Capítulo XX

EL DESCIFRAMIENTO DE LA ESCRITURA CUNEIFORME

¿En qué manos cayó dicha obra? ¿Quién leyó sus tomos tercero y cuarto? ¿Quién comprendía las inscripciones en ella coleccionadas?

La historia de todas las obras científicas demuestra que desde el descubrimiento hasta la utilización práctica de sus resultados puede pasar mucho tiempo.

Mas cuando Botta, además de las esculturas, coleccionaba también ladrillos cubiertos de aquellos extraños signos cuneiformes; cuando ordenó sacar copia en dibujo y mandar estos dibujos a París, sin tener él mismo idea de cómo podrían leerse tales signos, ya había en toda Europa y el Próximo Oriente gran número de sabios que tenían, desde hacía años, la clave de su lectura. Exactamente cuarenta y siete años. Y para avanzar en el desciframiento sólo necesitaban abundantes inscripciones nuevas, auténticas y más variadas de las que hasta entonces habían estudiado. Pero ya se habían marcado los hitos fundamentales para el desciframiento de los sistemas de la escritura cuneiforme antes de descubrirse el primer muro del palacio de Sargón, antes de saberse nada de Nínive, donde Layard trabajaba ahora, cuando no se sabía más que lo contado por la Biblia. Después de los trabajos iniciales de Botta, seguidos por los descubrimientos de Layard y enriquecidos por los conocimientos de un inglés audaz que tan sólo para copiar una inscripción se arriesgó a descender por las rocas colgado de una cuerda sujeta a un juego de poleas, los resultados de aquella excavación, los descubrimientos, los desciframientos, las correcciones y los conocimientos filosóficos e históricos sobre los pueblos antiguos en general confluyeron, en sólo diez años, en un material arqueológico tan sólido, que a mediados del siglo pasado los medios científicos podían ya sacar inmediatamente todas las consecuencias de cada descubrimiento que se hiciera.

Es curioso que el primer hombre que dio un paso decisivo para el desciframiento de las escrituras cuneiformes no estuviera impulsado por la curiosidad científica, sino por una razón muy trivial.

Fue un alemán, en 1802, maestro auxiliar de la escuela comunal de Gotinga, un esperanzado joven de veintisiete años, quien descifró con método, que bien merece la calificación de genial, las primeras diez letras de una escritura cuneiforme. ¡Y lo hizo por una apuesta!

Desde el siglo XVII tenemos noticias de la existencia de las escrituras cuneiformes. El viajero italiano Pietro della Valle envió las primeras copias a Europa; Aston comunicó, en 1693, en las Philosophical Transactions, dos líneas reproducidas por cierto Flower, agente de la East Indian Company de Persia. Las noticias más sensacionales no solamente sobre escrituras y monumentos, sino también sobre el país y los habitantes de aquellas regiones, las transmitió Karsten Niebuhr. Este ciudadano de Hannover, al servicio de Federico V de Dinamarca, entre 1760 y 1767 viajó con otros investigadores por Oriente. Pero pasado el primer año, todos cuantos participaban en la expedición habían fallecido, excepto Niebuhr, hombre intrépido, que siguió solo el viaje, regresó sano y salvo, y con su «Descripción de viaje de Arabia y de los países limítrofes», publicó el libro que Napoleón llevaba siempre consigo en su viaje a Egipto.

Las primeras copias de escritura cuneiforme que después de muchos rodeos llegaron a Europa, no solían proceder del territorio asirio-babilónico, interpretando esta denominación en el sentido geográfico más estricto. Incluso en el siglo XVIII, el famoso orientalista inglés Hyde declaraba que se trataba de adornos en piedra, no escritura; casi todos estos ejemplares procedían de unas ruinas situadas a siete millas al nordeste de Schiras, gigantesco montón de escombros que ya Niebuhr había considerado con razón como restos de la vieja Persépolis.

