EL CAMINO DE LA FUENTE SAGRADA
La luna llena iluminaba la jungla. Sin más compañía que un guía indio, mil quinientos años después de que los mayas hubieron abandonado sus ciudades para dirigirse al Norte, el investigador americano Edward Herbert Thompson cabalgaba por la comarca que ocupara el Nuevo Imperio, destruido a su vez en la época de la conquista por los españoles. Herbert Thompson buscaba el emplazamiento y las ruinas de Chichén Itzá, que debió de ser la mayor y más bella ciudad, la más potente y rica.
Las dos cabalgaduras, como los jinetes, habían pasado no pocas fatigas. Thompson estaba tan cansado que ladeaba la cabeza, y los inseguros pasos del caballo parecía que iban a hacerle perder el equilibrio. De pronto oyó una llamada del guía. Sobresaltado, miró hacia adelante y lleno de asombro vio un mundo encantado.
Elevándose sobre los oscuros ramajes de los árboles, se destacaba algo que parecía una alta colina abrupta, en cuya cima, y bañado por la argéntea luz de la luna, se erguía un templo. En el silencio de la clara noche, dicho templo coronaba aquella masa de árboles como el Partenón de una acrópolis india, y parecía cada vez más grande según se acercaban. El guía saltó del caballo, le quitó la silla y extendió las mantas en el suelo para acostarse.
Pero Thompson, fascinado, seguía contemplando el edificio. Apeóse a su vez del caballo y, mientras el guía se acostaba, siguió adelante por el camino. Unas empinadas escaleras ascendían desde la base de la colina hasta el templo; todas ellas estaban cubiertas de hierbas y arbustos y muchas aparecían cuarteadas y derruidas. Thompson conocía tal aspecto, así como la significación y el valor de los monumentos egipcios; pero esta pirámide maya no era una tumba como las del país del Nilo, sino que en su aspecto exterior estas edificaciones se parecían algo a los zigurats. Pero mucho más todavía que las famosas torres babilónicas, no parecían otra cosa que el gigantesco soporte pétreo de aquellas grandiosas escaleras que se elevaban cada vez a mayor altura, hacia Dios, hacia el Sol y la Luna.
Thompson subió aquellos peldaños, contemplando sus adornos y ricos relieves. Una vez arriba, casi a una altura de treinta metros sobre la selva, miró a su alrededor y contó uno, dos, tres, hasta una docena de monumentos diseminados, ocultos hasta entonces a su vista por la espesura de los árboles, pero que desde allí quedaban al descubierto por el extraño esplendor que en ellos desparramaba la luz de la luna.
Aquella era, pues, la ciudad buscada de Chichén Itzá. En su origen, seguramente había sido una fortaleza adelantada de los primeros tiempos de la gran emigración, convertida después en gran metrópoli, centro del Nuevo Imperio. Los días que sucedieron al descubrimiento, Thompson solía estar siempre en una de las antiguas ruinas, y cuenta:
«Un día me hallaba sobre este templo cuando los primeros rayos del sol teñían el lejano horizonte. El silencio del alba era absoluto, al haber cesado todos los ruidos nocturnos de la jungla y no haber despertado aún los del día. Pronto se elevó el astro Sol, redondo, brillante y llameante, y al punto cantó y zumbó gozoso todo aquel mundo. Los pájaros que poblaban los árboles y los insectos de la tierra entonaban su solemne Tedeum. La Naturaleza enseñaba al hombre a adorar al sol y el hombre, en su intimidad, obedecía inconscientemente la antigua doctrina».
Thompson estaba como hechizado. Ante sus ojos desaparecía la jungla y se abatían amplios horizontes en los que veía largas procesiones, oía melodiosos sones y aquellos palacios se animaban con fiestas ruidosas, mientras en los templos resonaba el rumor de los cultos que conjuraban a la divinidad. Así, intentó distinguir detalles en un espacio cada vez más lejano, y entonces su mirada se detuvo. Si hasta aquel momento había quedado hechizado, ahora su fantasía se desbordó en una sorprendente visión del pasado. El investigador comprendió al punto cuál era su tarea, pues enfrente se dibujaba en forma de senda estrecha, a la pálida luz, el camino que probablemente encerraba el secreto más emocionante de Chichén Itzá: el camino de la fuente sagrada.
En los descubrimientos de México y Yucatán faltaba hasta entonces una personalidad del tipo de Schliemann, de Layard, o de Petrie, así como también —con excepción del primer viaje hecho por John Ll. Stephens— la unión emocionante de la investigación con la casualidad; el éxito científico con la aventura de los buscados tesoros, ese matiz legendario que tienen las excavaciones cuando el pico tropieza en la tierra con el precioso metal dorado.
Pero Edward Herbert Thompson fue el Schliemann de Yucatán, ya que al penetrar en Chichén Itzá iba guiado por las palabras de un libro que ningún investigador había tomado en serio hasta entonces; y los descubrimientos le daban la razón como a Schliemann, que también había puesto su fe investigadora en las palabras de un libro. Y exactamente igual que Layard, que antaño partiera con sesenta libras y un acompañante, cuando hizo su primer descubrimiento, Thompson también penetraba pobre en la jungla. Y al tropezar con dificultades que hubieran hecho retroceder a cualquiera, él demostró la misma tenacidad que Petrie.
