía General del reino de Granada. Un personaje aún más curioso que su hermano y cuyas andanzas habían dado pábulo a toda clase de rumores. Don Eugenio acababa de llegar a Granada y los condes de Teba daban una fiesta en su honor, a la que Mariana estaba invitada. Aquel agasajo era todo un desafío a las autoridades porque el conde de Montijo acababa de salir de la cárcel.

El conde de Teba batió palmas llamando la atención de los presentes.

—¡Caballeros, doña Mariana no puede asistir por razones de salud, con la llegada del señor Burel estamos todos! Genaro —miró al individuo que había acompañado a Burel—, ya estamos todos, sigue pendiente de la puerta, pero sin abrir a nadie.

Genaro hizo una inclinación de cabeza y se marchó cerrando la puerta.

—Señores, tomen asiento. —Miró a un caballero de avanzada edad, con una prominente nariz y la cabeza orlada por una corona de pelo grisáceo más propia de la tonsura de un fraile—. Don Eleuterio, cuando usted quiera.

Don Eleuterio Pérez de la Lastra, quien en ausencia de don Martín Almela asumía la presidencia de los liberales granadinos, se acomodó las antiparras sobre su bulbosa protuberancia nasal, paseó la mirada por los presentes y carraspeó antes de hablar.

—Señores, las noticias de Madrid, la publicación del último decreto y el fiasco del levantamiento previsto en Cádiz, unido a los sucesos que tienen en vilo a Granada, nos llevan a considerar…

—¿A qué sucesos se refiere usted?

Don Eleuterio miró con cara de pocos amigos a quien lo había interrumpido.

—¿A qué sucesos voy a referirme…? A los crímenes de quien el vulgo llama verdugo de la Inquisición.

Se levantó un murmullo de comentarios que costó trabajo acallar.

—Ya sé que nada tienen que ver con nosotros…

—¡Cómo que no! Si el asesino lograra su propósito…

—¡La Inquisición la restablecerá el infante don Carlos cuando…!

—Si es que llega a ser rey…

—¡Señores, señores! —Don Eleuterio daba palmadas sobre la mesa en un intento de poner orden.

—¡No sé a qué viene hablar aquí de esos asesinatos!

—Simplemente porque Pedrosa ha redoblado la vigilancia. Establecen controles en todas partes y sus esbirros están pendientes de cualquier indicio. Hay más voluntarios realistas que nunca. Todos están muy nerviosos y eso los hace particularmente peligrosos.

—Nunca han dejado de ser un peligro.

—He dicho particularmente peligrosos —matizó don Eleuterio.

—No entremos en disquisiciones. —El conde de Teba temía que, como era frecuente, cualquier minucia acabase en un debate general—. Prosiga, don Eleuterio.

—Ante la situación señalada, es necesario tomar decisiones y por esa razón estamos reunidos. Insistiré un vez más en la necesidad de ser concisos en nuestras intervenciones y evitar disputas estériles. Hecha la advertencia, la propuesta que someto a consideración es hibernar hasta tanto pase el turbión que nos amenaza. Debemos suspender las reuniones hasta que Manzanares o Torrijos indiquen que ha llegado el momento del combate. No es conveniente correr riesgos innecesarios.

—¿Su propuesta significa poner fin a nuestras actividades? ¿Abandonar las labores de proselitismo? —preguntó un joven que ataba su cabellera en una coleta.

—Yo no lo expresaría de esa manera. No he hablado de abandono, sino de hibernar hasta que las circunstancias nos sean favorables.

—¡No estoy de acuerdo! —insistió el joven—. En Granada se palpan los deseos de libertad y el ambiente, a pesar del decreto, nos es favorable.

—Se equivoca usted —intervino Burel—. Estuve presente en su lectura a la puerta de la Chancillería y la gente no mostró rechazo, sino más bien al contrario.

—Soy de la misma opinión —señaló don Cecilio Moreno—. El clero en sus sermones ha mostrado su apoyo a la decisión del Narizotas. Los pocos eclesiásticos que rechazan su tiranía se ven obligados a guardar silencio. ¿Qué ocurrió antes del verano con don Pedro García de la Serrana?

—¿Qué ocurrió? ¡Pedrosa tuvo que ponerlo en libertad! —exclamó el joven.

