Capítulo XIX

BOTTA ENCUENTRA LA CIUDAD DE NÍNIVE

Aram-nacharaim, Asiria entre ríos. Así se llamaba en el Antiguo Testamento al país de los dos ríos. Allí estaban las ciudades sobre las cuales se vertió la cólera divina. Allí, en Nínive, y más al sur, en la gran Babel, gobernaban los terribles reyes que adoraban a otros dioses y que por ello fueron exterminados de la faz de la tierra.

Nosotros conocemos aquel país con la denominación de Mesopotamia, que en griego quiere decir lo mismo: entre ríos. Hoy día se llama Irak, y Bagdad es su capital. Al Norte limita con Turquía, al Oeste con Siria y Jordania, al Sur con la Arabia Saudita, y al Este con Persia, hoy llamada Irán.

En Turquía nacen los dos famosos ríos que convierten al país en cuna de una cultura, como el Nilo hizo con Egipto. Aquí se llaman Éufrates y Tigris. Corren de Noroeste a Sudeste, se unen poco antes de llegar a Basora, cosa que no sucedía en la antigüedad, y vierten sus aguas en el golfo Pérsico. Asiria, el antiguo país de Asur, se extiende, al Norte, a lo largo del Tigris, río de corrientes muy caudalosas. Babilonia, el antiguo reino de Sumer y Acad, se extiende, al Sur, entre el Éufrates y el Tigris, hasta las verdes aguas del golfo Pérsico. En un diccionario del año 1867, en la voz Mesopotamia, hallamos la siguiente observación: «Este país conoció su apogeo durante los dominios asirio y babilónico. Con los árabes, fue sede de los califas y alcanzó un nuevo período de esplendor. Su decadencia comenzó con las invasiones de los seldjúcidas, de los tártaros y de los turcos, y en nuestros días es un desierto en gran parte deshabitado».

En este páramo se elevan las misteriosas colinas, llanas por arriba, con bordes escarpados y muchas hendiduras, abiertas como las del queso de oveja seco que hacen los beduinos. Tales colinas despertaron de tal modo la fantasía de algunos hombres, que aquí, en el país de los dos ríos, la arqueología pudo celebrar sus primeros grandes triunfos como ciencia de la excavación.

Paul Emile Botta hizo, ya de joven, un viaje alrededor del mundo. En 1830 entró como médico al servicio de Mohamed Alí y tomó parte en una expedición egipcia a Sennaar, cuando aún coleccionaba insectos. En 1833, el Gobierno francés le nombró cónsul en Alejandría. Emprendió un viaje a Arabia y escribió sobre aquel país un extenso libro. En 1840 fue nombrado agente consular en Mossul, ciudad situada en la parte alta del Tigris. Cuando el sol se dirigía a su ocaso y Botta huía del bochornoso calor de los bazares y cabalgaba hacia la campiña, contemplaba aquellas extrañas colinas…

No era el primero a quien las famosas colinas llamaran la atención. Otros viajeros, Kinneir, Rich, Ainsworth, habían sospechado también que bajo tales montículos podía haber ruinas. El más interesante de todos estos científicos era C. J. Rich, niño prodigio como Champollion, que empezó el estudio de los idiomas orientales a los nueve años de edad; a los catorce estudiaba ya el chino, a los veinticuatro era consignatario de la East Indian Company, en Bagdad, y efectuó por el país de los dos ríos muchos viajes que proporcionaron un botín precioso a la ciencia de aquella época. Las diplomacias inglesa y francesa han proporcionado más hombres de talla universal a la ciencia y al arte que, por ejemplo, los rusos, alemanes o italianos; hombres que han sido representantes eximios de sus países en el extranjero por su carácter siempre algo aventurero y por su capacidad para compaginar sus trabajos científicos y artísticos, lo mismo que su interés por las manifestaciones elevadas del espíritu humano, con un alto sentido de las necesidades políticas. Nuevos ejemplos de lo que decimos, en época más reciente, los hallamos en Francia en las personas de Paul Claudel y de André Malraux, y en Inglaterra, en la figura del coronel T. E. Lawrence.

A esta clase de hombres pertenecía también Botta. Emile Botta era médico y se interesaba por las ciencias naturales; diplomático de afición y profesión, sabía aprovechar todas sus abundantes relaciones en sociedad para sus gustos, y su curiosidad no tenía límites; pero no era arqueólogo. Los únicos conocimientos útiles para su futuro eran el idioma de los indígenas, la facultad adquirida en sus viajes para entrar en relaciones amistosas con los adeptos del Profeta, y por último una energía sin límites que ni el clima del Yemen, a menudo mortífero, ni las llanuras pantanosas del Nilo habían podido aniquilar.

Con todo este bagaje emprendió su labor. Si examinamos en perspectiva sus métodos, veremos que no partía de un plan, ni de una hipótesis audaz y que en el fondo no se basaba más que en una esperanza vaga, mezclada con una gran curiosidad, ya que, al final, su triunfo le sorprendió a él mismo tanto como al mundo entero.