¿No hemos dicho que cuando el público discutía con violencia los primeros descubrimientos de Stephens se discutió también la tesis de que los mayas eran los sucesores del fabuloso pueblo de la Atlántida?
Pues bien, el primer trabajo de Thompson, futuro arqueólogo, en 1879, consistió en un estudio publicado en una revista popular en el cual defendía tesis tan audaz. Pero el problema específico del origen del pueblo maya quedaba relegado a segundo término cuando a los veinticinco años de edad, siendo cónsul de los Estados Unidos —¿cuántos cónsules hemos conocido ya entre los arqueólogos?—, en el año 1885, partió hacia el Yucatán y pudo cuidar más de los propios monumentos que de las teorías.
En vez de una tesis audaz, le guiaba al Yucatán una fe ciega, idéntica a la que condujo a Schliemann a las ruinas de Troya. Aquí se trataba de confirmar las palabras de Diego de Landa, en cuyo libro halló Thompson por primera vez el relato de la fuente sagrada, el cenote de Chichén Itzá. Landa, basándose en antiguos relatos, pretendía que en tiempos de sequía se organizaban solemnes procesiones en las que los sacerdotes y el pueblo se dirigían por un amplio camino hacia la fuente sagrada, para allí aplacar la ira del dios de la lluvia por medio de horribles sacrificios humanos, arrojando a la fuente doncellas y muchachos elegidos tras solemne ceremonia. De la misteriosa profundidad de aquellas aguas insondables las víctimas no habían reaparecido jamás.
El «camino de la joven a la fuente», motivo de tantas canciones populares, a pesar de su profundidad simbólica, aparece casi siempre como afirmación alegre de la vida. En cambio, el de las doncellas mayas al sagrado cenote era camino de muerte y lo emprendían ricamente adornadas y lanzando un horripilante grito, apagado cuando su cuerpo chocaba con aquellas aguas estancadas.
Y ¿qué más contaba Diego de Landa? Añadía que era costumbre arrojar, después de las víctimas, ricas ofrendas consistentes en instrumentos diversos, joyas y oro. Thompson había leído también que «si ese país había tenido oro, una gran parte se hallaría sin duda en aquella misteriosa fuente».
Thompson siguió literalmente aquello que a todos había parecido simple retórica de un antiguo relato; lo creía así y estaba decidido, además, a demostrarlo.
Cuando aquella noche de luna llena contemplaba desde la pirámide el camino que conducía a la fuente, su ilusión emocionada no le permitía sospechar cuántas fatigas le aguardaban.
Dos años después se vería por segunda vez ante la fuente, ya convertido en experto explorador de la jungla. Thompson había atravesado el Yucatán de norte a sur y su mirada se había agudizado notablemente y adquirido la facultad de sondear los secretos. Entonces se le podía comparar realmente con Schliemann. A su alrededor yacían unos espléndidos edificios que esperaban ser explorados, tarea maravillosa para todo arqueólogo. Pero él, en cambio, se dirigió a la fuente, hacia aquel pozo oscuro lleno de fango, piedras y barro secular. Aunque el relato de Diego de Landa se basase en hechos auténticos, ¿existía la menor esperanza de que se pudieran hallar en aquel pozo de agua estancada las joyas que los sacerdotes arrojaron antaño con las víctimas?
¿Qué posibilidad había de hallar algo en aquella fuente? La respuesta para Thompson era sumamente aventurada. Se limitaba a pensar: «Buscaremos donde sea preciso».
Cuando regresó para asistir a un Congreso científico en los Estados Unidos, pidió dinero a préstamo, y lo halló, aunque todos aquellos a quienes hablaba de sus proyectos le creían loco.
Todo el mundo decía: «No es posible bajar a las profundidades inexploradas de aquel enorme pozo de cieno con la esperanza de salir con vida. Si quieres suicidarte, ¿por qué no lo haces de otra manera menos desagradable?».
Pero Thompson había calculado el pro y el contra y estaba decidido.
«La siguiente tarea que tuve que emprender fue ir a Boston y tomar lecciones de buzo. Mi maestro fue el capitán Ephraim Nickerson, de Long Wharf, que llevaba veinte años retirado. Bajo su experta y paciente dirección, poco a poco me convertí en un buzo bastante aceptable, aunque no perfecto como algún tiempo después pude comprobar. Luego me proporcioné una draga de cuerdas con juego de poleas y una palanca de treinta pies. Dejé todo este material empaquetado y dispuesto para ser remitido cuando yo enviase una carta o un telegrama pidiéndolo».
Hecho aquello se trasladó de nuevo a Chichén Itzá y fue inmediatamente a la fuente.
Los bordes de aquel enorme pozo tenían una separación de unos setenta metros. Por medio de una sonda comprobó que el nivel del fango se hallaba aproximadamente a una profundidad de veinticinco metros. Preparó unas figuras de madera de forma humana y las arrojó como su fantasía le sugirió que antaño habrían sido arrojadas las doncellas sacrificadas a la terrible divinidad. El objetivo perseguido con tal ejercicio era una primera orientación en el reino de la fuente. Cuando lo hubo hecho, bajó por vez primera la draga.
