PALACIOS BAJO LA COLINA DE NEMROD
En el año 1854, el Palacio de Cristal de Londres fue trasladado desde Hyde Park, donde tres años antes había alojado la Exposición Universal, a Sydenham, y allí quedaba convertido en museo.
En él los hombres de Occidente pudieron admirar por vez primera el esplendor y maravilla de aquellas metrópolis sepultadas que la Biblia había maldecido tantas veces como lugares de vicio y perdición. Se organizaron dos grandes salas asirias y se reconstruyó una inmensa fachada de un estilo arquitectónico del cual hasta entonces sólo se tenían referencias por algunas leyendas, por los relatos muy inciertos de antiguos viajeros y por los Libros Sagrados.
Se decoró una sala de ceremonias y una estancia regia en la que figuraban aquellos fabulosos animales alados con rostro humano, reproducciones de Gilgamés, el «héroe victorioso» y «dueño del país», y paredes cubiertas con azulejos barnizados de colores como ninguna otra arquitectura había empleado jamás. Los relieves representaban emocionantes escenas de caza y de guerra de hacía veintisiete siglos, en la época del gran rey Asurbanipal.
El hombre a quien se debía esta exposición se llamaba Austen Henry Layard, que en el año 1839 había entrado en Mossul, a orillas del Tigris, como un pobre diablo, y que en el año en que el Museo de Sydenham exponía los tesoros que aquel hombre había excavado era subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores británico.
La vida de Layard es parecida a las de Botta y Rawlinson: aventureros de corazón, eran, sin embargo, personalidades de prestigio, científicos de categoría y, a la vez hombres abiertos al mundo, aficionados a la política y dotados de don de gentes.
Layard era de una familia francesa establecida en Inglaterra desde hacía tiempo. He aquí los datos esenciales de su vida; nació en París en 1817; pasó parte de su juventud en Italia con su padre; en 1833 regresó a Inglaterra y empezó a estudiar Derecho; en 1839 viajó por Oriente; luego residió en la Embajada británica de Constantinopla, hasta que, en 1845, empezó su actividad como excavador en el país de los ríos. En 1852 y en 1861 fue nombrado subsecretario; en 1868, ministro de Obras Públicas, y en 1869, ministro plenipotenciario de Inglaterra en Madrid.
Su afición por Oriente, por el Bagdad lejano, por Damasco, por Persia tiene su punto de arranque en un sueño de juventud. A la edad de veintidós años estaba empleado en la sombría oficina de un abogado de Londres, viendo ante sí una carrera monótona, severamente marcada y en la que no le aguardaba más que una solemne peluca; pero rompió aquella monotonía y siguió la estela de su sueño.
Así como el sueño de juventud de Schliemann había sido sugerido por la lectura de Homero, el de Layard lo fue por la de «Las Mil y Una Noches». Pero Schliemann, severo y lleno de lógica, comenzó por el camino de los triunfos exteriores, y luego, una vez millonario y hombre de buenas relaciones con el mundo, volvió la vista al sueño de su juventud. Layard no podía esperar, y lleno de impaciencia y entusiasmo marchó, sin dinero, al país de su ensueño, en donde preveía más de lo que le habían prometido los cuentos que leyera, y en constante lucha logró glorias y honores y, paso a paso, alcanzó el triunfo.
Pero en una cosa coincide su vida con la de Schliemann. Lo mismo que éste en su buhardilla de Amsterdam se preparaba para la realización de su sueño aprendiendo idiomas, Layard, ya durante su juventud, aprendía todo cuanto podía serle de utilidad para la realización de sus viajes al país de sus ensueños.
Se trataba de cosas prácticas, muy apartadas de sus estudios jurídicos; por ejemplo, el empleo de la brújula, la determinación topográfica de lugares por medio del sextante, el manejo de todos los instrumentos de medidas geográficas… Y, junto a esto, el tratamiento de las enfermedades tropicales, la primera cura en caso de herida y, no en último lugar, algunos conocimientos sobre el idioma persa y el país y la gente del Irán e Irak.
En 1839 huyó de la estrecha oficina de Londres. Iniciaba su primer viaje a Oriente. Y pronto demostró una capacidad poco común entre sus colegas: no sólo la de ser un gran excavador, sino también un hombre capaz de describir brillantemente los resultados de sus trabajos.
Dejemos, pues, que él mismo nos hable. Los párrafos que siguen están sólo un poco abreviados:
«En el otoño del 1839 y el invierno de 1840 viajé por Asia Menor y Siria. Me acompañaba un hombre que tenía tantas ansias de aprender como yo. Ambos despreciábamos todo peligro, cabalgábamos solos, sin más protección que nuestras armas; la mochila atada a la silla de montar era todo nuestro equipaje, y si la hospitalidad de los habitantes de aquel pueblo turcomano o una tienda árabe nos daban albergue, nosotros mismos atendíamos a nuestros caballos. Así, pudimos mezclarnos con el pueblo.
»Con alegría en aquellos días felices cuando, al rayar el alba, abandonábamos la modesta choza o la agradable tienda y, siguiendo por donde más nos placía, llegábamos, a la puesta del sol, junto a alguna vieja ruina donde un árabe nómada había levantado su tienda, o a algún pueblo en ruinas que ostentaba un nombre todavía famoso…
»Sentí un irresistible deseo de penetrar en los parajes de la otra orilla del Éufrates, que la Historia y la tradición señalan como cuna de la sabiduría de Occidente. La mayoría de los viajeros experimentan este deseo de cruzar el gran río y explorar la región que en el mapa aparece separada, en las fronteras de Siria, por el inmenso espacio blanco que se extiende desde Alepo hasta las orillas del Tigris. Sobre Asiria, Babilonia y Caldea reina aún la más profunda oscuridad. Con estos nombres se relacionan grandes naciones y las sombras de la historia de grandes ciudades; entre gigantescos restos de piedra, en medio de los desiertos, que por su soledad y por la ausencia de toda forma y de vestigios vivos se resisten a las descripciones del viajero, grandes tribus nómadas, según lo anunciado por los profetas, andarían errantes por el país, por esas inmensas llanuras, que tanto judíos como paganos consideran la cuna de su tribu.
