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En las proximidades de Puerta Real reinaba una gran animación y en el Campillo una numerosa concurrencia aguardaba a que se abrieran las puertas del Teatro Principal para asistir a una representación de exaltación al sacramento de la Eucaristía. Los más apegados a la tradición lo criticaban por realizarse después de anochecido, dando lugar a que hombres y mujeres se dieran cita cuando las sombras de la noche ya dominaban la ciudad. Era otra de las novedades traídas del otro lado de los Pirineos, lo mismo que se había impuesto que hombres y mujeres no asistieran a las representaciones desde lugares separados. La cazuela de los antiguos corrales de comedias era un recuerdo. Ahora, en los palcos y el patio de butacas dominaba la promiscuidad. La culpa, decían los enemigos de tanto cambio e innovación, la tenían liberales como Isidoro Máiquez, un peligroso sujeto que había sido el introductor en Granada de tan perniciosas modas. Fernando VII lo había desterrado de la corte y tuvo la ocurrencia de instalarse en Granada. A pesar de las diatribas que sus novedades desataron, la gente se habituó pronto a la nueva moda.

Mariana de Pineda se había recompuesto. La tisana había obrado un efecto beneficioso y pasó la tarde escuchando a su hijo José María contarle, con todo detalle, el combate sostenido por la Tarasca y el caballero, hasta que éste doblegó al dragón. Después de acostarlo, contarle un cuento y arroparle amorosamente, se había vestido para salir a la calle. A pesar de haber mejorado, la palidez de su rostro y su mirada triste señalaban que no se había recuperado del todo. Pero las razones que la impulsaban a hacer aquella visita eran muy poderosas. Acompañada de Burel, había subido, dando un paseo, por la calle Recogidas y, tras cruzar el puente de la Paja, bajó por la Carrera del Genil. No resultaba fácil avanzar entre la barahúnda de paseantes y mirones que se concentraban ante los tenderetes de buhoneros y vendedores ambulantes que ofrecían su quincalla y mercancías. Había puestos de confites, turrones y garrapiñadas; de cintas, adornos y toda clase de abalorios. Un charlatán voceaba elixires prodigiosos contra el dolor de muelas y las hernias, y un vendedor pregonaba hierbas y bebidas espirituosas con poderes para curar toda clase de enfermedades. La gente aprovechaba que se había retrasado el toque de queda hasta la medianoche para disfrutar del alumbrado extraordinario y de un paseo nocturno.

Mariana acudía a casa del tío de su difunto esposo, un viejo cura de nombre don Pedro García de la Serrana. Era el final de una triste historia que comenzó meses atrás. Al pasar por delante del teatro la gente se arremolinó, al abrirse las puertas. Dejó atrás el Campillo y rodeó el cuartel de Bibataubín para enfilar la calle de San Pedro Mártir y llegar a una casita de aspecto humilde, pero sobre cuya balconada podía verse un pequeño escudo de armas labrado en piedra. Burel golpeó en la puerta con el llamador y el ama de llaves del anciano sacerdote preguntó antes de abrir:

—¿Quién llama?

—Doña Mariana de Pineda —respondió Burel.

El ama de llaves descorrió el cerrojo y franqueó la entrada.

—¡Doña Mariana, qué alegría! ¡Su tío empezaba a temer que no pudiera venir!

—Sólo algo muy grave habría impedido que acudiera. ¿Quién más ha venido?

—Está con media docena de amigos. Todos muy compungidos, menos el abogado ese… don… don José…

—Don José de la Peña y Aguayo —la ayudó Mariana.

—Ése.

El ama de llaves la ayudó a quitarse la capa y Burel le preguntó:

—¿Cuándo vengo a recogerla, señora?

—A las diez y media.

El ama de llaves la acompañó a un saloncito donde su tío departía con los amigos que habían acudido a despedirlo. Sentados a su alrededor estaban don Pedro Ambel, don Cecilio Moreno, don Martín Almela, don José María de la Escalera, don Diego Calvo de León y don José de la Peña y Aguayo. Comentaba los pormenores de su puesta en libertad.

—Siento interrumpir.