«Dudo que alguien pueda imaginarse la emoción que yo experimenté cuando cinco hombres montaron la draga, que extendía sus garras sobre el agua negra, y un breve instante quedó suspendida en medio de aquel oscuro agujero, para deslizarse después hacia las aguas tranquilas.
»Tras unos minutos de espera, para dar tiempo a que los garfios mordiesen el lodo del fondo, los obreros hicieron maniobrar las poleas y los cables de acero quedaron tensos por el peso de la carga que subía.
»El agua, hasta entonces verdosa como aquellos espejos de obsidiana usados por los incas, empezaba a borbotear cuando la cesta de la draga, entre cuyos garfios bien cerrados chorreaba agua limpia, iba subiendo lenta pero continuamente hasta el borde del pozo. Una vuelta a la palanca y la draga descargó en la plataforma de planchas un montón de restos informes de color castaño oscuro, madera podrida, follaje, ramas rotas y broza por el estilo.
»Después se balanceó hacia atrás y quedó de nuevo colgada en posición de ir en busca de otra carga… Una de las veces sacó el tronco de un árbol tan bien conservado que parecía como si la víspera lo hubiera arrojado al pozo una tempestad. Aquello sucedió un sábado. Al lunes siguiente el tronco se había deshecho y entre el montón de piedras donde la draga lo había depositado sólo quedaban algunas fibras de madera, rodeadas de una mancha oscura que parecía ácido piroleñoso —espíritu de madera—. En otra ocasión salió el esqueleto de un jaguar y en otra el de un ciervo, como testigos mudos de una tragedia silvestre.
»Día tras día siguió el trabajo sin que ocurriera nada nuevo: la draga extraía cieno, piedras y ramas, algún esqueleto de animal ahogado al acercarse allí olfateando en época de sequía. El sol calcinaba todos aquellos residuos rápidamente y la fuente emanaba un hedor pestilente de cieno removido y del fango que se amontonaba al borde del pozo.
»Así proseguimos el trabajo durante varios días. Yo empezaba a ponerme nervioso durante el día, y por la noche no podía conciliar el sueño. ¿Es posible —me preguntaba— que haya podido ocasionar a mis amigos tantos dispendios para después exponerme al ridículo y demostrar que tenían razón quienes afirmaron siempre que tales tradiciones no son más que cuentos fantásticos, sin ningún fundamento real?».
Pero llegó el día en que cayeron en manos de Thompson dos trozos de un extraño objeto, de color blancuzco amarillento y pegajoso como la resina. Thompson los halló cuando removía el fango que acaba de subir la máquina. Los olió e incluso los saboreó. Luego tuvo la idea de acercar aquella sustancia resinosa al fuego y observó que expandía al punto un perfume aturdidor. Thompson había sacado del pozo un trozo del incienso empleado por los mayas, la resina que quemaban en los ritos de los sacrificios.
¿Sería ésta la prueba de que Thompson se hallaba en la buena pista? Juntó montones inmensos de fango y de barro y allí no había más que dos trozos de incienso; nadie hubiera considerado esto como una prueba, pero para Thompson aquello tenía el mayor valor, reanimaba su fantasía. «Aquella noche, por primera vez desde hacía varias semanas, dormí mucho y profundamente».
Tenía razón, pues entonces comenzaron a salir a la luz del día un objeto tras otro, y todo lo que él había esperado. Instrumentos, joyas, vasijas, puntas de lanza, cuchillos de obsidiana y platos de jade. Y por último, el primer esqueleto de una joven.
Diego de Landa tenía razón.
Antes de que Thompson emprendiese la «parte más fascinante de aquella embrujada aventura», descubrió por casualidad el fondo real de una antigua tradición. El obispo de Landa le había señalado el camino de la fuente. Don Diego Sarmiento de Figueroa, alcalde de Valladolid en el año 1579, le hablaba del rito de sacrificios en dicha fuente. He aquí el relato que Thompson juzgó al principio oscuro e incomprensible:
«La nobleza y los ricos del país tenían la costumbre, después de sesenta días de ayuno y abstinencia, de acercarse al amanecer a la boca de aquella fuente y precipitar al fondo de las aguas oscuras a algunas mujeres indias que les pertenecían como esclavas. Al mismo tiempo, les pedían que, una vez abajo, suplicaran para su dueño un año favorable, tal como correspondía a sus deseos. Aquellas mujeres eran arrojadas sin ser atadas, y caían al agua con gran violencia y ruido. A últimas horas de la tarde gritaban las que aún no se habían ahogado, y se les echaban cuerdas para sacarlas. Una vez fuera, aunque medio muertas de frío y de espanto, se prendían hogueras a su alrededor quemando resina de copal. Cuando habían recobrado de nuevo sus sentidos, contaban que allí en el fondo había muchas personas del pueblo, hombres y mujeres, y que habían sido recibidas por ellos; que cuando intentaban levantar la cabeza para mirarlos, sentían golpes en la misma, y cuando se inclinaban veían bajo el agua muchas alturas y profundidades, mientras toda aquella gente les contestaba a las preguntas hechas de si su dueño tendría un año bueno o malo».