»El 18 de marzo abandoné Alepo con mi compañero. Aún seguimos viajando sin guía ni criado alguno. El 10 de abril llegamos a Mossul. Durante nuestra estancia en esta ciudad visitamos con frecuencia las grandes montañas de piedra situadas en la orilla oriental del río, que generalmente se han considerado como las ruinas de Nínive. Cabalgamos también hacia el desierto y examinamos la colina Kalah Shergat, enorme montaña de piedras situada a orillas del Tigris, a unas cincuenta millas de su confluencia con el Zab. En el trayecto nos detuvimos en el pequeño poblado de Hamun Alí, a cuyo alrededor se encuentran aún las huellas de una ciudad antigua, donde pasamos la noche. Desde la cumbre de una altura artificial divisamos una amplia llanura de la que solamente nos separaba el río. Una serie de elevadas colinas, una de las cuales, de forma piramidal, superaba a las otras, limitaba esta llanura por el Este. Por su situación no era difícil identificarla: era la pirámide que Jenofonte había descrito, y en cuyas proximidades los Diez Mil plantaron sus campamentos: aquí las ruinas eran idénticas a como las viera veintidós siglos antes el general griego, y ya entonces eran las ruinas de una ciudad antigua. Por haber confundido Jenofonte el nombre que una tribu extranjera le diera con otro más conocido para el oído griego es por lo que nos habla de Larisa. La tradición recogida se refiere al origen de la ciudad cuya fundación se atribuye a Nemrod, nombre que aún llevan las ruinas, relacionándolo con los primeros padres del género humano».
No fue posible a Layard examinar inmediatamente más a fondo las misteriosas colinas, cargadas de tal pasado. Pero le fascinaban y daba vueltas alrededor de ellas una y otra vez, como el avaro da vueltas a una caja cerrada. Siempre habla de ellas en sus narraciones e intenta presentarlas con palabras cada vez distintas:
«Una gigantesca masa informe, ahora cubierta de hierba, que no presenta en ningún sitio huellas humanas, excepto allí donde las lluvias invernales han formado, generalmente en los costados, abismos cortados a pico, que ponen al descubierto su contenido». Y una página más adelante: «El viajero no es capaz de señalar comparativamente una forma que dé idea de estos montones de piedra y tierra que tiene ante sus ojos».
Comparaba el paisaje y las ruinas que había visto en Siria con lo que se veía aquí: «El lugar de la cornisa o del capitel ricamente esculpido, medio cubierto por una abundante vegetación, es sustituido aquí por este montón oscuro de tierra informe que se destaca como una colina en la llanura abrasada por el sol».
Luego, aunque debía regresar pronto, no pudo dominar su curiosidad. «Entre los árabes circulaba una leyenda según la cual bajo las ruinas había figuras extrañas, talladas en piedra negra; pero durante la mayor parte del día estuvimos ocupados en la exploración de los montones de tierra y ladrillos que cubrían gran parte de la orilla del Tigris, pero las hemos buscado en vano».
Y finalmente resumía: «Estos inmensos montones de tierra que se hallan en Asia me impresionaban más, me hacían reflexionar más seriamente que los templos de Balbek y los anfiteatros de Jonia».
Había una colina que le intrigaba especialmente por su magnitud, su extensión y, en suma, por el nombre del lugar cuyas ruinas surgían a sus pies, un nombre conocido que le parecía tener una relación directa con la «cuna de la generación humana», como él mismo había descrito: el Nemrod de que nos habla la Biblia.
Dice el capítulo X del primer libro de Moisés: Cus, hijo de Cam, cuyo padre se llamaba Noé y que con tres hijos, sus mujeres y toda clase de animales puros e impuros empezó a engendrar de nuevo, después del gran diluvio, las generaciones de los hombres, éste fue quien engendró a Nemrod.
«Éste empezó a ser prepotente en la Tierra
y era una cazador forzudo ante el Señor. Por lo cual se dice:
"Forzudo cazador ante el Señor como Nemrod".
Y el principio de su reino fue Babel, Erec, Acad y Calne,
en tierra de Senaar.
De cuyo país salió Asur, el que fundó a Nínive, y las plazas o
grandes calles de la ciudad, y a Kalah,
y también a Resen, entre Nínive y Kalah; ésta es la ciudad
grande».
Pero Layard tenía que regresar. El dinero que llevara para el viaje lo había gastado, en vista de lo cual se trasladó a Constantinopla, donde le presentaron al embajador inglés, sir Stratford Canning. Día tras día le hablaba, cada vez con más insistencia, de las colinas misteriosas que había cerca de Mossul; mientras, habían despertado ya la atención general los hallazgos de Pablo Emilio Botta cerca de Korsabad. Las elogiosas descripciones de Layard y su entusiasmo impresionaron por fin al embajador. Y un buen día —habían pasado cinco años desde el primer viaje de Layard, y Botta estaba ya en el apogeo de sus triunfos cerca de Korsabad—, sir Canning regaló a Layard, que entonces contaba veintiocho años, sesenta libras esterlinas. ¡Sesenta libras! Verdaderamente, poco era para los ambiciosos proyectos de Layard, que iban más lejos de lo que Botta había conseguido; pero Botta podía contar con la ayuda del Gobierno francés, ya que tenía un puesto oficial en Mossul.
El 8 de noviembre de 1845, Layard bajaba en barca por el Tigris para empezar las excavaciones en la colina de Nemrod.
Y llegando allí, no sólo le deprime la falta de dinero, sino que se enfrenta con dificultades de otra índole. Habían trascurrido cinco años, y cuando Layard atracó su barca, encontró un territorio en plena revolución.
