Capítulo XXXI

EL MISTERIO DE LAS CIUDADES ABANDONADAS

Si trazamos una línea que vaya de Chichén Itzá, al norte del Yucatán, a Copan (Honduras), en el sur, y de Tikal (Guatemala), en el este, pasando por la ciudad de Guatemala, hasta Palenque (Chiapas), en occidente, dejamos fijados los puntos que delimitan la antigua cultura maya. Al mismo tiempo queda determinada la región que el inglés Alfred Percival Maudslay visitó de 1881 a 1894, es decir, unos cuarenta años después que Stephens.

Maudslay hizo mucho más que Stephens, ya que realizó todo lo necesario para que las investigaciones no quedaran estériles. De sus siete expediciones a la selva virgen, no sólo reunió descripciones y reproducciones, sino que también trasladó ejemplares originales muy valiosos, copias en papel y vaciados en yeso de relieves e inscripciones.

Su colección fue enviada a Inglaterra, y allí quedó depositada en el Museo Victoria y Alberto, para luego ser trasladada al Museo Británico. Cuando la Maudslay-Collection estuvo al alcance del público, ya estaba ordenado todo el material de tal modo que se podía estudiar en los mismos monumentos su antigüedad y origen.

Y con esto volvemos a Diego de Landa. Este segundo arzobispo del Yucatán debió de haber sido un personaje en el que se aunaban la mentalidad del misionero entusiasta y la del amigo de los indios y aficionado a su cultura, a la manera del padre dominico fray Bartolomé de las Casas.

Es lamentable que, en la lucha sostenida en su corazón por las dos tendencias, al fin tomara una decisión que ha perjudicado mucho a nuestras investigaciones. Diego de Landa fue uno de los que hicieron reunir todos los documentos mayas y quemarlos como obras del diablo. Su segunda inclinación se reflejó sólo en el hecho de utilizar a uno de los príncipes mayas para un papel de narrador, al modo de la Scherezade de «Las Mil y Una Noches». Pero el buen maya supo contar algo más que leyendas, y así Diego de Landa no sólo apuntó historias de la vida y costumbres mayas, de sus dioses y sus guerras, sino que anotó también indicaciones sobre el modo de reconocer los signos que representaban los meses y los días.

Todos comprenderán que esto es realmente interesante; pero ¿por qué tal indicación cronológica puede revestir una significación tan especial?

En primer lugar, porque merced a las indicaciones y dibujos de Diego de Landa, los monumentos mayas, de apariencia tan extraña y terrible por sus lúgubres ornamentos, adquirían vida; y conociendo su modo de escribir los números, el investigador que se hallaba ante los templos, escalinatas, columnas o frisos, veía lo siguiente: que en aquel arte de los mayas, sin animales de carga, ni carros, sumergido en la jungla y cincelado con instrumentos de piedra, no había ni un solo ornamento, ni un relieve, ni un friso con sus figuras de animales, ni una escultura que no guardase relación directa con una fecha. ¡Cada monumento maya era un calendario convertido en piedra! Ninguna disposición de adornos y figuras era allí casual; la estética estaba sometida a las matemáticas. Hasta entonces, uno se extrañaba de la repetición, aparentemente absurda, o la interrupción repentina en el dibujo de aquellos terribles rostros de piedra; pero ahora se aprendía que de tal modo los mayas expresaban un número o una indicación especial de su calendario. Cuando en las escalinatas de Copan apareció quince veces repetido un mismo ornamento en la balaustrada, se llegó a la conclusión de que con esto se expresaba el número de los períodos intercalados. El hecho de que la escalinata constase de setenta y cinco escalones era debido a que así se quería indicar el número de los días intercalados al final de los períodos (15 por 5). Esta arquitectura y este arte, completamente sometidos al calendario, ya no se volvieron a dar por segunda vez en el mundo. Y cuando los investigadores —los hubo que dedicaron toda su vida al estudio del calendario maya— fueron penetrando cada vez más en los arcanos del mismo, hubo una sorpresa más en aquella cultura que ya nos había ofrecido tantas.