Tal narración, que parecía una fábula, le daba a Thompson, que siempre buscaba el fondo histórico de toda leyenda, muchos quebraderos de cabeza. Un día meditaba sentado en la barca plana destinada a las maniobras del buzo y que flotaba en el agua tranquila, a sesenta pies o más de la grúa que, amarrada a una enorme roca, pendía sobre el agua. De pronto vio algo que le estremeció.
Era la clave del relato de lo que veían las mujeres, según la vieja leyenda.
«El agua de la fuente sagrada de los sacrificios tiene un color oscuro y es muy turbia; a veces su color pasa del pardo oscuro al verde jade, e incluso a un rojo de sangre, como explicaré. Y es tan turbia que refleja la luz como si fuera un espejo.
»Mirando desde allí, bajo la superficie del agua se podían ver “grandes profundidades y muchas alturas”, que en realidad eran el reflejo de las alturas y de los salientes de las rocas que yo en aquel momento tenía sobre mí. Cuando recobraban sus sentidos, según decían las mujeres, veían en el fondo mucha gente del pueblo, la cual contestaba a sus preguntas.
Cuando yo seguí mirando vi, en efecto, allá abajo mucha gente del pueblo que también a mí me contestaba. Eran las cabezas y parte del cuerpo de mis obreros que estaban inclinados sobre el brocal del pozo, y desde allí vigilaban mi barca. No sólo les veía, sino que oía el eco suave de su conversación, que no podía entender, pues las cavidades del pozo daban a las voces un tono extraño, incomprensible, pero con el acento del país. Tal incidente me dio una explicación de la antigua leyenda…
»Los indígenas de los alrededores, además, pretenden que el agua de la fuente sagrada se convierte a veces en sangre. Hemos averiguado que el color verde que a veces presenta el agua proviene de una alga microscópica, mientras que su color pardusco o rojizo es debido a las hojas marchitas y a ciertas semillas y granos de las flores de color rojo que allí caen y dan, en efecto, a la superficie del agua ese aspecto de sangre coagulada.
»Menciono este descubrimiento para demostrar por qué creo que todas las tradiciones legendarias se basan, al menos parcialmente, en algún hecho real y siempre pueden llegar a ser explicadas mediante un estudio detenido de las circunstancias».
Aún faltaba la parte más dura del trabajo. Sólo después de haberla hecho podía Thompson lograr un triunfo que superaría a todo lo anterior. La grúa cada vez recogía menos objetos. Finalmente, sólo extrajo unas cuantas piedras. Thompson vio llegado el momento de rebañar con las manos lo que los dientes de la draga no podían ya apresar de las grietas y hendiduras. Será mejor que hable nuestro arqueólogo y cuente él mismo sus afanes y experiencias:
«Un buzo griego, Nicolás, con el cual ya lo había convenido todo de antemano, vino de las islas Bahamas, donde residía y se dedicaba a pescar esponjas. Traía consigo a su ayudante griego, y juntos hicimos nuestros preparativos para la exploración, llamémosla submarina.
»Primero transportaron la bomba neumática al barco, que no era otra cosa sino un sólido pontón; luego, los dos griegos tomaron el papel de maestros y enseñaron a toda la tripulación seleccionada a manejar las bombas neumáticas, de las cuales dependía nuestra vida, y a interpretar y contestar a las señales que se les hicieren desde el fondo. Cuando se sintieron convencidos de que los hombres estaban suficientemente instruidos, nos preparamos para el buceo. Bajamos nuestra cesta de la draga al pontón y nos vestimos de tela impermeable y grandes cascos de cobre, provistos de ojos de cristal y válvulas neumáticas cerca de los oídos; y en el cuello, cadenas de plomo casi tan pesadas como los cascos. Llevábamos calzado de lona impermeable con gruesa suela de hierro. Con mi bocina de mano, el pantalón neumático y la cuerda de salvamento, ayudado por el buzo griego, pisé, tambaleante, el primer tramo de una escalera corta, ancha, que desde la cubierta del pontón bajaba al agua. Quedé inmóvil allí unos momentos. Fueron acercándose uno a uno los miembros de la tripulación que servían las bombas, mis fieles muchachos indígenas, que con grave seriedad me estrecharon la mano, volviendo luego arriba a esperar la señal. No era difícil adivinar sus pensamientos y su emoción. Me decían el último adiós, y no esperaban volver a verme vivo. Luego me solté de la escalera y caí como un trozo de plomo, dejando tras de mí la cadena, de la que se iban desprendiendo burbujas plateadas.
Durante los primeros diez pies de inmersión los rayos de luz iban cambiando del amarillo al verde y después a un negro purpúreo; luego, la oscuridad más completa. La presión, en aumento, me producía fuertes dolores en los oídos. Cuando expulsaba aire y abría las válvulas del casco, sentía un ruido como pt, pt, en cada oído, y cesaba el dolor. Esto lo hube de repetir varias veces, hasta que me encontré en el fondo. Otra sensación muy extraña me llamó la atención a medida que iba cayendo. Era como si de repente perdiera peso, hasta un grado tal que cuando me apoyé en una gran columna de piedra que allí había desprendida de las ruinas del sepulcro próximo al pozo, tuve la sensación de ser una burbuja de aire y no un hombre cargado de plomo y cobre.