El país de los dos ríos vivía entonces sometido al régimen turco; un nuevo gobernador había ocupado el puesto. Y según parece costumbre en estos puestos omnímodos, como tantas veces nos cuenta la historia antigua romana, todos los altos cargos solían considerar el país gobernado como un campo de explotación y a sus habitantes como vacas que ordeñar o gallinas que han de poner constantemente huevos de oro.
Los métodos del gobernador de Mossul eran además tallados a la «asiática». Varios relatos que parecen extraídos de un libro de leyendas nos describen al gobernador como la encarnación del mismo diablo o de un ogro. Era tuerto y carecía de una oreja; de poca estatura; de corta talla, realzada por su gordura oriental. Y para que no le faltara ningún atributo del peor cariz, tenía la cara picada de viruelas, movimientos torpes, violentos, desconfiados, como si siempre estuviera temiendo una asechanza, y una voz bronca, terrible. Era un sádico no carente de ingenio, y gustaba de gastar bromas terribles. Cuando comenzó a desempeñar el cargo, una de sus primeras disposiciones oficiales fue establecer el «impuesto de los dientes», que superaba con mucho a todos los «impuestos de la sal», tan odiados entonces. Lo impuso, como él decía, para indemnizarse por el desgaste de su dentadura y para costear la extracción de las muelas, a consecuencia de verse obligado a ingerir la «cochina comida de aquel país».
Pero esto no era más que un amable preludio de lo que sucedió luego. El pueblo temblaba ante su presencia. Su castigo predilecto era el saqueo de ciudades y pueblos.
Con tal régimen despótico nacen los rumores, el servicio de información de los oprimidos. Un día, un par de personas de Mossul hicieron circular la noticia de que Alá se había apiadado de ellos y de que habían destituido al bajá. Unas horas más tarde, el mismo gobernador se enteró de la noticia y tuvo una ocurrencia digna de una antigua novela italiana; en Boccaccio hallamos narraciones parecidas, aunque transcurren en un ambiente más amable.
En una de sus salidas, el gobernador se fingió enfermo, le llevaron apresuradamente al palacio, y al llegar parecía ya muerto. El relato de los que presenciaron tal escena corrió al punto por toda la ciudad. Al día siguiente, las puertas del palacio quedaban cerradas, y cuando detrás de los muros se oyeron las monótonas lamentaciones de la guardia personal y de los eunucos, el pueblo se puso a gritar, lleno de alegría: «¡Alabado sea Alá, el bajá ha muerto!». Mas cuando la multitud, gritando y cantando, maldecía al tirano ante el palacio, se abrieron de repente las puertas y apareció el bajá, rechoncho, gordo, odioso. Con una venda encima de la cavidad ocular vacía, la cara roída, riéndose a carcajadas de su astucia…
A una señal, los soldados se lanzaron sobre la multitud paralizada, y empezó una matanza terrible. Las cabezas rodaban por el suelo y su sadismo adquirió pronto rasgos inhumanos. Expropió los bienes de todos los cabecillas de la revuelta y otros que no lo eran, ya que tenía pretexto para atacar a todos aquellos a quienes hasta entonces no había podido quitar nada. «Todos habían divulgado rumores falsos que perjudicaban a la autoridad».
Ante tal desvergüenza, el país se indignó y levantáronse todas las tribus de la comarca que comprende las estepas próximas a Mossul. Aquella lucha se desarrollaba de una manera muy particular. Incapaces de hacer una revolución organizada, oponían el pillaje al pillaje y no había seguridad en ningún camino ni para ningún extranjero. En tales circunstancias desembarcó Layard con la intención de excavar la colina de Nemrod.
La situación del país no podía ocultársele por mucho tiempo a Layard. Al cabo de unas horas, comprendió que en Mossul no debía revelar sus proyectos, por lo cual adquirió una escopeta pesada y una lanza corta y contaba a cuantos querían escucharle que iba al valle a cazar jabalíes.
Pocos días después alquiló un caballo y marchó en dirección a Nemrod, encaminándose directamente al poblado próximo, donde acampaba una bandada de beduinos.
De improviso dio un paso gigantesco. Antes de que llegara la noche de aquel mismo día, se había ganado la amistad de Awad, jefe de la tribu cuyas tiendas estaban más próximas a la colina de Nemrod. Más aún, el beduino puso a su disposición seis indígenas que mediante un reducido jornal le ayudaron desde la mañana siguiente a descubrir lo que pudiera contener el «vientre de la montaña».
Aquella noche, en la tienda, seguramente no consiguió pegar ojo. A la mañana siguiente vería si la suerte le acompañaba aún. Al día siguiente o al cabo de meses… ¿No había estado Botta excavando inútilmente durante un año entero?
Lo cierto es que, al cabo de veinticuatro horas, Layard había clavado ya la piqueta en los muros de dos palacios asirios.
Apenas hubo salido el sol, se hallaba trabajando en la colina. Iba de un lado a otro, descubriendo por todas partes ladrillos con inscripciones semejantes a improntas de sellos. Awad, el jefe de las tribus de beduinos, llamó la atención de su amigo sobre un trozo de placa de alabastro que sobresalía del suelo, y este hallazgo resolvió el problema de dónde se debía excavar. Lo primero que encontraron a las pocas horas fueron unas placas de piedra colocadas verticalmente. Habían hallado un trozo de zócalo de los llamados ortostatos, es decir, el lujoso revestimiento de una estancia cuya riqueza decorativa solamente podía corresponder a un palacio.
Layard dividió su pequeño grupo. Para evitar el peligro de pasar por alto un lugar de hallazgos más rico, y con la esperanza de encontrar muros que estuvieran completamente intactos —los recién descubiertos revelaban huellas de incendios—, ordenó que tres de sus hombres se pusieran a remover un lugar completamente distinto de la colina. Y otra vez su pico actuó con la fortuna de una varita mágica. Al instante tropezó con un muro recubierto con placas de relieves separado por un friso de inscripciones. Había dado con el ángulo de un segundo palacio.
