Capítulo XXVIII

LA CULTURA DECAPITADA

Los españoles marchaban bajo la enseña de la Cruz y al grito de «Espíritu Santo», invocación que les había guiado en su lucha más importante. Cruces y más tarde iglesias iban jalonando sus caminos. Se confesaban antes de cada batalla, y los sacerdotes celebraban misas solemnes después de cada victoria, intentando convertir a los aztecas.

No es este lugar de examinar la importancia de la obra de los misioneros. En este libro solamente nos interesa poner en claro que con la invasión del reino de los aztecas los españoles ya no luchaban con salvajes cuya religión consistiera en ritos primitivos y costumbres fáciles de cambiar, en un animismo elemental, en una adoración bárbara de los fenómenos de la Naturaleza y de los espíritus, sino que se hallaban ante una religión culta que, aunque en su conjunto fuese politeísta, manifestaba tendencias monoteístas en los dos dioses principales, Huitzilopochtli y Quetzalcoatl, de gran influencia sobre toda la cultura por sus estrechas relaciones con el arte del calendario que todo lo regulaba; y esta influencia de la religión en la vida de los hombres sólo se había dado en las regiones más desarrolladas y universales.

El error de los conquistadores y sus sacerdotes consistió en que se dieron cuenta de esta realidad demasiado tarde. Pero ¿acaso podían verla? Recordemos el mundo de principios del siglo XVI. Copérnico no había publicado su nueva cosmología y los grandes escépticos Galileo y Giordano Bruno no habían nacido aún. No había ningún arte fuera de la Iglesia, ni ciencia ni vida posibles sin ella. El sentir y pensar del mundo occidental eran cristianos; y con tal visión del mundo, con una fe tan absoluta en la infalibilidad de la Iglesia, con tal compenetración en su existencia eterna y en su capacidad redentora, era inevitable la más absoluta seguridad. Todo lo que no era cristiano era pagano, y como tal, y en su propio interés, había de ser combatido.

Esta norma fundamental de los hombres del siglo XVI les impedía reconocer el valor de unas ideas aprovechables, aunque distintas a las suyas, por haber nacido de otro concepto del mundo. Su carencia de una amplia y matizada visión no permitió a los conquistadores de México comprender los claros indicios de una vida social bien dispuesta y desarrollada, ni apreciar los profundos conocimientos que los aztecas tenían sobre la educación y la enseñanza, ni los asombrosos conocimientos de los sacerdotes aztecas en materia de astronomía.

No vieron que no se trataba de unos salvajes, ni los adelantos de su cultura, patentes, por ejemplo, en la disposición de las ciudades, en sus sistemas de ordenar el tráfico y transmitir las noticias y en la construcción de suntuosos edificios sagrados o profanos. En la rica ciudad de México, con sus lagunas, diques, calles e islas flotantes de flores —las «chinampas» que aún vio Alexander von Humboldt—, no veían más que fantasmagorías del diablo.

Desgraciadamente, la religión azteca tenía una característica que llenaba de terror a cuantos veían sus huellas y les hacía creer que, efectivamente, todo aquello era obra del diablo. Se trataba de los sacrificios humanos que efectuaban en masa y en los cuales los sacerdotes arrancaban el corazón a las víctimas aún vivas.

Pero lo cierto es que el aspecto de la religión azteca supera con mucho todo cuanto jamás se ha visto en el mundo en este sentido.

Efectivamente, en la civilización azteca se daban considerables valores junto con prácticas horripilantes. Y los fanáticos no podían ver ambas cosas unidas en una misma cultura. Por eso no comprendieron que, a diferencia de los salvajes que habían encontrado Colón, Vespucio y Álvarez Cabral, los aztecas eran un pueblo al que se podía humillar hasta un determinado límite, tras el cual se tropezaba con su religión; no supieron reconocer que bajo la protección de sus armas podían permitirse todos los horrores, crueldades y crímenes, excepto uno: el sacrilegio de los templos y los dioses. Y fue precisamente esto lo que hicieron, imprudencia que estuvo a punto de arrebatar a Cortés todo el fruto de sus conquistas militares y políticas.

Es digno de señalarse el hecho de que en el séquito de Cortés no fueran los sacerdotes quienes se mostraran más fanáticos. Los padres Díaz y Olmedo, especialmente el último, desempeñaban su misión con una prudencia guiada por una gran comprensión política.

