MR. STEPHENS COMPRA UNA CIUDAD
Un día del año 1839, en las primeras horas de la mañana, un pequeño grupo cabalgaba por el valle de Camotán, a lo largo de la frontera que separa Honduras de Guatemala. A la cabeza iban dos blancos; los demás eran indios. Aunque fueran armados, les llevaban al país intenciones bien pacíficas. Pero ni el temor que pudieran inspirar sus armas ni las protestas de que su objetivo era puramente instructivo pudieron impedir por aquella noche que todos se vieran encerrados en el «Ayuntamiento» de una pequeña villa, custodiados por un grupo de soldados borrachos que se pasaron toda la noche alborotando y divirtiéndose en disparar sus armas como locos.
Este fue el poco agradable preludio de la gran aventura de John Lloyd Stephens, el segundo descubridor de la América antigua.
Stephens nació en Shrewsbury, Estado de Nueva York, el día 28 de noviembre de 1805, estudió Leyes y, durante ocho años, trabajó en los tribunales de Nueva York. Sus aficiones tendían hacia las antigüedades, la búsqueda de pueblos antiguos de todos los tiempos. Y en este caso comprobamos lo apuntado en el capítulo anterior: el investigador americano no buscó restos de los pueblos antiguos de América, no se encaminó a América Central, donde se amontonaban infinidad de vestigios del pasado, pues él no sabía nada de aquello; sino que se dirigió a Egipto, Arabia y Tierra Santa, y un año después a Grecia y Turquía. Sólo más tarde, a los treinta y ocho años de edad, cuando ya había publicado dos libros de viajes, cayó en sus manos el relato de otro autor cuyas noticias le conmovieron muchísimo y le hicieron cambiar de plan.
Se trataba del informe sobre las investigaciones oficiales que cierto coronel Garlindo había hecho entre los indígenas, en el año 1836, por encargo de un gobierno de América Central, y, en gran parte, apoyado por sus propias indagaciones. En dicho informe se hablaba de restos de una arquitectura antiquísima en las selvas vírgenes del Yucatán y en América Central.
Aquel árido informe interesó extraordinariamente a Stephens. Hizo averiguaciones para obtener más noticias y encontró la obra de Juarros, historiador guatemalteco, que a su vez citaba a otro autor llamado Fuentes, el cual decía que por su época, alrededor del año 1700, en el territorio situado alrededor de Copan, en Honduras, aún se conservaban bien unas manzanas de edificios antiguos que recibían el nombre de «circo».
Tan escasas noticias bastaron a Stephens, aunque parece increíble que no sintiese curiosidad por enterarse de más detalles y que sólo muy superficialmente se preocupara de las fuentes de información de la época de los conquistadores. Mas hemos de repetir que los descubrimientos de los conquistadores españoles, en lo referente a las antiguas civilizaciones, se habían perdido. Por otra parte, Stephens no podía suponer que en los días en que preparaba su viaje a la América Central, otro hombre, americano también, se dedicaba a reunir todos los documentos que podía sobre los antiguos pueblos de la América Central. No sabía que este investigador, sin salir de su estudio, estaba en condiciones no sólo de contarle muchas cosas sobre estos pueblos antiguos, sino que incluso hubiera podido decirle aproximadamente lo que podía hallar. De ello hablaremos más tarde.
Stephens buscaba alguien que le acompañara, y éste fue su amigo el inglés Frederick Catherwood, dibujante. Hallamos, pues, la misma colaboración que vimos cuando Vivant Denon retenía con su lápiz las antigüedades coleccionadas por la «Comisión Egipcia» de Napoleón, y cuando Eugène Flandin dibujaba las esculturas que Botta halló en las ruinas de Nínive.
Estaban ocupados con los preparativos del viaje cuando se les presentó la ocasión feliz de que los Estados Unidos cargasen con la mayoría de los gastos. La América Central adquirió de pronto un interés económico y político para los Estados Unidos. Al fallecer repentinamente el Encargado de Negocios allí acreditado, Stephens, que desde los tiempos en que trabajaba en los tribunales estaba relacionado con Martin van Buren, presidente de los Estados Unidos y antiguo gobernador de Nueva York, fue nombrado sucesor del Encargado de Negocios fallecido. Esto le permitió hacer su viaje con muchas recomendaciones y, sobre todo, con el prestigio que acompañaba al pomposo título de Encargado de Negocios de los Estados Unidos de Norteamérica. ¿Cuántos de los arqueólogos mencionados han sido diplomáticos?
Pero todo esto no le sirvió de nada a su llegada, porque una banda de soldados borrachos le asaltó. Sucedióle, en 1838 y en América Central, lo mismo que a Layard seis años después en Mesopotamia, a orillas del Tigris; ambos pusieron pie en un país en revolución.
En América Central había entonces tres grandes partidos: el de Morazán, presidente de la República de San Salvador; el de Perrera, un mulato de Honduras, y el de Carrera, un indio de Guatemala. Este indio, cuyos adeptos llevaban el mote de «cachurecos» —monederos falsos—, se había levantado en armas. Entre Morazán y Carrera se libró combate cerca de San Salvador, y aunque el general Morazán había sido herido, salió victorioso y la población esperaba su entrada en Guatemala. En el probable camino de marcha de Morazán se movía la pequeña caravana de John Lloyd Stephens.
