Septiembre agonizaba. Hacía una semana que el verano se había despedido, pero todavía el calor apretaba en el hueco del día. Era media tarde y Mariana estaba sentada bajo el emparrado del patio de su casa. Era un lugar fresco y agradable, amenizado por el murmullo del agua que brotaba de las bocas de unas cabezas de león labradas en piedra y vertían a un pilón adosado a la pared. Había dejado de leer y el libro descansaba sobre su regazo. Tenía los ojos cerrados, pero no dormía. Su rostro, demacrado y pálido, señalaba problemas de salud por lo que, desde hacía algunas semanas, doña Úrsula insistía en llamar al médico, pero ella afirmaba no sentirse mal, aunque su aspecto indicaba lo contrario. Antonio José Burel, su fiel criado, antiguo oficial del regimiento de Asturias, el que al mando del coronel Riego había proclamado la Constitución el primer día del año veinte en la aldea de las Cabezas de San Juan, también estaba preocupado.
El sonido de la campanilla la sobresaltó.
—Señora, dos caballeros preguntan por usted. —La criada le entregó una tarjeta de visita.
Le bastó leer el nombre para saber que se trataba de algo grave. Don Martín Almela, un devoto del protocolo, era extremoso con las formas. Sólo un asunto de la máxima urgencia lo llevaría a presentarse sin haber anunciado previamente su visita.
—Pásalos al saloncito y diles que voy enseguida. Después sube a mi alcoba.
Sabía que no estaba presentable para recibir a la visita y con ayuda de la criada se cambió rápidamente de vestido, peinó su larga melena, antes de recogerla en un moño, se perfumó y adornó su cuello con una cinta de terciopelo negro de la que colgaba un camafeo. El espejo le devolvió una imagen pálida y ojerosa. Lo segundo no tenía remedio, la palidez la disimuló con un poco de colorete.
—¿Qué tal estoy?
—Espléndida, señora.
—No me mientas.
—Bueno, algo ojerosa —concedió la criada.
—Pero… ¿presentable?
—Desde luego, señora.
Bajó la escalera con pasos medidos. No quería aparecer turbada por las prisas. Don Martín y su acompañante se levantaron al verla entrar en la salita.
—¡Don Martín, qué agradable sorpresa!
Don Martín Almela, a pesar de haber rebasado los setenta, ofrecía un porte envidiable, a ello colaboraban una espléndida cabellera completamente blanca, que anudaba en una coleta, y la vivacidad de sus ojos azules. Mantenía las formas de un hombre del siglo XVIII y se dirigía a las damas tratándolas de vos, igual que a los sacerdotes. Era un viejo ilustrado de la generación de los Cadalso, Jovellanos o Cabarrús. Lo acompañaba un caballero mucho más joven.
—Os presento mis disculpas por venir sin avisar, pero la cuestión es de suma gravedad, doña Mariana. Si no fuera tanta la urgencia…
—Por favor, don Martín, está usted en su casa.
—Os lo agradezco. Permitidme que os presente a don Antonio Ferrero.
El caballero inclinó levemente la cabeza y ella le correspondió con una sonrisa.
—Por favor, siéntense —les indicó señalando unos sillones.
—Sólo estaremos unos minutos.
Mariana insistió y los tres tomaron asiento.
—Dígame, pues, don Martín.
—¿Recordáis lo que contó don Cecilio el día que despedimos a vuestro tío?
—¿A qué os referís exactamente? —Mariana había fruncido el ceño.
—Al plan para secuestrar al rey.
—¡Claro… claro que me acuerdo!
—Ha sido un fracaso total.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Mariana notando una punzada en su vientre.
—Traicionaron a quienes fueron al prostíbulo y los prendieron a todos. Algunos no han podido soportar el tormento y han delatado a sus compañeros. En pocas horas detuvieron a más de dos docenas.
—¿Qué les ha ocurrido?
Don Martín negó con la cabeza.
—Cuénteselo usted, Ferrero. Yo… yo… —Don Martín Almela no pudo evitar que las lágrimas resbalaran por sus mejillas. Buscó un pañuelo en sus bolsillos.
Antonio Ferrero era impresor y librero. Había desplegado una gran actividad en las tertulias liberales madrileñas durante los años en que, tras el pronunciamiento de Riego, la Constitución de Cádiz volvió a estar en vigor hasta que la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis devolvió a Fernando VII sus prerrogativas como monarca absoluto. Desde entonces había participado en varios intentos para acabar con la tiranía.