Según todas las noticias, era el mismo Cortés —acaso por deseo subconsciente de justicia— el primero en intentar la conversión de Moctezuma, mas el emperador le escuchaba con cortesía, y cuando el conquistador, en su panegírico, comparaba los sangrientos sacrificios de los aztecas con la fe pura y sencilla de la misa católica, Moctezuma hacía ver que a él le parecía menos execrable sacrificar personas que consumir la carne y la sangre del mismo Dios, opinión que no sabemos si Cortés tenía capacidad dialéctica para combatir.

Cortés fue todavía más lejos. Pidió permiso para visitar uno de los grandes templos. Tras muchas vacilaciones, y después de que Moctezuma hubo consultado con sus sacerdotes, le fue concedido. Cortés subió inmediatamente el gran teocalli situado en el centro de la capital, no lejos del palacio donde se alojaba; y una vez allí dijo al padre Olmedo que aquel sería el lugar más apropiado para colocar la cruz, pero el sacerdote lo desaconsejó. Vieron también la losa de jaspe donde se sacrificaban las víctimas humanas con un cuchillo de obsidiana y la imagen del dios Huitzilopochtli, de terrible aspecto para los españoles y sólo comparable con las máscaras del diablo que la Iglesia representaba desde tiempos primitivos. Una gran serpiente cubierta de perlas y piedras preciosas rodeaba el cuerpo del dios. Bernal Díaz, que presenciaba todo aquello, apartó la vista, atemorizado, pero vio algo mucho más terrible aún: las paredes laterales de la sala estaban salpicadas de sangre humana coagulada. «El mal olor —escribe— era más penetrante que el de los mataderos de Castilla». Luego volvió a mirar el ara de los sacrificios y observó que allí había tres corazones humanos que en su imaginación sangraban aún y echaban vapor.

Cuando hubieron bajado las innumerables escaleras, vieron un enorme osario que llegaba hasta el techo. En él, bien ordenados en pilas sostenidas con tablas, estaban los cráneos de las víctimas. Un soldado calculó que habría unos 136.000.

Poco después pasó la etapa de las súplicas y llegó la de las exigencias rápidas, apoyadas con amenazas. Cortés ocupó una de las torres del gran teocalli. Después de su visita a la torre solía proferir palabras imprudentes, injuriosas para la religión azteca y Moctezuma estaba sumamente preocupado. En una ocasión, Moctezuma llegó a excitarse y se atrevió a decir que su pueblo no lo toleraría. Cortés, obstinado, ordenó que se limpiara el templo, mandó colocar un altar y sobre él una cruz y una imagen de la Virgen.

Desaparecieron el oro y las joyas —ocioso averiguar su paradero— y las paredes fueron adornadas con flores. Cuando se cantó el primer Tedeum ante todos los españoles congregados en la gran escalinata y en la plataforma del teocalli, cuéntase que lloraban de alegría por haber logrado aquel triunfo de la Cruz.

Sólo faltaba un paso para que se agotase la paciencia de aquel pueblo. Y tal paso se dio.

Contémoslo en pocas palabras. Cuando Cortés estaba ausente de la capital, con motivo de su victorioso encuentro con Narváez, una delegación de sacerdotes aztecas pidió permiso a su sustituto Alvarado para celebrar en el gran teocalli, en una de cuyas torres se hallaba la capilla española, la fiesta de la ofrenda de Incienso a Huitzilopochtli, que se verificaba todos los años con canciones y bailes religiosos.

Alvarado lo permitió previas dos condiciones: que los aztecas no hicieran sacrificios humanos, y que acudieran sin armas.

El día de la fiesta se presentaron unos seiscientos aztecas —las indicaciones sobre el número difieren mucho—, casi todos ellos pertenecientes a la más alta nobleza, y sin armas, pero adornados con sus más ricas vestiduras y sus joyas más preciosas; así comenzó la ceremonia. Un número respetable de españoles se mezcló entre ellos, y cuando la fiesta alcanzaba su punto culminante, a una señal convenida, los españoles se lanzaron sobre los aztecas y ¡los asesinaron a todos!

Tal actitud, completamente incomprensible, no tiene la menor justificación, ni siquiera desde un punto de vista político. Un testigo observa: «La sangre corría a raudales como el agua cuando hay una gran lluvia».