Para darnos perfecta cuenta de la índole de algunos de los hallazgos que Layard hizo en el mes de noviembre, veamos lo que él mismo nos dice al describir uno de estos ortostatos adornados con relieves:
«La escena representa un combate, y en él se ven dos carros tirados por caballos al galope; en cada carro se ven tres guerreros, el principal de los cuales no lleva barba y probablemente es eunuco. Esta figura iba revestida con una armadura completa de chapas metálicas. Tenía la cabeza cubierta con un casco puntiagudo, cuyo adorno se parecía al de los antiguos normandos. La mano izquierda sostenía el arco con firmeza, mientras que la mano derecha tendía la cuerda con una flecha dispuesta para disparar. Llevaba también una espada en su vaina y la empuñadura estaba graciosamente adornada con las figuras de dos leones. En el carro, el conductor va incitando con las riendas y el látigo a los caballos y un hombre se protege de las flechas del enemigo con un escudo redondo; dicho escudo seguramente sería de oro batido. Lleno de asombro, contemplaba yo la elegancia y la riqueza de los adornos, el dibujo fiel y delicado de los miembros y de los músculos, todo lo cual se expresaba en el armonioso grupo de las figuras, en la maestría de la composición en general».
Hoy día vemos relieves análogos en casi todos los museos de los principales países de Europa y América. Generalmente, quienes los contemplan les echan sólo una breve mirada y pasan de largo. Pero estos bajorrelieves bien merecen ser contemplados más detenidamente. Muestran un realismo tan detallado en cuanto al contenido —del realismo como estilo sólo puede hablarse en épocas determinadas— que, después de admirar estos bajorrelieves, podemos forjarnos una idea muy exacta de aquellos hombres, sobre todo de aquellos reyes que las páginas de la Biblia nos trasmiten en tan terribles colores.
Innumerables reproducciones fotográficas han divulgado hoy día estas esculturas; mas cuando Layard las admiraba entre su puñado de árabes, sólo Botta había llevado a París algunos dibujos. Aquellas imágenes constituían, pues, una novedad; novedad llena de emoción para quien las sacaba de la tierra y podía librarlas del polvo milenario.
La oscuridad que hasta entonces reinaba en el país de los dos ríos terminó bruscamente: en 1843, Rawlinson estudiaba en Bagdad el desciframiento de la inscripción de Behistún. En el mismo año, empezaba Botta sus excavaciones cerca de Kuyunjik y Korsabad, y en 1845 exploraba las ruinas de Nemrod. La importancia del trabajo realizado en esos tres años se refleja en la comparación siguiente: sólo la inscripción de Behistún nos transmitía conocimientos mucho más exactos sobre los príncipes persepolitanos que todos los hasta entonces recibidos por los textos de algunos autores antiguos. Y hoy día podemos afirmar sin exageración que estamos mejor informados sobre la historia de Asiria y Babilonia, sobre la prosperidad y decadencia de las ciudades de Babilonia y de Nínive, que todos los historiadores griegos y romanos que vivieron dos mil años más cerca de aquellos tiempos remotos.
Desde luego, los árabes que día tras día observaban el arrobamiento de Layard al contemplar aquellas viejas piedras arañadas, aquellas figuras y trozos de ladrillos, le creían loco; pero mientras les pagara estaban dispuestos a ayudarle y a seguir excavando con todo entusiasmo. A pesar de todo, diríase que es el sino de los arqueólogos: ninguno ha podido terminar su obra sin ser molestado. Siempre la aventura estuvo unida a la exploración del pasado, el peligro a la ciencia, el interés mercantil de unos al sacrificio altruista de otros. Así sucedió también en el caso de Layard. Mas éste era persona astuta.
Como la excavación había progresado y la esperanza de realizar grandes hallazgos estaba justificada, la menor pausa en el trabajo inquietaba a Layard, que pensaba angustiado en las horas perdidas. Awad, el beduino amigo, llamó un día aparte a Layard y con un gesto de astucia, guiñando el ojo para manifestar su deseo de llegar a una buena inteligencia, y moviendo entre sus dedos sucios una figurita con residuos que indicaban haber estado recubierta de oro, con mucho circunloquio e invocando al profeta, dio a entender que de sobra sabía lo que el francés buscaba. Desde luego, le deseaba mucha suerte y esperaba que lograse sacar todo el oro oculto en la colina, aludiendo con bastante claridad a sus propios intereses y legítima participación. Añadió que debían ser sumamente reservados, pues los obreros, que eran unos burdos, no sabrían callárselo; sobre todo había que evitar que los éxitos de Layard llegasen a las grandes orejas del bajá de Mossul. Y al decir esto indicaba bien expresivamente, extendiendo los brazos, el gran tamaño de las «orejas» del bajá.
Pero un déspota no sólo tiene las orejas grandes, sino que las tiene a miles, y sus sentidos se ven multiplicados por los sentidos de todos sus subordinados, para los cuales es un dios al que sirven con temerosa voluptuosidad. En efecto, no tardó mucho el bajá en preocuparse de Layard y sus excavaciones. Un buen día, se presentó allí un capitán con algunos soldados. Hizo una inspección formularia a las trincheras abiertas por Layard, miró las esculturas que habían extraído y se dio por enterado de los indicios de oro que aparecían en algunas partes. Y por último, ceremoniosamente, el capitán entregó una orden a Layard, según la cual se le prohibía seguir las excavaciones. Puede uno imaginarse el efecto que tal contratiempo produjo a Layard. Montó a caballo, marchó a Mossul al galope, y pidió inmediatamente audiencia al bajá.
Le fue concedida, y allí su ardor quedó amortiguado por la brillante ambigüedad del oriental. Con gesto teatral, el bajá aseguró que, naturalmente, él haría todo lo posible por ayudar a Layard, a quien tanto admiraba y por cuyo pueblo tan entusiasta amistad sentía; repetidas veces rogó que le considerase amigo por toda su vida, hasta que Alá le llamara a sí; pero eso de seguir excavando allí era imposible, porque aquel lugar era sagrado por tratarse de un antiguo cementerio. No había más que observar detenidamente aquel lugar para encontrar viejas lápidas sepulcrales; por todo ello, los trabajos de Layard constituían un sacrilegio, lo que le colocaba en gran peligro ante los buenos creyentes, que sin duda le atacarían y se sublevarían contra él mismo por protegerle, por lo cual, sintiéndolo mucho, no podía concederle tal favor.