El país estaba devastado. Unos generalitos de opereta alternaban con cabecillas de bandidos en el mando de unas tropas que, más que guerrear, merodeaban por el país. Dichas tropas estaban formadas por indios, negros, algunos oficiales y aventureros, soldados europeos desertores del ejército de Napoleón. Las aldeas estaban saqueadas, la población pasaba hambre. «¡No hay!» era la contestación invariable a la pregunta de Stephens de si podían darles comida. «¡No hay nada!». Sólo encontraban agua.
Cuando se alojaron en el Ayuntamiento de una de las villas, el alcalde, con las insignias de su dignidad y vara con empuñadura de plata, les había recibido con aire desconfiado. Por la noche, el mismo alcalde, con un tropel de unos veinticinco hombres, asaltó el dormitorio.
El jefe de la tropa era un oficial, partidario de Carrera, a quien Stephens, en su descripción de esta aventura, llama siempre el «señor del sombrero brillante». La discusión que se produjo entonces fue un tanto turbulenta. El criado de Stephens, Agustín, fue herido por un golpe de machete y gritaba: «¡Dispare usted, Sir!». Stephens, a la luz de las teas, mostró sus pasaportes, así como el sello del general Cascara, un oficial huido del ejército de Napoleón, que desempeñaba cierto papel en el país. Catherwood, por su parte, les dio eruditas explicaciones sobre el derecho de los pueblos y la inmunidad de los embajadores, cosa que impresionó a aquella cuadrilla de borrachos menos que los mismos pasaportes. La situación, por una parte, era cómica; pero podía convertirse en trágica, porque tres mosquetes se levantaban ya apuntando a Stephens.
Entonces produjo una pausa la entrada de otro oficial, que visiblemente ostentaba un grado más elevado que el primero, por llevar un «sombrero brillante» mejor cepillado aún: éste examinó de nuevo los pasaportes, prohibió toda violencia, y dijo al alcalde que su cabeza respondía de que los prisioneros permanecerían bien vigilados. Stephens escribió entonces una carta al general Cascara, y para que produjera mayor efecto la selló con una moneda americana de medio dólar. «El águila extendía sus alas y las estrellas brillaban a la luz de las teas, y todos se acercaban para ver detenidamente la moneda».
Stephens y su séquito no podían dormir. Ante la casa, los soldados gritaban, cantaban y bebían aguardiente. Hasta que se presentó otra vez el alcalde, seguido de toda su cuadrilla de soldados borrachos. Llevaba en la mano la carta dirigida a Cascara; es decir, que no la habían mandado. Entonces, Stephens se mostró enérgico, y lo que ni los pasaportes ni la alocución de Catherwood habían conseguido lo consiguió su tono violento. El alcalde mandó a un indio con la carta y desapareció con su tropa. Stephens creyó que tendría que esperar mucho tiempo; pero las cosas se arreglaron por sí solas.
Al día siguiente, cuando el sol brillaba bastante alto, se presentó el famoso alcalde dispuesto a dispensar a sus huéspedes una recepción oficial conciliadora. Los soldados, obedeciendo nuevas órdenes, habían desaparecido al amanecer.
Copan se halla situado en el Estado de Honduras, en el río del mismo nombre, afluente del Montagua, que a su vez desemboca en la bahía de Honduras. No hay que confundirlo con la ciudad de Cobán, junto al río Cobán o Cahabon, al noroeste de Copan, ya en Guatemala.
Por este camino avanzó Cortés, después de la conquista del Imperio azteca, en el año 1525, cuando marchó de México a Honduras para castigar a un traidor, recorriendo más de mil kilómetros por las montañas y a través de la selva virgen.
Cuando Stephens, Catherwood, los guías indios y sus compañeros emprendieron el camino, se internaron por bosques tan espesos que parecía que un mar de follaje los tragaba. Entonces empezaron a sospechar por qué habían ido allí tan pocos visitantes y exploradores. «El follaje —escribió Cortés trescientos años antes— proyectaba una sombra tal que los soldados no podían distinguir donde pisaban». En el terreno pantanoso, las mulas se hundían hasta el vientre y las espinas arañaban a Stephens y a Catherwood en las manos y en la cara; el calor bochornoso les fatigaba y los mosquitos de los pantanos les ocasionaban fiebre. «Este clima —dice el español Ulloa, cien años antes que Stephens, respecto al clima tropical de estos países— consume las fuerzas del hombre y mata a las mujeres en el primer puerperio. Los bueyes enflaquecen, las vacas no dan leche, las gallinas no ponen huevos…». La Naturaleza no había experimentado el menor cambio desde las épocas de Cortés y Ulloa. Los acontecimientos del país, con toda su confusión, ya imposibilitaban de antemano toda tarea diplomática, por lo cual Stephens quizá se hubiera vuelto, de haber podido resistir a sus deseos de explorador.