Estas ruinas de Persépolis pertenecen a una cultura más reciente que la sacada a la luz por la pala de Botta en el año 1840. Son los restos de la residencia de Darío y de Jerjes, del inmenso palacio que destruyó Alejandro Magno durante una bacanal, «cuando ya había perdido el dominio de sus sentidos», según dice Diodoro. Y Clitarco nos cuenta la misma bacanal, pero añade que fue la bailarina ateniense Tais la que, en la embriaguez de la danza, arrancó una antorcha del altar y la arrojó entre las columnas de madera del palacio, y que luego Alejandro, que estaba bebido, la imitó. (Droysen, en su Historia del Helenismo, dice de estos relatos que en ellos «se han inventado leyendas con gran ingenio, pero a costa de la Historia»). Los príncipes medievales del islamismo residían aún en tal palacio; pero después las ovejas pacían entre sus ruinas. Los primeros viajeros lo saquearon, y no hay apenas ningún gran museo que no pueda presentar fragmentos de relieves persepolitanos.

Flandin y Coste dibujaron estas ruinas; Andreas y Stolze las fotografiaron en 1882. El palacio de Darío sirvió de cantera, exactamente lo mismo que en el Coliseo de Roma. En el siglo pasado, de decenio a decenio, se pudo seguir la progresiva desaparición de las ruinas. De 1931 a 1934, Ernst Herzfeld, por encargo del «Oriental Institut» de la Universidad de Chicago, dirigió las primeras investigaciones verdaderamente metódicas de este campo de ruinas, que al mismo tiempo sirvieron para ensayar unos métodos eficaces para su conservación.

En esta comarca, las culturas se sobreponen como en ninguna otra parte; sirva como ejemplo de ello lo siguiente: un árabe lleva a un arqueólogo algunas placas de arcilla, acaso procedentes de la región de Behistún, cubiertas de escritura cuneiforme, en las que se habla de Darío, el rey persa. El arqueólogo, que tiene siempre a mano su Heródoto, busca datos del historiador griego y de las nuevas exploraciones, y sabe que Darío estaba en el apogeo de su poderío alrededor de 500 años a. de J. C., época en que formó el centro de un gigantesco imperio. Examinando otras placas, halla alusiones sobre la sucesión de las antiguas generaciones, sobre la guerra, las devastaciones y empresas mortíferas.

Puede hallar también alusiones a Hamurabi, por ejemplo; a otro imperio gigantesco que estaba en su más alto esplendor hacia 1700 a. de J. C., o al rey Senaquerib, que, a fines del siglo VII, creó también un tercer imperio gigantesco. Y para terminar el ciclo de los imperios, el arqueólogo no tiene más que seguir a su árabe. En la próxima esquina, éste se acurruca junto a un corro de personas y, fascinado, sigue el relato de un hombre que explica cuentos, y con voz monótona y largas pausas habla de Harum, el califa maravilloso que hacia el año 800, cuando el Occidente se hallaba ya gobernado por Carlomagno, alcanzó la cumbre de su poderío y de su máxima sabiduría. Si añadimos a ello nuestros conocimientos más recientes sobre el país de los dos ríos, podremos afirmar que entre Damasco y Schiras florecieron en la antigüedad grandes centros de cultura que dominaban sobre extenso ámbito y siempre ejercieron una influencia muy poderosa sobre el mundo antiguo. Estas culturas, desarrolladas en tan reducido ámbito, pero entrelazándose y fecundándose mutuamente aunque independientes una de otra, dieron sus frutos por espacio de más de cinco milenios.

Cinco milenios de historia de la Humanidad, a menudo terrible, pero también frecuentemente sublime. Comparada con esta riqueza que se presentaba ante el arqueólogo en el país de los dos ríos, las nueve capas que Schliemann halló en su excavación de las ruinas de Troya constituían un problema elemental, pues de aquéllas solamente una tenía verdadero valor histórico. Las capas de civilización de escaso valor son innumerables en Mesopotamia; únicamente una ciudad de la época acadia del siglo III a. de J. C. presentaba cinco capas diferentes de civilización y por aquella época no existía aún Babilonia.

