LOS REYES MILENARIOS Y EL DILUVIO
Si en nuestros días un gato negro cruza nuestro camino y por superstición nos volvemos atrás, no pensamos para nada en los antiguos babilonios. Tampoco nos acordamos de este pueblo cuando miramos la esfera de nuestros relojes dividida en doce partes, a pesar de que, por costumbre, pensamos y calculamos según el sistema decimal; lo mismo sucede cuando compramos los huevos por docenas o cuando al mirar al cielo estrellado relacionamos nuestro destino con el curso de los planetas.
Sin embargo, deberíamos ser más agradecidos y justos, ya que parte de nuestros pensamientos y conceptos actuales tiene su origen quizás en Babilonia, aunque no en los babilonios.
Profundizando en el estudio de la historia de la Humanidad, hay un momento en que sentimos el aliento de la eternidad porque vemos la prueba patente de ella en el hecho de que en cinco mil años de historia humana es poco lo que se ha perdido; a menudo, lo bueno se convirtió en malo, lo justo en falso, pero siguió actuando aunque ya no viviera en la claridad de nuestra conciencia. Y en tal momento uno siente repentinamente lo que significa ser hombre: estar colocado en esa corriente creada por innumerables generaciones cuyas ideas y sentimientos llevamos en nuestro seno como herencia inalienable, aunque generalmente no nos demos cuenta de su importancia.
La gran sorpresa de los arqueólogos ha sido siempre que a cada golpe de pico han recibido una confirmación de lo mucho que sobrevivía en nuestra conciencia y en nuestro subconsciente, en nuestros sentimientos, de cuanto miles de años atrás se había pensado y sentido en Babilonia. Pero no quedaron ahí las cosas; pronto los investigadores tuvieron indicios claros de que la cultura babilónica había sido también heredada de otro pueblo mucho más antiguo que los babilonios semitas, más antiguo que los egipcios.
En 1946 el sabio americano Samuel Noah Kramer comenzó a dar a conocer documentos de este pueblo escritos en tablillas de barro. En 1956, después de veintiséis años de trabajar dura e intensamente para descifrarlos, publicó un libro que lleva el atrevido título de «History begins at Sumer» («La historia empieza en Sumer»). En esta obra, abandonando todo lastre científico, se limitó a relatar sus investigaciones, lo que hizo con indudable ingenio. Estableció nada menos que veintisiete «firsts» («primeras veces»), es decir, cosas, experiencias y acontecimientos registrados por aquel pueblo por primera vez en la historia de la Humanidad. No temió denominarlos con los términos más modernos. Pasaríamos por alto algo de gran importancia si no los transcribiésemos todos:
1. Las primeras escuelas. — 2. El primer caso de soborno. — 3. El primer caso de delincuencia juvenil, — 4. La primera «guerra de nervios». — 5. El primer «congreso bicameral». — 6. El primer historiador. — 7. El primer caso de «reducción de impuestos». — 8. Libros de leyes: el primer «Moisés». — 9. El primer precedente jurídico. — 10. La primera farmacopea (libro de recetas médicas). — 11. El primer calendario de labrador. — 12. El primer experimento de jardinería. — 13. Las primeras cosmogonía y cosmología de la Humanidad. — 14. Las primeras leyes morales. — 15. El primer «Job».— 16. Los primeros refranes. — 17. Las primeras fábulas de animales. — 18. El primer «verbalismo filosófico». — 19. El primer «Paraíso». — 20. El primer «Noé». — 21. La primera historia de una «resurrección». — 22. El primer «San Jorge». — 23. Gilgamés fue un héroe sumerio. — 24. La primera «literatura épica». — 25. La primera canción de amor. — 26. El primer catálogo de libros. — 27. La primera «edad de oro de la paz».
Al leer esto se concibe la sospecha de que el autor, llevado de su entusiasmo, ha aplicado con demasiada largueza la moderna terminología a unos fenómenos sociales que tuvieron lugar bajo un cielo muy lejano hace miles de años, algunos de ellos hace más de cuatro mil. Pero cuando se leen las espléndidas traducciones de Kramer se experimenta una gran sorpresa. Las quejas de un padre por la rebeldía de su hijo y por la corrupción de la juventud en general escritas en diecisiete tablas de arcilla tres mil setecientos años atrás (y que se remontan, en su forma original a muchos siglos antes) podrían ser las de cualquier vecino nuestro hablando de su hijo. El texto comienza con la pregunta del padre «¿De dónde vienes?», a lo que aquél responde: «¡De ninguna parte!».
La existencia de dicho pueblo se ha descubierto del modo más extraño que uno pueda imaginarse, y es uno de los frutos más brillantes del espíritu humano. Es una conclusión a la que llegaron quienes estudiaban las características de la escritura cuneiforme, quienes han calculado la existencia de este pueblo con la exactitud y el rigor matemáticos que hoy caracterizan a muchas ramas del saber, lo cual constituye uno de los progresos científicos más notables de nuestro tiempo.
Fue un gran éxito de la Astronomía cuando por primera vez se anunció la aparición de un astro por medio de cálculos muy complicados, señalándose su órbita y paso a hora determinada por su punto preciso del cielo. Y a la hora y lugar previstos, el astro que por vez primera veían ojos humanos se presentó a la cita con puntualidad rigurosa.
En un proceso parecido, un hombre de ciencia ruso, Mendeleief, descubrió el orden que presidía la clasificación de los elementos simples que se conocían hasta aquella época, y tan seguro estaba en tal orden que no dudó en predecir la existencia de otros elementos simples cuyo sitio quedaba en un lugar vacío de su famosa tabla, con las características que debían tener. Y, en efecto, la tabla de Mendeleief ha visto cómo se llenaban poco a poco todos sus vacíos. De modo idéntico sucedió en la Antropología, cuando Haeckel construyó teóricamente las características anatómicas del hombre primitivo, que denominó Pithecanthropus erectus, y Eugenio Dubois, en el año 1892, halló en la isla de Java restos de un esqueleto que correspondía exactamente a la conformación ideal anunciada por Haeckel.