»También resultaba extraño pensar y darse cuenta de que yo era el primer ser vivo que había llegado al fondo del pozo, con intención de salir de nuevo vivo a la superficie. A poco, bajó el buzo griego y se puso a mi lado. Disponía de un reflector submarino y un teléfono a prueba de agua. Pero después de un primer ensayo tuvo que izarlos a la superficie. El reflector cumplía su función en aguas transparentes o ligeramente turbias; pero el medio en que teníamos que movernos no era agua ni cieno, sino algo intermedio, removido además por la draga. Una especie de caldo impenetrable a los rayos de luz. Nos veíamos, pues, forzados a trabajar en una completa oscuridad. Pero a los pocos momentos ya no nos sentíamos molestos, pues los nervios táctiles de las puntas de nuestros dedos parecían haber aprendido a distinguir las cosas no sólo por su forma, sino que incluso nos imaginábamos que distinguíamos los colores. Con la bocina y la cuerda de salvamento la comunicación resultaba mucho más fácil y hasta más rápida que por teléfono.
»Otra cosa me llamaba la atención —y no sé de ningún buzo que la haya mencionado jamás—: Nicolás y yo descubrimos que a una profundidad de sesenta a ochenta pies, podíamos sentarnos y, juntando nuestros cascos a la altura de la nariz, podíamos hablar y entendernos bastante bien. Nuestras voces sonaban opacas y muertas, como muy lejanas, pero yo le podía dar mis órdenes y oía bastante bien sus contestaciones.
»Aquella extraña pérdida de peso que se experimentaba bajo el agua, hasta acostumbrarse, provocaba incidentes cómicos. Para moverse en aquellas profundidades y desplazarse de un lugar a otro, había que ponerse rígido y dar impulso apoyando un pie en el fondo rocoso. Entonces salía uno disparado como un cohete, navegando majestuosamente por la sucia papilla de fango, y a veces se llegaba más lejos de donde uno se proponía.
»Calculando las medidas un poco a bulto, podemos decir que la fuente forma un óvalo cuyo diámetro más largo mide unos 187 pies. El desnivel entre el suelo de la jungla y la superficie del agua oscila entre 67 y 80 pies. Dónde empezaba la superficie del estanque era cosa que se podía comprobar fácilmente; pero dónde acababa el agua y empezaba el cieno del fondo ya no era tan fácil de señalar, toda vez que no se percibía una línea precisa de demarcación. Pero calculo que la profundidad total entre fango y agua era de unos 65 pies. A unos 30 pies se llegaba a una capa de fango lo suficientemente espesa para poder soportar ramas y raíces de los árboles. Separadas por aquí y por allá, había rocas de formas y extensión muy distintas, más o menos como las pasas en un pudding.
»Puede uno imaginarse, por tanto, cómo sumidos en la oscuridad, entre olas de fango, escudriñando las hendiduras y las grietas del fondo rugoso de piedra caliza, buscábamos todo lo que la draga no había podido extraer. No debe perderse de vista tampoco que de vez en cuando se derrumbaban sobre nosotros bloques de piedra, removidos de repente por el agua. Mas a pesar de todo, aquello no era tan terrible como parece. Verdad es que caían pesados bloques cuando y como querían, y que no podíamos verlos ni desviarlos. Pero no era grande el peligro mientras mantuviéramos apartados de las rocas nuestras bocinas, nuestros pantalones neumáticos, nuestras cuerdas de salvamento y nuestros propios cuerpos. En el momento de caer las masas de rocas, mucho antes de que la piedra nos alcanzara, sentíamos la presión del agua que les precedía, y nos apartábamos. Era como una almohada gigantesca que se nos lanzara disparada suavemente. A veces nos dejaba boca abajo, con las piernas en alto, nos balanceaba y temblábamos como una clara de huevo vertida en un vaso de agua, hasta que aquella agitación se calmaba y podíamos pisar de nuevo el fondo. Si por imprudencia nos hubiéramos apoyado con la espalda en la roca, habríamos quedado cortados en dos mitades, como por unas tijeras gigantescas, y se habrían inmolado dos nuevas víctimas al dios de la lluvia.
»Los que hoy pueblan estas tierras creen que grandes serpientes y seres fabulosos habitan las oscuras simas de la fuente sagrada. Si tal creencia se basa en un apagado recuerdo de la antigua veneración por los ofidios, o más bien en algo visto por sus ojos, es cosa que sólo se puede conjeturar. Por mi parte, he visto nadar en el agua grandes serpientes y culebras, pero eran reptiles que casualmente habían caído al pozo y trataban de salir de allí. En ningún paraje de la fuente vimos serpientes ni otros animales extraños.