El calendario maya era el más exacto del mundo. Su disposición era distinta a la de cuantos calendarios conocemos, pero más exacta. Dejando de lado los detalles, algunos de los cuales aún están sin explicar, su estructura es la siguiente:

Empleaban en primer lugar una serie de veinte signos para los días, que unidos a los signos del 1 al 13 daban una serie de 260 días, el llamado «tzolkin» (en azteca, «tonalamatl»), o sea, año de 13 meses de 20 días. Además tenían una serie de dieciocho signos para los meses, cada uno de los cuales representaba un período de 20 días, seguido por un signo que comprendía un período de cinco días. Y éste era el año maya con sus 365 días, el llamado «haab». Los períodos grandes se calculaban mediante una combinación de los dos años «tzolkin» o «tonalamatl» y «haab». Tales períodos se conocen según la denominación inglesa, que es la más empleada, con los nombres de calendar-round y long-count. El calendar-round era un período que comprendía 19.980 días, o sea 52 años de 365 días cada uno; cosa que revestía, como veremos, especial importancia en la vida de los mayas. El llamado long-count se calculaba siguiendo un sistema que guardaba relación con determinada fecha de partida. Esta fecha de partida era el «4 Ahau, 8 cumhu», y corresponde en su función, si nos atrevemos a una comparación prudente, a nuestra fecha del nacimiento de Jesucristo, punto de partida de una era; repetimos que solamente en su función, no en la fecha misma.

Con este método de calcular el tiempo —tan complicado y desarrollado que si quisiéramos exponerlo por completo emplearíamos todo un libro—, los mayas lograban una exactitud que supera a la de cualquier calendario del mundo.

Sin razón solemos pensar que nuestro calendario representa la mejor solución para resolver la dificultad de dividir el año en días perfectamente regulares. Sólo con relación a los anteriores es algo más perfecto. En el año 239 a. de J. C. Ptolomeo III corrigió el antiguo sistema de calcular el tiempo de los egipcios; Julio César adoptó tal solución creando el calendario llamado juliano, en vigor hasta el año 1582, en que el papa Gregorio XIII sustituyó el calendario juliano por el gregoriano. Pues bien, comparando la duración del año en todos estos calendarios con la del año astronómico, vemos que ninguno se aproxima tanto al valor real como el de los mayas.

La duración comparada del año según todos estos calendarios es:

según el calendario juliano, de 365,250000 días

según el calendario gregoriano, de 365,242500 días

según el calendario maya, de 365,242129 días

según el cálculo astronómico, de 365,242198 días

Este pueblo, que fue capaz de la más exacta observación del cielo, unido a su conocimiento profundo de las matemáticas, con lo cual daba una prueba excelente de su gran capacidad de pensar, demostraba por otra parte una sumisión completa al más absurdo ocultismo de los números. El pueblo maya, que trazó el mejor calendario del mundo, convirtióse al mismo tiempo en esclavo de ese calendario.

La tercera generación de investigadores que se dedicó a la tarea de conocer a los mayas, trabajó especialmente para aclarar los secretos de su calendario. Lo hicieron partiendo de las indicaciones de Landa y lograron sus primeros triunfos con el material de la Maudslay-Collection, y aún prosiguen los trabajos. En esta tarea va incluida la interpretación de las escrituras en imágenes, y los triunfos alcanzados se relacionan con los nombres de E. W. Förstemann, que fue el primero en comentar el «Codex Dresdensis»; Eduard Seler, profesor, y después director, del Museo Etnográfico de Berlín, que, después de Maudslay, fue seguramente el que reunió en sus «Tratados» el material más rico respecto a los mayas y aztecas; y Thompson, Goodman, Boas, Preuss, Ricketson, Walter Lehmann, Bowditch y Morley. Pero sería injusto destacar un nombre determinado si pensamos en el gran número de los que trabajaron en la jungla haciendo copias, o los que en sus estudios consiguieron penosamente resultados parciales. La investigación de las civilizaciones americanas constituye un trabajo de amplia colaboración, y juntos recorrieron los investigadores las más difíciles etapas de sus estudios, desde el calendario hasta la cronología histórica.