Pero su naturaleza, aun ante una situación difícil, no le permitía escapar al encanto de lo desconocido. Esta selva enmarañada no sólo atacaba los nervios por su resistencia tenacísima, sino que también irritaba el olfato, la vista y los oídos. Del suelo ascendía un vaho de lodo y maleza corrompida que se confundía con el olor a maderas preciosas de la caoba y otros árboles amarillos, verdes, azulados y de todas clases; las palmeras, cuyas palmas alcanzaban una longitud de doce metros, formaban un techo. También se descubrían algunas orquídeas y salían del tronco de los árboles las bromeliáceas, como tiestos de flores. Por la noche, cuando despertaba la jungla, vociferaban los monos, chillaban los loros, se oían rugidos sordos, apagados de pronto, como los que profiere una bestia agredida cuando muere violentamente.
Stephens y Catherwood avanzaban por entre un paisaje como jamás hubieran soñado. Cubiertos de arañazos y ensangrentados, sucios de fango y con los ojos inflamados, seguían su camino. Y en medio de aquel país hechizado, que parecía virgen desde los comienzos del mundo, ¿era posible que hubiera edificios de piedra, y tan grandes como se decía?
Stephens es sincero. Más tarde confesó que cuanto más penetraba en aquella espesura, más imposible le parecía aquello. «Tengo que confesar que ambos, Catherwood y yo, dudábamos un poco y nos acercábamos a Copan con esperanzas vagas, sin la seguridad de hallar maravillas».
Pero llegó el momento en que se hallaron ante la maravilla.
Es sorprendente y sugiere las más dispares conclusiones el hecho de hallar en medio de la selva virgen restos de muros antiguos, testimonio de una vida que cesó hace muchísimos años.
Recordemos que Stephens conocía Oriente, y había visitado las ruinas de casi todos los pueblos antiguos. Pero le esperaba el momento de enmudecer de asombro, casi de creer en un milagro, al pensar en las consecuencias que tendría para la ciencia su descubrimiento.
Habían penetrado hasta el río Copan y alcanzado un pueblecito del mismo nombre, donde pronto establecieron buenas relaciones con los indígenas, mestizos e indios, todos ellos cristianizados. Se internaron nuevamente en la selva y, de pronto, se hallaron ante un muro formado por bloques de piedra, con una escalinata que conducía a una gran terraza, tan cubierta de vegetación que era imposible calcular su superficie.
Emocionados por este hallazgo, pero aún vacilantes ante la duda de que aquello no fueran restos de alguna vieja fortificación de los españoles, se apartaron algo del camino y entonces vieron a su guía que, dando golpes con el machete, rompía una trama de bejucos. La apartó como se aparta una cortina ante la próxima escena y dejó al descubierto un destacado objeto oscuro.
Y Stephens y Catherwood, abriéndose paso con sus machetes, pudieron contemplar una estela, una piedra esculpida tan alta como jamás habían visto en su vida y con una ornamentación en relieve como no se había hallado ni en Europa ni en Oriente, como nunca hubieran sospechado que existiera en América.
Era un monumento de piedra de tan suntuosa decoración que, de momento, fue imposible describirlo. Era un enorme pilar cuadrangular, completamente cubierto de relieves, de unos 3,90 metros de altura por 1,20 de anchura y 0,90 metros de grueso. Enorme y gris, destacaba sobre las tonalidades verdes de la jungla, y en sus incisiones se percibían aún restos de los vivos colores oscuros con los cuales había estado pintado.
En la parte anterior, cincelada en relieve muy acusado, se veía una figura de hombre, cuyo rostro «reflejaba severa solemnidad a la vez que parecía inspirar terror». Los lados estaban cubiertos de enigmáticos jeroglíficos y la parte posterior adornada con unos relieves que se distinguían de todo cuanto habían visto hasta entonces.
Stephens estaba fascinado. Pero explorador experto, que incluso ante el hallazgo más inesperado no se deja arrastrar por una impresión prematura, llegó a la siguiente conclusión:
«El aspecto de este monumento que encontramos de manera insospechada… nos dio la convicción de que todo lo que íbamos buscando revestiría un gran interés, no sólo como vestigios de un pueblo desconocido, sino como monumentos artísticos; prueba fehaciente de lo que afirmaban documentos históricos recién descubiertos, es decir, que el pueblo que antaño habitaba aquellas comarcas no era un pueblo salvaje, sino civilizado».
Abriéndose paso de nuevo hacia la espesura del bosque halló una segunda, tercera y cuarta estelas, y así hasta la cifra de catorce, todas ellas a cuál más perfecta en su ejecución. Esto confirmaba su tesis: que se había descubierto una nueva y antiquísima cultura americana.
Y con su autoridad de investigador que ha recorrido el país del Nilo, pudo afirmar que muchos monumentos de la jungla de Copan «estaban ejecutados con más gusto que los más bellos monumentos egipcios, y los demás, en cuanto a valor artístico, les igualaban».
Entonces, aquella tesis era increíble para el mundo. Cuando comunicó las primeras noticias de su hallazgo, no sólo suscitó la incredulidad, sino que incluso se burlaron de él.
¿Podría demostrar lo que pretendía?