—Como compruebo que estabais al tanto del secuestro del tirano, no os explicaré el plan previsto, que se vino abajo al lograr los realistas introducir a dos de sus hombres en la sociedad. Eran dos sargentos y la víspera de la operación advirtieron a su capitán de lo que se preparaba en el prostíbulo de la Malagueña. En lugar de sorprender al rey, los sorprendidos fueron los nuestros. Los seis que participaban en la operación fueron detenidos y varios, como ha indicado don Martín, han hablado. Los miembros de la fraternidad que, como yo, hemos logrado poner tierra de por medio, nos hemos librado de una muerte segura.
—¿Los han ejecutado?
—En la plaza de la Cebada, después de una pantomima de juicio. Para mayor escarnio, los condujeron al lugar del suplicio metidos en los serones de unos borricos. Los enjaularon como animales y los tuvieron expuestos hasta que los ahorcaron.
—¿El pueblo no se subleva ante tanta abominación? —preguntó Mariana.
Ahora fue el librero quien tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.
—No, señora, al contrario. La gente les gritaba obscenidades y aplaudía cada vez que el verdugo ejecutaba a uno de ellos. Coreaban una y otra vez: «¡Vivan las cadenas!».
—¡Dios mío! —exclamó Mariana llevándose una mano a la boca.
—Ése es el pueblo que tenemos. Los frailes y los curas controlan el rebaño y en medio de tanto deshonor algunos consideran que el rey es demasiado condescendiente.
—¡Eso no es posible! —gritó indignada.
—Lo es, señora. Ha tenido que viajar a Barcelona para aplacar los ánimos de un grupo de exaltados que por allí abundan. Los llaman los malcontentos.
—¿Malcontentos? —Mariana había arrugado la frente—. ¿Quiénes son esa gente?
—Fanáticos agrupados en torno al hermano del rey, el infante don Carlos María Isidro, a quien tienen por su sucesor ante la falta de descendencia. Quienes lo conocen afirman que, a su lado, el rey es una perita en dulce.
—¡Eso es imposible!
—Es lo mismo que digo yo. Pero, al parecer, don Carlos es aún peor que su hermano.
—¡Pues sí que andamos bien con esta dichosa familia! ¿Qué ha ocurrido con los demás miembros de la sociedad que preparaba el secuestro?
—Los que no hemos sido apresados hemos puesto tierra de por medio. Sé que algunos han llegado a Gibraltar con el propósito de viajar a Londres y acogerse al amparo de quienes allí están instalados desde hace años. Dicen que en las calles del barrio de Somers Town se habla tanto español como inglés. Otros han buscado refugio en lugares apartados donde tienen familiares, aunque corren el riesgo de que alguien los delate.
—¿Y usted?
—Voy hacia Málaga. Allí buscaré un barco que me lleve hasta algún puerto inglés. Si la cosa se complica, iré a Gibraltar para desde allí dar el salto a Inglaterra.
—¿Cómo se ganan la vida los exiliados? —se interesó Mariana.
—Cada cual como puede. Yo creo que no tendré problemas. Llevo conmigo algún dinero, suficiente para pagarme un pasaje, y quizá abra en Londres una librería.
—¿Piensa ganarse la vida con una librería? —Sus ojos, velados por la tristeza, se iluminaron por un momento.
—Allí se lee mucho más que en España. Algún compatriota ha escrito novelas de las que ahora tienen buena acogida entre el público. Las novelas históricas. En Madrid he vendido bastantes ejemplares de las obras de un escocés llamado Walter Scott. Ha creado un héroe, Ivanhoe, que hace las delicias de muchos lectores. Creo que don José María Blanco ha escrito en inglés algo sobre los moriscos de esta tierra. No recuerdo el título. —Miró a don Martín, que parecía recuperado del mal trance—. Por cierto, don Martín, Félix Mejía está en Nueva York.
—¿Félix Mejía? No… no recuerdo quién es.
—El periodista… Uno de los animadores de las tertulias en los cafés madrileños durante los años de libertad. El fundador de El Zurriago… ¿No lo recuerda? ¡Menudo follón se organizó cuando desapareció de Madrid y culparon a don Antonio Alcalá Galiano y a los del Anillo de haberlo secuestrado!
—¡Ah, ya… ya me acuerdo! Fue el que se marchó con su amante y corrió la voz de que lo habían secuestrado.
—El mismo.
—¡Menudo escándalo organizaron los comuneros!
—Ha escrito una novela sobre Hernán Cortés y la conquista de México, titulada Jicotencal. En España no puede leerse. Al ser un proscrito, la censura no permite que sus libros lleguen al público.
—¡Era un periodista extraordinario! Aunque muy exaltado.
Mariana estaba fascinada con el giro que había tomado la conversación. Por un momento se había olvidado del grave problema que la tenía sin vivir.