Aquella visita fue humillante, y lo que es peor, la humillación no había servido para nada.
Por la noche, cuando Layard meditaba sentado ante su tienda, se daba cuenta del riesgo que su trabajo corría. Al volver de la entrevista, marchó inmediatamente a la colina para comprobar si era cierta la afirmación del déspota, si allí se veían lápidas mahometanas. Y, para su sorpresa, halló que era cierto. En un lugar algo apartado encontró la primera lápida, lo que le puso de muy mal humor. Sin haber adoptado decisión alguna, y sin examinar más detenidamente tales lápidas, se acostó, que era justamente lo que no hubiera debido hacer. Si en vez de dejarse ganar por el desaliento hubiera extremado su vigilancia, habría podido observar un grupo de personas que con todas las precacuciones de sigilo posibles, aunque no suficientes, se dirigían hacia la colina de Nemrod. Durante dos noches consecutivas repitieron su clandestina excursión. ¿Serían ladrones, como en Egipto? Pero si lo eran, ¿qué hubieran podido robar allí, donde el botín consistía solamente en pesadas esculturas de piedra?
Layard tenía un encanto personal extraordinario, y sin duda era maestro en esta cualidad llamada don de gentes. Al día siguiente, por la mañana, cuando se dirigía a la colina, encontróse con el capitán que le comunicara la orden de prohibición; habló con él y al punto se ganó sus simpatías. Sin esperar más, el capitán le habló confidencialmente informándole que él y sus hombres habían tenido que trabajar durante dos noches, por orden expresa del bajá, trasladando a la colina, de los pueblos próximos, todas las lápidas funerarias que pudieron.
Antes de que Layard pudiera aprovechar aquel precioso informe, se resolvieron sus dificultades de modo totalmente inesperado. La segunda visita al bajá no fue ya en el palacio del déspota, sino en la cárcel. ¡En la cárcel, sí, donde el bajá se hallaba! El destino, piadoso, hace que pocos déspotas vivan muchos años, y en este caso adelantó la caída en desgracia del bajá, que por rara excepción tenía que dar cuenta de sus actos. Layard le encontró en un calabozo donde goteaba la lluvia.
—En esta labor hemos destruido más sepulcros auténticos —dijo— que lo que tú hubieras podido profanar entre Zab y Selamiyah. Nos hemos agotado nosotros y hemos deshecho a nuestros caballos para trasladar aquí esas malditas piedras.
—Así son estas criaturas —filosofaba quejumbroso el bajá—. Ayer aún esos perros me besaban los pies; hoy, todos se lanzan contra mí. —Y echando una mirada al techo, añadía—: ¡Todos, hasta la lluvia!
La caída del déspota trajo como consecuencia para Layard la libertad de continuar el trabajo.
Una mañana, unos trabajadores, excitados, acudieron del segundo lugar de excavaciones, al correspondiente al ángulo noroeste de la colina, agitando al aire sus picos y gritando y bailando con algarabía. Su emoción revelaba una extraña mezcla de alegría y temor. «¡Corre, bey, corre! —gritaban—. ¡Alá es grande y Mahoma es su profeta! ¡Hemos hallado a Nemrod, a Nemrod mismo! ¡Le hemos visto con nuestros ojos!».
Layard acudió al lugar indicado: una ardiente esperanza le aceleraba el paso. No creía ni por asomo lo que los indígenas suponían, que entre los escombros hubiera aparecido la imagen de Nemrod, sino que su esperanza se basaba en los éxitos de Botta. ¿Habrían hallado uno de aquellos fabulosos hombres-animales, de los que encontrara varios ejemplares?
Así era, y Layard contempló poco después el torso de la escultura. Era una gigantesca cabeza de león alado esculpido en alabastro. «Estaba asombrosamente bien conservado; su expresión era tranquila, majestuosa, y en sus rasgos se manifestaba una agilidad artística y unos conocimientos que difícilmente se hubieran atribuido a época tan remota».
Hoy sabemos que se trata de la primera gran escultura de uno de los dioses astrales asirios, representativos de los cuatro ángulos del mundo, cuyos nombres son: Marduk como animal alado, Nebo como hombre, Nergal como león alado y Ninurta como águila.
Layard estaba profundamente impresionado. Más tarde escribe: «Durante horas enteras contemplé aquellos símbolos misteriosos reflexionando sobre su significación y su historia, ¡Qué formas tan nobles introdujo aquel pueblo en los templos de sus dioses! ¡Qué imágenes tan sublimes supo tomar de la Naturaleza aquella gente que, sin ayuda de una religión revelada, intentaba personificar su concepto de la sabiduría, del poder y de la presencia constante de un Ser Supremo! Para simbolizar la inteligencia y el saber no podían haber hallado mejor modelo que la cabeza del hombre; para representar la fuerza, el cuerpo del león; como alegoría de la omnipotencia, las alas del ave. Y aquellos leones alados con cabeza humana no eran creaciones triviales, no eran producto absurdo de una fantasía alucinante, sino que su valor simbólico aparece explícitamente escrito en ellos. Inspiraron veneración a generaciones enteras y simbólicamente habían instruido a otras que hace tres mil años se hallaban en su apogeo. Por los umbrales que tales esculturas guardaban, reyes, sacerdotes y guerreros habían llevado sus sacrificios al altar mucho antes que la sabiduría oriental penetrase en Grecia y ésta dotase a su mitología de símbolos ya conocidos por los asirios. Seguramente aquellas estatuas fueron enterradas antes de la fundación de la Ciudad Eterna y su existencia era desconocida por la Antigüedad clásica. Hacía veinticinco siglos que estaban ocultas a la vista de los hombres y ahora surgían de nuevo en su antigua majestad.
