Capítulo XXVII

EL TESORO DE MOCTEZUMA II

«Con los primeros resplandores del alba levantóse el capitán español para disponer su gente. Los hombres se agrupaban bajo las banderas y sus corazones latieron cuando la corneta difundió su briosa llamada por el agua y por el bosque, hasta apagarse en el eco lejano de las montañas.

»El fuego sagrado de los altares de los innumerables teocallis que sólo se distinguían débilmente a través del color gris opaco de la niebla matinal, era el único indicio de la capital a tales horas, hasta que los templos, las torres y los palacios se destacaron completamente bajo la luz radiante de aquel sol que saliendo de la cima de las montañas orientales iluminó el valle. Era el día 8 de noviembre de 1519, fecha notable en la Historia, pues aquel día los europeos pisaron por vez primera una capital hasta entonces ignorada del mundo occidental».

Así describe un historiador del siglo pasado, W. H. Prescott, de quien pronto hablaremos con más detalle, el momento de gran trascendencia histórica en que el conquistador Hernán Cortés, acompañado por un grupo audaz de cuatrocientos españoles, echó la primera mirada a la ciudad de México, capital del Imperio de los aztecas.

Cuando las tropas de Cortés —los cuatrocientos españoles, secundados por unos seis mil indígenas como tropas auxiliares, especialmente tlaxcaltecas, enemigos hereditarios de los aztecas— hubieron franqueado el dique que unía la tierra con la ciudad insular y pasado un gran puente levadizo, todos los españoles se dieron cuenta de que se hallaban a merced de un príncipe de cuyo poder no solamente hablaban de modo impresionante el gran número de guerreros del país que los rodeaban y la imponente mole de aquellos edificios gigantescos, sino los relatos de todos los indígenas.

No obstante, los españoles avanzaron sin vacilar.

Cuando llegaron a la gran vía central de la ciudad, vino a su encuentro un cortejo de personas ricamente ataviadas. Detrás de tres altos funcionarios que lucían bastones dorados en la mano, unos nobles llevaban a hombros un palanquín de oro, cuyo palio estaba hecho de plumas de vivos colores, cuajado de piedras preciosas, y adornado con brocados de plata. Los nobles que llevaban dicho palio iban descalzos y avanzaban con solemne paso y la vista baja. A una distancia prudencial se detuvo el cortejo y del palanquín descendió un hombre alto, delgado, de unos cuarenta años, de tez más pálida que la del pueblo común, pelo negro, liso y no muy largo, y de barba más bien rala. Iba cubierto con un gran manto recamado de perlas y piedras preciosas sujeto al cuello por el lazo que formaban dos de sus picos, y calzaba sandalias de oro, cuyos lazos eran finas trenzas, igualmente de oro. Apoyándose en el brazo de dos nobles se aproximó, mientras los criados iban extendiendo alfombras a sus pies para que no tocasen el suelo. Así se encontraron Cortés y Moctezuma II, emperador de los aztecas.

Cortés descendió de su caballo y, apoyándose igualmente en dos de sus hombres, fue al encuentro del emperador.

Cincuenta años más tarde, Bernal Díaz del Castillo, uno de los acompañantes del conquistador, escribía respecto a este encuentro: «Jamás olvidaré tal espectáculo; ahora, al cabo de tantos años, lo tengo aún tan presente como si hubiera sucedido ayer».

Cuando los dos hombres se miraron cara a cara manifestando una amistad que ninguno de ellos sentía, se enfrentaban dos mundos, dos eras.

Por primera vez en la gran historia de los descubrimientos que relata este libro, se daba el caso de que un hombre del Occidente cristiano no tuviera que reconstruir laboriosamente, estudiando sus ruinas, una cultura extraña, remota y rica, sino que tropezaba con ella. Cortés, presentándose ante Moctezuma, era como si Brugsch-Bey se hubiera hallado de repente, en el valle de Der-el-Bahri, ante Ramsés el Grande, o como si Koldewey hubiera ido en busca de Nabucodonosor en los «jardines colgantes» de Babilonia y, lo mismo que Cortés con Moctezuma, hubiera podido conversar con él.