Los inmensos períodos de tiempo que ello supone hicieron que evolucionasen no sólo los idiomas, sino también las escrituras. Al igual que los jeroglíficos, no eran todos idénticos. La escritura cuneiforme tampoco lo fue. Los documentos que Botta enviaba a París tenían un aspecto completamente distinto a los que Niebuhr había traído de Persépolis. Por eso, en las primeras publicaciones sobre el desciframiento de la escritura cuneiforme no se habla de inscripciones asirias o babilónicas, sino tan sólo de persepolitanas. Aquellas placas, que cuentan dos milenios y medio, habrían de convertirse en la clave de todas las que después surgirían de las ruinas de los valles del Éufrates y el Tigris.

Su desciframiento es genial. Es una de las obras maestras del cerebro humano y debe parangonarse con las mayores realizaciones científicas y técnicas del espíritu.

El 9 de junio de 1775 nació en Münden (Alemania) Georg Friedrich Grotefend. Primero en su pueblo natal y luego en Ilefeld, se preparó para la enseñanza y luego estudió Filología en Gotinga; en 1797 era maestro auxiliar en una escuela comunal; en 1803, pro-rector; luego co-rector en el Instituto, en Francfort del Main; en 1817 fundó una sociedad de filólogos; en 1821 fue nombrado director del Liceo en Hannover; en 1849 fue jubilado como correspondía a un funcionario oficial y falleció el 15 de diciembre de 1853.

A los veintisiete años de edad, ese hombre, cuya vida es la de un ciudadano honrado, de costumbres moderadas y libre de extravagancias, hallándose en una reunión entre amigos donde se había bebido algo, tuvo la idea de hacer la apuesta verdaderamente absurda de comprometerse a hallar la clave para descifrar la escritura cuneiforme. Lo único que tenía a su disposición eran algunas malas copias de inscripciones persepolitanas. Pero afrontó el problema con despreocupación juvenil y logró lo que los mejores especialistas de la época habían considerado imposible.

En el año 1802 presentaba a la Academia de Ciencias, en Gotinga, los primeros resultados de sus investigaciones, que aun hoy, entre la abundancia de tratados filológicos posteriores que desde hace mucho han perdido interés y se han olvidado, todavía destacan y que intituló: «Artículos para la interpretación de la escritura cuneiforme persepolitana».

Los datos previos que Grotefend pudo adquirir fueron los siguientes:

Las inscripciones de Persépolis revelaban características muy diversas. En algunas placas había tres tipos diferentes de escritura, paralela, en tres columnas claramente separadas. Sobre la historia de los antiguos persas y los reyes de Persépolis se sabía bastante; por lo tanto, el joven humanista Grotefend estaba bien enterado de lo que dejaron escrito los autores griegos. Se sabía que Ciro, hacia el año 540 a. de J. C., venció a los babilonios y fundó el primer gran Imperio persa, determinando así la decadencia de Babilonia. Parecía lógico, pues, que por lo menos una de aquellas inscripciones estuviera escrita en el idioma de los conquistadores. Cabía otra hipótesis también, y es que con probabilidad la columna de en medio, por la tendencia general a colocar lo más importante en el centro, fuese la escrita en el antiguo idioma persa. Además, a cuantos examinaban la escritura les había llamado la atención un grupo de signos que se repetían con mucha frecuencia. Se sospechaba que el grupo de signos podría significar la palabra «rey», conclusión que admitían los que habían adquirido conocimientos sobre las inscripciones en los monumentos —epigrafía—, mientras que el signo individual, una cuña de la parte superior izquierda a la inferior derecha, se interpretaba como el signo de separación de las palabras.

Esto era todo lo que se sabía. Muy poco, pues estas hipótesis ni siquiera indicaban con seguridad cuál era la parte superior e inferior de las placas.