Y en la búsqueda de tal demostración, vista la magnitud de dichos monumentos y ante la impenetrable espesura del follaje que les rodeaba, se preguntaba: «¿Cómo empezar?».
La empresa era algo desesperada. Por todas partes del bosque se descubrían ruinas escondidas. Ciertamente, por allí pasaba un río que iba al mar, no muy lejano; pero dicha corriente tenía pasos muy estrechos. Había una solución: cortar una de aquellas esculturas y transportarla en piezas para que sirviera de prueba, y luego hacer vaciados en yeso de las mismas. Y al pensar en ello se decía:
«Los vaciados del Partenón que se conservan en el Museo Británico son considerados como monumentos preciosos».
Pero desistió de tal proyecto; allí tenía a Catherwood, que podía hacer dibujos, y le instó a que empezara inmediatamente. Pero Catherwood, que había publicado unas reproducciones maravillosas de los monumentos egipcios, no estaba muy convencido, y comenzó a tentar con las manos aquellas caras de piedra desfiguradas, aquellos jeroglíficos incomprensibles, aquellos ornamentos confusos. Examinaba una y otra vez la luz, seguía la sombra profunda de los relieves y sacudía la cabeza…
Stephens insistió, y dirigiéndose después al guía le ordenó que fuera al pueblo y preguntara a todos si sabían algo sobre aquellas esculturas. Nadie sabía nada.
Stephens, acompañado por un mestizo llamado Bruno, que, por cierto, era el sastre del pueblo, se adentró cada vez más en la jungla. Y pronto encontró otras esculturas, nuevas murallas, más escaleras y terrazas. Uno de los monumentos estaba desplazado de su pedestal por las enormes raíces de un árbol, otro aparecía abrazado por las ramas de los árboles que casi lo levantaban de la tierra; un tercero yacía en el suelo cubierto por espesas plantas trepadoras; otro, finalmente, tenía un ara delante y aparecía protegido por un grupo de árboles que parecían darle sombra, como si fuese un santuario. En la tranquilidad solemne del bosque semejaba una divinidad llorando a un pueblo hundido y olvidado.
Volvió Stephens adonde estaba Catherwood y le mandó copiar cincuenta objetos. Pero Catherwood, dibujante experto, movió de nuevo la cabeza y afirmó que allí no era posible dibujar si antes no se conseguía más luz; pues en aquella espesura desaparecían las sombras y se confundían los contornos.
En vista de ello aplazaron su trabajo hasta la mañana siguiente. Se requirió del pueblo la ayuda que necesitaban, y cuando aguardaban la llegada de obreros, se acercó a ellos un mestizo algo mejor vestido que los indígenas que habían visto hasta entonces. Creyeron que aquel personaje les prestaría ayuda como los otros; pero el hombre se acercó con ademán orgulloso, y presentándose como don José María, exhibió documentos que le acreditaban como propietario de los terrenos donde se hallaban aquellos monumentos.
Stephens se echó a reír. Le parecía absurda la idea de que aquellas ruinas en plena selva pudieran «pertenecer» a alguien. Mas don José María, al ser interrogado, confesó «que en cierta ocasión había oído hablar de la existencia de tales monumentos, pero que…». Pero Stephens, ante tales vaguedades e insistencia, le cortó la palabra.
Por la noche, sin embargo, cuando Stephens se acostó en su tienda pensó de nuevo en aquel incidente. ¿A quién pertenecerían efectivamente las ruinas? Él nos cuenta: «Y, ya medio dormido, concluí categóricamente: por derecho nos pertenecen a nosotros, por lo cual, aunque no sabía lo pronto que podrían echarnos de aquellos lugares, decidí que serían nuestras; y soñando en confusas fantásticas ilusiones de satisfacción y triunfo, me envolví en mis mantas y me dormí».
A intervalos, por el día, se oían los golpes de los machetes en la jungla. Los indios abatieron una docena de árboles; uno de ellos arrastró en su caída otros y con ellos el follaje y las enredaderas.
Stephens observaba a los indios. Siempre buscaba en sus rostros la huella de aquella fuerza creadora capaz de ejecutar tales obras; debía de ser una fuerza extraña, con matiz cruel y grotesco a la vez, que se manifestaba en forma magistral tal como no puede surgir repentinamente de la nada, sino reflejando una técnica lentamente desarrollada. Mas, a pesar de todo, las caras de los indios le parecían inexpresivas.
Mientras Catherwood hacía los preparativos para empezar los dibujos, a fin de aprovechar la primera luz que surgiera, Stephens se dirigió de nuevo a la jungla, y llegó al muro de la orilla del río. En realidad, era mucho más alto de lo que había calculado a primera vista y alcanzaba una extensión mucho mayor. Sin embargo estaba tan cubierto de maleza que parecía un gigantesco sombrero de retama. Cuando Stephens y el mestizo se adentraron por aquella maraña se oía el chillido de unos monos. «Viéndolos por vez primera brincando por aquellos maravillosos monumentos, nos parecían espíritus errantes de la tribu desaparecida que velaban las ruinas de sus antiguas moradas».