—¿Cómo ha dicho que se llama esa clase de novelas?
—Históricas, señora. La crítica no se muestra muy favorable con ellas. La verdad es que no me lo explico, el público las busca con avidez. Rafael Húmara ha escrito una en la que cuenta la conquista de Sevilla por Fernando III. Es entretenida y se ha vendido muy bien, aunque para mi gusto se demora demasiado en los pequeños detalles.
—¿Cómo se titula?
—Don Ramiro, conde de Lucena.
El nombre de aquella localidad trajo a su mente algunos recuerdos familiares.
—Buscaré en las librerías de Granada, ha picado usted mi curiosidad.
Fue don Martín quien recondujo la conversación al asunto que les había llevado a visitarla sin anunciarse. Lo hizo con su habitual elegancia.
—En fin, todo esto es muy ilustrativo, pero la razón por la que estamos aquí es para anunciaros que en los próximos días las cosas van a complicarse y tenemos que estar preparados. Yo voy a cumplir lo que le prometí a vuestro tío y haré un viaje a Huéscar, donde pienso estar algunas semanas hasta que la tormenta amaine un poco. A mis años sólo puedo ser un estorbo y, como ya he estado entre rejas, creo que es lo mejor. Además, me apetece pasear por aquellos parajes con don Pedro, antes de que el frío se nos eche encima.
El librero apostilló las palabras del viejo ilustrado.
—La represión no va a circunscribirse a Madrid. Un amigo que trabaja en la imprenta donde se tira la Gaceta, me ha dicho que estaban preparando las planchas de un Real Decreto que permitirá a las autoridades actuar ante simples sospechas. Es posible que en Madrid ya lo hayan publicado y que llegue aquí de un día a otro. Se avecinan tiempos difíciles para la libertad y para quienes tienen la ilusión de que la Constitución impere de nuevo y nos proteja contra las arbitrariedades de la tiranía.
—Creo, doña Mariana, que también vos deberíais pensar en respirar otros aires, al menos durante una temporada. ¿Por qué no preparáis vuestro equipaje y me acompañáis a visitar a vuestro tío? Estoy seguro de que nada le haría mayor ilusión. Pienso ponerme en camino mañana mismo, pero si vos necesitarais algún día más para preparar el viaje, lo retrasaría con sumo gusto. Pedrosa os tiene en el punto de mira.
Don Martín tenía razón. Ante aquel panorama lo lógico era marcharse por un tiempo, pero el corazón de una mujer enamorada no se rige por la lógica. Esperaba que, de un día a otro, Peña y Aguayo apareciera por la ciudad, después de pasar el verano en su villa natal.
—No puedo, don Martín. En estos momentos es imposible.
Don Martín, que en su dilatada vida había visto muchas cosas, insistió para que abandonase la ciudad. Con Pedrosa como subdelegado de policía, Granada iba a convertirse en un lugar particularmente peligroso para todos aquellos que no se resignaban a vivir encadenados.
—Doña Mariana, el mayor bien que tenemos es nuestra propia vida. No deberíais ponerla en riego. Seréis de mucha más utilidad a nuestra causa viva que… —Don Martín pensó que se había excedido.
—… que muerta.
—No quería… Os presento mis disculpas.
—Sé que el riesgo es grande. Pero, como os he dicho, en este momento no me es posible. Os prometo que seré prudente.
Mariana pensó en escribir una nota a su tío y enviársela con don Martín, pero se sentía agotada. Ofreció su mano al caballero y al librero, y los acompañó hasta la puerta. Apenas se habían marchado cuando una de sus criadas le dijo:
—¿Sabe la señora que ha aparecido otro cadáver?
—¿Otro? ¿Dónde?
—Lo encontró esta mañana el sacristán de Santa Escolástica. Estaba en la puerta de la iglesia, acurrucado, como si pidiera limosna a quienes iban a misa. Le extrañó que la mujer tuviera un capuchón como los que ponían a los penitenciados de la Inquisición.
—Ese capuchón se llama coroza —señaló Mariana.
—Pues el cadáver tenía una coroza, señora. La gente está muy preocupada. Ahora que se había tranquilizado la cosa, después de que el asesino no diera señales de vida desde el Corpus… Señora, ¿va a volver la Inquisición?
—¡Dios no lo permita! —La criada suspiró aliviada—. ¿Sabes algo más?
—Que la muerta es de mucho abolengo. Estaba casada con un Armenta.
—¿Doña Cecilia Coello de Portugal? —preguntó extrañada Mariana.
—Sí, señora. Ése es el nombre que me han dicho.
Doña Cecilia no encajaba con las anteriores víctimas, ligadas al mundo del vicio y la lujuria.