»Ningún reptil tremendo me atacó durante la inmersión y, sin embargo, tuve un incidente que merece ser contado. El griego y yo escarbábamos con los dedos en una hendidura estrecha del fondo que prometía tan rico botín que nos hizo olvidarnos un tanto de nuestras habituales precauciones. De repente, sentí una cosa sobre mí, algo gigantesco que con fuerza tremenda me empujaba resbaladizamente hacia abajo. Algo liso y viscoso me hundía en el cieno, sin que yo lo pudiera impedir. Se me heló un momento la sangre, luego sentí que el buzo griego, a mi lado, tiraba de un objeto y me ayudaba hasta que consiguió liberarme. Era un tronco de árbol podrido, desprendido de la orilla y que al hundirse había dado con mi cuerpo en cuclillas.
»Otro día, sentado en una roca, y contemplando un hallazgo notable, una campanilla de metal fundido, me había olvidado de abrir las válvulas neumáticas. Guardado el hallazgo en el bolsillo y dispuesto ya a cambiar de posición, de repente me sentí disparado hacia arriba como una burbuja inflada. Era ridículo, pero era también peligroso, ya que en aquellas profundidades la sangre hace burbujas como el champaña, y si no se sube lentamente permitiendo a la presión de la sangre el tiempo necesario para adaptarse, puede producirse una embolia mortal. Felizmente, tuve calma bastante para abrir las válvulas, antes de haber subido mucho, y así escapé de lo peor. Pero aún hoy, por aquella imprudencia, padezco una lesión en los tímpanos y bastante sordera.
»Incluso cuando ya había abierto las válvulas y subía más despacio, recibí un golpe en la cabeza y, medio aturdido por la sacudida, reconocí el fondo del pontón. Inmediatamente me di cuenta de lo ocurrido, e imaginando el miedo que mis chicos habrían sentido al oír el choque de mi cabeza con el fondo de la barca, me reí, salí a la superficie, y tendí el brazo a la cubierta. Al asomar mi casco, sentí que dos brazos me sujetaban por el cuello y unos ojos excitados miraban fijamente por el cristal de la escafandra. Cuando me hubieron quitado las ropas de buzo y recobraba mi estado normal, reposando en una silla, mientras saboreaba una taza de café bien caliente y gozaba las caricias de la luz del sol, el joven griego me contó la historia. Me dijo:
»“Nuestros hombres se pusieron pálidos de terror al oír el golpe contra el fondo del pontón que anunciaba su llegada a destiempo. Cuando les dije lo que era, movieron tristes la cabeza, y uno de ellos, el viejo y fiel Juan Mis, exclamó: ‘No habrá remedio; el amo ha muerto. El dios-serpiente se lo ha tragado y luego lo ha escupido. Nunca más volveremos a oír su voz’. Y se le saltaban las lágrimas. Pero cuando el casco de usted surgió sobre las aguas y vimos sus ojos a través del cristal, gritó lleno de alegría, levantando los brazos por encima de la cabeza: ‘Gracias a Dios, aún vive y se ríe’”.
»Por lo que se refiere a los resultados de nuestros buceos y de la búsqueda con la draga en el gran estanque, lo primero y más importante que pudimos demostrar fue que las tradiciones sobre la fuente sagrada son auténticas en sus rasgos esenciales. Encontramos gran número de figuras esculpidas en jade y recubiertas de planchas de oro y cobre, copal y trocitos de incienso, muchos restos de esqueletos, venablos y gran número de lanzas bellamente trabajadas, tanto de pedernal como de obsidiana y algunos restos de tejidos antiguos, todo lo cual revestía gran valor arqueológico. Entre todo ello había piezas de oro puro, fundidas, batidas y grabadas… Pero la mayoría de los llamados objetos de oro eran aleaciones de calidad secundaria con más cobre que oro. El valor fundamental radicaba en los signos simbólicos que ostentaban, fundidos o grabados. La mayoría de las piezas que aparecían eran fragmentos. Probablemente se trataba de ofrendas que en el acto ritual eran rotas por los sacerdotes, antes de arrojarlas a la fuente. Y los golpes que daban para romperlas parecían ejecutados siempre de modo que no se destruyeran los rasgos grabados de cabezas o rostros, conservando, pues, todo su carácter las figuras representadas en jade o en discos de oro».
Hay motivos para suponer que estos colgantes de jade, estos discos de oro y otros ornamentos de metal o piedras preciosas, una vez rotos, se consideraban como muertos. Se sabe que las antiguas y más civilizadas razas de América creían —igual que sus troncos étnicos del Asia septentrional, y aún hoy los mogoles— que el jade y otros objetos de uso sagrado estaban animados. Por eso rompían o «mataban» tales ornamentos para que los espíritus de las víctimas, cuando finalmente se presentaran ante Hunal Hu, el dios supremo de los cielos, pudieran hacerlo convenientemente adornados.
Al aparecer los primeros relatos de Thompson sobre sus hallazgos en la fuente sagrada, el mundo los siguió con gran curiosidad. Las condiciones en las cuales se habían logrado los hallazgos eran extraordinarias y muy abundante el tesoro que se podía sacar de la fuente cubierta de cieno. Comparado con su valor histórico y artístico, su valor material tenía menos importancia aunque no fuera desdeñable.