Fue don Eleuterio quien puso las cosas en su sitio.

—El arzobispo acordó con Pedrosa su salida de Granada. Fue un destierro encubierto. Una condena sin juicio.

El ambiente fue caldeándose ante opiniones tan divergentes y, como era habitual, brotaron multitud de comentarios referidos a asuntos que poco o nada tenían que ver con la finalidad de la reunión. Disputas, controversias teóricas y enfrentamientos verbales, como ocurría en las tertulias de los años que ya empezaban a llamarse el «trienio constitucional», que tanto daño hicieron al liberalismo. En pleno fragor dialéctico, hubo un instante en que todos callaron y entonces se escucharon unas voces al otro lado de la puerta. Eso sólo podía significar una cosa: los esbirros de Pedrosa los habían descubierto. Aparecieron varias pistolas y algunos se parapetaron tras la mesa, dispuestos a vender cara su vida. En medio de un silencio sepulcral, unos golpes sonaron en la puerta antes de oírse la voz gangosa del guardés:

—Don Cipriano, soy yo, Genaro.

Algunos recordaron la detención de masones, cuya ejecución Pedrosa, recién llegado a Granada, convirtió en un espectáculo. Quien los delató fue el portero del carmen donde estaban reunidos.

—¿Qué ocurre?

—Preguntan por un tal Burel.

Hubo un cruce de miradas recelosas. ¿Quién sabía que Burel estaba allí?

—¿Quiénes preguntan por él?

—Sólo uno, señor. Dice que es aguador en la plaza de San Antón y que lo envía doña Mariana de Pineda. Me ha dado el santo y seña. Le he abierto por eso y porque dice que el asunto es de mucha gravedad.

Burel se acercó al conde de Teba y le susurró al oído:

—Se llama Hermenegildo Cotrina. Si es él, se trata de uno de los nuestros.

—¿Cómo se llama ese aguador? —preguntó el conde.

En medio de un silencio tenso se escuchó otra vez a Genaro.

—Señor, dice que se llama Hermenegildo.

El recelo seguía flotando en el ambiente. Pedrosa podía haberlo preparado todo minuciosamente y que se tratara de una añagaza. Don Cipriano Portocarrero ordenó a Genaro que abriera la puerta con cuidado y que el sujeto que decía llamarse Hermenegildo entrase con las manos en alto. La tensión creció. Se escuchaban murmullos y la puerta no se abría. Quien apareció con el fanal en la mano fue Genaro.

—¿Qué ocurre? —preguntó el conde sin dejar de apuntar al guardés.

—Lo siento, señor, pero ese individuo dice que no quiere complicaciones.

Don Cipriano torció el gesto.

—¿Complicaciones? ¿Qué quiere decir?

—Que no entrará al salón. —Genaro no podía disimular el tembleque.

El conde miró a Burel, que era otro de los que empuñaban una pistola.

—¿Sale usted u obligamos a ese Hermenegildo a entrar?

—Salgo yo.

—Tome, llévese otra pistola.

—No hace falta, señor.

En la antesala la conversación se prolongaba y en el salón el ambiente no se relajaba, si bien la curiosidad había reemplazado al temor. Los liberales allí reunidos barruntaban algo muy grave. De no ser así, Mariana de Pineda jamás se habría arriesgado a mandar a un recadero, aunque fuera persona de confianza. Cuando Burel regresó al salón tenía el rostro demudado.

—Hermenegildo acaba de comunicarme una auténtica desgracia.

Nadie preguntó. Aguardaban como si el verdugo fuera a descargar el hacha.

—Han traído preso a Granada al capitán Álvarez de Sotomayor.

Sus palabras tuvieron el mismo efecto que la explosión de una bomba. Hubo un silencio momentáneo y después todos comenzaron a hablar a la vez. A Burel le costó trabajo dar una explicación algo más detallada, aunque no era mucho lo que Hermenegildo Cotrina le había contado.

—Ha llegado esta mañana en una cuerda de presos que traían desde Córdoba.

—Es raro que no se haya sabido. Esas noticias corren como la pólvora —comentó don Eleuterio.

—Quizá se deba a que, al llegar los presos al ejido de la plaza de toros, lo metieron en un carruaje cerrado y lo condujeron hasta la Cárcel Alta —señaló Burel.

