Don Ramón Pedrosa y Andrade parecía una fiera enjaulada. Sus deseos de cortejar a doña Norberta Pimentel no cuajaban. Ella se mostraba zalamera o distante según la ocasión. Y aquel juego de pares y nones con el que la dama parecía divertirse lo sacaba de quicio. A ello se unía que aquella mañana, desde Madrid, le habían dado un fuerte tirón de orejas a propósito de los crímenes del verdugo de la Inquisición. Ante él, media docena de hombres, cabizbajos y atemorizados, apenas se atrevían a mirar cómo iba de un extremo a otro de su despacho.
—¡Sois un hatajo de inútiles! ¡Sólo habéis cosechado fracasos! ¿Qué resultados me ofrecéis, después de cuatro meses? ¿Eh? ¡Decidme! ¿Qué resultados?
Se detuvo un instante, como si fuera a obtener una respuesta que no esperaba. Sus hombres sabían que en aquellas circunstancias era mejor aguantar hasta que la tormenta amainase. A ninguno en sus cabales se le pasaba por la cabeza responder a sus imprecaciones.
—¡Cuatro meses malgastados! —prosiguió Pedrosa—. ¡No habéis sido capaces de conseguir un indicio, una sola pista que nos pusiera en el camino para desentrañar esos crímenes! ¡Pues bien, sabed que el asunto ha llegado a Madrid y se me piden cuentas!
Cogió un pliego que había sobre la mesa y lo agitó con vehemencia.
—¿Sabéis qué es esto? —No esperó la respuesta—. ¡Una carta de don Tadeo Calomarde exigiendo resultados! ¡La tercera víctima se llama doña Cecilia Coello de Portugal! ¡La esposa de don Pablo de Armenta, caballero del hábito de Santiago, miembro de la Real Maestranza y caballero veinticuatro del Ayuntamiento! ¡Hermano de un miembro del Consejo de las Órdenes! ¡Toda una señora! Porque, al fin y al cabo —añadió bajando el tono de su voz—, los otros dos cadáveres eran… los de un chulo y una pelandusca.
Dejó la carta sobre la mesa y se encaró a sus hombres.
—¡Miradme cuando os hablo!
Los agentes, temerosos, alzaron la humillada cerviz.
—¡Esto no puede continuar así! Si en el plazo de una semana no habéis descubierto al asesino, vuestro salario quedará reducido a la mitad. ¿Os habéis enterado?
Los hombres asintieron sin atreverse a replicar ante la amenaza.
—¡El salario es para quien se lo gana! ¡No para los gandules! ¡Ahora marchaos y no se os ocurra aparecer por aquí sin traerme noticias!
Los hombres desfilaron en silencio hacia la puerta.
—¡Diéguez, usted quédese!
Cuando se cerró la puerta, Pedrosa se sentó sin molestarse en invitar a hacerlo a su agente. No le tenía en mucha consideración, pero era su mejor hombre.
—¿Qué piensa usted de todo esto?
Antonio Diéguez expulsó de forma imperceptible el aire de sus pulmones. Era el único agente del recién creado cuerpo de policía que no temblaba ante el subdelegado, pero no podía evitar ponerse tenso. Era espigado, de mediana estatura y como de treinta años, aunque las canas que entreveraban su pelo negro le daban un aspecto envejecido. Tenía ojos melados y una mirada melancólica. Viudo desde hacía dos años, al fallecer su esposa antes de dar a luz la que hubiera sido su primera hija. Esa circunstancia había hecho que se entregase en cuerpo y alma a su trabajo, a pesar de las diferencias que lo separaban de su jefe. Tenía olfato para resolver asuntos complicados, pero en opinión de Pedrosa esa cualidad quedaba lastrada ante el poco entusiasmo que ponía para perseguir a los delincuentes políticos. Aunque no había pruebas fehacientes, corría el rumor de que durante los años en que los liberales tuvieron secuestrado al monarca —para don Ramón Pedrosa era lo que había ocurrido durante los gobiernos constitucionales—, había mostrado ciertas simpatías por las ideas que aquella gentuza esparcía como la cizaña. Pero nadie lo había podido demostrar. Por eso y por sus cualidades, que habían permitido a Pedrosa apuntarse importantes éxitos, no lo había expulsado del cuerpo.