Cuando los especialistas en escritura cuneiforme pudieron dedicarse a estudios específicos, una vez eliminadas todas las dificultades del desciframiento por los sucesores de Rawlinson, analizaron el origen de los signos, las relaciones lingüísticas y otros problemas análogos. Sometiendo a examen muchos hechos extraños, hallaron la teoría siguiente, cuya conclusión era una tesis sorprendente y análoga a las anteriormente citadas y que afirmaba, a priori, la existencia de otro idioma del que no se conocía la menor huella.
El hecho de que los signos asirio-babilónicos se interpretasen de distintas maneras no se explica por sí solo. Un sistema de escritura tan complicado, esta mezcla de signos que corresponden a una escritura de letras, otra de sílabas y otra de imágenes, no pudo surgir repentinamente cuando los babilonios aparecieron a la luz de la Historia, sino que supone, forzosamente, una larga evolución. Planteado este problema, unieron y compararon centenares de trabajos filológicos individuales que se completaron, dando como consecuencia la tesis según la cual los babilonios semitas y los asirios no podían ser los inventores de la escritura cuneiforme, sino que debían haberla recibido de otro pueblo, probablemente no semita, procedente de los países del Oriente, cuya existencia real no se podía demostrar aún con el menor hallazgo.
La hipótesis era sumamente audaz. Pero en el transcurso de los años, los investigadores estaban tan seguros de su afirmación que no vacilaron incluso en dar su nombre a dicho pueblo. Unos hablaron de los acadios, y el germano-francés Jules Oppert aludió a los sumerios, siendo éste el nombre que prevaleció; ambos eran tomados del título que se daban los reyes más remotos de la parte meridional del país de los dos ríos, «reyes de Sumer y Acad».
Tal fue el problema, la lógica deducción y la hipótesis consiguiente expuestos someramente. Y con la misma exactitud que se cumplió el cálculo del planeta cuya aparición se había anunciado de antemano, y el anuncio de los elementos simples a los que el ruso Mendeleief reservara un puesto en su tabla, y el Pithecanthropus imaginariamente construido, exactamente igual se hallaron también un día las primeras huellas de aquel misterioso pueblo que dio su escritura a Babilonia y Asiria. ¿Sólo la escritura? No tardó mucho en descubrirse que casi toda la cultura de Babilonia y Nínive se hallaba basada en la civilización anterior del ignorado pueblo de los sumerios.
Hemos citado ya a Ernest de Sarzec, otro agente consular francés, profano en arqueología, que antes de pisar el territorio mesopotámico no había sospechado siquiera las tareas arqueológicas que allí le estaban reservadas. Pero las ruinas y las colinas artificiales del país de los dos ríos despertaron su curiosidad, exactamente igual que antaño, cuarenta años antes, habían llamado la atención de Paul Emile Botta. Y en sus investigaciones, al principio más bien propias de un curioso aficionado, le acompañó de tal modo la suerte que, en Tello, al pie de una colina, halló una estatua de aspecto hasta entonces nunca visto. Siguió excavando, se animó y encontró inscripciones extrañas: había hallado las primeras huellas visibles del «anunciado» pueblo de los sumerios.
Era la estatua del príncipe o rey-sacerdote Gudea, esculpida en diorita y maravillosamente pulida. El ejemplar más precioso de cuantos restos —todos ellos valiosos— fueron entonces enviados a París, al Louvre. ¡Qué emoción causó aquello entre los hombres de ciencia! Hasta los más expertos asiriólogos, que no se dejaban llevar fácilmente por audaces fantasías, tuvieron que reconocer, por las condiciones del hallazgo y las inscripciones de uno de estos fragmentos, que tenía que ser de 3.000 a 4.000 años antes de Jesucristo, es decir, que eran testimonios de una cultura más antigua aún que la egipcia.
De Sarzec excavó durante cuatro años, de 1877 a 1881. De 1888 a 1900 prosiguieron su labor los americanos Hilprecht, Peters, Hayne y Fisher, en Nippur y en Fara. De 1912 a 1913 continuó las excavaciones la Deutsche Orient-Gesellschaft en Erec; y en noviembre de 1929 se inició otra excavación. En 1931, bajo la dirección de Erich F. Schmidt, una expedición de la American School of Oriental Research se dirigió de nuevo a Fara.
El resultado de todos estos trabajos fue el descubrimiento de grandes edificios, pirámides escalonadas, zigurats que para cada ciudad eran lo que el minarete a la mezquita, el campanile a la chiesa, la torre a la iglesia. También surgieron inscripciones que permitían remontar la historia de los pueblos mesopotámicos hasta el alba confusa de los principios humanos. Y en relación a aquellas civilizaciones, el último descubrimiento significaba la aparición de un mundo anterior, tan importante para la comprensión de la civilización de Babilonia como lo fue el descubrimiento de la cretomicénica para la comprensión de la antigüedad griega.
Pero esta civilización sumeria retrocedía más, mucho más aún. Casi parecía que sus principios se unían efectivamente con los del Génesis, como nos dice la Biblia; al menos con los primeros hombres posteriores al gran diluvio, mandado por Dios, después del cual un solo hombre, Noé, sobrevivió en la Tierra.
¿No aludía a tal diluvio la epopeya del semidiós Gilgamés, cuyos fragmentos completó George Smith, del Museo Británico, con su hallazgo de miles de trozos en la colina de Kuyunjik?
Por el año veinte de nuestro siglo, el arqueólogo inglés Leonard Woolley empezó a excavar en Ur, el Ur bíblico de Caldea, la patria de Abraham, y comprobó, no sólo la identidad de los diluvios, el bíblico y el sumerio, sino la autenticidad histórica de tal fenómeno.