Pero Cortés era sólo un conquistador y no un sabio; la belleza le atraía por su valor y la grandeza no le servía más que para medir su propia ambición. Buscaba el lucro, su beneficio personal y el de su rey; y, a lo sumo, la posibilidad de levantar una cruz cristiana. Pero no le importaban sobremanera los conocimientos, a no ser que interpretemos como anhelo de saber su interés por la exploración geográfica. Al año escaso de aquel primer encuentro con Moctezuma, el emperador azteca había muerto y también un año después aquella ciudad espléndida que era México estaba destruida. ¿Solamente la ciudad? ¡No, más que todo eso! Citemos aquí las palabras de un historiador de nuestra época, de Spengler: «Aquella cultura nos da el único ejemplo de muerte violenta de una civilización. Dicha cultura no degeneró paulatinamente, no fue oprimida ni obstaculizada, sino cercenada en el esplendor de su florecimiento, segada en flor como el girasol que un transeúnte decapita de un manotazo».

Para comprender este proceso tenemos que echar una mirada retrospectiva a los años conocidos como «era de los conquistadores», que forman una etapa muy importante de la historia cristiana occidental, teñida por el esplendor del fuego y el correr de la sangre, y sobre la cual proyectan su sombra los hábitos de los monjes y las espadas de los guerreros.

En 1492, Cristóbal Colón descubrió las islas de Guanahaní, Cuba y Haití, antesala de la América Central; en posteriores viajes, la Dominica, Guadalupe, Puerto Rico y Jamaica y, finalmente, las costas de América del Sur y del Centro. Mientras tanto, Vasco de Gama hallaba el verdadero camino marítimo más corto para la India y Alonso de Ojeda, Américo Vespucio y Fernando de Magallanes explotaron las costas meridionales del Nuevo Mundo. Después del viaje de Juan Caboto, y cuando Magallanes hubo dado la vuelta al mundo, se conoció el continente americano en toda su extensión, desde el Labrador hasta la Tierra del Fuego. Y cuando Nuñez de Balboa, con el énfasis propio de todo explorador, y más en aquella época, se hubo bañado con toda su armadura en aguas del Océano Pacífico para tomar posesión del mismo «para todos los tiempos»; cuando Pizarro y Almagro invadieron el reino de los incas —el actual Perú— desde la costa occidental, sólo una generación había transcurrido; pero en tan breve lapso de tiempo quedó abierta la brecha para la más notable hazaña europea. Al descubrimiento podía seguir ahora la exploración, y a la exploración, la conquista; pues el Nuevo Mundo ocultaba riquezas inimaginables en dos aspectos: como mercado y como botín.

Dejando aparte toda clase de maquiavelismo, hemos de reconocer que este último objetivo constituyó el impulso más fuerte de todas aquellas aventuras, de audacia inaudita, a las que se arriesgaban constantemente aquellos hombres que se lanzaban a un mar desconocido en barcos como los que hoy empleamos para la navegación fluvial. A pesar de todo, sería injusto ver como único móvil las brillantes perspectivas del oro de El Dorado, pues la aspiración al lucro no se emparejaba sólo con el deseo de aventuras, ni la codicia únicamente con la audacia. Los conquistadores de América no sólo viajaban para ellos mismos, para Isabel y Fernando, y después para Carlos V, sino también para el Papa, para Alejandro VI, que en 1493 dividió en dos partes el mundo recién descubierto, con una línea recta trazada por su propia mano, que deslindaba las posiciones de Portugal y España. Los conquistadores luchaban por Su Majestad Católica y, bajo el estandarte de la Virgen, como misioneros contra los paganos. En ninguno de sus navíos faltaba el sacerdote, que al abrigo de la espada plantaba la Cruz.

Con la exploración y conquista de América, por primera vez en la historia de la Humanidad se tuvo una visión global del mundo. El espíritu, la religión, la política y la aventura colaboraron en la misma medida en tal empresa. La ciencia de los astros y la geografía, y la resultante de ambas, la navegación, daban los medios necesarios a la política expansiva de un Imperio hasta entonces verdaderamente europeo, pero pronto universal, en el cual «no se ponía el sol». Bajo sus banderas sagradas, una fe impetuosa impulsaba a aquellos aventureros; porque el corazón de los hidalgos castellanos desdeñaba los sueños y anhelaba las proezas.

Más de una vez hemos apuntado en esta historia cómo el azar puede jugar su papel en el descubrimiento de culturas pretéritas sumergidas. Por eso hemos de hacer constar ahora que Hernán Cortés, el conquistador que más interés despierta en nosotros, pues fue el descubridor del Imperio azteca, había sido estudiante de leyes. El poco interés que el foro despertaba en su ambición turbulenta le hizo alistarse para la expedición que preparaba Nicolás de Ovando, el sucesor de Colón; pero fracasó en este primer intento, porque, poco antes de partir, Cortés sufría las consecuencias del derrumbamiento de una tapia que pretendiera saltar en una aventura galante.