La ciencia del calendario no podía quedar reducida a una finalidad. Aquellas terribles caras que representaban números, con los signos de los meses, días y períodos, decoraban todas las fachadas, columnas, frisos, terrazas y escaleras de los templos y palacios; todos los monumentos llevaban la fecha de la creación. El investigador tenía que agrupar las obras según los distintos aspectos, ordenar cronológicamente los grupos, reconocer los cambios de estilo según las influencias de un grupo u otro; en una palabra: ver la historia.

Pero ¿qué historia?

Naturalmente, la maya; la contestación no es dudosa. Y, sin embargo, la pregunta es más indicada de lo que parece, pues todos los conocimientos logrados de este modo tenían el inconveniente de que el investigador veía solamente la historia de los mayas, es decir, sus fechas, sin la menor relación con nuestro habitual cálculo del tiempo y nuestros acontecimientos históricos.

Otra vez los investigadores se veían ante un problema más arduo que los planteados por el mundo antiguo. Para comprenderlo mejor imaginemos un acontecimiento supuesto de la moderna historia europea. Supongamos que Inglaterra hubiera quedado privada de toda relación con el continente y que, siguiendo un especial modo de calcular el tiempo, no hubiera partido del nacimiento de Jesucristo, sino de una fecha para nosotros desconocida en absoluto, y que hubiera escrito su historia de acuerdo con su propio calendario. De llegar a los historiadores del continente una relación histórica completa desde Ricardo Corazón de León hasta la reina Victoria, al desconocerse el punto de partida del cálculo del tiempo, no se podría saber si Ricardo Corazón de León era contemporáneo de Carlomagno, de Luis XIV o de Bismarck.

En esa situación se hallaban los investigadores ante los monumentos mayas de la jungla americana. Sin embargo, pronto pudieron indicar cuántos años más antiguos eran, por ejemplo, los monumentos de Copan con relación a los de Quiriguá, pero ni siquiera podían sospechar en qué siglo de la cronología europea fueron construidas ambas ciudades.

Era evidente, pues, que su tarea inmediata consistía en establecer la correlación existente entre la cronología maya y la nuestra. Pero cuando se hubo llevado a cabo la parte esencial en tal labor de correspondencia de fechas, cada vez más exactas, se planteó un nuevo problema, uno de los fenómenos más enigmáticos de la historia de un gran pueblo, con el misterio de las ciudades abandonadas.

Explicar el método empleado para establecer de una manera satisfactoria la relación de ambas cronologías saldría del marco de nuestra obra y obstaculizaría nuestro relato.

Sin embargo, hemos de mencionar un descubrimiento, aunque esto cree una nueva dificultad para comprender este problema, ya de por sí difícil, porque nos conduce directamente a una parte viva de la historia maya de los últimos tiempos, y con ello, dando un nuevo rodeo, a ese mismo misterio de las ciudades muertas.

En distintos lugares del Yucatán fueron hallados en el pasado siglo los llamados «libros de Chilam Balam». Trátase de anotaciones hechas después de la conquista, pero muy animadas y llenas de anécdotas políticas; su valor reside en la relación que guardan, al menos en parte, con documentos mayas originales.

El manuscrito más importante fue descubierto hacia el año 1860, en Chumayel, y entregado al obispo e historiador Crescencio Carrillo y Ancona. Más tarde, la Universidad de Filadelfia publicó una reproducción fotográfica del mismo. Fallecido el obispo, el manuscrito pasó a la Biblioteca Cepeda de Mérida, de donde desapareció en el año 1916 en condiciones bastante misteriosas. Dicho libro constituye una curiosidad notable —lo conocemos merced a la reproducción fotográfica— y está escrito en caracteres latinos adaptados al idioma maya, con influencia del español. Pero los sacerdotes mayas no tuvieron en cuenta la separación de las palabras ni la puntuación; muchas palabras aparecen cortadas a capricho; otras, sin embargo, se hallan unidas en rarísimos grupos de sílabas. En este curioso documento ciertos sonidos mayas, que no tenían en español, se representan con la unión de varios caracteres latinos y desconocemos su valor exacto. Desde luego se comprenderá lo muy difícil que era descifrar un texto así, que además unía una intencionada confusión en el texto por su carácter religioso.