Grotefend, que desde su juventud estaba acostumbrado a hacer las cosas con exactitud, dio comienzo por lo más elemental. Champollion, que veinte años después descifró los jeroglíficos, no se halló ante un problema tan complicado.

Grotefend no tenía ninguna lápida en tres idiomas que le ofreciera una clara traducción, pues desconocía los tres idiomas y escrituras que aquí aparecían. Por lo tanto, partía del simple estudio minucioso del texto.

Comenzó comprobando que los signos cuneiformes eran escrituras y no un adorno. Luego, por falta completa de toda forma redonda, dedujo que no era un procedimiento apto para la «escritura», sino que valía sólo para el grabado en materia sólida. Hoy día sabemos que las dificultades de manejo que a primera vista nos parecen tan grandes no eran obstáculo para regular las relaciones políticas y económicas del país de los dos ríos y de la antigua Persia hasta la época de Alejandro Magno. Los escribas, en vez de tomar dos cuartillas y una hoja de papel carbón, tomaban dos placas de arcilla recién fabricadas, aún blandas, y con una caña afilada grababan sus notas de pedido, conservaban un ejemplar y entregaban el otro, que era una copia exacta, después de haberlas cocido rápidamente en un horno, con lo que se endurecían al instante de tal modo que eran más resistentes que cualquier clase de papel, como lo demuestra el que al cabo de tres mil años puedan legarnos noticias exactas.

Luego demostró Grotefend que las cuñas tendían preferentemente hacia cuatro direcciones, pero siempre de tal modo que la dirección principal era de arriba abajo o de izquierda a derecha. Los ángulos formados por dos cuñas se abren siempre hacia la derecha. De estas comprobaciones, aparentemente sencillas, dedujo como primera conclusión la manera de considerar las inscripciones:

Debemos ponerlas de manera que las puntas de las cuñas verticales vayan siempre hacia abajo, las de las cuñas transversales a la derecha, y que los ángulos se abran a la derecha. Si se observan estas indicaciones, veremos que ninguna escritura cuneiforme se halla trazada en dirección perpendicular, sino siempre en dirección horizontal, y que las figuras colocadas a su lado, en las gemas y en los sellos cilíndricos, nada tienen que ver con la dirección de la escritura.

Al mismo tiempo, dedujo que la escritura debía leerse de izquierda a derecha —cosa que sólo al hombre occidental le parece lógico—, pues los idiomas orientales —árabe, hebreo—, por ejemplo, se escriben de derecha a izquierda.

Pero todo esto servía poco para el desciframiento, y Grotefend se hallaba ahora a punto de dar el paso decisivo. El hecho de que fuera capaz de darlo, demuestra su genio.

La característica principal del genio consiste, sobre todo, en la facultad de ver de manera sencilla lo que es complicado, y de reconocer al instante el principio ordenador que en el fondo posee todo problema complejo. La idea verdaderamente genial de Grotefend fue de una simplicidad asombrosa.

No es de suponer, se dijo, que hayan cambiado ciertas costumbres en el estilo epigráfico de las inscripciones en monumentos. Las copias de escrituras cuneiformes que tenía a la vista eran de inscripciones halladas en monumentos.

El «descanse en paz» de las tumbas occidentales se hallaba ya en las de nuestros abuelos y tatarabuelos, siempre invariable, y probablemente seguirá presidiendo las de nuestros hijos y nuestros nietos. ¿Por qué, pues, las invariables palabras iniciales de los actuales monumentos persas no se hallarían también en los monumentos persas más antiguos, siempre que una de las columnas tuviese su texto en antiguo persa, como se sospechaba? ¿Y por qué no empezarían también las inscripciones persepolitanas, como siempre empiezan las inscripciones más recientes que él conoce?, y que dicen:

«X, gran rey, rey de reyes, reyes de A y B,

hijo de Y, gran rey, rey de reyes…».,

Es decir, con enumeración estereotipada de la sucesión de generaciones. Esta idea era la continuación genial de la hipótesis, por él expuesta, de que uno de los grupos que más se repiten podría muy bien significar las siguientes conclusiones: Si ello era justo en el sentido literal, la primera palabra tenía que corresponder al nombre rey; luego debía seguir una cuña oblicua, que separaba las palabras; después tenían que seguir dos palabras, una de las cuales debería ser la palabra «rey», y ésta se hallaría muy repetida en la primera parte de la inscripción.