Sus palabras hicieron que todos los presentes, excepto el dueño de la casa, se pusieran en pie y le ofrecieran sus asientos. Ella se dirigió hacia su tío y lo besó en la frente, luego ofreció su mano a los demás. Se estremeció al saludar a Peña y Aguayo. Le acercaron un sillón y todos se acomodaron de nuevo.

—¿Cómo se encuentra?

Su tío suspiró.

—Desbordado, Marianita, desbordado por los acontecimientos. Ayer en la celda donde me han tenido estos dos meses y hoy preparando baúles y fardos para mañana ponerme en camino. No sé si el arzobispo me ha hecho un favor o la puñeta.

—¿Por qué dice eso?

—Porque me ha mandado al culo del mundo.

—¿Adónde?

—A Huéscar, Marianita, a Huéscar.

—Tampoco es tan mal sitio, don Pedro —comentó don Cecilio Moreno—. Al fin y cabo, como le estaba diciendo, ahí está el solar de su familia.

—Lo cual no resta un ápice a lo que acabo de decir. Por Huéscar, mi querido amigo, no se pasa, hay que ir.

—Será cosa de poco tiempo, don Pedro —trató de animarlo don Martín Almela, un viejo ilustrado que había abrazado las tesis liberales y los principios constitucionales.

—¿Poco tiempo, dice usted? Me temo que menos me queda a mí.

—No diga tonterías, tío. Ande, cuénteme, ¿cómo ha sido su puesta en libertad?

—Todo lo ha negociado el canónigo Zarrías en nombre del arzobispo. El prelado llevaba muy mal que un sacerdote estuviera encarcelado y buscó la forma de sacarme, sin tener en cuenta que ese animal de Pedrosa no podía demostrar una sola acusación y, antes o después, tendría que ponerme en libertad. Me han soltado a cambio de abandonar Granada y, como el arzobispo tampoco aceptaba que me condenasen a un destierro, propuso mi traslado. Así que me ha destinado a Huéscar. Me sacan de la cárcel, que era su deseo, y satisface a Pedrosa al asignarme una parroquia, en realidad una capellanía, en uno de los lugares más apartados del arzobispado. ¡Menudo negocio!

—¡Está en libertad, tío! —lo animó Mariana.

—Es cierto, pero el precio me parece demasiado alto, sobrina.

Don Cecilio Moreno comentó algo acerca del ambiente que se respiraba en Madrid. Había cierta actividad en los cenáculos liberales y sabía de una operación que se preparaba con minuciosidad.

—¿Puede saberse qué clase de operación es? —preguntó don Pedro Ambel.

Don Cecilio observó que la puerta estaba abierta. Peña y Aguayo, el más joven de los presentes junto a don Diego Calvo de León, se levantó y la cerró. En aquel momento los reunidos eran lo más parecido a un grupo de conspiradores y algo de ello tenían por el simple hecho de acudir a casa de don Pedro para despedirlo en aquellas circunstancias.

—El asunto es delicado y si algún detalle saliera a la luz, las consecuencias serían funestas —advirtió don Cecilio.

—¡Don Cecilio, por el amor de Dios! Todos somos de absoluta confianza.

—Discúlpeme, don Pedro. Es que todo se lleva con tanto sigilo…

—Ya será menos —señaló don Martín, visiblemente molesto.

—¿A cuento de qué dice usted eso?

—A cuento de que si ya se sabe en Granada…

—Disculpe, en Granada no se sabe —replicó don Cecilio—. Quien lo sabe soy yo.

Se produjo un silencio incómodo.

—¡Déjese de tiquismiquis! ¿Va a contarnos qué clase de operación es ésa?

Don Cecilio hizo un gesto de condescendencia que molestó a don Martín.

—Se ha constituido un grupo sobre la base de una organización triangular…

—¿Qué quiere decir eso de triangular? —lo interrumpió el sacerdote.

—Que, al margen de quienes dirigen el cotarro, cada miembro sólo conoce a quien lo ha captado para la causa y a quien él incorpora a la organización. Sólo se conocen de tres en tres. Si alguno es detenido no podrá confesar más de dos nombres. Como le he dicho, los únicos que están al tanto de todo son los jefes y están bien resguardados.