—¡Desde luego, no lo han hecho por ahorrarle el bochorno de caminar en la cuerda con las manos atadas junto a delincuentes de toda laya! —protestó don Eleuterio—. Ha sido para evitar que alguien lo reconociera y se produjera algún alboroto.

—Si la gente grita «¡Vivan las cadenas!», ¿por qué razón iba a alborotarse? —Había cierto sarcasmo en las palabras del joven de la coleta.

Don Eleuterio se quitó las antiparras, se apretó el puente de la nariz y lo miró a los ojos.

—Porque quienes tenemos cierta edad, sabemos que el capitán Álvarez de Sotomayor es persona muy querida en Granada. Cuando los gabachos del general Sebastiani abandonaban la ciudad, cometieron toda clase de desmanes y atropellos, algo que no era una novedad porque no dejaron de robar en todo el tiempo que estuvieron aquí; pero las últimas semanas, cuando eran conscientes de que habían de replegarse hacia el norte, actuaron con vesania. Fue entonces cuando don Fernando Álvarez de Sotomayor, a pesar de tener sólo diecisiete años, salvó a muchos granadinos de una muerte segura. Supongo que algunos no lo habrán olvidado. Aunque… ¡vaya usted a saber!

—Tanto Manzanares como Torrijos contaban con él y su prestigio para levantar las comarcas del interior —comentó apesadumbrado don Cecilio Moreno.

—¿Cómo lo ha sabido doña Mariana si lo han llevado a la cárcel de tapadillo?

—Lo ha sabido por la esposa del capitán, que también ha llegado hoy a Granada y ha ido a verla. —Burel, que había apreciado cierta duda en la pregunta, añadió con énfasis—: ¿Sabían que el capitán y doña Mariana son familia?

Entre los reunidos hubo muestras de extrañeza.

—¿Qué parentesco les une? —preguntó don Cipriano.

—No estoy al tanto, pero sé que son parientes.

—¿Se sabe la causa de su detención? El capitán ya estuvo en la cárcel, acusado de luchar contra los Cien Mil Hijos de San Luis.

—Al parecer, los cargos son de consideración. Doña Mariana teme que, tal y como están las cosas, lo condenen a la pena capital. Su esposa cree que lo han traído para que su condena sirva de escarmiento. Lo que ocurre en Granada tiene mucha repercusión.

—No sé cómo podríamos ayudarle —señaló el conde de Teba—. Una fuga de esa cárcel es imposible.

—Tal vez —terció don Eleuterio— podríamos elaborar un plan para cuando… para cuando… —El anciano titubeó.

—¿Para cuándo, don Eleuterio? —lo provocó el joven de la coleta.

Se caló las gafas y exclamó irritado:

—¡Para cuando lo conduzcan al patíbulo! ¿No irán ustedes a ser tan ingenuos como para pensar que la sentencia será otra? Si al capitán Álvarez de Sotomayor lo han traído a Granada con el propósito de dar un escarmiento, la condena será a muerte. ¡Para eso está aquí don Ramón Pedrosa!

Debatieron durante más de dos horas acerca de cómo salvar al prisionero, pero no sacaron nada en limpio, salvo que se trataba de una empresa muy difícil, casi imposible. Eran más de las once cuando don Eleuterio Pérez de la Lastra dio por concluida la reunión con el acuerdo de que las reuniones quedaban suspendidas hasta nuevo aviso.

—Saldremos de uno en uno para no llamar la atención. Si algunos lo prefieren, pueden salir en pareja, aunque asumen mayor riesgo. Lo mejor es bajar por itinerarios diferentes. Las rondas de los realistas estarán ya patrullando.

Se despidieron con abrazos. Genaro los acompañaba alumbrándoles el camino. Fueron saliendo poco a poco y quienes aguardaban comentaban aspectos de los crímenes. Por Granada circulaban las versiones más inverosímiles. Burel se impacientaba con el paso de los minutos, pero tuvo que aguardar hasta el final junto al joven de la coleta. La juventud había jugado en su contra. Al despedirse con un apretón de manos, don Cipriano pareció adivinarle el pensamiento.

—No baje por la cuesta de Gomérez, Burel.

Burel asintió sin abrir la boca. No pensaba seguir su consejo. No podía permitirse perder un solo minuto si quería llegar a tiempo a su cita.