Noche tras noche se encerraba en su despacho y con una tenacidad sin igual estudiaba el paisaje de los alrededores de Mossul. Fue visitando casa por casa, choza por choza, y en todas partes hacía la misma pregunta: ¿Tenéis antigüedades? ¿Jarros antiguos? ¿Algún vaso antiguo? ¿De dónde habéis sacado los ladrillos con que habéis construido este establo? ¿De dónde proceden estos trozos de arcilla con estos extraños signos cuneiformes?

Compraba todo lo que le presentaban; pero cuando intentaba que los hombres le enseñasen el lugar de dónde provenían las piezas, aquéllos se encogían de hombros, se limitaban a rezar el estribillo de que Alá es grande y que seguramente por eso había esparcido aquellos trozos de barro duro por todas partes, y que buscase a su alrededor.

Botta, al darse cuenta de que preguntando a la gente fracasaba en su empeño en localizar un lugar de hallazgos, decidió hincar la piqueta en la primera colina que se le presentara, que fue cerca de Kuyunjik.

Ésa no era la predestinada a Botta en aquel primer año de excavaciones. Y otro descubriría después que en tal colina se ocultaba un palacio de Asurbanipal, el Sardanápalo de los griegos. Botta, por su parte, cavó en vano.

Hemos de imaginarnos lo que significaba resistir tales trabajos siempre infructuosos; lo que significaba tan dura labor sin sentir el apoyo de una leve indicación, llevado sólo por la vaga idea de que aquellas colinas debían ocultar algo que valdría la pena, pero sin encontrar más que trozos de ladrillo cubiertos de aquellos signos que nadie sabía descifrar, algún torso de estatua tan deshecho que no se podía adivinar su conjunto, o que parecía tan primitivo que ni la fantasía más poderosa era capaz de sacar nada de ellos. Y así, días tras día, semana tras semana, mes tras mes. Así durante un año entero.

Lo extraño es que Botta, transcurrido este primer año de prestar atención a los muchos informes falsos de los indígenas, no hiciera el menor caso a un árabe charlatán que, en su jerga abundante en imágenes, le habló de una colina donde hallaría todas aquellas cosas que el francés buscaba. Le echaba ya del campamento cuando el árabe, insistiendo cada vez más, precisó que él era de un pueblo alejado y que allí se había enterado de los deseos del francés, que él apreciaba a los franceses y que quería ayudarle. ¿El francés buscaba ladrillos con inscripciones? Pues bien, en Korsabad, su pueblo natal, los había a montones. Él lo sabía muy bien, ya que su propio horno lo había construido con tal clase de ladrillos y todos los del pueblo lo hacían siempre así.

Por fin, Botta envió con él a algunos de sus hombres. Tuvieron que recorrer unos dieciséis kilómetros hasta llegar a Korsabad.

El hecho de que Botta enviase esta pequeña expedición hizo inmortal su nombre en la historia de la arqueología. En cambio, el nombre de aquel árabe se lo ha llevado el viento. Botta fue el primero en sacar a la luz del día los primeros restos de una cultura que floreció durante casi dos milenios, y que quedó luego sepultada por otros dos milenios y medio más bajo una tierra olvidada por todos los hombres.

Una semana después de haber enviado Botta a su gente a explorar el terreno, regresó un mensajero muy excitado. Contó que apenas habían hundido el pico tropezaron con unas murallas, y cuando se limpió el primer barro de las piedras habían quedado al descubierto inscripciones, relieves, esculturas de animales fabulosos…

Botta montó a caballo y se trasladó a aquel lugar; pocas horas después se había introducido en una fosa y admiraba las más extrañas figuras; hombres barbudos, animales alados, figuras que rebasaban todo cuanto la imaginación puede concebir en formas, tales como en Egipto no se habían visto jamás, como nunca se habían presentado a la mirada de un europeo. Unos días más tarde fue en busca de toda su gente de Kuyunjik. Entraban en acción el pico y la pala. Aparecían restos de muralla cada vez en mayor número. Hasta que llegó el momento en que Botta ya no tenía la menor duda de que, si no la ciudad de Nínive, había descubierto por lo menos uno de los palacios más notables de los antiguos reyes asirios.

Llegaba el momento en que ya no podía ocultar a los demás tal noticia, y la comunicó a París, a Francia, al mundo.

«Creo —escribió con orgullo, y en grandes caracteres lo anunciaron así los periódicos— que soy el primero en haber descubierto esculturas que con todo fundamento se pueden atribuir al período de apogeo de Nínive».

El descubrimiento del primer palacio asirio no fue sólo una noticia sensacional en la Prensa europea, sino también una novedad de primera categoría para la ciencia. Hasta entonces se había creído que la cuna de la Humanidad estaba en Egipto, pues en ninguna parte como en el país de los faraones y sus momias era posible remontarse hasta tan lejos en la Historia de los hombres. Del país de los dos ríos sólo hablaba la Biblia, que para la ciencia del siglo XIX era una simple «colección de leyendas». Se daba más importancia a las veladas alusiones de los escritores antiguos, que aunque no increíbles, eran a menudo contradictorias y no concordaban con los datos de la Biblia.