—Pero si algún miembro es detenido, podrá desvelar nuevos nombres y la cadena puede ser muy larga —señaló Peña y Aguayo.

—Cierto. Pero si alguno de los descubiertos logra ponerse a salvo antes de que lo detengan, habrá interrumpido la cadena. Es una forma de protegerse contra el tirano.

—¿Cuál es su objetivo? —preguntó Calvo de León.

—Pretenden raptar al rey y obligarle a jurar la Constitución a cambio de su vida.

—¡Arrea!

—¡El Narizotas es un felón! —exclamó don Pedro Ambel—. Una vez libre, se desdecirá de su juramento, alegando que lo hizo bajo presión. Como hizo después de abdicar en Bayona de sus derechos al trono en favor de Bonaparte o como cuando en el año veintitrés, tras la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, dijo que había aceptado la Constitución, obligado. ¡Si ese plan se culmina con éxito, cuando tenga el rábano por las hojas se echará atrás y volverá a las andadas!

—¿Cómo piensan raptarlo? —preguntó Peña y Aguayo.

—El plan es sorprenderlo cuando… —Don Cecilio miró a Mariana.

—Por mí no se preocupe, don Cecilio. Hable con entera libertad.

—Piensan sorprenderlo cuando esté en el burdel al que va casi todas las noches. Está prendado de una tal Pepa la Malagueña, que lo recibe en una casa junto a la Puerta de Alcalá. Lo acompañan el duque de Alagón y Chamorro.

—¿Quién es Chamorro? —preguntó Mariana.

—Un arribista. Antes de alcahuete del rey era aguador en la Fuente del Berro. Al parecer, era asiduo del mismo prostíbulo que el rey y éste se divertía mucho con los chistes que contaba. Como alcahuete compite con el duque de Alagón a la hora de proporcionar mozas que calienten la real cama. Se dice que en palacio se han vivido situaciones vergonzosas. Por lo que parece, ahora el Narizotas prefiere los prostíbulos y eso ha proporcionado esta oportunidad.

—Es muy arriesgado —apuntó Peña y Aguayo.

—No lo crea, don José. Por lo que me han contado, el rey va sin escolta y acude de incógnito a ver a la Malagueña, sólo le acompañan Alagón y ese Chamorro. Al parecer, eso forma parte de la diversión. Ese canalla debe de sentirse muy seguro, a pesar de ver conspiraciones por todas partes. El plan consiste en sorprenderlo cuando esté en la cama. Por lo visto, acceder al burdel no resulta complicado. Les bastará con hacerse pasar por clientes.

Otra vez se hizo un breve silencio que rompió Peña y Aguayo.

—¿Conocen la noticia del cadáver que han encontrado en Puerta Elvira?

—No, ¿cuándo ha sido eso? —preguntó el sacerdote.

Don José explicó lo ocurrido en casa de los marqueses de los Pilares.

—¿Dice usted que es el segundo asesinato?

—El segundo, sí. Pedrosa decidió, de común acuerdo con el alcalde, mantener en secreto la primera muerte hasta que pasara el Corpus. El primer cadáver lo encontraron hace días cerca de la ermita de San Antón el Viejo.

—¿Qué piensa Pedrosa de esos crímenes? —preguntó don Martín.

—No lo sé. Cuando supo de la aparición de un cadáver en Puerta Elvira se alteró mucho. Fue entonces cuando comentó que ya se había producido otro crimen y se marchó rápidamente. Al parecer, los muertos tienen cosas en común y muy extrañas.

—¿Qué quiere decir con eso de cosas extrañas? Me ha puesto usted sobre ascuas. —Don Pedro García de la Serrana se hacía eco de la curiosidad de todos.

—El cadáver de Puerta Elvira llevaba puesto un sambenito y al primero le habían marcado la espalda con una cruz llameante en forma de aspa.

—¡Como si fueran penitenciados del Santo Oficio! —exclamó don Martín.

—Don Diego, ¿podría tratarse de un ritual? —preguntó don José María de la Escalera.