Cuando Cortés regresó de su victoriosa expedición con poderosa tropa halló una ciudad completamente cambiada. Poco después de aquella matanza de aztecas, el pueblo se había sublevado, proclamó emperador a un hermano de Moctezuma, llamado Cuitlahuac, en sustitución del emperador prisionero, y desde aquel momento se puso cerco al palacio donde residía Alvarado. Cuando llegó Cortés, la situación se había hecho muy crítica y era preciso relevar a Alvarado. Pero levantar el cerco suponía caer en la trampa.

Cada intento de Cortés se convertía en una victoria pírrica. Destruía trescientas casas, pero los aztecas le destruían todos los puentes para la retirada; incendió el gran teocalli, pero los aztecas asaltaron con nuevo furor el fortín. Moctezuma, hombre casi incomprensible, que tenía un gran historial guerrero —había tomado parte en nueve batallas, probablemente como combatiente— y bajo cuyo gobierno el Imperio azteca alcanzó el máximo esplendor y poderío, desde la entrada de los españoles había perdido toda su voluntad. Ahora se ofreció nada menos que como mediador. Cubierto con todas las insignias de su cargo imperial, habló a su pueblo, que respondió ¡arrojándole piedras! El 30 de junio de 1520 murió Moctezuma II, gran emperador de los aztecas, prisionero de los españoles.

Con esto, el peligro que los españoles corrían aumentaba, porque su última esperanza, la persona del emperador, ya no era una baza en el juego.

Entonces empezó para Cortés su noche más terrible, aquella que en la historia lleva el nombre de «noche triste».

¿No se produciría una sublevación al repartir el tesoro de Moctezuma? Cuando en la «noche triste» Cortés dio orden de romper el cerco y salir de la ciudad, acción desesperada si se piensa que un puñado de hombres tenía que abrirse paso a través de un ejército de decenas de miles de guerreros, hizo extender previamente el tesoro ante sus hombres y dijo con desprecio:

—Coged lo que queráis. —Y, como advertencia desdeñosa, añadió—: Pero tened cuidado de no cargaros demasiado. En la noche oscura anda mejor el que va más ligero de carga.

Él tomó solamente la quinta parte que correspondía a su señor y que podía concederle la gracia de Su Majestad si era derrotado.

Su veterana tropa sabía el valor de su consejo y tomaron pocas cosas. Pero los bisoños procedentes de la tropa de Narváez cargaron con joyas y hasta con barras de oro, que se colocaron en el cinturón y en las botas, de tal modo que a la media hora quedaban rezagados a la retaguardia y andaban fatigosamente.

La mayor parte del tesoro quedó con seguridad en el palacio.

Aquella primera media hora de la noche triste —día 1° de julio de 1520— lograron atravesar la ciudad y alcanzar el camino del dique, sin que los aztecas se dieran cuenta —éstos sentían un temor supersticioso a luchar de noche—. Mas cuando oyeron los gritos de los centinelas y los sacerdotes tocaron tambores en la cima de los teocallis, pareció que se hubiera desencadenado el infierno.

En efecto, aquello era, literalmente, el infierno. Los españoles, merced a un puente transportable que ellos mismos habían construido, lograron salvar el primer canal. Pero, a poco, comenzó a llover a cántaros, y el ruido del agua que caía se mezclaba con el de los remos de innumerables barcas de guerra, con los gritos desesperados de los españoles que no podían avanzar por aquel suelo fangoso y resbaladizo, con los aullidos de guerra de los aztecas. Pronto comenzaron a caer sobre los españoles piedras y flechas en gran número y saltaron los primeros guerreros indígenas que apenas se distinguían en la oscuridad de la noche y en medio del temporal que se había desencadenado. Se agarraban al cuerpo de los españoles y los atacaban con puñales hechos con agudos trozos de obsidiana, duros y cortantes como el acero.

Cuando la vanguardia de la tropa llegó al segundo punto por donde había de atravesar el canal, supieron que el puente de madera utilizado para el primer paso se había hundido tanto en el fango que no era posible desprenderlo. Y lo que hasta aquel momento fue ordenada retirada se convirtió entonces en franca huida; lo que era tropa convirtióse en desordenado tropel de individuos que luchaban por salvar su vida. A pie o a caballo se lanzaban al foso para alcanzar a nado la otra orilla. El bagaje, las armas y hasta el oro que llevaban se perdieron en la oscuridad de la noche.