El manuscrito, por muy valioso que fuese, constituía un rompecabezas, ya que en los «libros del Chilam Balam» aparecía una cronología distinta a la del antiguo Imperio de los mayas, el llamado «Katum-Count».

Esta tarea secundaria, un tanto enojosa, adquirió gran interés por el detalle de que cuanto más próxima se veía la solución, más aumentaban los conocimientos del último período de la historia maya, que no solamente adquiría vida, sino que, en especial, permitía fijar fechas.

Todo lo que hasta entonces se sabía del antiguo pueblo maya era confuso y lejano, fríamente fijado en una arquitectura incomprensible; pero ahora, por lo menos, esta última parte de su historia no parecía tan distinta a la de todos los demás pueblos que conocemos; era ya una sucesión de invasiones, guerras, traiciones y revoluciones; en suma, una historia humana.

En ella se cita a las familias de los Xiu y de los Itzá, que se disputaban el poder; el esplendor de la metrópoli de Chichén Itzá, de sus palacios, cuya grandeza y estilo, comparados con las ciudades más antiguas situadas al sur del Yucatán, acusaban una extraña influencia extranjera; de Uxmal, cuya sencillez monumental daba la impresión de un renacimiento del Antiguo Imperio; y de Mayapán, donde coexistían ambos estilos. También sabemos de la alianza entre las ciudades de Mayapán, Chinchen Itzá y Uxmal; pero la traición rompe dicha alianza y el ejército de Chinchen Itzá ataca a una tropa de Mayapán; mas Hunac Ceel, dueño de ésta, recluta mercenarios toltecas y conquista Chinchen Itzá, lleva a sus príncipes como rehenes a la corte de Mayapán, y éstos, más tarde, sólo tienen categoría de virreyes. La alianza entre ambas ciudades se ha quebrantado. En 1441, los derrotados organizaron una revuelta dirigida por la dinastía de los Xiu, de Uxmal. Los insurrectos conquistan a su vez Mayapán, con lo cual no sólo se rompe otra vez la ficticia alianza entre las ciudades, sino que también se cuartea el propio Imperio de los mayas.

Los Xiu fundaron aún otra ciudad, llamada Maní, que, según algunos, quiere decir «ha pasado». Cuando llegaron los españoles, conquistaron el Imperio maya mucho más fácilmente que Cortés el Imperio azteca de México.

Tal visión de la historia con fecha del Nuevo Imperio era, en muchos aspectos, emocionante. Con el fin de no dar una falsa impresión respecto a estas investigaciones, antes de entrar en la parte más enigmática de la historia maya, insistamos en que los resultados de las investigaciones no adquirían una trabazón lógica, sino que el investigador, que penosamente iba descifrando los «libros del Chilam Balam», tuvo que recurrir, para poder llegar a una conclusión, a los apuntes de un colega que había realizado trabajos de excavaciones treinta años antes y de otro filólogo cuyos estudios le habían llevado al desciframiento de los calendarios hacía diez años. Y en la difícil labor de descubrir esta cultura sumergida, los conocimientos no se sucedieron, hasta nuestros días, de manera lógica y normal, sino que cada descubrimiento modificaba las conclusiones anteriores.

Así se llegó a completar también el esquema de un proceso histórico que no tiene parangón en el mundo, y que aún hoy día no está explicado tan diáfanamente para que todos hayan de convenir en la solución dada. Quedan muchos enigmas por resolver en este terreno.

Acabamos de emplear por vez primera las expresiones Nuevo Imperio y Antiguo Imperio, con lo cual nos hemos adelantado. Pero después de haber sabido algo de Mayapán, de Chichén Itzá y de Uxmal, por citar sólo las ciudades más importantes del Nuevo Imperio, veamos lo que dicen los investigadores que se ocuparon de la cronología maya.