Pero el escenario que las circundaba había cambiado. El lujo y la civilización de un pueblo poderoso había cedido el paso a la miseria y a la ignorancia de unas cuantas tribus semibárbaras. Al esplendor de los templos y a la riqueza de las grandes urbes han sucedido las ruinas y esos informes montones de tierra. Sobre las vastas salas que decoraban trazó surcos el arado y ondeó el trigo. Egipto posee también monumentos maravillosos que resistieron, descubiertos, erguidos durante siglos para atestiguar su poderío pretérito y su gloria. Pero aquellos otros que yo tenía entonces ante mí aparecían en aquel instante para testimoniar las palabras del profeta según las cuales antaño…
«Asur era un cedro del Líbano, de bello y frondoso ramaje, muy alto, alta su copa sobre los recios brazos». (Zefanja 2, versículos 13-15).
Y así sigue la terrible profecía:
«Y extenderá su mano en la medianoche
asesinando a Asur.
Dejará solitaria a Nínive,
árida como un desierto,
y en su seno quedarán amontonados animales de todas clases;
toros alados y erizos incluso
vivirán junto a sus columnas,
y cantarán en sus ventanas,
y en los umbrales remará la destrucción;
pues de ellos serán arrancadas las ricas placas de cedro.
Esta es aquella ciudad alegre, que vivía tan confiada
y siempre decía para sí con orgullo:
¡Sólo soy yo; ninguna más!
¡Qué desierta y fea se ha vuelto,
para que en ella sólo vivan los animales,
y quien pasa
la silba,
y le hace gestos de mofa con la mano!».
La profecía se había cumplido hacía ya muchos años, y ahora Layard sacaba a la luz del día sus milenarios vestigios enterrados.
Pronto se divulgó la noticia de aquel hallazgo y produjo tal impresión a todos los indígenas, que quedaron más o menos aterrorizados. De lejos y de cerca acudían beduinos. Se presentó también un jeque con la mitad de su tribu y todos ellos dispararon al aire sus armas de fuego en señal de júbilo. Era una fiesta brillante en honor de un mundo sumergido desde tiempo inmemorial. Así cabalgaron hasta la fosa, y dirigiendo sus miradas a aquella gigantesca cabeza blanqueada por el polvo de milenios, levantaban los brazos, admirados, e invocaban a Alá.
Con dificultad se logró convencer al jeque de que bajase a la trinchera para comprobar que aquello que estaba a punto de subir a la luz del día no era ninguna aparición, ningún djinn terrible, ni tampoco un dios. Después de lo cual exclamó:
—Esto no es obra de seres humanos, sino de aquellos gigantes increíbles, de los cuales el Profeta, que en paz descanse, ha dicho que eran más grandes que las más altas palmeras. Ésta es una de las imágenes de aquellos dioses que Noé, que en paz descanse, maldijo ya antes del Diluvio.
Mientras tanto, uno de los árabes, el primero que había visto la cabeza de la colosal estatua, se había alejado corriendo, presa de terror y abandonando los instrumentos de trabajo. Llegó a Mossul, en cuyo zoco provocó un revuelo considerable al contar nada menos que el gran Nemrod había salido de su tumba.
El cadí tomó cartas en el asunto e interrogó al árabe sobre el hallazgo. ¿De qué se trataba: de los huesos, de los restos de Nemrod, o solamente de una imagen suya, obra de los hombres? Consultado con el mufti, tomó la cosa desde el punto de vista teológico y divagó sobre si debía considerarse a Nemrod como fiel o si había de ser tenido como un perro pagano.
El nuevo bajá, sucesor del déspota recién caído en desgracia, emitió un juicio verdaderamente salomónico, consistente en recomendar a Layard que de todas formas tratase los «restos» con la máxima veneración y que por el momento suspendiese las excavaciones.
En resumen, otra prohibición de continuar. Layard consiguió una entrevista y en ella convenció al bajá de que los sentimientos de los buenos creyentes no podían ser violados por el trabajo de las excavaciones.
Un permiso que por último llegó del sultán de Constantinopla le libró para siempre de todas las molestias que le ocasionaban las autoridades locales y el fanatismo religioso de los árabes.
A partir de este momento comenzaron a surgir una escultura tras otra, reuniéndose pronto trece parejas de leones y toros alados. El palacio que Layard iba descubriendo lentamente en la esquina noroeste de la colina de Nemrod, cuyo hallazgo daba a su trabajo más fruto que los de Botta, fue identificado más tarde como el palacio de Asurnasirpal II (884-859 a. de J. C., según Weidner), el rey que trasladó su residencia de Asur, a Kalchu. Como sus antecesores y sucesores, seguía las costumbres de Nemrod, que, como dice la Biblia, «era un gran cazador ante el Señor». En este palacio, Layard halló relieves que representaban escenas de caza e imágenes de animales cuyo naturalismo influyó en la obra de no pocos artistas modernos tan pronto como fue conocido en Europa. La caza era la ocupación cotidiana de los nobles asirios, como lo confirman todas las representaciones e inscripciones. Tenían parques para los animales, precursores de nuestros jardines zoológicos denominados «paraísos», y en vastos cotos tenían gacelas y leones, donde organizaban grandes batidas y practicaban una especie de caza con red que ya no se practica en ninguna parte del mundo.
La mayor preocupación de Layard era el transporte de una de estas parejas de animales alados a Londres. Aquel verano, debido a la mala cosecha, era de esperar un recrudecimiento de las actividades de las cuadrillas de bandidos, que infestarían la comarca próxima a la capital, y aunque Layard había conseguido numerosas amistades, le pareció prudente acelerar la empresa.
Un día, la gente vio pasar un tropel de árabes y caldeos sobre el puente de madera medio carcomido de Mossul. Empujaban, tiraban y arrastraban un extraño vehículo, especie de carro gigantesco que apenas podía moverse, arrastrado por una pareja de búfalos de gran tamaño. Layard había ordenado la rápida construcción de este artefacto en Mossul. Luego, para el primer transporte, había elegido un toro y un león, dos de los ejemplares mejor conservados, aunque de los más pequeños, pues la empresa parecía arriesgada dados los escasos medios de que se disponía.