No es posible resumir en unas páginas la historia asirio-babilónica sin exponernos a caer en un extracto excesivamente árido. Mas, a pesar de ello, esperamos que esto será útil para quienes no sólo buscan anécdota, sino que también desean conocer la historia. La historia del país de los dos ríos no es uniforme, como, por ejemplo, la de Egipto. En cambio existen ciertos puntos de coincidencia entre aquélla y la evolución de la civilización grecorromana. Lo mismo que, en los albores de ésta, un pueblo extraño procedente de lejanas tierras se asentó en Tirinto y Micenas, y luego aqueos y dorios hacían su irrupción desde el Norte y ambas ramas se unieron al correr de los siglos hasta formar una unidad griega; igualmente el pueblo extranjero de los sumerios llegó al delta del Éufrates y del Tigris trayendo como bagaje una cultura propia, un sistema de escritura y una legislación completa. Este pueblo fue exterminado al cabo de algunos siglos por otros pueblos bárbaros; pero en aquel suelo por los sumerios abonado, del antiguo reino de Sumer y Acad surgió Babilonia.
¿No nos cuenta la Biblia la confusión lingüística que se produjo en la construcción de la torre de Babel? Pues bien, efectivamente, en Babilonia se hablan oficialmente dos idiomas, el sumerio y el semita —el primero reducido en el transcurso de los tiempos a lenguaje de sacerdotes y juristas—; pero, además de esos dos idiomas, los invasores ameritas, arameos, elamitas y coseos y, más tarde, en Asiria, los lilibeos, mitanes e hititas, traían sus propios dialectos.
El primer rey que consiguió unir bajo su cetro un vasto territorio desde Elam hasta el Tauro fue Sargón I (2684 hasta 2630 a. de J. C.). De su nacimiento, la leyenda ha transmitido un mito —que más o menos deformado ya conocemos de Ciro, de Rómulo, de Krisna y de Perseo— según el cual nació de una virgen, la cual lo abandonó depositado en una cesta impermeabilizada, en un paraje solitario del río. Akki, que estaba cogiendo agua, lo encontró, lo crió y lo hizo jardinero. Después, la reina lo hizo rey. Durante mucho tiempo se creyó que Sharrukin («rey legítimo», Sargón) no había existido. Hoy se ha comprobado documentalmente su actividad histórica, que fue importante.
Su dinastía duró doscientos años. La historia asirio-babilónica, como la egipcia, la dividimos en dinastías; pero para el estudio de la evolución de Mesopotamia esta división no reviste la misma importancia que tenía en el caso de Egipto; por lo tanto, no insistiremos en ello y la seguiremos sólo en la tabla cronológica que se halla al final de este libro. Unos pueblos montañeses invasores, especialmente los guteos, devastaron el país; pero pequeños reinos urbanos lucharon por la supremacía, y los reyes-sacerdotes de Ur y Lagash, Ur-Bau y Gudea lograron imponerse en sus respectivas ciudades. A pesar de todos aquellos disturbios políticos se desarrollaron grandemente el arte y las ciencias, que reflejan la herencia sumeria, y alcanzaron tal vigor que su influencia seguiría dejándose sentir durante cuatro mil años.
Luego, Hamurabi de Babilonia (alrededor de 1700 a. de J. C.) unificó el país, formando un reino y desarrollando una cultura que podía aspirar a la dirección de todo aquel mundo. Hamurabi no era sólo un guerrero, sino también un hábil político; por eso, cuando hubo alcanzado el poder, supo esperar veinticinco años hasta que su enemigo más poderoso, Rimsin de Larsa, fuera lo bastante viejo para poderle derrotar más fácilmente; además, es el primer gran legislador de la Historia. «Para que el fuerte no perjudique al débil, para atender a los huérfanos y a las viudas, en Babilonia, en el templo E-sagila…» ha mandado grabar sus leyes en una estela y la ha colocado delante de una estatua que quizá le representa como rey de justicia. Anteriormente a él hubo códigos de menor importancia; por ejemplo, las leyes escritas de los reyes de Isin y las de Shulgi, el rey de Ur, de la III dinastía. Y cuando en 1947 el arqueólogo americano Francis Steele juntó cuatro fragmentos de una tabla de barro con escritura cuneiforme, hallados en Nippur, vio que eran parte de un código del rey Lipit-Istar, siglo y medio antes que el código de Hamurabi.
En este inmenso esfuerzo, la capacidad creadora de la cultura sumerio-babilónica se agotó para mucho tiempo. El poderío político del reino quedó anulado, derrumbándose su capacidad económica que bajo los gobiernos de Kadasman-Enlil I y Burnaburiash II se había extendido por todos los territorios fronterizos hasta Egipto. Se conserva una correspondencia con los faraones Amenofis III y IV que se remonta hacia el año 1370 a. de J. C. Incluso cuando la ocupación cosea hubo terminado, los beduinos arameos y los asirios que atacaron desde el Norte se preocuparon de asegurar que no pudiera formarse un nuevo Imperio en mucho tiempo.
Y ahora hallamos un nuevo rasgo paralelo con la evolución de la civilización grecorromana. Lo mismo que Atenas vio desmoronarse su poder, su religión, su arte y su ciencia, viendo cómo toda su cultura era transformada por Roma en una técnica carente de vida, exactamente igual contempló Babilonia cómo su cultura conocía un resurgimiento civilizador en Asiria, que terminó creando la ciudad de Nínive, que fue, respecto de Babilonia, lo que después Roma respecto de Atenas.