¿Por qué llaman Nuevo Imperio a estas fundaciones del norte del Yucatán?

A lo que ellos nos contestan: porque estas ciudades fueron fundadas más tarde, aproximadamente entre los siglos VII y X de nuestra era, y porque este Nuevo Imperio se distingue netamente del Antiguo en cuanto a sus características, tanto en la arquitectura como en la escultura o en el calendario.

Y empleamos la palabra «fundaciones» aludiendo a que en este caso no se trata de un nuevo aspecto surgido de una forma antigua, sino que tal caso normal no se da aquí, ya que el Nuevo Imperio consistía efectivamente en una fundación en plena selva virgen, es decir, que los mayas creaban auténticas ciudades completamente nuevas. Ya aclararemos algo más este fenómeno social tan curioso. El Antiguo Imperio se hallaba en el sur de la península del Yucatán, en las actuales tierras de Honduras, Guatemala, Chiapas y Tabasco.

Luego, ¿debe ser considerado el Nuevo Imperio como colonia del Antiguo, erigido por emigrantes colonizadores?

Los investigadores dicen: no, no es precisamente eso; sino que los fundadores de las nuevas ciudades eran los habitantes del Imperio maya.

A lo cual replicaremos, sin duda con extrañeza: ¿Quieren decir con esto que el pueblo maya ha abandonado su bien organizado Imperio, sus plazas fuertes y su territorio para edificar un nuevo Imperio más al Norte, en medio de la inseguridad de una comarca virgen?

Y ahora los investigadores replican sonriendo: sí, esto es justamente lo que queremos decir. Nosotros mismos sabemos que parece completamente inverosímil, y, sin embargo, tal fenómeno es una realidad, ya que…

Y aquí nos presentan una serie de fechas que nos hace recordar lo ya dicho sobre cómo el pueblo que logró desarrollar el mejor calendario del mundo se había convertido en esclavo del mismo. Los mayas no construían sus grandes edificios cuando los necesitaban, sino cuando el implacable calendario se lo ordenaba, con rigor cronológico, o sea cada cinco, diez o veinte años, y en cada nuevo edificio ponían la fecha de su fundación.

A veces reforzaban una pirámide antigua con una nueva capa cuando una nueva intercalación en el calendario exigía que fuera eternizada. Esto lo hicieron durante siglos con una regularidad absoluta, como lo demuestran las fechas cinceladas. Y esta regularidad sólo podía ser interrumpida por una catástrofe o por una emigración.

Por lo tanto, cuando vemos que en una ciudad cesaban las construcciones en una fecha determinada, y aproximadamente en la misma época empezaban en otra ciudad, llegamos a esta conclusión: la población de la primera lo abandonaba de repente todo y emigraba para fundar otra ciudad.

Todo esto, aunque nos plantea una serie de problemas, podría explicarse de diversas maneras. Pero un hecho acaecido aproximadamente en el año 610 deshace estas primeras hipótesis.

Todo un pueblo, los habitantes todos de importantes ciudades, abandonaron sus sólidas viviendas para emigrar al Norte, despoblado y cubierto de exuberante vegetación. Ninguno de aquellos emigrantes regresó a las ciudades de origen, que quedaron desiertas, y la jungla penetró de nuevo en sus calles; la hierba creció en las escaleras y en los muros de los palacios, las semillas del bosque penetraron en las hendiduras de las piedras, que se cubrieron de tierra, y la vegetación tropical surgida en los cimientos de las mismas murallas las abatió. Jamás volvió el pie de un ser humano a hollar el empedrado de aquellos patios y calles ni a subir por las altivas escalinatas de sus pirámides.

Para que podamos darnos cuenta de lo extraño e incomprensible de tal suceso, imaginemos, por ejemplo, que todo el pueblo francés, después de haber vivido una historia milenaria, emigrase de pronto a Marruecos para fundar allí una nueva Francia; que abandonase sus catedrales y sus grandes urbes, que repentinamente los habitantes de Marsella, Toulouse, Burdeos, Lyon, Nantes y París emigraran.