Más tarde, Stephens divisó un edificio en forma de pirámide. Descubrió con dificultad los escalones de una amplia escalinata, destruida por el empuje de los retoños de árboles, que conducían de la oscuridad que envolvía el suelo a la claridad luminosa que reinaba en las copas más altas de aquellos gigantescos árboles; e incluso, superando su cima, terminaba en una terraza situada a una altura de treinta metros. A Stephens le daba vértigo. ¿Qué pueblo había creado tal obra? ¿Cuándo se había extinguido? ¿Cuántos siglos hacía que se había construido aquella pirámide? ¿En cuánto tiempo y con qué herramientas, por encargo de quién, y en honor a quién se habían erigido tan numerosas esculturas?
Había una cosa clara: tales obras y edificios no podían ser fruto de una sola ciudad, pues allí se reflejaba la potencia de un pueblo grande y poderoso. Y cuando pensaba en cuántas ciudades de tal índole podrían estar aún escondidas e ignoradas en las vastas selvas vírgenes de Honduras, Guatemala y el Yucatán, se estremecía ante la magnitud e importancia de su tarea. Mil preguntas le asaltaban y no podía contestar ninguna. Miraba por encima de las copas de los árboles, sobre los cuales veía la mole de aquellos monumentos grises.
Al contemplar los primeros resultados del trabajo de su amigo Catherwood, tuvo una pequeña sorpresa. El dibujante estaba ante la primera estela que había descubierto y muchísimas hojas de papel estaban esparcidas por el suelo. Catherwood tenía los pies hundidos en el fango, y estaba todo salpicado de barro; para evitar los mosquitos, que le molestaban terriblemente, se había puesto unos guantes, y tenía la cara tapada de tal modo que sólo le quedaban libres los ojos. Así trabajaba con tenaz decisión, como quien trata de vencer a toda costa una dificultad insuperable que se le presenta. Catherwood era uno de los últimos grandes dibujantes cuya tradición se mantuvo sólo por algunos grabados en cobre ingleses hasta fines de siglo, y había cosechado grandes éxitos en su copia de monumentos; pero ahora se veía ante una tarea para la cual no parecían bastarle sus habituales recursos.
El mundo de las formas que allí se le ofrecía tenía características completamente diferentes de lo conocido hasta entonces, y se salía tanto de toda concepción formal europea que el lápiz no le obedecía, no lograba distinguir las proporciones; y ni siquiera con ayuda de la camera lucida, el medio auxiliar que por entonces se empleaba, lograba un resultado que satisficiera a sus pretensiones. ¿Era aquello un ornamento o un miembro humano? ¿Era un ojo, un sol o un símbolo? ¿Sería la cabeza de un animal? Y si lo era, ¿dónde había tales animales, de qué fantasía podían brotar cabezas tan monstruosas? Las piedras estaban transformadas en formas tan extrañas que en ninguna parte del mundo tenían modelo. Stephens decía: «¡Era como si el ídolo se resistiese a la obra del artista, mientras dos monos parecían burlarse de él desde un árbol!».
Pero Catherwood trabajaba de la mañana a la noche, y así llegó el día en que logró terminar el primer dibujo que tanto llamaría la atención.
De nuevo surgió un extraño incidente. Como Stephens necesitaba de la ayuda de los habitantes del pueblo, había entrado en relación más estrecha con ellos. Aquellas relaciones eran amistosas, porque Stephens —los exploradores se ven frecuentemente en tal situación— tenía ocasión de ayudarles, a su vez, con algunas medicinas y buenos consejos. Todo iba bien a este respecto; pero siempre se presentaba a turbar aquella placidez, con renovada insistencia, el famoso don José María, exhibiendo sus documentos de propiedad. Tras detenida conversación, se vio que el campo de ruinas no tenía para él valor alguno, que nunca le interesaría, y que todos aquellos ídolos le eran indiferentes; pero su dignidad de propietario se sentía ofendida ante aquella invasión, y esto era lo que le impulsaba a molestar continuamente a los intrusos.
Y como Stephens era diplomático y se hallaba en un país en plena revolución, quiso guardar a toda costa las buenas relaciones con todos los habitantes de la comarca, para lo cual adoptó una determinación fantástica. Rotundamente preguntó al mestizo: «¿Cuánto quiere usted por su ciudad en ruinas?».
Stephens escribe: «Creo que no hubiera quedado más sorprendido y confuso si yo le hubiera querido comprar a su pobre mujer, vieja clienta nuestra a quien curábamos el reuma… Se quedó como si no comprendiera quién de los dos había perdido el sentido común. La propiedad era tan desprovista de valor que mi pretensión le parecía sospechosa».
Por eso, Stephens tuvo que apelar, para insistir en la seriedad de su oferta, a extender ante don José María, hombre bastante sucio, todos los documentos que probaban su intachable conducta, su condición de hombre de ciencia y su cargo de Encargado de Negocios, en América Central, de los grandes y poderosos Estados Unidos de Norteamérica. Miguel, un chico del pueblo que sabía leer y escribir y hasta conocía idiomas, leyó en voz alta los papeles de Stephens. El bueno de don José María, ante aquello, no hacía más que frotarse un pie con otro en ingenuo gesto de desconcierto, contestando finalmente que lo pensaría y volvería con la respuesta.