Tukulti-Ninurta I (alrededor de 1250 a. de J. C.) fue el primer rey asirio que hizo prisionero a un rey babilonio. Bajo Tiglath-Pileser —alrededor de 1100 a. de J. C.—, Asiria se convirtió en gran potencia, pero con los sucesores de dicho rey demostró tener tan poca consistencia que los arameos nómadas no sólo pudieron sorprenderla, sino además colonizarla. Solamente Asurnasirpal (884-860 a. de J. C.) y Salmanasar IV (781-772 a. de J. C.) levantaron otra vez el nuevo Imperio y lo extendieron hasta el Mediterráneo, conquistando Siria y cobrando incluso un impuesto a las ciudades fenicias. Asurnasirpal fijó su residencia en Kalach, donde edificó un magnífico palacio real, así como en la ciudad de Nínive erigió un templo a Istar. Durante cuatro años gobernó la reina Semíramis (Sha-Ammu-Ramat), cuyo hijo, Adadnirari III, (810-782 a. de J. C.), era un príncipe hábil que pensaba también con gran tacto que un triunfo político «bien vale una misa», e intentó introducir las divinidades de Babilonia en Asiria. Pero solamente Tiglath-Pileser III, conocido en la Biblia bajo el nombre de Phul, usurpador muy enérgico, devolvió a Asiria su orgullo de gran potencia en aquel mundo. Bajo su gobierno (745-727 a. de J. C.), las fronteras del Imperio se extendieron desde el Mediterráneo hasta el golfo Pérsico, penetró en Armenia y Persia, dominó a pueblos que habían resistido todas las demás agresiones, conquistó Damasco, y sometió a su administración amplias zonas del norte de Israel.
Entre estos reyes hubo bastantes otros cuyos nombres y fechas no conocemos. Pero sus obras y personalidad, en general, no son lo bastante brillantes para que las mencionemos en este breve resumen.
Después, el primero que hemos de mencionar es Sargón II (722-705 a. de J. C.), que venció a los hititas de Karkemis, y que acaso fuera bajo su gobierno cuando Asiria conoció la más sólida estructuración política. Sargón II, padre de Senaquerib (705-681 a. de J. C.), el rey que insensatamente destruyó Babilonia, y abuelo de Asarhadon (681-669 a. de J. C.), que la mandó reconstruir, sojuzgó a los cimerios del norte del país y en 671 a. de J. C. se apoderó de Menfis, en Egipto, y la saqueó para aumentar los tesoros de Nínive. Sargón II es, finalmente, el bisabuelo o tatarabuelo de Asurbanipal (668-628 a. de J. C.), que fue quien perdió las tierras conquistadas en Egipto guerreando con el faraón Psamético I, y que con gran energía y astucia supo llevar al suicidio a su hermano rebelde Saosduchin, rey de Babilonia. Asurbanipal es el fundador de la mayor biblioteca de la Antigüedad, en Nínive, sólo superada por las colecciones de papiros en Alejandría, a quien debemos considerar, a pesar de las muchas campañas que emprendió, más aficionado a la paz que a la guerra.
De los reyes siguientes, citaremos a Sin-char-iskun (625-606 a. de J. C.), que no supo conservar las riendas del Imperio y se vio incapaz de resistir al impulso invasor, cada vez más fuerte, de los medos. Terminó confiándose a su general, el caldeo Nabopolasar, que le traicionó, y mientras los medos peleaban en las calles de Nínive, Sin-char-iskun se hizo quemar con todas sus mujeres y sus tesoros. Según Diodoro, que se basa en Ctesias, hizo formar una inmensa hoguera que alcanzaba la altura de cuatrocientos pies, con ciento cincuenta divanes e igual número de mesas, todo ello de oro, además de diez millones de talentos oro, cien millones de plata y gran número de preciosos objetos de púrpura.
¿Fue éste el epílogo de la historia asirio-babilónica? Con el general Nabopolasar se inició en Babilonia el gobierno de un usurpador que preparó el camino para su primogénito, el famoso Nabucodonosor II (604-562 antes de J. C.), ¡un cesar del país de los dos ríos!
El esplendor y suntuosidad desplegados ahora por Babilonia con fuerza soberana no surgían ya del espíritu, la tradición y la antiquísima cultura de esta ciudad, que habían hecho quiebra en Asiria, en Nínive. Ninguna relación aparente tenía la actual vida con los antiguos cultos, las costumbres tradicionales, las viejas formas sociales. Todas las obras de Nabucodonosor son de índole civilizadora. Muy extensamente se alaban sus méritos técnicos: instalación de canales de riego, creación de huertos y jardines, construcción de una gran presa de agua y, sobre todo, numerosos edificios de índole sagrada y profana.
Pero en la cúspide de toda civilización se anuncia ya la decadencia. Seis años después de su muerte, una revolución palatina exterminó a toda la familia real, y el último rey, Nabunaid (555-539 a. de J. C.), hombre piadoso, pereció en el incendio del palacio, que unos traidores habían rendido a Ciro, rey de los persas.
Con el fin del reinado de Nabucodonosor, la civilización del país de los dos ríos perdió su grandeza.
En el año 1911, la señora Winifred Fontana, esposa del cónsul británico, recibió en su casa como huéspedes a tres jóvenes arqueólogos. Ella, pintora, anotó en su diario: «… los tres constituyen unos modelos muy bellos para una pintura…».
Los tres arqueólogos en cuestión eran David Hogarth, T. E. Lawrence y Leonard Woolley. Uno de ellos alcanzará poco después fama universal, aunque no como arqueólogo; era el Lawrence que en la primera guerra mundial dirigió la insurrección árabe. El tercero no alcanzó tan ruidosa fama entre el público, pero sí mucho mayor ante sus compañeros arqueólogos.
Es comprensible, pues, que Winifred Fontana, preguntada años más tarde sobre sus impresiones de aquella época e influida por el peso de la importancia histórica que el coronel Lawrence había logrado, dijese sobre la visita de los tres arqueólogos: «Lawrence me llamó siempre la atención…».
Un sirio, que entonces era también huésped en la casa del cónsul, manifestaba, sin embargo, a la señora Fontana: «¡Qué diferencia desgraciadamente, entre ce jeune Lawrence con Monsieur Woolley, que es todo un hombre de mundo y un parfait gentilbomme!».
Este parfait gentilkomme, pasados muchos años, en 1927 y 1928, cuando tenía la edad de cuarenta y siete años, empezaba las excavaciones en la ciudad de Ur, en el Éufrates, la patria legendaria de Abraham. No pasaría mucho tiempo sin encontrar unos testimonios extraordinariamente ricos del pueblo de los sumerios. Descubría las tumbas reales de Ur, descubría ricos tesoros y —lo que era más importante que el oro hallado— ampliaba nuestros conocimientos de la historia primitiva babilónica con tantos detalles que la etapa más antigua de la cultura humana, de repente, se llenaba de vida.