No es posible describir todos los detalles de esta lucha desenfrenada. Ningún español, ni siquiera Cortés —que según cuentan todos los cronistas realizó numerosas proezas y derrochó valentía—, salió ileso de ella. Al despuntar la mañana, gris y lluviosa, cuando ya había conseguido pasar el dique y los aztecas se dedicaban más a recoger el inmenso botín que a perseguir al enemigo, el conquistador pudo pasar revista a su ejército. Todos los datos que se tienen respecto a las pérdidas de aquella noche son muy dispares. Admitiendo la cifra media, podemos decir que los españoles quedaron reducidos a una tercera parte; y sus aliados tlaxcaltecas, a la cuarta o quinta de sus efectivos anteriores. Además, habían perdido todas las armas de fuego, las municiones y gran parte de las ballestas y caballos. El tropel de Cortés era una sombra espectral de las brillantes y aguerridas huestes con que nueve meses antes entraba en la capital azteca.

Pero aún no había concluido el calvario. Durante ocho días se sucedieron las escaramuzas, en las cuales los españoles intentaban salvarse ganando el territorio de sus aliados los tlaxcaltecas, enemigos mortales de los aztecas, lo más aprisa que podían. Y esto no podía ir tan rápidamente como deseaban, porque sus cuerpos estaban exhaustos, y ahora, además, carecían de comida. Así llegó el vencido tropel, el día 8 de julio de 1520, al valle de Otumba. Su estado era tal que parecía absolutamente imposible que pudieran afrontar la nueva prueba que para desdicha suya les esperaba.

Toda la extensión del hondo valle que abarcaba su vista, único camino por donde podían pasar, aparecía llena de guerreros aztecas. En sus ordenadas filas de combate, los españoles podían distinguir los príncipes que mandaban a los soldados aztecas por sus abrigos de plumas multicolores, pues los simples guerreros llevaban corazas de algodón blanco.

Dichos jefes parecían aves de color en un campo de nieve.

La situación, desesperada, no daba opción a los españoles para reflexionar mucho tiempo; no les quedaba más que una solución: avanzar. No querían ser inmolados como víctimas de guerra a los dioses aztecas, que era el destino reservado a todo prisionero después de cebado en una jaula de madera. Preferible era, pues, buscar la muerte avanzando. Toda esperanza estaba perdida, ya que el número de aztecas se cifraba en unos 200.000 hombres, contra los cuales se enfrentaban unos pocos españoles desprovistos de aquellas armas con cuyos truenos y relámpagos habían conseguido sus primeras victorias. Pero también en esta situación completamente desesperada se produjo un milagro.

Con veinte jinetes formados en tres grupos, dejando en los flancos los restos de la caballería, Cortés irrumpe en aquel mar de soldados aztecas. El surco abierto por éstos es como el de un arado sobre el campo seco, que se cierra cuando la mala hierba cubre la gleba. Cercados entre aquella multitud se sienten atacados por todas partes. Cortés, que lucha en vanguardia, pierde su caballo, monta en otro y es herido por un golpe en la cabeza; pero sigue avanzando. Los enemigos son legión. De pronto, descubren en medio de la multitud, en una colina minúscula, un pequeño grupo de guerreros adornados de manera muy llamativa, todos en torno a una litera en la que Cortés distingue al jefe enemigo, Cihuacu, que se destaca por el banderín de oro que flamea. Entonces se produce el prodigio de Hernán Cortés y digno de un cantar de gesta.

Cortés, herido, espolea a su caballo, espera apenas que dos o tres de sus hombres más aguerridos se agrupen en torno a él, y empuñando la lanza y manejando la espada, cabalga por entre la tropa azteca. El enemigo, atemorizado, le abre paso, y rápidamente alcanza al comandante azteca, le atraviesa con la lanza, le arrebata el banderín de oro y lo agita en alto.

Con aquella hazaña la batalla, ya perdida, quedó prácticamente ganada. Los aztecas, al ver sus propias insignias en manos del conquistador blanco, que con ello les parecía más poderoso que sus dioses, emprendieron desenfrenada fuga. Desde aquel momento en que Hernán Cortés agitó el preciado trofeo, México estuvo perdido para los aztecas. El Imperio del último Moctezuma había desaparecido.