La escena se repitió, y Miguel leyó por segunda vez los documentos. Pero ello no bastó tampoco y Stephens comprendió que para conseguir la tranquilidad no podía hacer otra cosa sino comprar la antigua ciudad de Copan, valorándola según la mentalidad de los pueblos de la jungla, por lo que decidió representar una escena que parece tomada de un sainete.
Rebuscó en su baúl de viaje y sacó del fondo su levita de diplomático. Hacía mucho que veía que sus tareas diplomáticas en la América Central estaban condenadas al fracaso; pero el uniforme aún le serviría de algo. Y el Encargado de Negocios de los Estados Unidos de Norteamérica, con ademán solemne, se puso su levita de gala ante el mestizo José, que le contemplaba lleno de asombro. Bien es verdad que llevaba un sombrero de panamá ablandado por la lluvia, una nada diplomática camisa de cuadros y pantalones blancos, amarillos de barro hasta las rodillas. La lluvia había caído durante todo el día y aún goteaba de los árboles, y en el suelo había abundantes charcos fangosos. Pero algunos rayos de sol se reflejaban en las águilas de los botones dorados y hacían brillar los entorchados de oro y vivos colores con aquella fuerza de convicción autoritaria que al parecer surte también sus efectos en las más apartadas e ignoradas latitudes de nuestra tierra.
¿Y cómo no iba a impresionar a don José María? El mestizo no pudo resistirse. John Lloyd Stephens decía de sí mismo que tenía un aspecto tan extraño como aquel rey negro que recibió a un grupo de oficiales británicos con el sombrero torcido y una guerrera de soldado.
Pues bien, con tal atuendo compró solemnemente la antigua ciudad de Copan.
Más tarde añade:
«Acaso el lector tenga curiosidad por saber cómo se compran en la América Central las ciudades antiguas. Pues lo mismo que todos los artículos del comercio, o sea a un precio que depende de su abundancia en el mercado y la proporción entre la oferta y la demanda; pero como no son ninguna mercancía de almacén como el algodón o el índigo, sus precios eran un tanto arbitrarios y en aquellos días constituían un artículo poco solicitado. Así, pues, sepa el lector que por Copan pagué yo cincuenta dólares. En el precio no hubo dificultades; yo ofrecí aquella suma y don José María la creyó excesivamente alta; yo le parecí un loco; y si hubiera ofrecido más, seguramente me habría tomado por algo peor».
Es evidente que un acontecimiento tan importante y maravilloso, aunque todo el pueblo no pudiera comprenderlo, debía ser festejado convenientemente. Por lo cual, Stephens organizó una recepción oficial a la que el pueblo entero, en solemne cortejo, acudió entusiasmado. Las mujeres se presentaron en gran número, y se repartió tabaco: cigarrillos para las mujeres, cigarros puros para los hombres. «Todos admiraron los dibujos de Catherwood y, por último, contemplaron también las ruinas y los monumentos. Todos quedaron asombrados, pues, efectivamente, ninguno de los que allí vivían había visto jamás tales esculturas. Nunca sintieron la curiosidad de penetrar en la jungla, donde se cogían fiebres; ni siquiera los hijos de don Gregorio, el hombre más importante del pueblo, que tenían fama de atrevidos y eran los que mejor conocían la selva».
Sin embargo, los indios de pura sangre eran de la misma tribu y hablaban exactamente el mismo lenguaje que los autores de aquellas remotas esculturas de piedra, los constructores de aquellas gigantescas pirámides, escalonadas y con enormes terrazas.
En 1842, cuando se publicó en Nueva York el libro de Stephens Incidents of travel in Central America, Chiapas and Yucatán, y poco después los dibujos de Catherwood, se produjo gran revuelo en los periódicos. Se sucedían las discusiones, los historiadores veían cómo un mundo hasta entonces sólido se derrumbaba, y los profanos llegaban a las conclusiones más audaces.
Stephens y Catherwood sufrieron fatigas de toda clase; siguieron su camino desde Copan, penetraron en Guatemala y, atravesando Chiapas, llegaron al Yucatán. En varios puntos de su camino hallaron monumentos mayas. Y lo que ahora planteaban en sus libros y dibujos no era un problema determinado, sino mil problemas a la vez. Y volviendo a los documentos españoles se descubrió la relación de muchas cosas con lo revelado por los primeros descubridores y conquistadores del Yucatán, y con las hazañas de Hernández de Córdoba y de Francisco de Montejo, que fueron los primeros en hacer alusiones a este extraño pueblo. Entonces salió a pública discusión un libro, publicado hacía cuatro años en París, que decía exactamente lo mismo que las «Impresiones de viaje» de Stephens, pero que hasta tal fecha no había llamado la atención de nadie.