De entre los numerosos hallazgos —que no podemos enumerar— eran especialmente notables dos piezas: el adorno de la peluca de una reina sumeria y el llamado «estandarte de mosaicos de Ur». Lo más importante para nuestros conocimientos respecto a la historia más primitiva de la Humanidad era un descubrimiento que corroboraba uno de los relatos más impresionantes de la Biblia, dándole autenticidad histórica. Finalmente, un hallazgo que por primera vez iluminaba las insospechadas costumbres de hacía cinco mil años con respecto a los muertos.
Woolley abrió la acostumbrada trinchera en la colina, que es casi como empieza toda investigación arqueológica, hasta una profundidad de doce metros. Halló una capa de cenizas, ladrillos descompuestos, trozos de arcilla, escombros y basuras. En esta tierra, los habitantes de Ur habían abierto las fosas para sus monarcas. En la tumba de una reina se hallaron muchas joyas, recipientes de oro, y dos barcas del Éufrates —una de cobre y otra de plata—, de una longitud de sesenta centímetros, más la diadema de la reina, que constituía un fino trabajo de orfebrería. Colocada sobre una peluca, presenta tres arcos de lapislázuli y cornalina encarnada; del interior penden tres anillos de oro, el segundo adornado con hojas de haya, también de oro, y el tercero con hojas de sauce y flores doradas. Sobre la diadema va montada una peineta de cinco púas, adornada con flores de oro y una incrustación de lapislázuli. Las sienes aparecían igualmente adornadas, con hilos de oro en espirales, y las orejas con unos pesados pendientes de oro en forma de media luna.
Katherine Woolley ha reconstruido una cabeza así adornada sobre un cráneo de aquella época. Basándose en las terracotas encontradas, imitó el peinado, y por lo demás los lazos de la peluca ya indicaban el tamaño de la cabeza. La reconstrucción así lograda se exhibe ahora en el University Museum de Filadelfia, y su gran realismo nos demuestra que el arte de tratar los metales nobles y el gusto artístico se hallaban muy desarrollados hace cinco mil años. Entre las preciosas joyas de las tumbas reales de Ur hay piezas de las que hoy día Cartier, en París, podría sentirse muy orgulloso.
Otro hallazgo muy instructivo es el llamado «estandarte mosaico», del que Woolley afirma que es del año 3500 a. de J. C. Dicho estandarte está formado por dos rectángulos de 55 centímetros de longitud por 22,5 de anchura, conservándose también dos triángulos. Se supone que estas piezas podían fijarse a una pértiga que se llevaba al frente de procesiones y cortejos.
Las placas que constituían tales piezas están recubiertas por infinidad de figuritas de nácar y concha, sobre un fondo de lapislázuli. No revelan tanta riqueza, ni tantos detalles, como las pinturas murales que en la tumba del rico señor Ti sirvieron al investigador Mariette para conocer muchos datos de la antigua vida egipcia; pero era bastante rico y, sobre todo, muy instructivo. Era un libro de ilustraciones con escenas de hace cinco mil años. Teniendo en consideración su antigüedad, dicho estandarte tenía un valor extraordinario en este sentido, pues nos da la clave de muchas cosas.
En él vemos un festín que nos instruye sobre los vestidos y enseres; una conducción de ganado al matadero, con lo cual sabemos cuáles eran los animales domésticos de entonces; un cortejo de prisioneros y otro de guerreros que nos permite ver sus armas y equipo; y finalmente, carros de guerra que nos informan de que fueron los sumerios quienes a fines del cuarto milenio introdujeron en la historia bélica los carros de combate, aquellas tropas montadas que utilizaron sucesivamente los gigantescos Imperios asirio-babilónico, medo-persa y hasta el macedónico.
Woolley hizo después su hallazgo más terrible. En las tumbas de los reyes de Ur había, además, junto con los reyes y reinas, otros cadáveres.
Parece ser que en estas tumbas habían tenido efecto grandes matanzas. En una de ellas fueron hallados soldados de la guardia, con su yelmo de cobre junto al cráneo y su lanza al lado del esqueleto. Habían sido asesinados. Al extremo de una cámara sepulcral se veían los restos de nueve damas de la corte, adornadas aún con la magnífica diadema que probablemente llevaron durante las solemnes ceremonias fúnebres. Frente a la entrada había dos pesados carros en los cuales yacían los huesos de los cocheros, y delante, junto a los esqueletos de los bueyes de tiro, estaban también los de los criados; todos habían sido asesinados.
En la tumba de la reina Shub-ad encontró Woolley los restos mortales de las damas de la corte, asesinadas y tumbadas en dos hileras. El último de los cadáveres era el de un hombre tañendo el arpa, cuyos huesos del brazo seguían encima del precioso instrumento, ricamente adornado con incrustaciones. Probablemente estaba tocando en el mismo momento en que el golpe mortífero le alcanzó. Incluso, inmediatos al féretro de la reina, se veían los esqueletos de dos hombres acurrucados, tal como los dejó el golpe mortal que recibieron en la horrible matanza.
¿Qué significación tenía este hallazgo?
Admitía sólo una explicación: el sacrificio más grande que puede concebirse entre seres humanos, el derramamiento ritual de sangre humana en honor de simples mortales, probablemente ofrecido por sacerdotes fanáticos que querían elevar a su rey a la categoría de dios. La posición de los cadáveres, así como todas las circunstancias del hallazgo, nos permiten deducir que estos cortesanos, soldados y criados, no han seguido voluntariamente a sus reyes a la muerte, como hacían las viudas indias que se arrojaban a la hoguera junto al cadáver del esposo. Aquí, el sacrificio consistía en una matanza, una ejecución en masa en honor de los reyes fallecidos.