—Me escama que los cadáveres aparezcan como penitenciados del Santo Oficio.
Pedrosa arqueó las cejas.
—¿Por qué le escama?
—No tengo una explicación. Simplemente, no lo veo claro. También me pregunto por qué razón las víctimas son sacadas a la luz pública.
—¿Tiene alguna idea de lo que el asesino pretende con eso?
Diéguez hizo un gesto de duda.
—Por ahora, sólo se me ocurre pensar que, dados los signos que las acompañan, desea exponerlas a la vergüenza pública. Como si debieran expiar un pecado.
Pedrosa se quedó pensativo y Diéguez guardó silencio hasta que el primero le preguntó:
—¿Vislumbra algún camino por donde deberían ir las pesquisas?
Diéguez meditó un momento la respuesta.
—Hasta la aparición del tercer cadáver pensaba que, tratándose de una prostituta y un proxeneta, el asesino apuntaba a gente que peca y hace pecar, pero el asesinato de doña Cecilia Coello de Portugal…
—¿Me está diciendo que el asesino trata de decirnos con estos crímenes que su deseo es poner coto a la depravación traída en nuestros días por masones y liberales?
El agente no pudo evitar una negación con la cabeza.
—El de puta es un oficio viejo y a su lado siempre ha habido chulos.
El semblante de Pedrosa se crispó. No le gustó la respuesta. Era un rechazo a la culpa que los liberales tenían en la degradación de las costumbres.
—¿Por qué piensa que su teoría se ha caído con el cadáver de doña Cecilia?
—Porque, según he podido averiguar, era una dama de conducta intachable.
—¿Está seguro? A veces las apariencias engañan.
—No puedo poner la mano en el fuego. Los secretos de alcoba…
—¿Ha encontrado algo que permita relacionar los tres crímenes?
—Nada. Como le he dicho, el cadáver de esa señora nos ha desconcertado.
—¿Qué ha averiguado en el entorno de doña Cecilia Coello de Portugal?
—Poco, familia y criados son un muro impenetrable. Su silencio resulta sospechoso.
Pedrosa arrugó el entrecejo.
—¡Explíquese! —exigió autoritario.
—Su esposo se ha negado a recibirnos y un sobrino incluso nos ha amenazado.
—Hay que ser considerados y respetar el dolor de las familias.
—Por supuesto, señor. Pero también ellos deben comprender que nosotros cumplimos con nuestro deber.
Los dedos de Pedrosa tamborileaban sobre la mesa. Lo último que deseaba era que, además del tirón de orejas que le habían dado desde Madrid, llegara a la corte alguna queja de los Armenta.
—¿Tiene alguna explicación esa actitud tan extraña?
—Ninguna, señor.
Pedrosa era un sabueso y no se conformaba fácilmente.
—¿Alguna sospecha?
—No, señor. Estoy desconcertado. Es… es como si no quisieran que se descubriera al asesino de doña Cecilia.
Pedrosa sacó de un cajón de la mesa un mazo de habanos. Escogió el que iba a fumarse y de una caja pequeña extrajo un palillo en uno de cuyos extremos se veía una cabezuela de color blancuzco que frotó sobre una superficie rugosa de la caja y, tras un chisporroteo, comenzó a arder en medio de un olor apestoso. Con la candelilla encendió su cigarro.
—¿Qué es eso, señor? —Diéguez no pudo contener su curiosidad.
Pedrosa expulsó el humo, satisfecho con la impresión causada en el agente.
—Me las han traído de Gibraltar. Las elabora un boticario de Londres.
—¡Es extraordinario! Aunque apestan como…
—¿Como si hubieran salido del infierno?
—Sí, señor.
—¡Las llaman cerillas de Lucifer!