Y no sólo esto, sino que al llegar a Marruecos empezaran inmediatamente a construir nuevas ciudades y catedrales idénticas a las que abandonaron en Francia.

Con este ejemplo que hemos puesto de los franceses es quizá más fácil imaginarlo en relación a los mayas.

Cuando se averiguó tal cosa, las interpretaciones se atropellaban. Lo más natural era suponer que eran extranjeros invasores quienes habían arrojado de su país a los mayas; pero ¿qué invasores podían haber sido? Los mayas estaban entonces en el apogeo de una evolución histórica y nadie podía competir con ellos en fuerza militar; por otra parte, a la luz de los descubrimientos arqueológicos, esa explicación es insuficiente, ya que en las ciudades abandonadas no se encontraban huellas de lucha ni saqueo de conquistadores.

¿Había motivado tal emigración una catástrofe de la Naturaleza? Imposible. ¿Dónde están las huellas? y, además, ¿qué catástrofe natural puede impulsar a un pueblo a reconstruir un nuevo Imperio en otro lugar en vez de regresar a sus lares?

¿Habían padecido los mayas una epidemia terrible? No hay indicios de que fuera un pueblo numéricamente reducido el que emprendiera la gran emigración; al contrario, el que construyó nuevas y poderosas ciudades como Chichén Itzá debía de ser muy fuerte.

¿Sería un cambio de clima lo que hiciera imposible seguir viviendo en aquellas regiones? No es probable cuando la distancia en línea recta del centro del Antiguo Imperio al centro del Nuevo no es superior a 400 kilómetros. Un cambio de clima, del que faltan indicios, capaz de haber producido efectos tan revolucionarios en la estructura de un Imperio, también habría afectado a la comarca del nuevo emplazamiento.

¿Qué explicaciones nos quedan, pues?

En los últimos decenios se encontró la que parece más acertada y es cada vez mayor el número de investigadores que la adoptan. Es la tesis del profesor americano Sylvanus Griswold Morley, quien, para demostrarla, nos invita a echar una ojeada a la historia y a la estructura social del Imperio maya. Con tal digresión tendremos nuestra recompensa, pues ello nos permitirá conocer otra particularidad de aquel pueblo extraño. De todas las grandes civilizaciones del mundo, la de los mayas es la única que no conoce el arado.

Bosquejemos ahora la historia de los mayas. Por razones de método y por motivos cronológicos suele dividirse el llamado Antiguo Imperio maya en tres partes.

ANTIGUO IMPERIO MAYA

Según la correlación, calculada por S. G. Morley, de las fechas grabadas en las construcciones mayas con la era cristiana, aquéllas duraron desde una época aún indeterminada hasta el año 610 de nuestra era. Otras tesis se hallan expuestas en la tabla cronológica.

PERÍODO ANTIGUO

Sin fechas conocidas hasta el 374 de nuestra era, la ciudad maya más antigua de las halladas parece ser la de Uaxactún, situada en la frontera norte de la actual Guatemala.

Después, no muy lejos de allí, surgieron Tikal y Naranjo.

Mientras tanto, se había fundado en la actual Honduras la ciudad de Copan, y posteriormente, Piedras Negras, en el río Usumacinta.

PERÍODO MEDIO

Desde el 374 hasta el 472. En estos casi cien años se fundaron las ciudades de Palenque, situada en la frontera de Chiapas; Tabasco, construida entre el período antiguo y el medio, aunque suele ser atribuida al antiguo; la de Menché, en Chiapas, y por último, la de Quiriguá, en Guatemala.

GRAN PERÍODO

Desde el 472 hasta el 610. En él surgieron las ciudades de Seibal, Ixkúr, Flores y Benque Viejo. A finales de este gran período tuvo efecto la emigración.

Conviene que el lector que nos sigue con interés consulte el mapa y la cronología que se hallan al final del libro, pues así podrá apreciar otro fenómeno muy notable.