La ciencia se hallaba perpleja ante tal hecho. «No se conocen relatos —dice Woolley— que aludan a sacrificios humanos de tal índole, ni la arqueología ha descubierto huella alguna de tal costumbre, ni restos análogos en épocas posteriores. Si aceptamos la hipótesis de que estos sacrificios son debidos al endiosamiento de los primeros reyes, pensemos que en la época histórica ni siquiera los dioses mayores exigían tal rito; de donde se deduce la fecha extraordinariamente remota de las tumbas de Ur».
A esta remotísima antigüedad de la civilización sumeria, Woolley se aproximará aún más dando un nuevo paso. Cuando alcanzó mayores profundidades, doce metros bajo la superficie, hallóse ante una capa de arcilla completamente limpia que no presentaba la menor huella de restos de utensilios ni de basura; esta arcilla limpia y uniforme formaba una capa de por lo menos dos metros y medio.
Para explicar la formación de tal capa de aluvión natural no había más que una hipótesis, y ésta es más propia del geólogo que del arqueólogo. El país de Sumer debió haber conocido una enorme inundación. Pero un aluvión capaz de depositar una capa de arcilla de dos metros y medio sólo podía haber venido del mar y el cielo a un mismo tiempo. Para emplear las palabras que se citan en el capítulo VII del libro de Moisés, de la Biblia, el agua debe haberse vertido sobre los valles y las colinas «por abrirse las fuentes de las grandes profundidades y las ventanas del cielo, de tal modo cayó sobre la tierra una lluvia de cuarenta días y cuarenta noches… y las aguas siguieron sobre la tierra durante ciento cincuenta días».
Woolley se hallaba ante una conclusión de trascendencia increíble.
Recordando la concordancia del relato bíblico con la epopeya mucho más antigua de Gilgamés y el diluvio sumerio, sirviéndose de las llamadas listas sumerias de reyes —«luego vino el diluvio y después del diluvio el rey descendió de nuevo del cielo»—, y teniendo en cuenta que todas las excavaciones habían confirmado en el país de los dos ríos la autenticidad de las antiguas leyendas, y en especial de las Sagradas Escrituras, no podía caber duda de que esta gran inundación, irrecusablemente comprobada, era el Diluvio.
Woolley cree que sus hallazgos en las tumbas de los reyes de Ur corresponden al cuarto milenio a. de J. C. Hasta el día en que se hicieron estos hallazgos, nuestros conocimientos de tal época estaban limitados a la leyenda y a la mitología. Woolley ha incluido en la Historia esta era legendaria. Pero su triunfo no acaba ahí, sino que después de dar tan gigantesco paso logrará verlo confirmado con la existencia histórica de un rey de aquellos tiempos, uno de los soberanos más antiguos de la Humanidad.
Alguien afirmó, como hemos visto, la existencia del pueblo sumerio a base de indicios puramente científicos. Hoy día, ya nadie pone en duda su existencia ante los muchos testimonios de su arte y sus ocupaciones depositados en nuestros museos. Pero sobre el origen del pueblo no sabemos casi nada.
Para estas afirmaciones sólo podemos basarnos en indicios.
No cabe duda de que los sumerios, gente no semita, de cabello oscuro, llamados en las inscripciones «cabezas negras», fueron los últimos en llegar al gran delta del Éufrates y el Tigris. Anteriormente, el país estaba poblado probablemente por dos clases de tribus semitas.
Pero los sumerios llevaban consigo una cultura superior, ya perfeccionada en sus puntos esenciales, y la impusieron a los semitas semibárbaros.
¿Dónde perfeccionaron su cultura? Esta cuestión roza uno de los mayores problemas relacionados aún con la investigación consiguiente a las excavaciones.
Su idioma es análogo al turco antiguo, y por su constitución anatómica pertenecen a la raza indoeuropea. Esto es todo lo que sabemos; y a partir de aquí empiezan las hipótesis. Aquellos hombres veían siempre a sus dioses en las cumbres de las montañas, y así los adoraban; por eso, cuando se encontraban en llanuras extranjeras, construían en su honor montañas artificiales, los zigurats, tipo de construcción que no puede tener en ningún modo su origen en las grandes llanuras. ¿Querrá esto decir que proceden de la parte alta del Irán, o incluso de más lejos, de los países montañosos de Asia? Tal conclusión se ve apoyada por el hecho de que la más antigua arquitectura sumeria descubierta en el país de los dos ríos se basa probablemente en una tradición de construcciones de madera como sólo podían surgir en regiones montañosas ricas en bosques.
Pero en esto no hay nada seguro; pues a tal teoría se opone una parte de la antigua leyenda sumeria que nos habla de un pueblo que llegó por el mar al país de los dos ríos; de lo cual también hay indicios en las excavaciones.
Un día, el inglés Arthur Keith observó: «Los rasgos de los viejos sumerios se pueden ver aún en los países situados más al Este, en los habitantes de Afganistán y del Beluchistán, hasta el valle del Indo, situado unos 2.400 kilómetros más a Oriente».
Apenas se había apuntado tal hipótesis cuando en las excavaciones del valle del Indo, investigando sobre una cultura antigua muy desarrollada, se hallaron sellos de ángulos rectos, de forma muy especial, que por el estilo de sus grabados y por la inscripción se parecen a los encontrados en Sumer.
Todavía queda en pie el problema del origen de este pueblo misterioso. Pero en esto no podemos mostrarnos impacientes; hemos de pensar en lo remoto de aquellos tiempos, sumidos en un pasado nebuloso, de los que estos hallazgos sólo nos demuestran la existencia de aquella gente, de los «cabezas negras». Cuando examinamos las llamadas «listas de los reyes» descubrimos que el pasado retrocede mucho más aún.
Las fechas solían fijarse en la antigua Babilonia con relación a un acontecimiento destacado sucedido el año anterior. Pero en la época de la primera dinastía de Isin, aproximadamente 2100 años a. de J. C., por primera vez se fijó cronológicamente el pasado, y así se conservan estas copias de las llamadas «listas de los reyes», que son unas tablas esquemáticas muy valiosas para nosotros y que fueron transcritas en épocas más recientes (siglos III y IV antes de J. C.) por el sacerdote babilónico Beroso, que escribió en griego.