Las lesiones le obligaron a guardar cama. Pero pensemos en el diferente rumbo que la historia de América podría haber tomado de ser más alta aquella tapia.

Pero no nos dejemos llevar por las fantasías de la historia posibilista, pues bien sabemos que hasta los hombres más geniales pueden ser sustituidos si su época lo requiere. Mas el hecho es que Cortés partió hacia el Nuevo Mundo y en una campaña guerrera sin igual llegó a México. Cuando realizó su expedición por tierras aztecas ya llevaba en América dieciséis años. Y diecinueve de edad contaba cuando, al desembarcar en La Española, replicó orgullosamente al escribiente del gobernador, que se disponía a asignarle una tierra: «¡He venido a buscar el oro, no a labrar la tierra como un campesino!».

A la edad de veinticuatro años participó con Velázquez en la conquista de Cuba, distinguiéndose en tal empresa; luego se unió al partido del nuevo gobernador y fue encarcelado. Huyó, fue detenido, se fugó de nuevo, hasta que finalmente consiguió reconciliarse con el gobernador.

Durante algún tiempo se dedicó, a pesar de todo, a faenas agrícolas como propietario de las tierras que ganara y así trabajó en su finca, siendo el primero en introducir en Cuba el ganado vacuno europeo; explotó minas de oro y acumuló la importante suma de unos 2.000 o 3.000 ducados castellanos. El padre De Las Casas, el gran amigo de los indios en el Nuevo Mundo, observaba: «Dios, que es el único que sabe a costa de cuántas vidas de indios reunió tal suma, le pedirá cuentas».

La posesión de esta fortuna fue un hecho decisivo en la vida de Cortés, pues como ahora ya podía participar económicamente en cualquier empresa, consiguió el mando supremo de una flota de guerra. Equipándola en común con el gobernador Velázquez, ambos se aprestaban a dirigirse a tierra firme, a aquel país legendario del cual los indígenas contaban cada vez más maravillas. En el último instante surgieron nuevas divergencias entre Cortés y el gobernador; y cuando Cortés estaba ya en la Trinidad —Cuba— con la flota en que había invertido su fortuna y la de sus amigos, Velázquez ordenó su detención. Mas entonces Cortés era ya un personaje querido por sus soldados y la ejecución de tal orden hubiera provocado la revuelta de sus huestes, en vista de lo cual se permitió que zarparan sus navíos, el mayor de los cuales era de cien toneladas, hacia el teatro de su aventura más emocionante y trascendental.

Aquel día, toda su fuerza combativa, con la que zarpaba a la conquista de un país del que no tenía una idea muy clara, consistía en 110 marineros y 553 soldados —entre ellos 32 ballesteros y 13 arcabuceros—, 10 cañones pesados, 4 culebrinas ligeras y 16 caballos.

Bajo su estandarte de terciopelo negro bordado de oro, con la cruz encarnada y la inscripción latina: «Amigos, sigamos a la Cruz», dirigió una arenga a sus hombres, cuyo contenido conocemos por la tradición, que terminaba así: «Sois escasos en número, pero fuertes en decisión, y si ésta no falta, no dudéis que el Todopoderoso, que nunca ha abandonado al español en su lucha contra los paganos, os protegerá aunque os veáis rodeados por gran número de enemigos; pues vuestra causa es justa, y lucharéis bajo la insignia la cruz. Adelante, pues, con serenidad y confianza; terminad la obra que se empezó con tan felices auspicios, y llevadla a un final glorioso».

El día 16 de agosto de 1519, desde un lugar de la costa situado en las proximidades de lo que después sería Veracruz, empezó la conquista de México. Había creído que tendría que habérselas con tribus; mas ahora veía que tenía que conquistar un Imperio. Había supuesto que tendría que medir sus fuerzas con grupos de salvajes bárbaros, mas ahora se daba cuenta de que luchaba contra un pueblo muy civilizado. Había esperado que en su camino vería rudimentarios poblados y chozas; mas ahora surgían ante él, en la llanura, inmensas ciudades con templos y palacios. El hecho de que después de tales encuentros y tal perspectiva no vacilase en su designio de someter a aquel pueblo, demuestra cuál era la índole de aquellos hombres a los que la posteridad condenaría a la execración y al olvido si fracasaban.