Thompson dice así:
«El valor del oro de los objetos que con tanto trabajo y a tan elevado coste fueron rescatados de la fuente sagrada es, desde luego, insignificante. Pero el valor de las cosas es siempre relativo. El historiador que penetra los arcanos del pasado lo hace por el mismo motivo que impulsa al ingeniero a perforar la tierra: para asegurar, para crear el porvenir. Pensemos que muchos de estos objetos de valor simbólico tienen grabados en su superficie ideas y preceptos que hacen retroceder, en el tiempo, el alborear de la cultura de este pueblo, en otro país lejano, situado más allá de los mares. Colaborar en la empresa de comprobar tal tesis bien vale el trabajo de toda una vida».
No obstante las palabras de Thompson, el tesoro de Chichén Itzá constituyó un hallazgo arqueológico tan sólo superado materialmente en nuestro siglo por el tesoro de Tutankamón. Pero el oro del faraón había sido depositado en torno a la momia de un cuerpo que había muerto tranquilamente, mientras que el oro del cenote yacía junto a los esqueletos de las doncellas que, víctimas de un dios cruel y de unos sacerdotes más crueles aún, habían sido lanzadas en aquellas aguas profundas acompañadas de gritos rituales. Entre los numerosos cráneos de muchachas sólo se encuentra uno de hombre, un cráneo con protuberancias muy acentuadas sobre los ojos, el cráneo de un viejo… ¿De un sacerdote? ¿Acaso alguna de las doncellas fue capaz de arrastrar consigo al abismo a uno de sus verdugos?
Cuando Thompson murió, en el año 1935, no podía sentir malograda su vida, aunque, como él mismo escribe, había consumido sus energías en la exploración de los restos de la civilización maya. En sus veinticuatro años de cónsul en Yucatán, y en casi cincuenta que pasó excavando, raras veces había pisado su despacho. Viajaba por la jungla y vivía con los indios; y esto hemos de interpretarlo literalmente, pues comía su bazofia, dormía en sus chozas y hablaba sus idiomas. Una mordedura de serpiente le había paralizado una pierna y las fatigas que pasó en la fuente sagrada le dejaron una continua molestia en los oídos; pero él no le daba importancia a todo aquello. Su trabajo muestra todos los síntomas de un entusiasmo frecuentemente exagerado en sus primeros relatos, sus conclusiones son muchas veces falsas. En cierta ocasión halló en una pirámide varios sepulcros, uno sobre otro, y bajo la base de la pirámide descubrió luego la tumba principal; pues bien, él creyó al punto haber descubierto la última morada de Kukulkán, el antiquísimo y legendario educador del pueblo maya.
Otra vez halló unas joyas de jade en un lugar muy distante del Yucatán, y esto hizo a nuestro investigador volver de nuevo a la teoría de la Atlántida, que tan cara le fue en sus años mozos. Pero ¿no es sin duda necesario tal entusiasmo para llevar a cabo toda empresa importante?
¿No es el entusiasmo el que mata las dudas y vacilaciones paralizadoras?
Después se han hecho muchas excavaciones en Yucatán, en Chiapas y en Guatemala. Recientemente, hasta se ha empleado el avión para la exploración de la jungla. El coronel Charles Lindbergh, el vencedor del Océano, fue el primero en contemplar a vista de pájaro un país que ya era antiquísimo cuando Cortés lo descubrió como mundo nuevo. En 1930, P. C. Madeiro y J. A. Masón volaban también sobre el mar inmenso de las selvas de América Central. Desde allá arriba fotografiaron y cartografiaron los antiguos islotes de la cultura maya, hasta entonces desconocidos.
En tiempos más recientes, en el año 1947, se organizó una expedición a Bonampak, en Chiapas. Parece ser que con ella se ha añadido a los ya abundantes y ricos hallazgos anteriores un nuevo y digno descubrimiento. La expedición fue costeada por la United Fruit Company y toda la parte científica estuvo a cargo de la Carnegie Institution de Washington. Este organismo, junto con el Smithsonian Institut de Washington, tiene en su haber los mayores méritos respecto a la exploración de la civilización maya. Dicho Instituto desarrolla sus actividades con los intereses de una fundación que el inglés James Smithson puso, hace unos cien años, a disposición de los Estados Unidos para fines de investigación, y fue dirigido primeramente por Giles Greville Healey. Pues bien, al poco tiempo consiguió descubrir once ricos templos del Antiguo Imperio que se creían construidos en épocas anteriores a la emigración. Se encontraron tres magníficas estelas; una de ellas —la segunda— de un tamaño tan grande como no se había visto otra, pues mide una altura de unos seis metros y está toda ella esculpida de figuras. Pero el portento que Healey descubrió en la jungla fueron las pinturas murales. Procedimientos técnicos revelaron los colores encarnado, amarillo, ocre, verde y azul, antaño brillantes; y en ellas figuraban guerreros, reyes y sacerdotes revestidos con ricos trajes de ceremonia. Lienzos parecidos sólo se han hallado hasta ahora en Chichén Itzá, en el Templo de los Guerreros.