Según dichas listas, la historia de los sumerios retrocede hasta la creación del hombre. La Biblia cita a diez «primeros padres», desde Adán, el primer hombre, hasta el Diluvio. Los sumerios los llaman «primeros reyes», igualmente en número de diez. Los primeros padres israelitas vivieron muchos años; se les atribuye una edad inverosímil. Dícese que Adán, que tuvo a los ciento treinta años su primer hijo, vivió después otros ochocientos años. La vejez de Matusalem es proverbial, hasta en nuestros tiempos. Pero la duración que los antiguos sumerios dan a la vida de sus «primeros reyes» es algo fabulosamente exagerado. Según un relato que enumera solamente ocho reyes, estos primitivos gobernaron 241.200 años, en sucesión directa y continua; y cuando se citan los diez se llega al total de ¡456.000 años!
Después vino el Diluvio y, tras él, la reaparición del género humano sobre la Tierra por la proliferación de la tribu de Ut-napisti. Los reyes que ahora se citan son considerados por los sabios babilónicos de las épocas posteriores como rigurosamente históricos, y sus crónicas se escribieron alrededor del año 2100 a. de J. C. Pero como entre estos reyes figuran varios a los que se atribuye carácter legendario de dioses y semidioses, y también se pretende de la primera dinastía después del Diluvio que sus veintitrés reyes han vivido «24.510 años, tres meses y tres días y medio», no es de extrañar que los investigadores occidentales, al principio, no diesen fe alguna a tales listas de los reyes.
Y no es de extrañar, porque incluso en nuestro siglo los arqueólogos no han logrado hallar un solo documento que garantizase el nombre de un rey anterior a la octava dinastía después del Diluvio.
Pero cuando Woolley con sus propios ojos vio surgir a la luz del día capas de cultura cada vez más antiguas, comenzó a dar crédito a las antiguas listas. Y armado ya de tal confianza, se veía en una situación análoga a la de Schliemann cuando confiaba en su Homero y en su Pausanias. Y, exactamente igual que aquel gran aficionado, también él, con su destacada personalidad profesional, verá confirmada su confianza por un hallazgo feliz.
En la colina El-Obeid, cerca de Ur, en Caldea, Leonard Woolley hallaba un templo de la diosa madre Nin-Chursag, con profusa ornamentación de escaleras, terrazas, vestíbulos, columnas de madera con incrustaciones de cobre, ricos mosaicos, esculturas de leones y ciervos, etc. Era el edificio más antiguo del mundo, y en él se unían la grandiosidad y un delicado trabajo ornamental. Además de muchos otros objetos preciosos de escaso valor, halló en este templo una minúscula cuenta de un collar de oro.
Dicha cuenta tenía una inscripción que dio a Leonard Woolley la primera noticia del constructor de este templo; en ella aparecía claramente descifrable el nombre de ¡A-anni-padda!
Y después, Woolley halló una losa de piedra caliza que decía aún más que la cuenta de oro, pues aparecía confirmada en escritura cuneiforme, ya bien desarrollada, la consagración del edificio por «A-anni-padda, rey de Ur, hijo de Mes-anni-padda, rey de Ur».
El nombre de Mes-anni-padda estaba inscrito en las listas de los reyes como fundador de la tercera dinastía después del Diluvio, la llamada primera dinastía de Ur, y era uno de los reyes cuya existencia histórica hasta entonces se había puesto en duda.
Dimos comienzo a este capítulo, dedicado a la excavación de las huellas del pueblo de los sumerios, con una divagación sobre la superstición del gato negro, las docenas de huevos y la esfera dividida en doce partes, y volvemos al mismo tema para terminar.
Desde los sumerios hasta nosotros va una línea recta y ésta se halla tan sólo interrumpida por ciertas culturas que vivieron y desaparecieron en épocas intermedias. La fuerza creadora de la civilización sumeria era extraordinaria, y su influjo se extendió a todos los territorios de aquel espacio geográfico. Las ricas culturas de Babilonia y Nínive crecieron sobre el fondo sumerio. Y para demostrarlo daremos algunos ejemplos que nos permitirán comprender hasta qué punto la cultura babilónica, en su conjunto, depende de la sumeria.
La gran estela hallada en Susa reproduciendo el código de Hamurabi, por su contenido, no es más que una compilación de los principios legislativos y costumbres de los antiguos sumerios. Lo más asombroso es el «moderno» concepto de fijar una noción clara de culpabilidad y el de acentuar netamente ciertos puntos de vista simplemente jurídicos, limitando las leyes religiosas. La venganza, por ejemplo, que sobrevivió como costumbre legalmente reconocida en todas las civilizaciones posteriores, y que incluso en algunos puntos de Europa ha ejercido su nefasta influencia hasta nuestro siglo, es casi eliminada en las leyes de Hamurabi. El Estado, y esto es lo «más moderno» del código esculpido en la estela de Susa, sustituye al individuo como poder encargado de administrar justicia, el único «vengador» legal. La justicia era dura, y la abundancia de los castigos corporales reflejó la característica del despotismo oriental. Pero en sus líneas generales, las leyes de Hamurabi conservan su valor hasta el Codex Justinianus, y el Code Napoleón.
La ciencia de los babilonios, estrechamente ligada con la magia, procede de Sumer. La magia estaba tan extendida entre los babilonios que, para los romanos, babilonio o caldeo era sinónimo de mago. Babilonia poseía escuelas médicas subvencionadas por el Estado. En muchos casos, el arte de la Medicina estaba regulado por prescripciones religiosas; en otros se respondía ante el Estado del ejercicio de la profesión, incluso hasta el punto de que, por ejemplo, el artículo 218 del Código de Hamurabi castigaba la ignorancia profesional de este modo: «Si un médico realiza una intervención grave en una persona por medio del cuchillo de bronce, causando la muerte del enfermo, u opera su catarata con el cuchillo de bronce y lo deja sin vista, se le cortará la mano». Los dioses y la religión de los sumerios adeptos al culto de los astros reaparecen con otros nombres, a veces con pocas diferencias, en Babilonia y Asiria, y después, incluso en tiempos más recientes, en Atenas y Roma. Ya hemos visto, por lo demás, la coincidencia de la historia y la leyenda sumeria con la Biblia.