Esto, a primera vista, puede parecernos extraño. La obra de Stephens produjo gran sensación; publicáronse varias ediciones en poco tiempo y casi inmediatamente después fue traducida a varios idiomas. En una palabra, todo el mundo hablaba de ella. Sin embargo, en 1838, cuando en París se publicó el relato de Von Waldeck con el título «Viaje arqueológico romántico al Yucatán», llamó poco la atención, y hoy día está casi olvidado. Evidentemente, el relato de Stephens es más detallado y está escrito tan brillantemente que, incluso en nuestros días, su lectura causa admiración. Y Waldeck no llevaba consigo un hombre de la categoría de Catherwood, cuyos dibujos reunían, con su valor artístico, tal grado de precisión científica —hasta las fotografías nos parecen inferiores a los dibujos de Catherwood—, que aún hoy día conservan un valor documental para la arqueología, pues muchas de las cosas que vio y fijó con su lápiz están de nuevo cubiertas de plantas, derruidas, corroídas por la intemperie o destruidas.
Pero la razón fundamental es seguramente ésta: cuando se publicaba el libro de Waldeck, la atención de todos los eruditos y curiosos de Francia seguía con entusiasmo los progresos en el descubrimiento y conocimiento de una cultura antigua muy distinta, con la cual se relacionaba un acontecimiento nacional reciente. Aún vivían los que habían participado en la expedición egipcia de Napoleón, y el público se emocionaba todavía con la gran obra del desciframiento de los jeroglíficos. Francia, incluso Europa entera y hasta América —pensemos en los primeros viajes de Stephens—, miraban a Egipto. Se requería una ruptura absoluta con las ideas tradicionales para aceptar los nuevos puntos de vista.
Era lógico, además, que cuando los mayas habían llamado la atención al público se ofrecieran aquellas interpretaciones aventuradas que siempre acompañaban a todo descubrimiento nuevo. Después del relato de Stephens, había ya un hecho indiscutible: los antiguos mayas eran un pueblo de una cultura que muy bien podía colocarse al lado de las grandes civilizaciones del mundo antiguo, y esta afirmación podría hacerla cualquier profesional con sólo basarse en los monumentos encontrados. En cambio, hasta mucho más tarde no se reconoció el gran progreso alcanzado por los mayas en las matemáticas.
Todo esto planteaba el siguiente problema: ¿De dónde venía este pueblo? ¿Era, efectivamente, de raza india como las restantes tribus que vivían al Norte y al Sur, y que no han llegado a salir jamás de su vida nómada? Y en tal caso, ¿cómo se explica que sean justamente los mayas los que alcanzaron aquel desarrollo? ¿Qué les dio impulso? ¿Era posible que en el continente americano, separado de la gran corriente cultural del mundo antiguo, hubiera podido surgir una cultura netamente autóctona?
Aquí es donde empiezan las primeras interpretaciones audaces. Alguien afirmó que tal cosa era completamente imposible; que, sin duda, en los tiempos primitivos tenía que haberse producido una emigración del antiguo Oriente al continente occidental. ¿Por qué camino? En el terreno de las hipótesis es fácil hallar solución a todos los enigmas. Por algún puente de tierra, existente, en tiempos del Diluvio, en el Norte. Y otros, menos audaces ante la idea de hacer marchar a habitantes de las cercanías del Ecuador por el círculo polar, decidieron ver en los mayas los supervivientes del legendario continente de la Atlántida. Como ninguna de estas interpretaciones satisfizo del todo, no faltaron voces que pretendían que los mayas eran una tribu oriunda nada menos que de Israel.
Algunas de las esculturas que el mundo entero podía contemplar ahora en los dibujos de Catherwood, ¿no tenían asombrosa semejanza con las figuras de los dioses indios? Sí, replicaban unos, pero las pirámides señalan decididamente a Egipto, mientras que otros investigadores recuerdan que ya en los relatos españoles hay claras alusiones de que en la mitología de los mayas existen elementos cristianos. Se ha hallado el símbolo de la cruz, hay indicios de que los mayas tenían una idea del Diluvio, e incluso parece ser que su dios Kukulcán tiene el papel de un Mesías, y todo ello alude a la Tierra Santa de Oriente.
Siguió discutiéndose violentamente —y diremos que tal debate no ha conducido aún a una conclusión final, aunque se desarrolle sobre bases más firmes—, y se publicó la obra de un investigador que no exploraba directamente el terreno como Stephens, sino que era un hombre de estudio. Este personaje era casi ciego cuando, desde su estudio y valiéndose únicamente de la agudeza de su inteligencia, abrió paso en la jungla dando un golpe más afortunado que todos los que diera Stephens con su machete. Éste había descubierto el antiguo reino de los mayas en Honduras, Guatemala y el Yucatán, y aquel sabio no vidente descubría el antiguo reino de los aztecas por segunda vez, el reino de Moctezuma en México. Ahora empezaba la gran confusión.
William Hickling Prescott, perteneciente a una antigua familia puritana de Nueva Inglaterra, nació el 4 de mayo de 1796 en Salem. De 1811 a 1814 estudió Leyes en la Universidad de Harvard, y pocos años después, este hombre, que como jurista hubiera podido seguir una carrera brillante, se veía ante un extraño sistema de escritura; era el llamado «noctógrafo», invento de un tal Wedgewood, semejante a una pizarra en la que las líneas para la escritura aparecían sustituidas por unas barras de latón transversales. Como estas líneas permitían llevar la mano segura, era posible escribir incluso con los ojos cerrados. Para más seguridad, en vez de pluma se empleaba un punzón y un papel de calcar ordinario transmitía los signos al papel. En suma, aquello servía para que escribieran los ciegos.