Pero más que en ninguna otra parte se excavó en el propio Chichén Itzá, metrópoli de toda aquella civilización. El cuadro que se presenta hoy al espectador es completamente distinto al que Thompson viera aquella memorable noche de luna llena. Hoy, las ruinas están limpias de maleza, todas bien conservadas en una plaza despejada. Los turistas pueden llegar en coche por caminos francos donde antes solamente a golpes de machete podía uno abrirse paso. Así es fácil contemplar el Templo de los Guerreros, con sus columnas y su escalinata que conduce a la gran pirámide, y el llamado observatorio, una rotonda cuyas ventanas están talladas de tal forma que guían la mirada hacia tal o cual astro; recorrer los grandes frontones, el mayor de los cuales tiene una longitud de ciento sesenta metros por cuarenta de ancho, y donde la juventud dorada de los mayas se divertía con un juego que no deja de parecerse al balonmano; y llegar, por fin, frente al «castillo», la más grande de las pirámides. Sobre nueve altos descansillos se van levantando hileras de peldaños que llevan al templo de Kukulkán, la «serpiente con plumas».
La contemplación de aquellos rostros terribles, aquellas horrorosas cabezas de serpiente, las carátulas de los dioses y jaguares aturde; y uno desearía penetrar el secreto de tales ornamentos y jeroglíficos. Así se llegaría a comprender que no hay un solo signo, ni una imagen, ni una escultura que no guarde relación con un número astronómico. Dos cruces sobre las cejas de una cabeza de serpiente, una garra de jaguar en la oreja del dios Kukulkán, la forma de una puerta, el número de «gotas de rocío», constituyen el leitmotiv decorativo siempre repetido de las escaleras; todo ello expresa, por difíciles concordancias, el número y el tiempo. Pero en ninguna otra parte número y tiempo van asociados a un terror tal en la expresión. El novelista inglés Graham Greene, enemigo de toda ruina, hace un decenio, cuando viajaba por México y el Yucatán, escribió: «Aquí, la herejía no consistía en una confusión turbadora de los sentimientos —como, por ejemplo, el maniqueísmo—, sino en un error de cálculo… Uno espera encontrar en las losas del pavimento del gran patio —escribe sobre Teotihuacán, pero tal afirmación es aplicable a todos los templos— un quod erat demonstrandum, algo así como que la suma exacta del número de pirámides, multiplicada por el número de terrazas y luego por el número de gradas de cada terraza, y todo ello dividido por la superficie total, nos da un resultado tan inhumano como una tabla de logaritmos». Y el visitante, al observar que esta gelidez es un verdadero mundo infernal, busca la vida: cualquier cosa, una planta, y para ello contempla todo este mundo suntuoso de imágenes y ornamentos mayas, obra de un pueblo que vivía del maíz y se encontraba rodeado de una flora exuberante. Pues bien, aquel mundo de imágenes muy rara vez ofrece la representación de algo vegetal. Sólo aparecen algunas de las innumerables flores, y ninguna de esas ochocientas variedades de cactos. Recientemente se cree haber identificado un motivo floral quintipartito como estilización de la flor del Bombax aquaticum, arbusto que crece en los pantanos. Aunque sea cierto, esto no significa mucho comparado con la carencia de toda otra decoración como motivo de lo vegetal. Incluso las columnas, que casi en todas partes del mundo tienen como origen el tronco de árbol, en los mayas son cuerpos de serpientes erguidos o llameantes viscosidades.
Delante del Templo de los Guerreros hay dos de estas serpientes-columnas. Hincan su cornuda cabeza en el suelo, con las bocas monstruosamente abiertas e inclinando el cuerpo hacia atrás, hacia arriba mejor dicho, mientras sostienen con la cola el techo del templo. Frente a estas serpientes y al Templo de los Guerreros, y frente a la mayoría de los edificios mayas en Chichén Itzá, los investigadores se muestran convencidos de que aquí se trata de un arte propio notablemente distinto del de Copan y Palenque, del de Piedras Negras, y del Uaxactún. Y no sólo se distingue como suele hacerlo el arte de un Nuevo Imperio del Antiguo al que debe su origen. Estudiados estilos, y examinados y comparados, aquí una línea, allá un ornamento, la carátula de un dios, o un signo al parecer inerte, intercalado en las figuras, llegaron a la conclusión de que allí habían intervenido manos extranjeras y de que había ideas extrañas, conocimientos y experiencias vitales recogidas en otros lugares.
Pero ¿de dónde habrán podido venir estas ideas y experiencias extrañas? ¿Quién las habrá llevado a tales lugares? Los investigadores dirigían su mirada a México, pero no al Imperio de los aztecas, mucho menos antiguo que el de los mayas, sino a edificios que ya eran antiquísimos cuando los aztecas invadieron México.
¿Y no se disponía de la menor indicación histórica, ni siquiera de un guía, como antaño lo fuera Diego de Landa, para comprender el asombroso hecho de que la vigorosa cultura de los mayas hubiera cedido a una influencia extranjera? ¿No había nadie que hiciera, por lo menos, una alusión con respecto al misterioso pueblo de aquellas monumentales construcciones?
Lo había, sí, y era conocido desde hacía tiempo. Pero nunca fue tomado en serio. Era nada menos que un príncipe azteca, el príncipe Ixtlilxóchitl, personaje asombroso.