Si estudiamos el espacio geográfico en que se hallaban comprendidas estas ciudades del Antiguo Imperio, vemos que dicho espacio forma un triángulo cuyos vértices están determinados por Uaxactún, Palenque y Copan. Vemos también que en los lados, o ya dentro del triángulo, se hallan las ciudades de Tikal, Naranjo y Piedras Negras, y observamos igualmente, con la única excepción de Benque Viejo, que todas las ciudades que se fundaban en último lugar, y cuya vida fue más breve, están en el interior y son Seibal, Ixkúr y Flores.

Así se ha descubierto uno de los procesos históricos más asombrosos de la Historia.

¡Los mayas deben de haber sido el único pueblo del mundo cuyo estado ha ido progresando de fuera adentro!

Un imperialismo hacia el propio centro. Un crecimiento desde los miembros hacia el corazón, pues realmente aquello era crecimiento y, aunque parezca paradójico, expansión. El Imperio maya no fue aplastado por una potencia extranjera, que no existía, sino que la evolución tuvo efecto en una dirección contraria a toda lógica y diferente a toda experiencia histórica conocida, sin la menor influencia del exterior.

No hay motivos para aludir a los chinos y su Gran Muralla, ni queremos resaltar el débil argumento psicológico que algunos señalan, según el cual un pueblo que se sabía en decadencia no quería extenderse hacia el exterior; preferimos confesar paladinamente que hasta ahora carecemos de toda explicación aceptable que justifique esta asombrosa característica de la historia maya. Pero como raras veces ha quedado un problema histórico sin solución, ¿será acaso uno de nuestros lectores quien la halle?

Formulamos esta pregunta no por simple retórica, ni dictada por la cortesía; la solución a este enigma no debe esperarse sólo de los conocimientos profesionales, que hasta ahora han fracasado, sino de la intuición feliz, que puede tener cualquiera, por no decir del azar.

Los trabajos arqueológicos profesionales no han dado solución al problema de por qué los mayas, en el momento culminante de su evolución, cuando sus ciudades se hallaban en pleno apogeo y poderío las abandonaban de pronto para emigrar al Norte inhóspito.

Hemos dicho que los mayas tenían una civilización urbana. Y esto era cierto en la misma medida que hablamos de la cultura ciudadana de la Europa renacentista; es decir, que las clases dominantes, nobles, patricios y sacerdotes, residían en las ciudades; que detentaban el poder y también la cultura; que la vida intelectual y las buenas costumbres partían de las ciudades. Pero todas estas ciudades no hubieran podido vivir sin el campesino, sin los frutos de la tierra y sobre todo sin la base principal de la alimentación, que en los países de Europa era el trigo y en los pueblos de la América Central el cereal llamado Indian corn o kukuruz; en una palabra, el maíz.

El maíz alimentaba a todos los habitantes de las ciudades: artesanos y clases dominantes. Del maíz y por el maíz vivía la cultura, como aquí del pan nuestro de cada día; ya que las ciudades se construían en esta selva calcinada donde antes se había cultivado el maíz.

Pero el orden social de los mayas acusaba diferencias más pronunciadas que cualquier otro. Su carácter se ve claramente al comparar cualquier urbe europea moderna con una ciudad maya. La europea tiene una estructura en cuyo exterior se hallan de manifiesto los contrastes sociales de los habitantes, mas a pesar de ello hay mil grados intermedios y numerosas relaciones y conexiones entre los mismos. La ciudad maya, en cambio, presenta crudamente la gran diferencia que existía entre las distintas clases sociales. En una colina solían elevarse los templos y los palacios de los sacerdotes y los nobles, que formaban una ciudadela con carácter de fortaleza —sin duda tuvo que dar frecuentes pruebas de tal condición—; luego, sin el menor grado de transición, se pasaba violentamente de la ciudad de piedra a las chozas de madera y ramaje habitadas por la gente común. El pueblo maya se dividía, pues, en un núcleo sumamente reducido de familias dominantes y en una masa abrumadora de gente oprimida.