Para terminar este capítulo, transcribiremos las palabras del historiador:

«Sea cual fuera la apreciación moral de la conquista, como hazaña bélica no podemos menos de admirarla. El simple hecho de que un puñado de aventureros, mal armados y equipados, pudieran desembocar en las costas habitadas por una tribu poderosa, fogosa y guerrera… sin conocer el idioma, ni el país, sin mapas, ni brújulas… sin saber siquiera si el próximo paso los conduciría a una tribu enemiga o a un desierto, y que, a pesar de haber sido vencidos casi en su primer encuentro con los indígenas, siguieran luchando y avanzaran sin cesar hasta penetrar en la capital del reino, demostrando cada vez mayor firmeza hasta apoderarse del emperador, hacer asesinar a sus ministros ante los ojos de sus súbditos; y que al ser diezmados y arrojados de la ciudad, reunieran sus restos de combate y después de seguir un plan inteligente y audaz consiguieran adueñarse de nuevo de la capital y dominar el país; el que todo esto, repetimos, pudiera hacerlo un puñado de aventureros es una hazaña que raya en el milagro y sin par en el libro de la Historia, demasiado llamativo incluso para la verosimilitud mínima que exige una novela».

Para tener una visión más completa, digamos aún que el pueblo azteca, antes de su derrota definitiva, en los meses que siguieron a la batalla de Otumba, conoció todavía una verdadera grandeza que con Moctezuma no se hubiera podido sospechar, y tal como correspondía a aquellos «romanos» de América, es decir, lo mismo que se había manifestado antes de la llegada de Cortés. El emperador Cuitlahuac murió de viruela a los cuatro meses y le sucedió Cuauhtémoc, de veinticinco años de edad. Éste defendió la capital del país con tal tenacidad que, a pesar de los nuevos refuerzos con que Cortés contaba, le causó mayores pérdidas que cualquiera de los jefes aztecas anteriores. Pero el inevitable final era la destrucción de México; se incendiaron las casas, se derrumbaron las estatuas de los dioses, se cubrieron los canales —México hoy día, ya no es una Venecia— y, por último, Cuauhtémoc cayó prisionero y fue torturado y ejecutado por los invasores.

Empezaba la cristianización y la colonización del país. En el teocalli, desde cuyas altas escaleras los españoles vieran caer a sus compatriotas, víctimas de los sacerdotes de Cuauhtémoc, con el pecho desgarrado y el corazón arrancado, se elevaba ahora, brillando a lo lejos, una catedral consagrada a San Francisco de Asís. Las casas fueron reconstruidas; a los pocos años, vivían allí ya doscientas familias españolas —la mayoría mestizas— y unas 30.000 familias indias. El país fue distribuido según el sistema de los llamados «repartimientos», lo cual suponía la esclavitud para todos los pueblos que antaño habían pertenecido al Imperio azteca. Sólo los tlaxcaltecas, a cuya ayuda tanto debía Cortés, fueron durante algún tiempo excepción; pero ¿quién había esperado que siguieran siendo siempre libres?

Este triunfo tan beneficioso para la España lejana se vio momentáneamente ensombrecido por los conquistadores mismos, por la desaparición del tesoro de Moctezuma. Cuando los españoles entraron por segunda vez en México creyeron encontrar el tesoro que no habían podido llevarse en la «noche triste», pero ni entonces, ni hasta nuestros días, se ha vuelto a saber nada del mismo. Cortés mandó fuera torturado Cuauhtémoc, antes de ejecutarle; pero aquello no le facilitó pista alguna. Palmo a palmo, mandó examinar por buzos todos los fosos, canales y lagunas, pero no hallaron más que escasos restos diseminados aquí y allá. Después de mucho buscar, en total no se halló más que un valor de 130.000 ducados de oro castellanos. Era justamente la quinta parte que se había prometido a la corte española. Muchos de los que examinan esta parte de la conquista española sienten una maligna satisfacción al saber que el barco que había de llevar dicho tesoro enviado por Cortés, según él mismo anunció en una carta del 15 de mayo de 1522, fue capturado por otro barco francés; y así, no fue Carlos V, sino Francisco I de Francia el que para su gran asombro se halló en posesión del tesoro de los aztecas.

Hagamos ahora algunas reflexiones. Como nuestro libro no es una historia de los descubrimientos geográficos, ni mucho menos una historia de las conquistas militares y políticas, los que nos interesamos por el conocimiento de las antiguas civilizaciones desaparecidas tenemos que preguntarnos cuál fue la importancia de la conquista de Cortés en lo que se refiere a las antiguas civilizaciones de la América Central.

Hemos visto que existía tal civilización en México a la llegada de Cortés. Si consideramos a éste desde nuestro punto de vista, no como conquistador, sino como descubridor de una civilización que ya había muerto para los hombres del año 1600, y que para nosotros está muerta como cualquier otra de las que hemos hablado hasta ahora —hasta el punto de que los 1,8 millones escasos de aztecas que aún residen en México no tienen la menor relación con su antigua historia—, nos interesa saber con qué interés acogieron dicha cultura Cortés, sus contemporáneos y sus sucesores inmediatos.