Diéguez pensó que si el infierno apestaba de aquella forma, mejor era no aparecer por allí. A Pedrosa, sin embargo, no parecía molestarle el olor nauseabundo que había inundado el despacho. Se levantó y con voz grave dijo al agente:
—Tengo la impresión de que detrás de los asesinatos se encuentra un grupo. Una persona no podría llevar los cadáveres de sus víctimas hasta los lugares donde los deja.
—Coincido con usted, señor.
Pedrosa hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa. La idea de que los crímenes estuvieran relacionados con el desaparecido Santo Oficio le parecía atractiva. Sabía que en algunos lugares se habían producido protestas reclamando el restablecimiento de la Inquisición y estaban molestos con el rey por que no hubiera devuelto sus competencias al Santo Oficio después de que los liberales lo abolieran en 1820. Si descubría que aquellos crímenes, cuyas víctimas aparecían tocadas con corozas, vestidas con sambenitos o marcadas con señales propias de los penitenciados por el Santo Oficio, estaban relacionados con nostálgicos de la Inquisición, podría apuntarse un gran éxito y convertir la reprimenda que le había llegado de la corte en un triunfo, al descubrir que sus defensores no eran sino vulgares asesinos y que Su Majestad hacía bien con rechazar sus peticiones.
—Diéguez, ¿recuerda usted los autos de fe?
—Sí, señor. Siendo niño, antes de la guerra contra los franceses, vi alguno y también otro después del restablecimiento del tribunal en 1814.
—Entonces recordará que muchas de las penas impuestas eran someter a los condenados a la vergüenza pública.
—Sí, señor. Recuerdo que a muchos se les obligaba a llevar puesto el sambenito un cierto tiempo y que, en los casos más graves, se convertía en un hábito de por vida.
—¿Le parece descabellado que tras los asesinatos pudiera haber un grupo que deseara el restablecimiento de la Inquisición?
—Lo he pensado, señor, pero el cadáver de doña Cecilia Coello de Portugal…
—Verá, Diéguez —Pedrosa se acercó al agente—, voy a decirle algo estrictamente confidencial… Tanto, que ha de prometerme que quedará entre usted y yo.
—Tiene mi palabra, señor.
—Si los asesinos están mandando un mensaje para que se restablezca la Inquisición y en esa dirección apunta el hecho de que los dos primeros cadáveres, el de una puta y un chulo, aparezcan expuestos como penitenciados del Santo Oficio, ¿se ha preguntado por qué doña Cecilia aparece como una penitenciada?
—Desde luego, señor. Pero no tengo una respuesta.
Pedrosa ignoró el comentario.
—¿Se ha preguntado por qué su familia guarda silencio?
—Desde luego, señor.
Pedrosa dio una calada a su habano y expulsó el humo lentamente.
—¿Ha pensado en que podrían ocultar un secreto? Un secreto inconfesable. Un secreto de alcoba, como antes apuntó usted.
—No lo sé, señor.
—Pero admita que es posible.
—Es posible, señor.
—Incluso, probable. —Diéguez asintió—. Hay que investigar en esa dirección. ¿Me comprende?
—Sí, señor, pero, como le he dicho, nos hemos encontrado con un muro de silencio.
—Entiendo que esto es algo muy delicado. Estamos hablando de una dama perteneciente a una familia muy importante. Pero habrá que indagar… Tal vez nos llevemos una sorpresa. Si ha sido expuesta de esa forma ignominiosa, es posible que doña Cecilia…, aunque desde luego en una posición muy diferente a la de una prostituta o un proxeneta, también haya faltado al sexto mandamiento, ¿no le parece?
—Lo que he podido averiguar ha sido lo contrario. Como le he dicho, esa señora tiene fama de virtuosa y muy generosa con las carencias del prójimo. Aunque he de admitir que lo planteado por usted es… es una posibilidad.
—Esa posibilidad ha de quedar entre usted y yo.
—Le he dado mi palabra de que así será.
—No descuide esa pista, Diéguez. ¡Explore en esa dirección! —Pedrosa dio otra calada a su cigarro—. No debemos descartar la posibilidad de que con los crímenes estén reivindicando el restablecimiento del tribunal. Ya sabe cómo han bautizado popularmente al asesino… Hay que reconocer que a veces el vulgo tiene olfato.