No podemos narrar en todos sus detalles los episodios de esta conquista temeraria, insensata, que en sólo tres meses colocó a Cortés ante la capital de Moctezuma. Venció los obstáculos del terreno, del clima y las enfermedades desconocidas. Luchó contra unos treinta o cincuenta mil indios y los venció. Su fama de invencible corre de ciudad en ciudad. En él se unen el más exacto conocimiento del arte militar con la conducta más enérgica y en todo demuestra una gran agudeza política. Así, despide a los emisarios de Moctezuma con ricos presentes, incita a luchar entre sí a los distintos pueblos vasallos del emperador de los aztecas y sabe dominar en poco tiempo a un pueblo como los tlaxcaltecas, haciendo de ellos sus aliados y amigos. Persigue una meta, y, obsesionado, no le retienen ni las amenazas ni las súplicas de Moctezuma, que por último le ruega —él, que disponía de más de cien mil guerreros— que se abstenga de hollar la capital de su reino.

Difícil de explicar es esta triunfal y velocísima carrera. La fuerza de Cortés residía en la unión de una fama verdaderamente mítica con la superioridad de saber conducir la guerra de una forma organizada, disciplinada.

Aquí —como dice un historiador— estaban de nuevo los griegos contra los persas.

Pero en este caso los «griegos» habían reforzado su disciplina con las nuevas armas de fuego, terribles para el enemigo. Además poseían aún otro elemento de combate que aterrorizaba a los indios: los caballos, gigantescos y fabulosos seres. A los ojos de los indígenas, caballo y jinete parecían un solo ser, y ni siquiera perdían su temor supersticioso cuando cogían a uno de estos animales, hasta tal punto que no fue eficaz la medida que adoptó uno de los consejeros del rey, que mandó cortar en pedazos un caballo y mandar sus trozos a todas las ciudades del reino.

De este modo se aproximó rápidamente el día de la conquista de la capital, 8 de noviembre de 1519, conquista que sólo era una ocupación. Pero una vez instalado en la metrópoli mexicana, el hallazgo del tesoro con que tanto había soñado de joven, y su precipitación de colocar prematuramente el signo de la Cruz en los templos de los dioses aztecas, fueron causa de múltiples complicaciones que estuvieron a punto de malograr la empresa.

El 10 de noviembre de 1519, tres días después de la entrada en la capital, Cortés pidió al emperador azteca permiso para instalar una capilla en uno de los palacios que habían asignado para el alojamiento de los españoles. Le fue concedido inmediatamente y Moctezuma incluso le mandó unos artesanos indígenas para que les ayudasen.

Los españoles, mientras tanto, iban estudiando el terreno y pronto observaron que en una parte de los viejos muros de aquella estancia se veían huellas recientes de argamasa, y, con la experiencia adquirida por muchos hallazgos, sospecharon al punto que allí se ocultaba una puerta. Y aunque por el momento eran huéspedes del emperador, sin el menor escrúpulo de conciencia comenzaron a derribar el muro. Pronto descubrieron, en efecto, una puerta, que abrieron inmediatamente, y fueron en busca de Cortés.

Cuando éste echó una mirada a la estancia recién abierta tuvo que cerrar los ojos. Se hallaba ante una sala llena de las más ricas telas, de joyas, de toda clase de enseres preciosos, plata y oro, no solamente en objetos maravillosamente labrados, sino en lingotes. Bernal Díaz, el cronista, escribe: «Yo era muy joven y me parecía que todas las riquezas del mundo se hallaban en aquella estancia».

Estaban ante el tesoro de Moctezuma; mejor dicho, el del padre de Moctezuma, aumentado por las adquisiciones del hijo.

Cortés demostró gran inteligencia al ordenar que fuera tapada inmediatamente la puerta, pues él no se hacía ilusiones debido a lo arriesgado de su situación.

Sabía que estaba sobre un volcán que podía estallar en cualquier momento. La audacia de aquel pequeño grupo de españoles, encerrados en aquella ciudad gigantesca, que se calcula tenía 65.000 casas, no conocía límite. Pues ¿con qué probabilidades de triunfo podían contar?

¿Cómo acabaría su aventura? ¿Tenían la menor perspectiva de poder sacar de la metrópoli donde estaban encerrados aquellos tesoros tangibles? ¿Estarían tan ciegos para creer que podrían apoderarse algún día de aquel Imperio y que su colonización iba a serles tan fácil como lo había sido la de las islas salvajes del Nuevo Mundo hasta entonces conquistadas?