Por eso el descubrimiento de Botta significaba, ni más ni menos, la confirmación de que en el país de los dos ríos había florecido una civilización por lo meros tan antigua, acaso más, si creemos lo que afirma la Biblia, y que esta cultura había alcanzado un desarrollo poderoso y magnífico hasta que fue exterminada a sangre y fuego.

Francia estaba entusiasmada y de manera generosa se movilizaron todos los medios para facilitar a Botta la continuación de sus trabajos. Excavó durante tres años, desde 1843 hasta 1846, trabajando contra el clima, contra las estaciones, contra los indígenas, y contra el bajá, el gobernador turco a quien se hallaba sometido el país y que era un déspota. Este funcionario de la administración turca, ávido de riqueza, sólo veía una explicación a los esfuerzos de Botta: ¡sin duda buscaba oro!

Detuvo a los obreros indígenas de Botta, les amenazó con la tortura y la cárcel, en un intento de hallar los motivos del misterio del francés; rodeó con guardias la colina en torno a Korsabad y envió informes a Constantinopla. Pero la tenacidad de Botta era inquebrantable; no en vano era diplomático para emplear la intriga contra la intriga. Entonces, el bajá dejó obrar oficialmente al francés, pero prohibió a todos los indígenas, amenazándolos con terribles castigos, que ayudasen de cualquier modo al que «no quería sino construir una fortaleza contra la libertad de los pueblos mesopotámicos».

Pero Botta, sin intimidarse, impulsó las excavaciones.

Las gigantescas terrazas del palacio quedaron al descubierto. Todos los entendidos que se lanzaron sobre las primeras noticias del descubrimiento lo identificaron como el palacio del rey Sargón, mencionado en las profecías de Isaías; decían que se trataba del palacio veraniego en los alrededores de Nínive, una especie de Versalles, un Sanssouci gigantesco del año 709 a. de J. C., construido después de la conquista de Babilonia. Muro tras muro, surgían de los escombros patios con arcadas ricamente decoradas, estancias suntuosas, pasillos y cámaras, un harén dividido en tres partes y los restos de una torre con varias terrazas.

Causaba emoción la abundancia de esculturas y relieves. De pronto, el misterioso pueblo de los asirios surgía de la noche de los tiempos. Aquí se hallaban sus imágenes, sus enseres, sus armas; aquí se les veía en sus trabajos domésticos, en la guerra, en la caza.

Sin embargo, las esculturas, a menudo de frágil alabastro, al verse de pronto desprovistas de su capa de escombros protectora, se deshacían al contacto con el soplo ardiente del desierto. Eugéne Napoleón Flandin, dibujante famoso que había viajado por Persia y había publicado varias obras ilustradas sobre antigüedades, acudía de París, por encargo del Gobierno, siendo para Botta lo que Vivant Denon había sido para la «Comisión Egipcia» de Napoleón. Pero Denon había dibujado lo que se conservaba, mientras que Flandin tenía la delicada misión de conservar en el papel aquellas obras frágiles que se deshacían a su vista.

Botta consiguió cargar una serie de esculturas en almadías para su transporte fluvial. Pero el Tigris, cuya corriente era en la parte alta muy salvaje, un río de montaña completamente indómito, no toleró aquel peso desacostumbrado. Los troncos de la balsa se desprendían, perdían estabilidad, se deshizo el equilibrio y los dioses y reyes de Asiria, surgidos de las sombras, se sumergieron nuevamente en las del lecho del río.

Pero Botta no se desanimó. Mandó un nuevo cargamento río abajo. Tomadas todas las medidas de precaución imaginables, esta vez tuvo éxito. Un buque recogió las valiosas piedras y poco después las primeras esculturas asirias eran desembarcadas en territorio europeo. Algunos meses más tarde se hallaban expuestas en el Museo del Louvre, de París.

Botta se ocupó entonces de elaborar y ordenar el extenso material gráfico y una comisión de nueve hombres de ciencia se encargó de publicarlo. En ella figuraba Burnouf, llamado a ser uno de los arqueólogos franceses más destacados, y al que veinticinco años más tarde Heinrich Schliemann citaría frecuentemente llamándole «sabio amigo». También figuraba un inglés llamado Layard, cuya fama superaría poco después a la de Botta, cuyos pasos seguía ya, y que había de convertirse en uno de los arqueólogos más afortunados que hundieron sus picos en los escombros milenarios.

Pero jamás podrá ser olvidado el adelantado en suelo asirio, Botta, que significó para este país lo que Belzoni para Egipto, el excavador sin escrúpulos, el hombre que buscaba botín para el Louvre. Otro cónsul francés, Víctor Place, se encargó luego de la misión de coleccionista en Nínive, papel que Mariette desempeñara en El Cairo.

Pero el gran libro de Botta cuenta entre las obras clásicas de la arqueología. Su título es: Monuments de Ninive découverts et décrits par Botta, mesurés et dessinés par Flandin. En dos años, 1849-1850, aparecieron cinco tomos. Los dos primeros contienen tablas sobre la arquitectura y la escultura; el tercero y el cuarto, las inscripciones coleccionadas, y el quinto, las descripciones.