Sigamos avanzando algo más con la exposición somera de las nociones siguientes que Grotefend dedujo y que fueron haciéndose cada vez más complicadas. Se requiere poca fantasía para imaginar la sensación de triunfo cuando el joven Grotefend, maestro auxiliar, en su tranquila villa de Gotinga, a millares de kilómetros del lugar donde se hallaban los originales de su escritura cuneiforme, comprobó y descubrió que sus hipótesis eran exactas. No, esto es decir demasiado. Ciertamente, él halló varias veces el orden de las palabras tal como había calculado, y también halló la palabra que debía decir «rey». Pero ¿encontraría alguna persona que admitiese como prueba aquella convicción suya? Y ¿qué se habría logrado avanzar, en rigor, con tal descubrimiento?

Resumiendo: lo conseguido hasta entonces descubría que en casi todas las lápidas de inscripciones que estaban a su disposición, hallaba sólo dos versiones distintas en los primeros grupos.

Por mucho que comparase, siempre daba con estos dos grupos, con las mismas palabras iniciales que, según su teoría, deberían representar el nombre de un rey, también halló inscripciones que contenían ambos nombres a la vez.

En la mente de Grotefend las ideas brotaron a borbotones. Siguiendo su teoría, esto sólo podía significar que todos los monumentos cuyas copias tenía delante estaban inspirados solamente por dos reyes. Y lo más probable era que, como en algunas de las planchas tales reyes aparecían citados uno después del otro, debería tratarse de padre e hijo.

Si los nombres aparecían separados, detrás del nombre de uno se hallaba el signo de rey, pero detrás del nombre del segundo, no. Por lo tanto, siguiendo tal teoría, debía tratarse de la disposición esquemática siguiente:

«X, rey, hijo de Z

Y, rey, hijo de X, rey…».

Recordemos que, hasta aquí, todo cuanto Grotefend pensaba era hipotético; sólo se basaba en la reiteración de algunos signos, en su repetición constante y en su orden. Puede uno imaginarse cuál sería la emoción febril que Grotefend sintió cuando de repente, al examinar el esquema anterior, vio ante sus ojos, clara y rotundamente, el camino para una prueba efectiva, irrefutable de sus teorías. Que el lector preste atención antes de seguir la lectura, y lo examine detenidamente. ¿Qué es lo que ahí llama la atención? ¿Cuál es la incógnita, el vacío?

Digámoslo claramente: la falta de una palabra. Precisamente la omisión de la palabra «rey» detrás del nombre que en el esquema aparece con «Z».

Si tal disposición es exacta indica una sucesión de generaciones —abuelo, padre e hijo—, de los cuales el padre y el hijo fueron reyes, pero el abuelo no. Y Grotefend, aliviado, se dijo: «Si en la serie de los más famosos reyes persas logro hallar un grupo de generaciones que coincida con este esquema tendré la prueba evidente de que mi teoría es acertada, y habré descifrado las primeras palabras de la escritura cuneiforme».