Calvo de León, al igual que De la Escalera, era de los pocos abogados que asumían la defensa de los acusados de delitos políticos. Era aficionado al estudio de las sectas secretas y los llamados misterios que envolvían algunos episodios del pasado. Sus amigos lo consideraban versado en aquellas materias.

—No sabría qué decir. Sólo sé lo que don José acaba de contarnos. Algún indicio parece apuntar hacia algo oscuro y tenebroso.

—¿Podría ser obra de un loco? —preguntó Mariana.

—Es una posibilidad.

—Sería un loco que tiene fijación por la Inquisición —comentó don Cecilio.

—En cualquier caso, Pedrosa estaba muy nervioso —matizó Peña y Aguayo.

En un reloj de péndulo que colgaba sobre la pared sonaron las diez. Alguno de los reunidos tenía que hacer un largo trayecto hasta su casa y, aunque el toque de queda se había retrasado hasta la medianoche, era mejor no tentar a la suerte. Sin prisas, los reunidos fueron despidiéndose de don Pedro, dándole palabras de ánimo y haciendo votos para que su ausencia fuera temporal. Alguno ponderó la vida sosegada y otro aludió a los magníficos lugares de caza —don Pedro era un gran aficionado— que había en la zona. Peña y Aguayo remoloneó para dar tiempo a que los demás se marchasen. Al final, sólo quedaban Mariana y él.

—Doña Mariana, su criado ya está aquí —avisó el ama de llaves.

Se despidió de su tío prometiéndole visitarlo en Huéscar, después del verano. El viejo sacerdote no pudo contener una lágrima y ella tuvo que esforzarse para que el nudo que se había formado en su garganta no se convirtiera en llanto. Peña y Aguayo se despidió con un abrazo y los dos salieron sin hacer ruido del salón. Aprovecharon la penumbra del portal, alumbrado por una mariposa, para abrazarse en silencio. El joven abogado buscó los labios de ella y los besó con pasión. Después le susurró al oído:

—Te quiero, Mariana.

—Y yo a ti.

—¿Cuándo nos veremos de nuevo?

Un pequeño ruido, procedente de la cocina desde donde llegaba el leve resplandor de un candil, hizo que Mariana deshiciese el abrazo. Fue una falsa alarma y los enamorados volvieron a abrazarse. Él acariciaba sus facciones y enredaba sus dedos en los rubios tirabuzones de su cabello. La besó en el cuello y ella se apretó contra su cuerpo.

—¿Cuándo volveremos a vernos? —le preguntó de nuevo.

—Hemos de ser cuidadosos. La gente está muy al tanto de las vidas ajenas.

—Podríamos vernos el lunes por la tarde en una casa de la calle Tablas. Es de un amigo que se marcha a Madrid y estará ausente por lo menos un mes. ¿Qué me dices?

—¿Qué número es?

—El nueve. ¿Quiere decir que vendrás?

—Al menos lo intentaré. Deseo estar contigo tanto como tú.

—¿Fijamos la hora?

—Por la tarde, a eso de las cinco. Aprovecharé que he de ir a la modista. Deja la puerta entornada.

Volvió a besarla y a susurrarle:

—Estaré contando los minutos que faltan para que volvamos a estar juntos.

La ayudó a ponerse la capa, haciendo el suficiente ruido como para que el ama de llaves y Burel, que continuaban de cháchara en la cocina, advirtieran su presencia. Mariana se cubrió con la capucha antes de salir.

El gentío había desaparecido. Apenas se veía gente por el Campillo, rezagados que fisgoneaban en los puestos ambulantes. La oscuridad se había apoderado de la Carrera del Genil. Apagado el alumbrado extraordinario, sólo la rompían las tenues luces de los faroles que iluminaban una pequeña zona cada cien metros. Más que alumbrar, servían de referencia a quienes caminaban. Los enamorados se despidieron en la Cruz de las Angustias. Él se dirigió hacia el Campillo y Mariana, acompañada por Burel, cruzó el puente de Castañeda y se encaminó hacia su casa. Antes de acostarse, como cada noche, entró en la alcoba de José María para arroparle si se había destapado y besarlo en la frente.