Sólo para trasladar un toro fue preciso abrir, desde el lugar del hallazgo hasta la parte exterior de la colina, una trinchera de treinta metros de longitud por cinco de anchura y hasta siete de altura. Mientras Layard se consumía de impaciencia, la empresa constituía una fiesta para los árabes. A diferencia de los fellahs egipcios, que habían acompañado a los restos de sus reyes muertos con tristeza y lamentos cuando Brugsch los trasladó Nilo abajo, nuestros buenos árabes sólo veían en el cortejo una ocasión para exteriorizar su entusiasmo profiriendo ensordecedoras exclamaciones de alegría. Y en medio de tal animación hizo deslizar al coloso sobre rodillos de madera.
Cuando Layard, después de esta primera etapa de su trabajo, coronado por tan resonante triunfo, se retiró por la noche, fue acompañado por el jeque Abd-er-Rahman. Layard tomó nota de la alocución del mismo, parte de la cual hemos transcrito al frente de este «Libro de las torres», pues se expresa en términos no exentos para nosotros de la enfática admiración árabe.
El jeque habló así:
«¡Maravilloso, maravilloso! ¡Sin duda sólo hay un Dios, y Mahoma es su profeta! En el nombre del Altísimo, oh, Bey, dime qué piensas hacer con estas piedras. ¿Gastarse tantos miles de saquitos —dinero— para tales cosas? ¿Es posible que, como dices, tu pueblo aprenda de ellos la sabiduría, o acaso, como explica Su Excelencia el Cadí, las llevas al palacio de tu reina, que adora estos ídolos como los demás infieles paganos? Pues en lo que a sabiduría se refiere, estas figuras no os enseñarán a hacer mejores cuchillos, tijeras u objetos coloreados, y los ingleses manifiestan justamente su sabiduría en la producción de tales objetos. Pero ¡Alá es grande! Aquí están las piedras enterradas desde la época del justo Noé, que en paz descanse, y acaso estaban ya bajo la tierra antes del Diluvio».
Caía la noche y en la colina de Nemrod aún reinaba un griterío ensordecedor. Se celebraba el triunfo con música y baile. Pálido y gigantesco, el toro alado seguía en su carro mirando un mundo transformado.
A la mañana siguiente se efectuó el transporte hacia el río. Los búfalos que habían de arrastrar el carro no podían con aquella inmensa carga. Layard pidió ayuda, y el jeque le proporcionó los hombres y las cuerdas que necesitaba. Juntamente con Layard, el árabe iba a caballo a la cabeza de la comitiva para indicarles el camino. Detrás de ellos bailaban los músicos tocando sus tambores y flautas.
En tercer lugar venía el carro, empujado por unas trescientas personas que gritaban cuanto podían, animados por sus capataces.
Por último, cerraba el cortejo un grupo de mujeres que enardecían a los árabes con sus agudos chillidos. Los jinetes de Abd-er-Rahman daban pruebas de su habilidad hípica, alrededor del grupo, corriendo delante unas veces, detrás otras, y fingiendo librar escaramuzas.
Pero no se habían vencido todas las dificultades. Por dos veces quedó el carro atascado; además, el trabajo de cargar las estatuas en las barcas era tan difícil que Layard sudaba de angustia; aquello no era la fácil operación de cargar las placas con relieves, mucho menos pesadas, que antes había enviado a Inglaterra. Aquel envío se había hecho vía Bagdad y Basora, puerto del golfo Pérsico, donde fueron transbordados a los buques, contando para ello con todos los medios técnicos y auxiliares necesarios. Pero ahora, por el enorme peso de los animales alados, Layard quería evitar el transbordo en Bagdad, ciudad que quedaba fuera del alcance de su influencia.
Su plan tropezó con dificultades. Los marineros de Mossul, que jamás habían llegado hasta Basora, rechazaron tal propuesta, porque algunos de ellos tenían cuentas pendientes con la justicia y estaban amenazados de cárcel en Bagdad. Aumentando el precio, Layard logró evitar dicho transbordo y con ello el peligro corrido por Botta, cuyas estatuas se hundieron en el Tigris.
Así, los gigantescos dioses, aquellos animales alados de rostro humano, viajaban después de un reposo de veintiocho siglos. Muchos kilómetros recorrieron en barca por el Tigris; y veinte mil más navegando por aguas de dos océanos para dar la vuelta al África —el actual canal de Suez fue inaugurado en 1869— y establecerse en su nueva sede: el Museo Británico de Londres.
Antes de terminar la labor de aquella temporada, Layard hizo una última inspección a las excavaciones, tomando notas en su cuaderno de apuntes. He aquí la descripción final que contiene su libro Niniveh and its remains, que en pocos años se hizo famoso:
«Subimos a la colina artificial y en la cima no se destaca ninguna de las piedras del interior; solamente se ve una forma ancha, lisa, a veces sembrada de cebada, o bien amarilla y seca, sin vegetación, donde sólo crecen algunas plantas silvestres. En algunos sitios se ven montones de tierra ennegrecida, con un agujero en el centro por donde suben delgadas columnas de humo, Son las chozas de los árabes, alrededor de las cuales se arrastran unas viejas mujeres de miserable aspecto, y también una o dos jóvenes de paso firme y muy erguidas que llevan el ánfora del agua sobre el hombro o un haz de leña en la cabeza. Por la pendiente de los lados, sin embargo, parecen salir de las profundidades unos seres de aspecto salvaje, vestidos con unas camisas ligeras, anchas y cortas, algunos saltando y haciendo cabriolas, pero todos corriendo como locos de un lado a otro. Llevan un capazo, y en cuanto llegan al borde de la colina cortada a pico, lo vacían, produciendo una nube de polvo. Con gran celeridad vuelven bailando, como antes, y gritando y sacudiendo los capazos de un lado a otro. Luego desaparecen de nuevo tan rápidamente como han salido en las entrañas de la colina. Son los obreros que sacan escombros de las ruinas.