Sí, en efecto; estaban tan ciegos. Pero su ceguera, llevada por Cortés, nunca salió de las posibilidades de una política audacísima, pero muy realista, aunque tal política hoy nos parezca pueril. Sólo había un medio de afianzar su posición en la capital, un medio al que sólo pueden recurrir unos aventureros y sólo unos conquistadores audaces pueden ejecutar. Cortés había comprendido la significación casi sagrada de la persona de Moctezuma, cuyas órdenes, por perniciosas o absurdas que fuesen, eran fanáticamente obedecidas. Por lo cual dedujo que si se apoderaba de la persona del emperador eliminaba todo peligro de actitud hostil por parte de sus súbditos. Y así, cuando hubo transcurrido un plazo prudencial, invitó a Moctezuma a trasladarse a su palacio y a unir, por lo tanto, la residencia imperial con la suya. Fundamentaba tal petición en razones en las que iban mezcladas la súplica y la amenaza —en las puertas de la residencia real hacían guardia sus mejores caballeros completamente armados—, y Moctezuma, en un momento de cobardía, cedió.

Aquella misma noche, los padres Olmedo y Díaz celebraban la santa misa en la capilla recién instalada en una estancia contigua a la del tesoro, del cual cada uno de los españoles que allí rezaban se creían con derecho a una buena participación. A la derecha estaba sentado el propietario del tesoro —emperador en medio de su Imperio y simple rehén en manos de un puñado de hombres—, que se limitaba a escuchar palabras de consuelo para atenuar lo indigno de su situación. Bernal Díaz observa que los españoles permanecían serios y dignos durante el oficio, «en parte por el oficio mismo y en parte por ejercer influencia edificante sobre los paganos sumidos en la oscuridad de las tinieblas».

Todavía no se había producido el gran cambio en los éxitos de Cortés. Aún parecía que todos sus golpes habían de triunfar, pero pronto, y en breve lapso de tiempo, se produjeron tres acontecimientos que cambiaron por completo la situación.

Los primeros contratiempos surgieron en las propias filas de los españoles. Cuando Cortés hubo hecho prisionero a Moctezuma, ya no vio motivo alguno que le impidiera tocar el tesoro. El infeliz emperador intentó conservar su dignidad manifestando que regalaba todo aquel tesoro al gran soberano de Cortés —a Su Majestad hispana—, uniendo a ello el juramento de ser su fiel vasallo, cosa que no representaba gran mérito habida cuenta de su situación. Cortés mandó trasladar el tesoro a una de las grandes salas, para valorarlo. Los españoles tuvieron que construir ellos mismos las balanzas y pesas, pues los aztecas, grandes matemáticos, no conocían los sistemas de peso ni el valor total. Y así hallaron que era de unos 162.000 pesos oro, suma que, según cálculo hecho el siglo pasado, equivalía a unos 6.300.000 dólares. En el siglo XVI era esto una cantidad tan fabulosa que podemos suponer con bastante fundamento que ningún soberano europeo tenía atesorada tal suma en aquella época. ¿Era extraño, pues, que los soldados se volvieran locos al calcular su participación proporcional?

Pero llegado este momento, Cortés se opuso a una participación igualitaria. ¿Era injusto? Por lo menos fue hábil. Desde luego, él había marchado a Ultramar por encargo de Su Majestad el rey, que con razón tenía derecho a una participación; pero él, Cortés, había equipado los barcos con su dinero, contrayendo muchas deudas que un día tendría que pagar. Por eso, Cortés dispuso que una quinta parte del tesoro correspondería al rey de España, otra quinta parte a él; otra quinta parte la reservaba a Velázquez, como gobernador que era, y para aplacarlo, ya que no había obedecido sus órdenes, huyendo de su jurisdicción con todos los barcos; otra quinta parte, para los caballeros, artilleros, arcabuceros, ballesteros y la guarnición que había dejado en la costa de Veracruz. Quedaba, pues, una quinta parte para repartirla entre los soldados, a cada uno de los cuales tocaba 100 pesos oro. ¡Aquello era una miseria para lo que habían hecho, una limosna para quienes habían contemplado todo el tesoro!

Los soldados estaban a punto de amotinarse y llegaron a producirse duelos sangrientos, cuando intervino Cortés, con más elocuencia que severidad, «con aquellas palabras convincentes que sabía emplear en cada caso —dice uno de sus soldados—, y los convenció». Cortés supo pintar en las frágiles paredes de su fantasía una ganancia mucho mayor que la que ellos mismos soñaran.