William Prescott estaba, en efecto, casi ciego. Por un accidente desdichado perdió en el College su ojo izquierdo, y los esfuerzos continuos en el estudio debilitaron tanto su ojo derecho, que ninguno de los oculistas europeos que consultó en dos años de viaje por Europa consiguió devolverle la vista. Así quedó truncada en ciernes su carrera de jurista.
Luego, con asombrosa disciplina, este hombre se esforzó en llevar a cabo determinados trabajos históricos, y en el «noctógrafo» fue apareciendo una obra titulada «La conquista de México». Es un relato de las conquistas de Cortés y aparece escrito con tal pasión que al leerlo se nos corta la respiración. Pero hay más: con aplicación sobrehumana, Prescott ha utilizado incluso el testimonio más trivial de los contemporáneos de la conquista para esbozar un panorama del Imperio azteca antes y después de su conquista por los españoles. Y así, en 1843, al publicarse la obra, se vio de pronto que, además de la civilización de los mayas recientemente descubierta por Stephens, surgía también la no menos enigmática civilización de los aztecas.
Desde luego, las relaciones entre aztecas y mayas eran evidentes. Visiblemente, su religión, por ejemplo, acusaba grandes concomitancias; sus edificios, templos y palacios parecían haber sido construidos por el mismo espíritu. Pero ¿y el idioma?; ¿y la antigüedad de ambos pueblos? Un examen superficial hizo ver que los aztecas y los mayas hablaban un idioma de familia distinta. Y mientras que la civilización azteca fue visiblemente «decapitada» por los conquistadores cuando se hallaba en su máximo esplendor, la de los mayas había conocido hacía siglos su apogeo cultural y político, y seguramente era un pueblo que se hallaba en decadencia cuando los españoles desembarcaron en sus costas.
A pesar de todo, no sería difícil una explicación a tales contradicciones contando con un método que no tenía inconveniente en aceptar incluso la presencia de los hijos de Israel en la América precolombina. Pero Prescott se permitió ciertas observaciones marginales que plantearon una docena de nuevos enigmas en torno a las civilizaciones de la América Central.
Así, por ejemplo, una vez interrumpe el relato de la «noche triste», cuando Cortés huye de México con sus huestes derrotadas, y se detiene en plena narración para describirnos unas ruinas a las que los españoles, perseguidos, seguramente prestaron poca atención. Aquellas ruinas eran las pirámides de Teotihuacán, una del Sol y otra de la Luna, monumentos ambos tan poderosos que admiten el parangón con los sepulcros de los faraones —la pirámide del Sol mide más de sesenta metros de altura y cubre una superficie de más de 200 metros de lado.
Estos gigantescos templos distan de México una jornada —hoy día, apenas una hora de ferrocarril—; luego están en pleno corazón del reino azteca. Pero a Prescott no es la situación geográfica lo que le impresiona, sino que, según las tradiciones indias, pretende que tales ruinas fueron ya halladas por los aztecas cuando invadieron el país como conquistadores. Según tal tesis, antes de los aztecas, y aun de los mayas, ha habido en la América Central y en México otro pueblo mucho más antiguo, de cultura distinta: un tercer pueblo que no era ni el de los aztecas ni el de los mayas.
Y escribe:
«¿Qué ideas deben inspirar al viajero… al ir pisando las cenizas de las generaciones que dejaron como recuerdo estos monumentos gigantescos que ahora nos trasladan… a la Antigüedad primitiva? Pero ¿quiénes eran los constructores? ¿Acaso aquellos olmecas fabulosos, cuya historia, como la de los antiguos Titanes, se pierde en la oscuridad del mito, o, según se pretende, aquellos toltecas pacíficos, de quienes todo lo que sabemos se basa en tradiciones poco seguras? ¿Qué fue de las tribus que los construyeron? ¿Quedaron en aquel suelo, se mezclaron con los salvajes aztecas que les sucedieron, o han seguido su camino hacia el Sur, hallando un amplio campo para la propagación de su cultura, como se pone de manifiesto en el carácter más elevado de las ruinas arquitectónicas de las regiones remotas de la América Central y del Yucatán?».
Fácilmente se comprende que tales hipótesis de diversa procedencia —aunque aquí para simplificar citamos solamente las de Prescott— provocaron una confusión insuperable.
Prescott afirma: «Todo esto es un misterio que los años han envuelto con un velo imposible…». Y luego añade: «Un velo que no puede levantar la mano de ningún mortal».
Mas el historiador que, tanto como él, sacaba la oscuridad del pasado a la luz del día, se muestra aquí demasiado tímido. Manos mortales excavan aún en nuestros días y sus trabajos han permitido aclarar lo que hace cien años parecía un misterio impenetrable y prometen descubrir pronto todo lo que todavía permanece oculto para nosotros.