»Por unas escaleras practicadas en la tierra descendemos ahora a la mejor trinchera. Bajamos unos veinte peldaños y nos hallamos de pronto entre una pareja de leones alados con cabeza humana que forman un portal. En el laberinto subterráneo reina gran movimiento y confusión. Los árabes corren en distintas direcciones; algunos transportan capazos llenos de tierra, otros llevan a sus compañeros recipientes con agua. Los caldeos, con sus trajes a rayas y sus gorros cónicos, trabajan con los picos en la tierra dura, y a cada golpe levantan una nube de polvo fino. De otro tajo llegan de vez en cuando las melodías cadenciosas de la música curda, y cuando los árabes oyen tal música entonan a coro sus alaridos bélicos y trabajan con más ardor.
»Pasamos entre los leones hasta las ruinas de la sala principal. En ambos lados vemos gigantescas figuras aladas; algunas, con cabeza de águila; otras, como si fuesen seres humanos que llevan en las manos símbolos misteriosos. A la izquierda hay otro portal flanqueado igualmente por leones alados. Pero uno de ellos ha caído transversalmente sobre la entrada, y apenas si hallamos sitio para pasar por debajo. Cuando conseguimos salvar este portal hallamos otra figura alada y dos losas con bajorrelieves, tan deterioradas que apenas si podemos distinguir la más leve huella del objeto reproducido.
»Más allá, nos es imposible reconocer un muro, a pesar de haber seguido la trinchera más honda. También la parte opuesta de la sala ha desaparecido y allí vemos tan sólo un alto muro de tierra. Un examen más detenido descubre huellas de paredes, antaño ladrillos de barro sin cocer, que ahora tienen el mismo color que la tierra que los envuelve.
»Se hallan de nuevo en pie las placas de alabastro antes caídas y, por entre ellas, penetramos en un laberinto de pequeños bajorrelieves que representan carros, jinetes, batallas y asedios. Acaso los obreros levanten una nueva placa, por lo que nosotros esperamos un rato llenos de impaciencia y curiosidad para ver qué nuevo acontecimiento de la historia asiria, qué costumbre desconocida o qué ceremonia religiosa nos explicará el relieve grabado en la misma.
»En cuanto hemos andado unos cien pies entre estos escombros diseminados, vestigios de la historia y la cultura del pueblo asirio, llegamos a una puerta formada por dos gigantescos toros alados de piedra caliza amarilla. Uno está entero, pero a su pareja se le ha desprendido la cabeza humana, que ahora yace a nuestros pies.
»Seguimos andando y vemos otra figura alada que tiene en las manos una flor delicada que presenta al toro alado como si fuera una ofrenda. Junto a esta figura hallamos ocho hermosos bajorrelieves. Uno de ellos representa al rey en la caza y triunfante sobre el león y el toro salvaje; otro, el asedio de un castillo en el cual los asaltantes emplean el ariete. Ahora hemos llegado al final de la sala y tenemos ante nosotros una figura trabajada con especial arte: dos reyes ante el símbolo de la divinidad, acompañados por dos figuras aladas entre las cuales se ve el sagrado árbol de la vida. Ante este relieve se halla la piedra donde antaño estaría el trono del monarca asirio, cuando recibía a los enemigos prisioneros o a sus cortesanos.
»A la izquierda hay otra salida, guardada por dos leones, que queda al borde de un hondo precipicio sobre el cual se eleva, muy por encima de nosotros, la masa de estas sublimes ruinas. En los muros contiguos a dicha puerta se ven figuras de prisioneros llevando tributos: pendientes y brazaletes, así como dos toros gigantescos y dos figuras aladas, situadas ya al mismo borde, que miden más de catorce pies.
»Como en esta parte la montaña de ruinas queda cortada a pico, formando un precipicio, tenemos que dar un rodeo, y entrando por la puerta de los toros amarillos damos con una estancia decorada enteramente por figuras con cabezas de águila; a un extremo se halla una puerta flanqueada por dos sacerdotes o divinidades; y en el centro, otra puerta con dos toros alados. Cualquier dirección que elijamos nos lleva a una multitud de habitaciones, y quien no conozca bien aquel laberinto se expone a perderse, pues, además, los escombros se han ido amontonando generalmente en el centro de las habitaciones y la obra de descombro realizada consiste en un laberinto de pasillos estrechos, una de cuyas paredes está recubierta de placas de alabastro y la otra es un gran montón de tierra que por algún punto deja ver medio enterrada alguna que otra vasija rota o un ladrillo barnizado con brillantes colores.
»Recorrer estas galerías para ver de prisa las extrañas esculturas o las numerosas inscripciones que allí se ofrecen nos lleva de una a dos horas. Aquí vemos largas hileras de reyes acompañados por sus eunucos y los sacerdotes; más allá, otras hileras, igualmente de figuras aladas, que, llevando picas y emblemas religiosos, parecen dirigirse al místico Árbol de la Vida.
»Otras entradas, siempre formadas por leones o parejas de toros, nos conducen a las demás habitaciones. En cada una de ellas se hallan nuevos motivos de curiosidad y asombro. Cansados, salvamos por último una fosa, por la parte opuesta a la entrada; salimos del edificio y nos hallamos de nuevo en la amplia meseta que la tierra ha formado sobre la montaña de ruinas de la ciudad».
Y Layard, que está sumamente impresionado, añade: «Sobre este campo, yermo en parte, y en parte cultivado, poblado por las tiendas de los beduinos, en vano buscamos huellas de los maravillosos restos que acabamos de contemplar; casi nos sentimos inclinados a creer que hemos soñado o que acabamos de oír la narración de un cuento oriental. Muchos que acaso más tarde pisen de nuevo este lugar, cuando la hierba haya cubierto de nuevo por completo las ruinas de los palacios asirios, sospecharán que yo les he contado una visión».