Por consiguiente, de todo el tesoro sólo una quinta parte se repartió por igual. Las otras cuatro, destinadas al rey, al gobernador y las de Cortés y sus hombres escogidos, quedaron bien guardadas en el palacio.

Lo que sucedió pocos meses después fue mucho más serio. Cortés supo, por el capitán que había dejado en la costa, que al mando de un tal Narváez, y por orden de Velázquez, habían desembarcado en Veracruz tropas que llevaban la orden de destituirle y conducirle prisionero a Cuba, para responder de un delito de rebelión manifiesta y por extralimitarse en el desempeño de sus funciones. Se enteró también de otros detalles increíbles. Los dieciocho barcos de Narváez traían 900 hombres, entre ellos 80 jinetes, 80 arcabuceros y 150 ballesteros, además de numerosos cañones. Cortés, metido en su polvorín de la ciudad de México, se veía atacado por un ejército de propios compatriotas que venían a su encuentro con fuerzas mucho mayores que las suyas y que representaban el mayor ejército que hasta entonces se había empleado en la conquista del Nuevo Mundo.

Pero entonces sucedió algo extraordinario. Todos los que hasta entonces habían creído que los triunfos de Cortés se debían únicamente a su suerte, a su audacia y al hecho de que sus adversarios fueran unos pobres indios mal equipados, tuvieron que cambiar de opinión.

Cortés decidió salir al paso de Narváez y combatirle.

¿Con qué? Se atrevió a dejar a uno de sus oficiales, Pedro de Alvarado, como jefe de guarnición y guardián de Moctezuma, el rehén más precioso, con las dos terceras partes de su ejército, y él, con el tercio restante, que eran ¡setenta soldados!, salió al encuentro de los buques de Narváez. Antes de salir de la capital convenció a Moctezuma del gran castigo que iban a sufrir los traidores de su propio pueblo, de tal modo que aquel vacilante príncipe se atemorizó aún más y no escuchó a sus consejeros, que intentaban que se sublevara en un momento tan oportuno. El pobre Moctezuma intentó calmar a Cortés, y en su litera —bien guardado por Alvarado— le acompañó hasta el dique exterior y lo despidió abrazándolo y haciéndole presentes sus buenos deseos.

Y así se lanzó Cortés, con su flamante ejército, mejor dicho, sus improvisadas fuerzas, que con los refuerzos indios alcanzaban la cifra de 266 hombres, a la llanura, a «tierra caliente».

La lluvia arrecia y brama el temporal. Los exploradores hacen saber a Cortés que Narváez ha alcanzado Cempoala. Sólo el curso de un río le separa ya de su adversario.

Narváez, mientras tanto, con acierto y experiencia bélica, intenta bajar por la noche a las riberas para enfrentarse con Cortés, pero el violento temporal provoca el descontento de sus soldados. Convencido de que aquella noche no cabe esperar un ataque de Cortés y confiando en la superioridad de sus armas, se retira de nuevo a la ciudad.

Narváez se equivocó. Cortés, vadeando el río, sorprende a los centinelas en la noche de Pentecostés del año 1520, y al grito de guerra «Espíritu Santo», sus mal armadas huestes, con él a la cabeza, penetran en el campamento de Narváez, colmado de armas y de hombres.

La sorpresa fue total, y tras breve y terrible lucha, iluminada por el resplandor de los incendios y los fogonazos de aquellos cañones que solamente podían disparar una vez, conquistaron el campamento. Narváez se defiende en la torre de un templo, pero una lanza le alcanza el ojo izquierdo. Y a su grito de dolor sigue el de victoria de Cortés.

Más tarde se decía que los cocuyos, unos escarabajos luminosos bastante grandes, habían intervenido en favor de la justa causa de Cortés, presentándose de repente en bandadas y volando ante los defensores de la plaza de tal modo que éstos creyeron que se aproximaba todo un ejército dotado de potentes armas de fuego. La victoria se decidió al punto a favor de Cortés, y el alcance de la misma quedó patente cuando la mayoría de los vencidos se declararon dispuestos a servirle cuando él se hizo cargo del rico botín de cañones, arcabuces y caballos y, por último, cuando comprobó que, por vez primera en la historia de la campaña de México, podía verse realmente al frente de una tropa poderosa.

Pero los triunfos que de modo tan sorprendente lograra el audaz y escaso puñado de hombres, no los superarían ahora las más nutridas y mejor pertrechadas tropas.