La barrera establecida entre ambas categorías, según nuestro modo de ver, era desmesurada. Parece ser que a los mayas les ha faltado la clase media, la burguesía. La nobleza se aislaba completamente del pueblo y se la llamaba «almehenoob», que quiere decir «los que tienen padres y madres», o sea, árbol genealógico. De ella surgían también los sacerdotes, así como el príncipe reinante, el «halach uinic», «el hombre verdadero». Y para estos pocos «que tenían padres y madres» trabajaba el pueblo entero. El campesino tenía que entregar un tercio de su cosecha a la nobleza y los sacerdotes, y solamente podía conservar para sí el último tercio. Hemos de recordar que el «diezmo» aplicado en el orden social de la Europa feudal en la Edad Media provocó graves revueltas y revoluciones al ser considerado como una imposición insoportable. Además, en la época entre la sementera y la cosecha, los siervos de la gleba eran llevados a las ciudades para ser utilizados en la construcción de edificios. Sin carros ni animales de carga, los propios campesinos arrastraban los bloques de piedra, y sin hierro, cobre, bronce, sólo con instrumentos de piedra, cincelaban aquellas maravillosas esculturas y relieves. La labor de los obreros mayas es semejante a la de los que construyeron las pirámides egipcias, o quizá superior.

Este severo orden social, que al parecer imperó durante mil años, llevaba en su seno el germen de la decadencia. La cultura y la ciencia de los sacerdotes iba haciéndose necesariamente cada vez más esotérica, y, al no recibir la savia popular, al no haber comparación de experiencias, la aguda inteligencia de los sabios mayas se dirigió cada vez más exclusivamente hacia los astros, olvidándose de mirar hacia la tierra, que era de donde a la larga recibía su fuerza. Aquella cultura se olvidó de estudiar medios auxiliares para prevenir las catástrofes amenazadoras, y sólo aquella presunción espiritual inimaginable de la inteligencia maya puede explicar el fenómeno de que un pueblo capaz de crear obras científicas y artísticas tan importantes no supiera inventar uno de los instrumentos más prácticos, importantes y sencillos: el arado.

En el transcurso de toda su historia, los mayas tuvieron una agricultura que no supo salvar la etapa más rudimentaria. Todo su arte consistía en abatir los árboles de una zona de la selva. Cuando la leña estaba seca, poco antes de las lluvias, la quemaban, después de lo cual laboraban el suelo con unas picas largas y puntiagudas, con las cuales practicaban agujeros para la siembra del maíz. Y cuando el campesino había recogido la cosecha, empezaba la misma operación en otra parte de la selva. Como carecían de abonos, excepto del estiércol natural, muy escaso, en las proximidades de los poblados, toda tierra de la que se habían recogido los frutos necesitaba una larga temporada de barbecho, hasta que se pudiera sembrar de nuevo.

Y así llegamos a la explicación posiblemente más exacta de por qué los mayas se veían obligados a abandonar sus sólidas ciudades en un plazo tan breve.

Los campos próximos quedaban exhaustos. El tiempo de reposo que un campo necesitaba para dar nuevos frutos y ser de nuevo quemado se prolongaba cada vez más. La consecuencia inevitable de esto era que los campesinos mayas tenían que ir avanzando cada vez más sus roturaciones en la jungla, alejándose de la ciudad que tenían que alimentar y sin la cual no podían vivir; hasta que, al fin, entre ellos y la ciudad se interponía la estepa calcinada y yerma.

Así, al desaparecer la base agrícola que le sustentaba, terminó la gran cultura del Antiguo Imperio maya, porque si bien es posible que existan culturas sin técnica, ¡no se dan sin arado! Era el hambre lo que obligaba finalmente al pueblo a emigrar cuando una ciudad quedaba rodeada por una estepa de hierba seca.

Entonces abandonaban las ciudades al terreno baldío. Y mientras en el Norte surgía el Nuevo Imperio, la jungla trepaba lentamente otra vez por los templos y palacios abandonados y el terreno baldío se convertía de nuevo en bosque, cubriendo los edificios y ocultándolos a la vista de los hombres durante mil años. Esto puede ser una explicación admisible para desvelar el misterio de las ciudades abandonadas.