Capítulo XVIII

EN LA BIBLIA ESTÁ ESCRITO

En la Biblia se habla de las expediciones punitivas de los asirios, de la construcción de la Torre de Babel, de la suntuosa ciudad de Nínive, de la cautividad de los judíos, que duró setenta años, y del rey Nabucodonosor.

Se habla también de las vasijas de la cólera divina que siete de sus ángeles vertieron sobre el país del Éufrates. Los profetas Isaías y Jeremías exponían sus terribles visiones de la destrucción del «más hermoso de los reinos», del «esplendor maravilloso de los caldeos», que «sufrirán el castigo de Dios, como Sodoma y Gomorra», de manera que «los perros salvajes aúllen en sus palacios y los chacales pueblen sus moradas alegres».

En los primeros diecisiete siglos de la era cristiana no se discutió la palabra de la Biblia, y lo en ella escrito era para todos sagrado. En el siglo de la Ilustración comenzó la crítica; pero aquel mismo siglo en que, con el desarrollo de la filosofía materialista, la crítica se convirtió en duda permanente, trajo al mismo tiempo la prueba de que, en rigor, la Biblia contenía grandes verdades, aunque su lectura se hubiera prestado a múltiples y contradictorias interpretaciones.

La región situada entre los ríos Éufrates y Tigris era completamente llana. Sólo en algunos lugares se elevaban misteriosas colinas fustigadas por las tempestades de polvo que acumulaban tierra negra hasta formar altas dunas que crecían durante cien años y en los cinco siglos siguientes eran otra vez deshechas por el viento. Los beduinos que pasaban por estos lugares y en ellos hallaban miserables pastos para sus camellos, no sabían que aquellas colinas ocultaban algo, y como eran fieles creyentes de Alá, el único Dios, y de Mahoma, su profeta, nada sabían tampoco de las palabras de la Biblia que describían este país. Hacía falta una sospecha, una pregunta. Era preciso el impulso de un hombre de Occidente, se requerían unos golpes de pico.

El hombre que dio principio a estas excavaciones nació en Francia en el año 1803. A los treinta años de edad no sospechaba aún nada de la tarea que sería la más importante de su vida. En esta época, siendo médico, regresó de una expedición. Cuando llegó a El Cairo llevaba consigo gran número de cajones, y la policía exigió que los abriera; los cajones en cuestión contenían doce mil insectos cuidadosamente clavados con alfileres y perfectamente catalogados.

Catorce años después, este médico y coleccionista de insectos publicaba una obra en cinco tomos sobre Asiria, tan importante para impulsar la exploración científica del país de los dos ríos como lo fue para la investigación del país del Nilo la Description de l’Egypte, en veinticuatro tomos.

Escasamente unos cien años más tarde se publicaba en Alemania —y en Francia y en Inglaterra se pueden citar ejemplos similares— un libro del profesor Bruno Meissner que lleva por título: «Los reyes de Babilonia y de Asiria».

La importancia de este libro no reside en su valor científico profesional, ya que su autor sólo pretendía explicar de manera sencilla la vida de los reyes, cuyo esplendor había durado de 2000 a 5000 años. La verdadera importancia de este libro y de todos los análogos de otras nacionalidades consistía, por lo que a la evolución de la arqueología respecta, en el hecho mismo de que fuera posible que se escribiera tal libro. Pues «tal exposición presupone un material tradicional capaz de añadir vivos colores a la descripción de la vida de los hombres y mujeres de más fama, si queremos que resurjan vivos ante nosotros», se escribe en la introducción.

Pero ¿en qué consistía este material? Dejemos de lado los relatos del Antiguo Testamento y citemos de nuevo:

«Hace poco más de un siglo toda la ciencia asiriológica era un libro cerrado, y todavía hace unos pocos decenios, los reyes babilónicos y asirios eran solamente para nosotros fantasmas irreales, de los que no sabíamos más que los nombres».

¿Será posible, en tan poco tiempo, escribir nada menos que la historia del antiguo país de los dos ríos, que abarca dos mil años, y poder dibujar fielmente la imagen y el carácter de sus reyes?

El libro de Meissner demuestra que tal cosa es posible en nuestro siglo. Hace patente que en pocos decenios un grupo de excavadores apasionados, hombres de ciencia y aficionados, pudieron hacer surgir a la luz del día una cultura entera. Incluso en su apéndice nos ofrece una cronología que, con sólo algunas lagunas, nos presenta nombres y fechas de los príncipes del país de los dos ríos, cronología resumida por Ernst F. Weidner, uno de los asiriólogos más extravagantes entre sus colegas, todos ellos ya raros habitualmente. Durante veinte años, Weidner estuvo sentado en las oficinas de la Berliner lllustrierte Zeitung, donde era redactor auxiliar. Escribía novelas por entregas y confeccionaba crucigramas. Pero, al mismo tiempo, publicaba importantes tratados sobre la cronología asiria y una revista internacional que tiraba sólo algunos centenares de ejemplares y que compraban las Universidades y algunos hombres de ciencia. En el año 1942, cuando los aviones de bombardeo aliados imposibilitaron todo trabajo erudito en la capital del Tercer Reich, se encargó de una cátedra en Austria, lo cual sorprendió muchísimo a todos sus compañeros de la Berliner lllustrierte Zeitung, que durante veinte años no habían sospechado que tenían en su oficina a un asiriólogo notable.

La importancia de su obra y de todos los libros análogos residía en la posibilidad misma de su publicación. Los resultados que en ella se difunden para la divulgación popular constituyen un triunfo científico de más valor que, por ejemplo, la primera cronología egipcia de Lepsius. En ella se halla compilado lo que tres generaciones de obsesionados habían reunido, y refleja no sólo el triunfo de uno solo, sino el de innumerables horas de trabajo en la cancillería del consulado francés en Mossul, así como las horas de escuela de un maestro de Gotinga, las pasadas bajo el ardiente sol de la región del Éufrates y el Tigris, e igualmente las pasadas a bordo de un barco donde, bajo una lámpara oscilante, en el pequeño camarote, un oficial inglés se dedica a estudiar fatigosamente la escritura cuneiforme.

Este duro e ímprobo trabajo es un triunfo que supera a todos los demás de la arqueología, porque aquí apenas quedaban huellas de una grandeza pretérita sumergida. Aquí no había restos de templos ni de estatuas, como en el suelo clásico de Grecia y de Italia. Aquí no había pirámides ni obeliscos como en Egipto, ni aras de sacrificio como en los bosques del Yucatán y de México, que recordaban sangrientas hecatombes. Las caras rígidas de los beduinos y de los curdos no revelaban en ninguno de sus rasgos huellas de la grandeza de sus antepasados. Sus leyendas alcanzaban solamente la rica época de Harun-al-Raschid, y lo que había sucedido antes quedaba envuelto en las tinieblas del pasado.

Y los idiomas que aún vivían y que todavía se hablaban no demostraban ninguna relación comprensible con los idiomas de los milenios anteriores.

Por eso es mayor el triunfo, porque el único punto de partida para los investigadores eran sólo algunas frases de la Biblia, además de ciertas colinas esparcidas que no parecían adaptarse del todo a la llanura de polvo entre los ríos. Acaso también algunos trozos de arcilla que se podían encontrar por allí cubiertos con signos cuneiformes extraños y que, sin embargo, se consideraban sin significado alguno, ya que, según la explicación de un observador primitivo, parecía como si en ellos «hubieran pisado los pájaros cuando el barro estaba todavía húmedo».