Los conocimientos del cielo y de los movimientos de los astros alcanzaban en Sumer el grado de ciencias exactas, y en ellos se fundaban para la confección del calendario y la división y medida del tiempo. Las torres de los zigurats eran observatorios donde los sacerdotes babilónicos calculaban los movimientos del planeta Mercurio con más exactitud que Hiparco y Ptolomeo, logrando incluso determinar el tiempo del recorrido de la Luna con una diferencia de 0,4 segundos sobre la cifra dada por nuestros astrónomos, provistos de los excelentes equipos técnicos auxiliares de nuestros días.
En Babilonia, las matemáticas se basaban en el sistema sexagesimal sumerio, que los semitas mezclaban con un sistema decimal. La dificultad de los cálculos debida a tal mezcla se resolvía recurriendo a unas escalas aritméticas ya establecidas de antemano, auténticas reglas de cálculo como las usadas en nuestros días para simplificar operaciones de conversión.
Con aquel sistema, los babilonios lograron valores aritméticos sumamente elevados. «Los griegos, a quienes tanto debemos en cuánto a sus datos matemático-astronómicos, daban ya a la cifra de 10.000 un valor indefinido prácticamente incalculable. El concepto del millón sólo ha aparecido en Occidente en el siglo XIX», se ha escrito. Pues bien, un texto en escritura cuneiforme hallado en la colina de Kuyunjik indica, sin embargo, una progresión aritmética cuyo producto final trasladado a nuestro sistema métrico es el siguiente: 195.955.200.000.000, o sea una cifra que en la época de Descartes y de Leibniz no era aún considerada.
Mas aquella ciencia, tan prodigiosamente avanzada, se hallaba en relación con la astrología y las artes de la adivinación. Lo peor que hallamos, junto a otras muchas cosas buenas que nos transmitieron Sumer y Babilonia, es la superstición con que ligaban las cosas más insignificantes y las actividades más triviales, sobre todo la creencia en las brujas, con la mezquindad de unas relaciones misteriosas que coincidían con el fanatismo religioso. Todas estas creencias y prácticas supersticiosas reaparecieron después en la Roma de los tiempos posteriores y en la Arabia islámica, siendo transmitidas al Occidente. El Malleus Maleficarum, el «Martillo de las brujas», el libro más inteligentemente escrito de todos los libros necios de Occidente, no es más que un sucesor muy tardío de aquel otro texto de escritura cuneiforme que aparece grabado en ocho tablas que llevan por título «La cremación».
Leonard Woolley, a quien debemos la mayoría de nuestros conocimientos respecto al misterioso país de los «cabezas oscuras», nos da un ejemplo del valor progresivo de una creación sumeria en el terreno de la arquitectura: «Sólo después de las conquistas de Alejandro Magno se conoció en Europa el arco, que los arquitectos griegos admitieron ávidamente como una nueva forma arquitectónica, introduciéndolo en el mundo occidental…». El hallazgo de los griegos lo desarrollaron más tarde los romanos. Pues bien, el arco constituía un elemento arquitectónico muy extendido en Babilonia, ya que Nabucodonosor lo empleó en la reconstrucción de la citada ciudad en el año 600 a. de J. C; en Ur se conserva un arco mandado hacer por un rey babilónico en un templo de Kuri-Galzu, hacia el año 1400 a. de J. C.; en las casas particulares de los ciudadanos sumerios de Ur, alrededor del año 2000 a. de J. C., se construyó otro de puerta con ladrillos colocados según las normas del arco auténtico; una fosa de desagüe abovedada en Nippur tiene que ser, lo menos, del año 3000 a. de J. C.; y los arcos auténticos que hallamos en los techos de las tumbas reales de Ur indican que 400 o 500 años antes los sumerios dominaban ya este elemento arquitectónico. Por lo tanto, podemos seguir una línea bien precisa desde el alborear de la cultura sumeria hasta nuestro mundo moderno.
Por último, Woolley resume: «Si juzgamos los esfuerzos de los hombres sólo por sus triunfos, hemos de atribuir a los sumerios… un puesto verdaderamente honroso, aunque no muy destacado; pero si los juzgamos por su influjo en la evolución histórica merecen verse colocados en un puesto muchísimo más elevado. Su cultura ilumina un mundo sumido en la más profunda barbarie, adquiriendo por ello la importancia de haber sido uno de los primeros factores impulsores de la civilización universal. Nosotros nos hemos educado en épocas en que se consideraba a Grecia como el origen de todas las artes, casi creyendo que la misma Grecia, como Palas Atenea, había surgido de la cabeza de Zeus olímpico. Sin embargo, hemos visto cómo Grecia ha tomado su cultura de los lidios, de los hititas, de Fenicia, Creta, Babilonia y Egipto. Pero las raíces llegan todavía más lejos: detrás de todos esos pueblos están los sumerios».
Cuando, llevados por los arqueólogos, nos remontamos siguiendo estas huellas hasta el país de los dos ríos, del Diluvio y de los primeros reyes, percibimos el pulso de los milenios. Si vemos que durante cinco milenios ha perdurado el mismo concepto de lo bueno y de lo malo, podemos decir que los milenios pasaron como un día.
Si hasta ahora hemos seguido a los arqueólogos por un espacio geográfico que no se alejaba mucho de los territorios costeros del mar Mediterráneo, ahora daremos un gran salto, en cuanto a la distancia espacial, pero breve en el tiempo, fuera de este ámbito geográfico. Veamos con los excavadores las huellas de una civilización que existió hace menos siglos, pero que nos parece más extraña, bárbara y, en muchos casos, más terrible e incomprensible que todas las que hasta ahora hemos conocido. Es el mundo de la jungla de México y Yucatán.