Al pensar en ellos nos llama la atención algo asombroso. Ni Cortés ni los demás testigos contemporáneos dejaron de subrayar la potencia y el valor del pueblo que subyugaban; de otro modo hubieran menguado sus méritos a los ojos de sus contemporáneos. Pero no vio Cortés que no era sólo un Imperio bárbaro, pagano, de salvajes, lo que destruía sino, empleando de nuevo la frase ya citada, «decapitaba una civilización floreciente en plena vida». Tampoco se dio cuenta de la verdadera índole y significación de aquella cultura. Aunque muy extraño, es sin embargo explicable dado el espíritu de la época y la concepción que del mundo tenían los cronistas de entonces, que no eran historiadores. En todo caso, no deja de ser un caso sin igual el que se olvidaran para la posteridad todos aquellos conocimientos que habían alcanzado a principios del siglo XVI los antiguos aztecas. Mientras el Nuevo Mundo se fue uniendo cada vez más a la vida económica y política de Europa, se perdieron de modo tan completo en la conciencia pública los conocimientos sobre la existencia pasada de civilizaciones americanas de extraordinario valor, que incluso la ciencia, hasta hace poco, desdeñaba este mundo antiguo.

Esta laguna la confirman no solamente nuestros propios conocimientos, bien escasos sobre esta cuestión, sino también el hecho de que si echamos una mirada a cualquiera de las numerosas enciclopedias y obras de historia universal, vemos que en las mismas se trata sólo con gran timidez el tema de la civilización de los toltecas, de los mayas y de los aztecas, o a veces ni siquiera la mencionan.

No es plausible el argumento de que la causa de esto reside en el hecho de que dichas civilizaciones no guarden con nosotros la estrecha relación que, por ejemplo, tienen las de Babilonia, Egipto y Grecia; pues la de los chinos o la de los indios, que también nos son muy extrañas, están mucho más vivas en nuestra conciencia que las antiguas civilizaciones americanas, a pesar de estar mucho más apartadas de nuestro tráfico económico y político que, por ejemplo, México, completamente españolizado hace cuatrocientos años y hoy incluido en el círculo de influencia continental americana.

Señalemos aquí, a este respecto, el siguiente hecho: el primer Instituto Arqueológico americano de importancia, fundado en 1879, durante decenios enteros concentró todos sus esfuerzos a excavaciones en el terreno de las antiguas civilizaciones europeas. Y las enormes sumas que gastan los Institutos científicos americanos para investigaciones arqueológicas son destinadas, aún hoy día, en su mayor parte al viejo continente y muy poco a la exploración de las civilizaciones que florecieron en el mismo suelo donde están establecidos muchos de estos Institutos.

Por eso podemos afirmar que al hablar de los aztecas no aludimos a una civilización extinguida, sino a una civilización que después del primer descubrimiento se ha olvidado de nuevo.

Después de haber mencionado tantas veces la gran cultura de los aztecas, su poderío y su grandeza, hemos de procurar no caer en una admiración excesiva. Hablamos de ella en primer lugar porque fue la primera que se descubrió, y en este libro seguimos el orden cronológico de la investigación; pero ahora veremos que en América hay otras civilizaciones mucho más importantes que la azteca, y que ésta, en el fondo, no es sino el reflejo de una cultura mucho más elevada y mucho más antigua.

Hecha esta advertencia, prosigamos nuestro relato. Hablemos del segundo gran descubrimiento de la América antigua. Intervienen aquí dos hombres extraordinarios, uno de los cuales, sin atravesar el umbral de su estudio, descubrió por segunda vez a los antiguos aztecas, mientras que el otro, abriéndose paso en la jungla con un machete, descubrió la civilización de un pueblo mucho más antiguo, pueblo con el cual había tropezado un compañero de Cortés.

El descubrimiento, esta vez, fue rodeado de ese gran respeto hacia la grandeza pasada de que el mundo no fue capaz hasta el siglo XIX. Y por extraño que parezca, tampoco este segundo descubrimiento de las antiguas culturas americanas bastó para darles el puesto que merecen en la historia de la Civilización; fue preciso un tercer descubrimiento, y éste no alcanzó su máximo interés hasta nuestros días.