Y ha llegado el momento de dejar que el mismo Grotefend hable de aquella fase decisiva de su intento:

«Estaba completamente convencido de que tenía que buscar los nombres de dos reyes de la dinastía de los aqueménidas, porque las referencias de los griegos, contemporáneos suyos y narradores extensos, me parecían las fidedignas; así, empecé a examinar la serie de los reyes y a comprobar cuáles eran los nombres que se adaptaban con más facilidad a las características de las inscripciones. No podía tratarse de Ciro y de Cambises, porque los dos nombres de ambas inscripciones no tenían la misma letra, ni podían ser Ciro y Artajerjes, porque el primer nombre, en comparación con el segundo, era demasiado corto, y el otro demasiado largo. Por lo tanto, quedaban sólo los nombres Darío y Jerjes, ya que éstos se amoldaban tan fácilmente a los caracteres, que no podían ofrecer duda. A esto se añadía que en la inscripción del hijo se atribuía también el título del rey al padre, pero no sucedía así en la inscripción del padre con respecto al abuelo, observación que se confirmaba a través de las inscripciones persepolitanas en todas las formas de escritura».

Tal fue la prueba. Grotefend no era el único que podía creer en su teoría, sino que también el crítico más objetivo tenía que someterse al rigor de aquella lógica deducción.

Pero faltaba dar el último paso. Hasta entonces, Grotefend había partido de la grafía de los nombres de los reyes tal como la había transmitido Heródoto. Por eso sigue basándose en el nombre del abuelo que él conocía:

«Como por el desciframiento exacto de los nombres yo conocía ya más de doce letras, y entre ellas estaban todas las del título del rey menos una, hacía falta dar forma persa a aquellos nombres, conocidos sólo en su versión helénica, para descubrir, por la exacta determinación del valor de cada signo, el nombre del rey y el idioma en que las inscripciones podían estar escritas. En el Zend Avesta, título colectivo de los libros sagrados persas, aprendí que el nombre de Histaspes dado por los griegos era en persa Goschasp, Gustasp, Kistasp o Wistasp, con lo que tenía las siete primeras letras en el nombre de Histaspes, en las inscripciones de Darío, y en las últimas tres las había adivinado ya por la comparación de todos los títulos de los reyes».

Se había dado, pues, el primer paso.

Lo que siguió sólo fueron correcciones. Es extraño que pasasen más de treinta años hasta que se pudieran hacer descubrimientos verdaderamente decisivos. Tales progresos se relacionaban con los nombres del francés Émile Burnouf y del noruego Christian Lassen, cuyas investigaciones se publicaron en el año 1836.

Hay una cosa todavía más extraña. Son muchos los que conocen el nombre de Champollion, que descifró los jeroglíficos, pero muy pocos el nombre de Grotefend. No se cita, e incluso algunos diccionarios de nuestra época no lo mencionan, o hacen sólo una breve alusión en algunas bibliografías. Y sin embargo, únicamente a él le corresponde prioridad en este descubrimiento decisivo, cuya importancia histórica sólo se reveló con las magníficas excavaciones del país de los dos ríos.

Decimos la prioridad, porque con el desciframiento de la escritura cuneiforme sucedió exactamente lo mismo que con muchos otros descubrimientos o inventos del espíritu humano: que fueron hechos dos veces.

Independientemente de Grotefend, lo descubrió también un inglés. Y, cosa extraña, no solamente más tarde que Grotefend, sino también más tarde que sus correctores Burnouf y Lassen, ya que su primera interpretación fundamental se publicó en 1846. Nos referimos a Robinson.

Pero fue privilegio indiscutido de Robinson el superar todo cuanto sus predecesores habían descubierto; él logró que los conocimientos sobre escritura cuneiforme de los especialistas de las universidades saliesen de su estado de ensayo y se convirtieran en tema de enseñanza útil para el uso de los muchos hombres que trabajaban con el material de inscripciones que se presentaba cada vez más abundante. En efecto, un día se halló toda una biblioteca: ¡una biblioteca de placas de arcilla! Pero ésta es una historia que narraremos más adelante. Una idea de la riqueza de material que ocultaba el país de los dos ríos nos la da el siguiente hecho: el número de placas de escritura cuneiforme descubiertas por la expedición del americano de origen alemán V. Hilprecht de los años 1888 a 1900, en Nippur, era tan inmenso que aún hoy no han terminado su desciframiento y su publicación.